Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España (56 page)

Capítulo CXLIII: Cómo se herraron los esclavos en Tezcuco y cómo vino nueva que había venido al puerto de la Villa Rica un navío, y los pasajeros que en él vinieron, y otras cosas que pasaron diré adelante

Como hobo llegado Gonzalo de Sandoval con su ejército a Tezcuco, con gran presa de esclavos y otros muchos que se habían habido en las entradas pasadas, fue acordado que luego se herrasen, y desque se hobo, pregonado que se llevasen a herrar a una casa señalada, todos los más soldados llevamos las piezas que habíamos habido para echar el hierro de Su Majestad, que era una CJ., que quiere decir «guerra», según y de la manera que lo teníamos de antes concertado con Cortés, según he dicho en el capítulo que dello habla, y creyendo que se nos habían de volver después de pagado el real quinto y que las apreciasen en cuánto podían valer cada una pieza, e no fue ansí, porque si en lo de Tepeaca se hizo muy malamente, según otra vez dicho tengo, muy peor se hizo en esto de Tezcuco, que después que sacaban el real quinto, era otro quinto para Cortés, y otras partes para los capitanes, y en la noche antes, cuando las tenían juntas, nos desaparecían las mejores indias. Pues como Cortés nos había dicho y prometido que las buenas piezas se habían de vender en el almoneda por lo que valiesen, y las que no fuesen tales por menos precio, tampoco hobo buen concierto en ello, porque los oficiales del rey que tenían cargo dellas hacían lo que querían, por manera que si mal se hizo una vez, esta vez peor, y desde allí adelante muchos soldados que tomamos algunas buenas indias, porque no nos las tomasen, como las pasadas, las escondíamos y no las llevábamos a herrar, y decíamos que se habían huido, y si era privado de Cortés, secretamente las llevábamos de noche a herrar, y las apreciaban lo que valían, y les echaban el hierro, y pagaban el quinto, y otras muchas se quedaban en nuestros aposentos, y decíamos que eran naborías que habían venido de paz de los pueblos comarcanos y de Tascala. También quiero decir que como había ya dos o tres meses pasados, que algunas de las esclavas que estaban en nuestra compañia y en todo el real conocían a los soldados cuál era bueno, cuál malo, y trataban bien a las indias y naborías que tenían, o cuál las trataba mal, y tenían fama de caballeros e de otra manera, cuando las vendían en el almoneda, y si las sacaban algunos soldados que a las tales indias o indios no les contentaban o las habían tratado mal, de presto se les desaparescían y no las vían más, y preguntar por ellas era como quien dice buscar a Mahoma en Granada o escrebir a mi hijo el bachiller en Salamanca, y, en fin, todo se quedaba por deuda en los libros del rey, ansí lo de las almonedas y los quintos, y al dar las partes del oro se consumió, que ninguno o muy pocos soldados llevaron partes, porque ya lo debían, y aun mucho más que después cobraban los oficiales del rey. Dejemos esto, y digamos cómo en aquella sazón vino un navío de Castilla, en el cual vino por tesorero de Su Majestad un Julián de Alderete, vecino de Tordesillas, y vino un Orduña el Viejo, vecino que fue de la Puebla, que después de ganado Méjico trujo unas hijas que casó muy honradamente; era natural de Tordesillas. Y vino un fraile de San Francisco que se decía fray Pedro Melgarejo de Urrea, natural de Sevilla, que trujo unas bulas de señor San Pedro, y con ellas nos componían si algo éramos en cargo en las guerras en que andábamos; por manera que en pocos meses el fraile fue rico y compuesto a Castilla y dejó otros descompuestos. Trujo entonces por comisario, y quien tenía cargo de las bulas, a Jerónimo López, que después fue secretario en Méjico; e vinieron un Antonio de Carvajal, que ahora vive en Méjico, ya muy viejo, capitán que fue de un bergantín, y vino Jerónimo Ruiz de la Mota, yerno que fue, después de ganado Méjico, del Orduña, que ansimismo fue capitán de bergantín, natural de Burgos, y vino un Briones, natural de Salamanca: a