Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (44 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Mientras tanto, la formación de los dos bloques avanzaba a gran velocidad. En abril de 1948, se aprobaba en Estados Unidos el Programa de Recuperación Europea de ayuda a los países devastados por la guerra, más conocido como Plan Marshall por el nombre de su creador, el secretario de Estado norteamericano general George C. Marshall. Entre 1948 y 1951, el programa de recuperación, que fue rechazado por la URSS y los países de Europa oriental por considerarlo un instrumento de dominación económica del imperialismo norteamericano, repartió más de 12 000 millones de dólares entre los quince países beneficiarlos, aunque la mayor parte de la ayuda se dirigió a Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia. España fue excluida expresamente por la connivencia del régimen de Franco con el III Reich. A la conclusión del Plan Marshall, la economía de los países de Europa occidental había recuperado sus niveles anteriores a la guerra, y en dos años más doblaría su capacidad productiva de 1939. Es indudable que entre los objetivos del Plan, aprobado poco después del golpe de Estado comunista en Checoslovaquia, estaba impedir que la postración económica del viejo continente y su corolario de miseria y crisis social sirvieran de caldo de cultivo a los partidos comunistas occidentales, algunos de los cuales gozaban por entonces de un enorme prestigio popular por su lucha en la resistencia. La réplica de la Unión Soviética al Plan Marshall fue la constitución en 1949 de una organización económica supranacional (COMECON) común a los países de Europa central y oriental situados en su área de influencia. El afán de emulación entre las dos superpotencias resultó enormemente beneficioso para la recuperación de las economías europeas.

La formación de un espacio económico diferenciado en Europa occidental se vio en seguida acompañada de un sistema de seguridad y defensa vertebrado en torno a la hegemonía militar norteamericana. La creación en 1949 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fue un paso decisivo en la Normalización de la política de bloques propia de la Guerra Fría, aunque su equivalente en el ámbito comunista, el Pacto de Varsovia, no se constituyera hasta 1955. A uno y otro lado del telón de acero, la lógica de la Guerra Fría se iba materializando paralelamente en dos realidades casi simétricas. La definitiva instauración de las democracias populares en la Europa del Este, tras un período de transición presidido por gobiernos de coalición con fuerzas burguesas, se produjo poco después de que los comunistas italianos y franceses tuvieran que abandonar sus respectivos gobiernos nacionales (1947), inaugurando así un largo período de más de treinta años en el que ningún comunista formó parte de un gobierno occidental. Bien es verdad que a esa simetría inherente a la propia bipolaridad —gobiernos comunistas en la Europa del Este y gobiernos sin comunistas en Europa occidental— se llegaba por distintas vías políticas, con total ausencia de libertades e instauración de sistemas de partido único en el bloque soviético, sin posibilidad de oposición ni discrepancia, y existencia en la mayoría de los países de Europa occidental de un régimen de libertades que permitía a los comunistas ejercer una oposición parlamentaria a sus respectivos gobiernos, dirigir un poderoso e influyente movimiento sindical y gobernar democráticamente en multitud de ayuntamientos. La creación a lo largo de esos mismos años de la CIA (1947) —su equivalente soviético, la KGB, data de 1954—, de la OECE (1948), como organismo canalizador de la ayuda norteamericana a Europa occidental, y del Consejo de Europa (1949), embrión de una futura unión europea, más algunas instituciones económicas ya existentes, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial (1944), permiten dibujar el contorno de lo que será el bloque occidental hasta el final de la Guerra Fría: una combinación compleja y variable de democracia parlamentaria, economía de mercado matizada por el intervencionismo estatal propio de la época y una aplastante hegemonía norteamericana, que llegaba a todas partes, aunque en grados muy distintos según se tratara de los países europeos o de los escenarios más calientes del Tercer Mundo.

El proceso de construcción de ambos bloques corre en paralelo con la elaboración de un discurso de guerra fría por parte de cada contendiente. —Ya sea la doctrina Truman o la teoría soviética sobre el expansionismo norteamericano— y con el propio desarrollo de los acontecimientos, que en 1949-1950 provocó nuevos sobresaltos entre la población. La noticia de la explosión por la Unión Soviética de su primera bomba atómica en julio de 1949 fue el principal detonante de la paranoia colectiva en que vivió inmersa la sociedad norteamericana en los años siguientes y cuya máxima expresión sería la célebre caza de brujas, de la que se hablará más adelante. El hecho tenía una enorme trascendencia, pues suponía el fin del monopolio nuclear del que había disfrutado Estados Unidos desde 1945 y creaba, por tanto, una inesperada situación de paridad entre las dos superpotencias. A partir de entonces, el riesgo de una guerra nuclear tendría continuamente en vilo a la humanidad, pero sería también el punto de arranque de una nueva concepción de la Guerra Fría basada en la necesidad del autocontrol y de la utilización puramente disuasorio del potencial atómico.

