Historia de Roma (47 page)

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Authors: Indro Montanelli

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Pero había otros puntos de la doctrina que amenazaban con provocar verdaderas herejías. Celso, el más violento de los polemistas anticristianos, escribió que la nueva religión estaba dividida en facciones y que cada cristiano constituía en ellas un partido adaptándola a su gusto. Ireneo contó una veintena de esas facciones. Hacía falta, pues, una autoridad central que determinase lo que era justo de lo que era falso.

La primera decisión a tomar que fue debatida durante dos siglos recayó sobre la sede. La nueva religión había nacido en Jerusalén, pero Roma tenía a su favor las palabras de Jesús: «Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» Y Pedro había venido a Roma. Más que los argumentos, lo que decidió fue la circunstancia de que el Mundo se dominaba desde Roma, no desde Jerusalén. Tertuliano aseguró que Pedro, al morir, confió los destinos de la Iglesia a Lino. Pero el primer sucesor seguro es el tercero, Clemente, del que nos queda una acta redactada con tono autorizado, dirigida a los demás obispos.

Los obispos comenzaron a reunirse en los Sínodos, y fueron esos Sínodos los árbitros de aquella religión cristiana que se llamó católica por cuanto universal. El término de Papa volvióse exclusivo del Sumo Pontífice solamente al cabo de cuatro siglos, durante los cuales se dio a todos los obispos para refrendar su paridad.

Con aquella primera y rudimentaria organización, la Iglesia llevó a cabo su guerra en dos frentes: el exterior, del Estado y el interior, de las herejías. Y no sabemos cuál de los dos era más peligroso. Sabemos tan sólo que a fines del siglo II la Iglesia había comenzado a inquietar hasta tal punto a los romanos, que uno de éstos, de los más cultos, Celso, dedicó su vida a estudiar el funcionamiento de aquélla, acerca de la cual escribió un libro esmerado e informadísimo, aunque parcial y rencoroso en sus conclusiones. Éstas eran que un cristiano no podía ser buen ciudadano. Y en cierto sentido tenía razón, mientras el Estado fuese pagano. Pero el hecho es que él paganismo ya no tenía defensores y hasta los que se negaban a abrazar la nueva fe no encontraban argumentos para defender la vieja. Sobre la estela de Marco Aurelio y de Epicteto, Plotino fue clasificado como filósofo pagano solamente porque no se bautizó. Pero toda su moral ya es cristiana como por lo demás lo es en Epicteto y en Marco Aurelio.

Hasta cuando la negaban, todas las mentes elevadas de la época comenzaron a esforzarse en torno a la doctrina de Jesús y de los Apóstoles, Tertuliano que, aun cuando de Cartago, poseía el riguroso sentido jurídico de los romanos y era ante todo un gran abogado, cuando se hubo convertido, extrajo del Evangelio un código de vida práctica y le dio la orgánica de un decreto-ley propiamente dicho. Aquel vigoroso orador, que hablaba como Cicerón y escribía como Tácito, de carácter riposo y sarcástico, fue de gran ayuda a la Iglesia, que, después de tanta teología y metafísica griegas, necesitaba organizadores y codificadores. Tertuliano en su extremado celo, acabó casi herético porque en su vejez, agriado su temperamento, criticó a los cristianos ortodoxos por demasiado tibios, indulgentes y blandengues y abrazó la regla, más rigurosa, de Montano, una especie de Lutero
avant a lettre
que predicaba el retorno a una fe más austera.

Otro formidable propagandista fue Orígenes, autor. de más de seis mil libros y opúsculos. Tenía diecisiete años cuando su padre fue condenado a muerte por cristiano. El muchacho quiso seguirle en el martirio y su madre para impedírselo, le escondió las ropas.
Te lo ruego: no reniegues de tu fe por amor a nosotros
, escribió el muchacho al que iba a morir. Se impuso a sí mismo un noviciado de asceta. Ayunaba, dormía desnudo sobre el pavimento y por fin se castró. En realidad, Orígenes era un perfecto tipo estoico, y del cristianismo dio en efecto una versión suya, que de momento fue aceptada, aunque no por todos. El obispo de Alejandría, Demetrio, la consideró incompatible con el hábito talar que entretanto Orígenes había vestido, y revocó su ordenación. Éste colgó los hábitos, continuó predicando con admirable celo y refutó las tesis de Celso en una obra que ha permanecido famosa; fue encarcelado y torturado, mas no renegó de su fe y murió pobre y sin tacha como había vivido. Doscientos años después, sus teorías fueron, empero, condenadas por una Iglesia que ya tenía bastante autoridad para hacerlo.