este Briones ahorcaron en esta provincia de Guatimala por amotinador de ejércitos desde ha cuatro años que se vino de lo de Honduras, y vinieron otros muchos que ya no me acuerdo, y también vino un Alonso Díaz de la Reguera, vecino que fue de Guatimala, que agora vive en Valladolid. Y trujeron en este navío muchas armas y pólvora, y, en fin, como navío que viene de Castilla, e vino cargado de muchas cosas, y con él nos alegramos de su venida y de las nuevas que de Castilla trujo. No me acuerdo bien; mas parésceme que dijeron que el obispo de Burgos que ya había perdido y que no estaba Su Majestad bien con él desque alcanzó a saber de nuestros muchos y buenos y notables servicios; y como el obispo le solía escrebir a Flandes al contrario de lo que pasaba y en favor de Diego Velázquez, y halló muy claramente Su Majestad ser verdad todo lo que nuestros procuradores de nuestra parte le fueron a informar, y a esta causa no le oía cosa que dijese. Dejemos esto y volvamos a decir que como Cortés vio los bergantines questaban acabados de hacer y la gran voluntad que todos los soldados teníamos destar ya puestos en el cerco de Méjico, y en aquella sazón volvieron otra vez los de Chalco a decir que los mejicanos venían sobrellos, y que les enviase socorro, y Cortés les envió a decir quel quería ir en persona a sus pueblos y tierras y no se volver hasta que todos los contrarios echase de aquellas comarcas, y mandó apercebir trecientos soldados y treinta de caballo, y todos los más escopeteros, ballesteros que había, y gente de Tezcuco, y fue en su compañía Pedro de Alvarado e Andrés de Tapia y Cristóbal de Olí, y ansimismo fue el tesorero Julián de Alderete y el fraile fray Pedro Melgarejo, que ya en aquella sazón habían llegado a nuestro real; e yo fui entonces con el mismo Cortés, porque me mandó que fuese con él. y lo que pasó en aquella entrada diré adelante.

Capítulo CXLIV: Cómo nuestro capitán Cortés fue una entrada y se rodeó la laguna y todas las ciudades y grandes pueblos que alrededor hallamos, y lo que más pasó en aquella entrada

Como Cortés había dicho a los de Chalco que les había de ir a socorrer, porque los mejicanos no les viniesen a dar guerra, porque harto teníamos cada semana de ir y venir a los favorescer, mandó apercebir todos los soldados e ejército arriba memorado, que fueron trecientos soldados y treinta de caballo, y veinte ballesteros, e quince escopeteros, y el tesorero Julián Alderete, y Pedro de Alvarado, Andrés de Tapia y Cristóbal de Olí, e fue también el fraile Pedro Melgarejo, e a mí me mandó que fuese con él, y muchos tascaltecas y otros amigos de Tezcuco. Y dejó en guarda de Tezcuco y bergantines a Gonzalo de Sandoval con buena copia de soldados y de caballo. E una mañana, después de haber oído misa, que fue viernes cinco días del mes de abril de mill e quinientos e veinte y un años, fuimos a dormir a Tamanalco, y allí nos rescibieron muy bien; y otro día fuimos a Chalco, questaba muy cerca el un pueblo del otro; y allí mandó Cortés llamar a todos los caciques de aquella provincia y se les hizo un parlamento con nuestras lenguas doña Marina y Jerónimo de Aguilar, en que se les dio a entender cómo agora al presente íbamos a ver si podría traer de paz algunos pueblos questaban cerca de la laguna, y también para ver la tierra y sitio para poner cerco a Méjico, y que por la laguna habían de echar los bergantines, que eran trece, y que les rogaba que para otro día estuviesen aparejados todas sus gentes de guerra para ir con nosotros. Y desque lo hobieron entendido, todos a una de buena voluntad dijeron que ansí lo harían. Y otro día fuimos a dormir a otro pueblo sujeto del mismo Chalco, que se dice Chimaluacán, y allí vinieron más de veinte mill amigos, ansí de Chalco y Tezcuco y Guaxocingo, y los tascaltecas y otros pueblos, y vinieron todos, que en todas las entradas que yo había ido después que en la Nueva España entré nunca tanta gente de guerra de nuestros amigos fueron como agora en nuestra compañía. Ya he dicho otras veces que iba tanta