El año 1949 registró además el triunfo comunista en la larga guerra civil china. La rápida consolidación de la nueva República Popular presidida por Mao Tse-tung y apoyada en sus primeros años por la Unión Soviética contribuyó a fijar el clima psicológico de la Guerra Fría en Occidente, un clima de pánico alimentado en parte por razones objetivas, como era la evidente progresión del comunismo en el mundo, pero también por impulsos irracionales activados por la supuesta existencia de un enemigo interior —de ahí la caza de brujas—, así como por atavismos culturales y raciales —el miedo al peligro amarillo— y el recuerdo de la dolorosa experiencia de Pearl Harbour. En realidad, el llamado síndrome de 1941 (Veiga, Da Cal y Duarte, 1998), es decir, el temor a un ataque sorpresa del enemigo, pesaba tanto sobre los norteamericanos como sobre los rusos, que tampoco habían olvidado la fulminante ofensiva alemana de junio de 1941 que les metió de lleno en la Segunda Guerra Mundial.

La Guerra de Corea (1950-1953) fue, sin duda, el episodio de mayor gravedad en esa escalada de la tensión que empieza a finales de los cuarenta, y un claro antecedente de la Guerra de Vietnam, pese a las evidentes diferencias entre ambas. Ocupada desde principios de siglo por los japoneses, que la consideraban parte integrante de su espacio vital, Corea había quedado en una situación muy confusa tras la derrota nipona en 1945, con tropas rusas, recién llegadas desde Manchuria, ocupando el Norte y tropas norteamericanas desembarcadas en el Sur. La partición del país en dos zonas separadas por el paralelo 38 fue una solución provisional hasta que pudiera producirse la reunificación prevista por los aliados. Pero el estallido de la Guerra Fría y la instauración en 1949 de la República Popular China confirieron un alto valor estratégico a la región y bloquearon los planes de reunificación, al tiempo que se iban consolidando al Norte y al Sur sendos gobiernos políticamente antagónicos: comunista en la zona ocupada por los rusos, que contaban con la total adhesión del líder guerrillero y hombre fuerte del país Kim II Sung, y conservador y anticomunista en el Sur. El antagonismo político entre los dos regímenes hizo imposible la celebración de las elecciones previstas para 1949, que debían sellar la reunificación del territorio bajo un solo Estado. Eran tiempos de total compenetración entre la Unión Soviética y la nueva República Popular China, coincidentes también en su apoyo al gobierno comunista norcoreano, que el 25 de junio de 1950 ordenó la invasión del Sur.

En su primera fase, fue una ofensiva arrolladora, debido a la aplastante superioridad del veterano y bien pertrechado ejército comunista, que contaba con abundante material soviético y con la experiencia que muchos de sus 150 000 miembros habían adquirido en la guerra civil china. El 7 de julio, en pleno avance norcoreano, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobaba el envío de una fuerza multinacional a la región a instancias de Estados Unidos y en ausencia de la URSS, que se había retirado del Consejo de Seguridad en protesta por la no admisión en el mismo de la República Popular China. La llegada de las fuerzas de Naciones Unidas, colocadas bajo el mando del general MacArthur, evitó a duras penas la total ocupación de Corea del Sur por el ejército norcoreano. A mediados de septiembre, una audaz operación envolvente diseñada por MacArthur provocó el desconcierto enemigo y dio lugar a una rápida contraofensiva que llevaría a las fuerzas multinacionales a traspasar el paralelo 38 e invadir el Norte, algo no previsto ni autorizado por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que, sin embargo, respaldaría a posteriori esta decisión. En los meses siguientes, la guerra se desarrolló de manera similar, con rápidas alternativas a favor y en contra de los dos contendientes y una implicación cada vez mayor tanto de las dos superpotencias como de la China comunista. Pero lo que llegó a ser un enfrentamiento militar directo entre los dos bloques, con los riesgos que ello comportaba en plena era nuclear —de hecho, el general MacArthur perdió su cargo por pretender usar la bomba atómica contra China, aunque no fue el único que planteó tal posibilidad—, condujo finalmente a una estabilización del conflicto. El armisticio firmado el 27 de julio de 1953 dejaba las cosas tal como estaban a principios de 1950, pero con tres millones de muertos por el camino. Cerca inauguró así un concepto clave de la Guerra Fría, la guerra limitada, basado en la renuncia a la total eliminación del adversario, en un uso prudente del propio potencial destructivo y en el mantenimiento, como mal menor, de un difícil equilibrio mundial, conocido como el equilibrio del terror.