El Papa que más contribuyó a consolidar la organización en aquellos primeros y difíciles años fue Calixto, a quien muchos consideraban un aventurero. Decían que, antes de convertirse, había sido esclavo, amasado una pequeña fortuna con procedimientos más bien reprobables, hízose después banquero, robó a sus clientes, le condenaron a trabajos forzados y se fugó mediante engaño. El hecho de que, en cuanto fue Papa, proclamase válido el arrepentimiento para borrar todo pecado, incluso mortal, nos hace sospechar que en esas voces había algo de verdad. De todas maneras, fue un gran Papa, que truncó el peligroso cisma de Hipólito y reforzó definitivamente la autoridad del poder central. Decio, que fue un irreductible enemigo de los cristianos, decía que hubiese preferido tener en Roma un emperador rival antes que a un Papa como Calixto. Con éste, el Papado tornóse de veras romano en muchos sentidos. De los sacerdotes paganos de la Urbe tomó prestado la estola, el uso del incienso y de los cirios encendidos delante del altar y la arquitectura de las basílicas. Pero las derivaciones no se limitaron a éstas de carácter formal. Los constructores de la Iglesia se apropiaron especialmente de la armazón administrativa del Imperio y la copiaron, instituyendo al lado y contra, cada gobernador de provincia a un arzobispo, y un obispo al lado y contra cada prefecto. A medida que el poder político se debilitaba y que el Estado iba a la deriva, los representantes de la Iglesia heredaban sus tareas. Cuando Constantino subió al poder, muchas funciones de los prefectos, considerablemente en declive, eran asumidas por los obispos. La Iglesia era notoriamente la heredera designada y natural del Imperio en colapso. Los hebreos le habían dado una ética, Grecia una filosofía y Roma le estaba dando su lengua, su espíritu práctico y organizador, su liturgia y su jerarquía.

CAPÍTULO XLVII

EL TRIUNFO DE LOS CRISTIANOS

En la fantasía de la gente, sobreexcitada por malas novelas y peores filmes, la persecución de los cristianos lleva, sobre todo, el nombre de Nerón. Pero es un error. Nerón hizo condenar y supliciar a cierto número de cristianos por el incendio de Roma con el-solo objeto de desviar las sospechas de la gente contra su propia persona. Fue la suya una maniobra de diversión que no se apoyaba en ningún resentimiento serio del pueblo y del Estado contra aquella comunidad religiosa que, por lo demás, era de las más pacificas y que, como todas las demás, gozaba en Roma de amplia tolerancia. La Urbe albergaba liberalmente a todos los dioses de todos los extranjeros que vivían en ella, y en esto era realmente
Caput mundi
. Esos dioses pasaban de treinta mil y convivían con toda normalidad. Y cuando un extranjero pedía la ciudadanía, su concesión no quedaba supeditada a ninguna condición religiosa.

Las primeras discordias surgieron cuando se impuso reconocer al emperador como dios y adorarle. Para los paganos era fácil: en su Olimpo había ya tantos dioses que uno más, se llamase Caracala o Cómodo, no estorbaba. Pero los hebreos y los cristianos, a quienes la policía no lograba diferenciar, adoraban a uno solo, Aquél, y no estaban en modo alguno dispuestos a cambiarlo. Al final, antes de Nerón, fue promulgada una ley que les eximía de aquel gesto que para ellos era de abjuración. Pero Nerón y sus sucesores hacían poco caso de las leyes, y así surgió el primer equívoco que puso de manifiesto otras y más hondas incompatibilidades. No fue por casualidad que Celso, primero en analizarlas seriamente, dijo que la negativa de adorar al emperador era, en sustancia, negarse a someterse al Estado, del cual la religión no constituía, en Roma, más que un instrumento. Descubrió que los cristianos ponían a Cristo por encima del César y que su moral no coincidía en absoluto con la romana que hacía de los propios dioses los primeros servidores del Estado. Tertuliano, al responderle que precisamente en esto consistía su superioridad, reconoció lo fundado de tales acusaciones y fue más lejos, proclamando que el deber del cristiano era precisamente desobedecr a la Ley cuando la encontraba injusta.

Mientras esa diatriba quedóse en monopolio de los filósofos, no dio lugar más que a disputas. Pero cuando los cristianos aumentaron en número y su conducta comenzó a hacerse notar entre la población, ésta empezó a sentir desconfianzas que hábiles propagandistas explotaban debidamente, como más tarde se ha hecho contra los judíos. Se empezó a decir que hacían exorcismos y magias, que bebían sangre romana, que veneraban a un asno, que traían mal de ojo. Era el «¡duro con ellos!» que maduraba y creaba la atmósfera del
pogrom
y del «proceso de las brujas».

Después de Nerón, la hostilidad hacia ellos se convirtió en mar de fondo, y la ley que juzgaba delito capital el profesar la nueva fe no fue el antojo de un emperador que la sugirió, sino resultado de una conmoción de odio colectivo. Al contrario, la mayoría de los emperadores trataron de eludirla o de aplicarla con indulgencia. Trajano escribió a Plinio, elogiando su tolerancia:
Apruebo tus métodos. El acusado que niega ser cristiano y lo prueba con actos de respeto a nuestros dioses debe ser absuelto sin más
. Adriano, como verdadero escéptico, iba más lejos: concedía la absolución incluso mediante un simple gesto de arrepentimiento formal. Pero era difícil oponerse a las oleadas de odio popular cuando se desencadenaban, especialmente en ocasión de alguna calamidad que regularmente era atribuida a la indignación de los dioses por la tolerancia que se mostraba hacia los impíos cristianos. La religión pagana de Roma había muerto, pero la superstición seguía viva; y no existía terremoto, o epidemia, o carestía, que no fuese cargada en la cuenta de aquellos pobres diablos. Ni siquiera aquel santo varón de Marco Aurelio, bajo cuyo reinado las calamidades se multiplicaron, pudo resistir aquellas acometidas y tuvo que inclinarse. Átalo, Potino y Policarpo fueron de los más ilustres entre aquellos mártires.