dellas a causa de los despojos que habían de haber, y lo más cierto por hartarse de carne humana, si hobiese batallas, porque bien sabían que las había de haber, y son a manera de decir como cuando en Italia salía un ejército de una parte a otra y le siguen cuervos y milanos y otras aves de rapiñas que se mantienen de los cuerpos muertos que quedan en el campo desque se daba una muy sangrienta batalla; así he juzgado que nos seguían tantos millares de indios. Dejemos desta plática y volvamos a nuestra relación. Que en aquella sazón se tuvo nueva questaban en un llano cerca de allí aguardando muchos escuadrones y capitanías de mejicanos e sus aliados todos los de aquellas comarcas para pelear con nosotros, y Cortés nos apercibió que fuésemos muy alerta. Y salimos de aquel pueblo donde dormimos, que se dice Chimaluacán, después de haber oído misa, que fue bien de mañana, y con mucho concierto fuimos caminando entre unos peñascos y por medio de dos serrezuelas, que en ellas había fortalezas y mamparos donde estaban muchos indios e indias recogidos e fuertes, e desde su fortaleza nos daban gritos e voces e alaridos, y nosotros no curamos de pelear con ellos, sino callar y caminar y pasar adelante hasta un pueblo grande questaba despoblado, que se dice Yautepeque; e también pasamos de largo y llegamos a un llano adonde había unas fuentes de muy poca agua, e a una parte estaba un gran peñol con una fuerza muy mala de ganar, según luego paresció por la obra. Y como llegamos en el paraje del peñol, porque vimos questaba lleno de guerreros y desde lo alto dél nos daban gritos y tiraban piedras e varas y flechas, y luego hirieron a tres soldados de los nuestros, entonces mandó Cortés que reparásemos allí, e dijo: «Paresce que todos estos mejicanos que se ponen en fortalezas y hacen burla de nosotros desque no les acometemos», y esto dijo por los que quedamos atrás en las serrezuelas. E luego mandó a unos de caballo y ciertos ballesteros que diesen una vuelta a una parte del peñol e que mirasen si había otra subida más conviniente de buena entrada para les poder combatir, y fueron y dijeron que lo mejor de todo era donde estábamos, porque en todo lo demás no había subida ninguna, que era todo peña tajada. E luego Cortés nos mandó que les fuésemos entrando y subiendo, el alférez Cristóbal del Corral adelante, y otras banderas, y todos nosotros siguiéndoles, y Cortés con los de a caballo aguardando en lo llano por guarda de otros escuadrones de mejicanos no viniesen a dar en nuestro fardaje o en nosotros entretanto que combatíamos aquella fuerza. Y como encomenzamos a subir por el peñol arriba, echan los indios guerreros que en él estaban tanta de piedras muy grandes y peñascos, que fue cosa espantosa cómo se venían despeñando y saltando, que fue milagro que no nos matasen a todos; y luego a mis pies murió un soldado que se decía Fulano Martínez, valenciano, que había sido maestresala de un señor de Salvá, en Castilla, y éste llevaba una celada, e no dijo ni habló palabra. Y todavía subíamos, y como venían las galgas rodando y despeñándose y dando saltos, que ansí llamamos en estas partes a las grandes piedras que vienen derriscadas, luego mataron a otros dos buenos soldados, que se decían Gaspar Sánchez, sobrino del tesorero de Cuba, e a un Fulano Bravo. Y todavía no dejábamos de subir. Y luego mataron a otro soldado harto esforzado que se decía Alonso Rodríguez, y a otros dos descalabrados en la cabeza, y en las piernas todos los más de nosotros. Y todavía porfiar y pasar adelante. E yo como en aquel tiempo era suelto, no dejaba de seguir al alférez Corral, e íbamos como debajo de unas socarenas e concavidades que se hacían en el peñol, que por ventura me encontraba algunos peñascos entre tanto que subía de socaren a socaren para no matarme; y estaba el alférez Cristóbal del Corral mamparándose detrás de unos árboles gruesos que tenían muchas espinas que nacen en aquellas concavidades, y estaba descalabrado, y el rostro todo lleno de sangre, e la bandera rota, y me dijo: «¡Oh