La Guerra Fría había creado, pues, las condiciones para un enfrentamiento permanente e irresoluble entre dos bloques antagónicos, cuya capacidad de destrucción iría creciendo exponencialmente a lo largo de los años. Ningún país podría vivir totalmente al margen de este conflicto planetario. De ahí que, en el transcurso del mismo, el mundo se llenara de guerras locales o periféricas, a veces llamadas de baja intensidad, casi siempre relacionadas con procesos descolonizadores contaminados por los intereses de las dos superpotencias. Pero al mismo tiempo, y ésta era una de las lecciones fundamentales de la Guerra de Corea, el conflicto Este/Oeste se desarrollaría dentro de unos límites y con arreglo a unas reglas de juego tácitas que harían muy difícil el estallido de otra Guerra Mundial, que, previsiblemente, sería la última. Como dijo en fecha muy temprana el joven filósofo francés Raymond Aron, la humanidad estaba haciendo el aprendizaje de una nueva era en la que «la paz [sería] imposible, y la guerra improbable» (Le grand schisme, 1948).

6.2. Un mundo en blanco y negro

La expresión que da título a este epígrafe es del historiador Pierre Miquel y tiene múltiples aplicaciones para describir la realidad histórica de la posguerra mundial (Miquel, 1999, 37). Por lo pronto, sirve para representar el maniqueísmo en que se fundó la Guerra Fría hasta su terminación, aunque la compleja naturaleza de este fenómeno, el constante equilibrio entre el antagonismo y el consenso, y el pragmatismo que, en general, presidió las relaciones entre las dos superpotencias acabaran convirtiendo la bipolaridad cromático en una amplia gama de grises. Pero el símil expresa sobre todo un imaginario colectivo dominado, de un lado, por el sombrío recuerdo de la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y el holocausto —como dijo el filósofo alemán Theodor Adorno, después de Auschwitz no había lugar para la poesía— y, de otro, por la hegemonía cultural ejercida por los modernos medios de comunicación audiovisuales, como la radio, el cine, que vivirá por entonces sus años dorados, y, muy pronto, la televisión, que empezó a popularizarse en Estados Unidos a mediados de los años cuarenta y en Europa occidental una década después.

Aunque el éxito de dos hitos de la historia del cine como Lo que el viento se llevó y El Mago de Oz, ambas de 1939, parecía consagrar el color en el inicio de una nueva era de la cinematografía, el cine de los años cuarenta y cincuenta seguirá siendo mayoritariamente en blanco y negro, con excepción del género musical y de los dibujos animados, las dos formas más logradas del cine de entretenimiento y evasión. Algunos de los géneros y de las corrientes más representativas de esta época, como el cine negro y de suspense o el neorrealismo italiano, subrayarán esta tendencia al máximo aprovechamiento de la capacidad expresiva del blanco y negro, puesta al servicio de una exploración pesimista en una realidad social deprimida, en el submundo del crimen y en los rincones más recónditos e inquietantes del alma humana. Antes de que la Guerra Fría traslade al cine la cosmovisión de la bipolaridad, en algunos clásicos de estos géneros estará muy presente el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, que durante años gravitará como una pesadilla sobre la sociedad de la época. Ejemplo de ello son Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero, de Roberto Rossellini (1945 y 1948), doble cumbre del cine neorrealista; el drama sobre el regreso de los veteranos de guerra titulado Los mejores años de nuestra vida, de William Wyler (1946), y, en el género de suspense, Encadenados (1946), un prodigio de virtuosismo formal y narrativo en torno a una sociedad secreta nazi que conspira para conseguir la restauración del III Reich. La filmografía de su director, Alfred Hitchcock, muy influida por el psicoanálisis (Extraños en un tren, 195 1; Marnie la ladrona, 1964) y por la herencia del expresionismo alemán, y marcada por una reflexión permanente sobre el bien y el mal, llegará a ser un exponente insuperable de una visión pesimista sobre la condición humana típica del mejor cine en blanco y negro. La total eclosión de la Guerra Fría a partir de 1950 supondrá, por tina parte, la retirada de algunos de los mejores profesionales del cine americano, forzada por la actuación inquisitorial del Comité de Actividades Antiamericanas, y, por otra, el desarrollo inusitado de las películas de extraterrestres, un subgénero dentro del cine de ciencia-ficción que cobró gran importancia tanto por el comienzo de la carrera espacial como, especialmente, por el miedo de un sector de la opinión pública norteamericana, en pleno apogeo del peligro marino, a una invasión comunista. El propio Hitchcock rendirá tributo, a partir de los años cincuenta y sobre todo en los sesenta (Con la muerte en los talones, Cortina rasgada, El hombre que sabía demasiado, Topaz…), a los grandes temas del cine militante de la Guerra Fría, poblado de espías, agentes dobles y organizaciones secretas; un género que tiene su obra más emblemático en la película de Carol Reed El tercer hombre (1949), ambientada en la Viena dividida de la inmediata posguerra.

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