La persecución empezó a hacerse sistemática con Septimio Severo, quien decretó que el bautismo era un delito. Mas a la sazón los cristianos ya eran lo bastante fuertes para reaccionar y lo hicieron a través de una obra propagandística que calificaba a Roma de «nueva Babilonia», propugnaba su destrucción y afirmaba la incompatibilidad del servicio militar con la nueva fe. Era la predicación abierta del derrotismo y suscitó la ira de aquellos «patriotas» que ya no se batían por la patria amenazada por el enemigo exterior, pero que con el interior indefenso se mostraban intransigentes. Decio vio en ese ataque de indignación una base para la unidad nacional y lo explotó dándole satisfacción. Organizó una gran ceremonia de obediencia a los dioses, advirtiendo que se tomarían los nombres de quienes participasen en ella. Hubo, por miedo, muchas apostasías, pero también muchos heroísmos recompensados con la tortura. Tertuliano había dicho: «No lloréis a los mártires. Ellos son nuestra semilla.» Terrible y despiadada verdad. Seis años después, bajo Valeriano, el mismo Papa Sixto II fue condenado a muerte.

La batalla más grande fue la desencadenada por Diocleciano. Es curioso que un tan grande emperador no hubiese visto su inutilidad y, más aún, que era contraproducente. Mas al parecer le movió a ello un arrebato de ira. Un día que estaba oficiando como Pontífice Máximo, los cristianos que le rodeaban hicieron la señal de la cruz. Encolerizado, Diocleciano ordenó que todos los súbditos, civiles y militares, repitiesen el sacrificio y que aquéllos que se negasen fuesen azotados. Las negativas fueron muchas y entonces el emperador ordenó que todas las iglesias cristianas fuesen arrasadas, todos sus bienes, confiscados, sus libros, quemados y sus adeptos, muertos.

Estas órdenes estaban todavía en curso de ejecución cuando él se retiró a Spalato, donde tuvo todo el tiempo y el desahogo de meditar acerca de los resultados de aquella persecución, que constituyó la prueba más brillante del cristianismo y que lo «doctoró», por decirlo así, como triunfador. Las
Actas de los Mártires
, donde se narran, tal vez con alguna exageración, los suplicios y las muertes de los cristianos que no renegaron, constituyeron un formidable motivo de propaganda. Difundieron el convencimiento de que el Señor hacía insensible al sufrimiento a quienes los afrontaban en Su nombre y que les abría de par en par el Reino de los Cielos.

No sabemos si también Constantino estaba convencido de ello cuando hizo estampar la Cruz de Cristo en su lábaro. Su madre era cristiana. Pero poco pudo hacer en la educación de aquel muchacho que se había formado bajo la tienda entre soldados V rodeado de filósofos y retóricos paganos. Incluso ya converso siguió bendiciendo los ejércitos y las cosechas según el ritual pagano, iba raramente a la iglesia y a un amigo que le preguntó el secreto de un éxito, le respondió; «Es la Fortuna quien hace de un hombre un emperador.» La fortuna, no Dios. En su trato con los sacerdotes, adoptaba una actitud imperativa, y sólo en las cuestiones teológicas les dejaba hacer, no porque reconociese su autoridad, sino porque se trataba de asuntos que le importaban un bledo. En los testimonios de los cristianos contemporáneos, como Eusebio, que tenían los más fundados motivos de gratitud hacia él, pasa por algo poco menos que un santo. Pero nosotros creemos que fue sobre todo un hombre político equilibrado, de amplia visión y de notable buen sentido que, habiendo comprobado personalmente el fracaso de la persecución, prefirió aboliría.

Es muy probable, sin embargo, que a ese cálculo de contingente oportunidad, se hubiese sumado también otro, más complejo. Debió de quedar muy impresionado por la superior moralidad de los cristianos, de la decencia de sus vidas, en suma, por la revolución puritana que habían operado en las costumbres de un Imperio que ya no tenía ninguna. Poseían formidables cualidades de paciencia y de disciplina.

Y ya entonces, si se quería encontrar un buen escritor, un buen abogado o un funcionario honesto y competente, entre ellos había de buscarse. No existía, puede decirse, ciudad alguna donde el obispo no fuese mejor que el prefecto. ¿Acaso no se podía sustituir a los viejos y corrompidos burócratas por aquellos prelados irreprochables, y hacer de ellos los instrumentos de un nuevo Imperio? Las revoluciones triunfan no por la fuerza de sus ideas, sino cuando logran constituir una clase dirigente mejor que la anterior.

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