señor Bernal Díaz del Castillo, que no es cosa de pasar más adelante, y mira no os coja algunas lanchas o galgas; estése al reparo de la concavidad!» porque ya no nos podíamos tener aun con las manos, cuanto más podelles subir. En este tiempo oí que de la misma manera que Corral e yo habíamos subido de socaren a socaren, viene Pedro Barba, que era capitán de ballesteros, con otros dos soldados. Yo le dije desde arriba: «¡Ah, señor capitán, no suba más adelante, que no podrá tener con pies y manos, no vuelva rodando!». Y cuando se lo dije me respondió como muy esforzado, o por dar aquella respuesta como gran señor, dijo: «¿Y eso había de decir, sino ir adelante?», e yo rescebí de aquella palabra remordimiento de mi persona, y le respondí: «Pues veamos cómo sube donde yo estoy», y todavía pasé bien arriba. En aquel instante vienen tantas piedras muy grandes que echaron rodando de lo alto, que tenía represadas para aquel efeto, que hirieron al Pedro Barba e le mataron un soldado, y no pasaron más un paso de allí donde estaban. Y entonces el alférez Corral dio voces para que dijesen a Cortés, de mano en mano, que no se podía subir más arriba e que el retraer también era peligroso. Y desque Cortés lo entendió, porque allá abajo donde estaba, en la tierra llana, le habían muerto dos o tres soldados y herido siete del gran impetuo de las galgas que iban despeñándose, y aun tuvo por cierto Cortés que todos los más de los que habíamos subido allí estábamos muertos o bien heridos, porque adonde él estaba no podía ver las vueltas que daba aquel peñol; y luego por señas y por voces y por más escopetas que soltaron, tuvimos arriba muestras que nos mandaban retraer. Y con buen concierto, de socaren en socaren, bajamos abajo, y los cuerpos de los nuestros todos descalabrados y corriendo sangre, y las banderas rotas y ocho muertos. Y desque Cortés ansí nos vio, dio muchas gracias a Dios, y luego le dijeron lo que habíamos pasado yo y el Pedro Barba, porque se lo dijo el mismo Pedro Barba y el alférez Corral, estando platicando de la gran fuerza del peñol, e que fue maravilla cómo no nos llevaron las galgas de vuelo, y aun lo supieron luego en todo el real. Dejemos cosas vaciadizas y digamos cómo estaban muchas capitanías de mejicanos aguardando en partes que no les podíamos ver ni saber dellos, y estaban esperando para socorrer y ayudar a los del peñol, y bien entendieron lo que fue, que no podríamos subilles en la fuerza, y que, entretanto questábamos peleando tenían concertado que los del peñol por una parte y ellos por otra darían en nosotros, y como lo tenían acordado ansí vinieron a les ayudar a los del peñol. Y cuando Cortés lo supo que venían, mandó a los de a caballo y a todos nosotros que fuésemos a encontrar con ellos, y ansí se hizo. Y aquella tierra era llana, a partes había unas como vegas questaban entre otros serrejones, Y seguimos a los contrarios hasta que llegamos a otro muy fuerte peñol , y en el alcance se mataron muy pocos indios, porque se acogían en partes que no se podían haber. Pues vueltos a la fuerza que probarnos a subir, y viendo que allí no había agua ni la habíamos bebido en todo el día, ni aun los caballos, porque las fuentes que dicho tengo que allí estaban no la tenían, sino lodo, que como traíamos tantos amigos estaban sobrellas y no las dejaban manar, y a esta causa mandamos mudar nuestro real y fuimos por una vega abajo a otro peñol, que sería de lo uno a lo otro obra de legua y media, creyendo que halláramos agua, y no la había, sino muy poca. Y cerca de aquel peñol había unos árboles de moreras de la tierra, y allí paramos, y estaban obra de doce o trece casas al pie de la fuerza. Y ansí como llegamos nos encomenzaron a dar gritos y tirar varas y galgas y flecha desde lo alto, y estaba en esta fuerza mucha gente que en el primer peñol, y aun era muy más fuerte, según después vimos. Nuestros escopeteros y ballesteros les tiraban; mas estaban tan altos y tenían tantos mamparos, que no se les podía hacer mal ninguno; pues entralles o subilles, no había remedio; y aunque probamos dos veces que por las casas que por allí estaban había unos pasos, hasta dos vueltas podíamos ir; mas desde allí adelante, ya he dicho peor quel primero. De manera que ansí en esta fuerza como en la primera no ganamos mucha reputación, antes los mejicanos y sus confederados tenían la vitoria. E aquella noche dormimos en aquellas moreras bien muertos de sed, y se acordó que para otro día que desde otro peñol que estaba cerca del grande fuesen todos los ballesteros y escopeteros y que subiesen en el que había subida, aunque no buena, para que desde aquél alcanzarían las ballestas y escopetas al otro peñol fuerte, y podríanle combatir. Y mandó Cortés a Francisco Verdugo y al tesorero Julián de Alderete, que se preciaban de buenos ballesteros, y a Pedro Barba, que era capitán, que fuesen por caudillos, y que todos los más soldados hiciésemos acometimientos que por los pasos y salidas de las casas que dicho tengo como que les queríamos subir, y ansí los comenzamos a entrar; mas echaban tanta piedra grande y menuda, que hirieron a muchos soldados; y demás desto, no les subíamos de hecho, porque era por demás, que aun tenemos con las manos e pies no podíamos. Y entretanto que nosotros estábamos de aquella manera, los ballesteros y escopeteros desde el peñol que he dicho les alcanzaban con las ballestas y escopetas, y, aunque no mucho, mataban algunos y herían a otros; de manera questuvimos dándoles combate obra de media hora, y quiso Nuestro Señor Dios que acordaron de ser dar de paz, y fue por causa que no tenían agua ninguna, questaba mucha gente arriba en el peñol, en un llano que se hacía arriba, e habíanse acogido a él de todas aquellas comarcas ansí hombres como mujeres e niños y gente menuda; y para que entendiésemos abajo que querían paces, desde el peñol las mujeres meneaban unas mantas hacia abajo, y con las palmas daban unas con otras señalando que nos harían pan o tortillas, y los guerreros no tiraban vara, ni piedra, ni flecha. Y desque Cortés lo entendió, mandó que no se les hiciese mal ninguno, y por señas se les dio a entender que bajasen cinco principales a entenderse en las paces; los cuales bajaron, y con gran acato dijeron a Cortés que les perdonase, que por favorescerse y defenderse se habían subido en aquella fuerza. Y Cortés les dijo con nuestras lenguas doña María y Aguilar, algo enojado, que eran dinos de muerte por haber encomenzado la guerra; mas pues que han venido de paz, que vayan luego al otro peñol e llamen los caciques y hombres principales que en él están, e traigan los muertos, e que de lo pasado se les perdonaba, e que vengan de paz; si no, habíamos de ir sobrellos y ponelles cerco hasta que se mueran de sed, porque bien sabíamos que no tenían agua, porque toda aquella tierra no la hay sino muy poca. Y luego fueron a los llamar ansí como se los mandó. Dejemos de hablar en ello hasta que vuelvan con la respuesta, y digamos cómo estando platicando Cortés con el fraile Melgarejo y el tesorero Alderete sobre las guerras pasadas que habíamos habido antes que viniesen, asimismo en la del peñol, y el gran poder de mejicanos, y las grandes ciudades que habían visto después que vinimos de Castilla, y decían que si el emperador nuestro señor fuese informado de la verdad (el obispo de Burgos como lo escrebía al contrario), que nos enviara a hacer grandes mercedes; y que no se acuerdan que otros mayores servicios haya rescebido ningún rey en el mundo que el que nosotros le habíamos hecho en ganar tantas ciudades sin ser sabidor de cosa ninguna. Dejemos otras muchas pláticas que pasaron, y digamos cómo mandó Cortés al alférez Corral y a otros dos capitanes, que fue Juan Jaramillo y a Pedro de Ircio y a mi que me hallé allí con ellos, que subiésemos al peñol y viésemos la fortaleza qué tal era, e que si estaban muchos indios heridos o muertos de saetas e escopetas, e qué gente estaba recogida; e cuando aquello nos mandó, dijo: «Mira, señores, que no les toméis ni un grano de maíz», y, según yo entendí, quisiera que nos aprovecháramos, e para aquel efeto nos envió e me mandó a mí que fuese con los demás. Y subidos al peñol por unos pasos, digo que era más fuerte que el primero, porque era peña tajada. E ya que estábamos arriba, para entrar en la fuerza era como cien entra por una abertura no más ancha que dos bocas de silo o de hornos. E ya puestos en lo más alto e llano, estaban grandes anchuras de prados y todo lleno de gente, ansí de guerra como de muchas mujeres e niños, y hallamos hasta veinte muertos y muchos heridos, y no tenían gota de agua que beber, y
tenían todo su hato y hacienda hechos fardos, y otros muchos líos de mantas, que eran del tributo que daban a Guatemuz. E como ansí vi tantas cargas de ropa y supe que eran del tributo, comencé a cargar cuatro tascaltecas, mis naborías, que llevé conmigo, y también eché a cuestas de otros cuatro indios de los que lo guardaban otros cuatro fardos, y a cada uno eché una carga. E como Pedro de Ircio lo vio, dijo que no lo llevase, e yo porfiaba que si, y como era capitán hízose lo que mandó, por que me amenazó que se lo diría a Cortés. Y me dijo el Pedro de Ircio que bien había visto que dijo Cortés que no les tomasen un grano de maíz; y yo dije que ansí es verdad, que por esas palabras mismas quería llevar de aquella ropa. Por manera que no me dejó llevar cosa ninguna, y bajamos a dar cuenta a Cortés de lo que habíamos visto e a lo que nos envió. E dijo el Pedro de Ircio a Cortés, por me revolver con él, lo pasado, que le contentaba mucho. Después de le dar cuenta de lo que había, dijo que no se les tomó cosa ninguna, aunque ya había cargado Bernal Díaz del Castillo de ropa ocho indios, «e si no se lo estorbara yo, ya los traía cargados». Entonces dijo Cortés, medio enojado: «¿Pues, por qué no los trujo, que también os habíades de quedar vos allá con la ropa e indios?» E dijo: «Mira cómo me entendieron, que los envié por que se aprovechasen, y a Bernal Díaz, que me entendió, quitaron el despojo que traía destos perros, que se quedarán riendo con los que nos han muerto e, herido». E desque aquello oyó el Pedro de Ircio, se quería tomar a subir a la fuerza. Entonces les dijo que ya no había coyuntura para ello, y que no fuesen allá de ninguna manera. Dejemos desta plática y digamos cómo vinieron los del otro peñol, y, en fin de muchas razones que pasaron sobre que les perdonasen lo pasado, todos dieron la obidiencia a Su Majestad. Y como no había agua en aquel paraje, nos fuimos luego camino de un buen pueblo, otras veces por mí memorado en el capítulo pasado, que se dice Guaxtepeque, adonde está la huerta que he dicho ques la mejor que había visto en toda mi vida, y ansí lo torno a decir, que el tesorero Alderete y el fraile fray Pedro Melgarejo y nuestro Cortés, desque entonces la vieron y pasearon algo della, se admiraron y dijeron que mejor cosa de huerta no habían visto en Castilla. Y como aquella noche nos aposentamos todos en ella, y los caciques de aquel pueblo vinieron a hablar y servir a Cortés, porque, Gonzalo de Sandoval los había rescebido ya de paz cuando entró en aquel pueblo, según más largamente lo he escrito en el capítulo pasado que dello habla. Y aquella noche reposamos allí y otro día muy de mañana, partimos para Cornavaca, y hallamos unos escuadrones de guerreros mejicanos que de aquel pueblo habían salido, y los de a caballo los siguieron más de legua y media hasta encerrallos en otro gran pueblo que se dice Tepuztlán, questaban tan descuidados los moradores dél, que dimos en ellos antes que sus espías que tenían sobre nosotros llegasen. Aquí se hobieron muy buenas indias e despojo, y no aguardaron ningunos mejicanos ni los naturales en el pueblo. Y nuestro Cortés les envió a llamar a los caciques por tres o cuatro veces que viniesen de paz, y que si no venían que les quemaría el pueblo y los iríamos a buscar. Y la respuesta fue que no querían venir. Y por que otros pueblos tuviesen temor dello, mandó poner fuego a la mitad de las casas que allí cerca estaban. Y en aquel instante vinieron los caciques del pueblo por donde aquel día pasamos, que ya he dicho que se dice Yautepeque, y dieron la obidiencia a Su Majestad. Y otro día fuimos camino de otro muy mejor y mayor pueblo, que se dice Coadlavaca, e comúnmente corrompemos agora aquel vocablo y le llamamos Cuernavaca; y había dentro en él mucha gente de guerra, ansí de mejicanos como de los naturales, y estaba muy fuerte por unas cavas y riachuelos que están en las barrancas, por donde corre el agua, muy hondas de más de ocho estados abajo, puesto que no llevan mucha agua, y es fortaleza para ellos; y también no había entrada para caballos, sino por unas dos puentes, y teníanlas quebradas; y desta manera estaban tan fuertes que no les podíamos entrar, puesto que nos llegamos a pelear con ellos desta parte de sus cavas y riachuelo en medio; y ellos nos tiraban muchas varas y flechas e piedras con hondas, que eran más espesas que granizo. Y estando desta manera, avisaron a Cortés que más adelante, obra de media legua, había entrada para los caballos. Y luego fue allá con todos los de a caballo, y todos nosotros estábamos buscando paso, y vimos que desde unos árboles questaban junto con la cava se podía pasar a la otra parte de aquella honda cava; y puesto que cayeron tres soldados desde los árboles abajo en el agua, y aun el uno se quebró la pierna, todavía pasamos, y aun con harto peligro, porque de mí digo que verdaderamente cuando pasaba que lo vi muy peligroso y malo de pasar, y se me desvanecía la cabeza, y todavía pasé yo otros de nuestros soldados y muchos tascaltecas y comenzamos a dar por las espaldas de los mejicanos questaban tirando piedra y vara y flecha a los nuestros. Y cuando nos vieron, que lo tenían por cosa imposible, creyeron que éramos muchos más. Y en este instante llegaron Cristóbal de Olí y Andrés de Tapia con otros de a caballo, que habían pasado con mucho riesgo de sus personas por una puente quebrada y damos en los contrarios, por manera que volvieron las espaldas y se fueron huyendo a los montes y a otras partes de aquella honda cava, donde no se pudieron haber; e dende a poco rato también llegó Cortés con todos los demás de a caballo. En este pueblo se hobo gran despojo, ansí de mantas muy grandes como de buenas indias, y aun allí mandó Cortés questuviéramos aquel día, y en una huerta del señor de aquel pueblo nos aposentamos todos, la cual era muy buena, y aunque quiera decir muchas veces en esta relación el gran recaudo de velas y escuchas y corredores del campo que adoquiera questábamos o por los caminos llevábamos, es prolijidad recitallo tantas veces, y por esta causa pasaré adelante e diré que vinieron nuestros corredores del campo a decir a Cortés que venían hasta veinte indios, y a lo que parescía en sus meneos y semblante, que eran caciques y hombres principales, que traían mensajes o a demandar paces, y eran los caciques de aquel pueblo. Y desque llegaron donde Cortés estaba, le hicieron mucho acato y le presentaron ciertas joyas de oro, y le dijeron que les perdonase porque no salieron de paz, quel señor de Méjico les envió a mandar que, pues estaban en fortaleza, que desde allí nos diesen guerra, e que les envió un buen escuadrón de mejicanos para que les ayudasen, e que a lo que agora han visto, que no habrá cosa, por fuerte que sea, que no la combatamos y señoreemos e que le piden por merced que los resciba de paz. E Cortés les mostró buena cara y dijo que somos vasallos de un gran señor, ques el emperador don Carlos, que a los que le quisiesen servir que a todos les hace mercedes, y que a ellos, en su real nombre, los rescibe de paz, y allí dieron la obidiencia a Su Majestad. Y acuérdome que dijeron aquellos caciques que en pago de no haber venido de paz hasta entonces permitieron nuestros dioses a los suyos que se les hiciese castigo en sus personas y haciendas y pueblos. Donde los dejaré agora, e digamos cómo otro día muy de mañana caminamos para otra gran poblazón que se dice Suchimilco. Y lo que pasarnos en el camino y en la ciudad y reencuentros de guerra que nos dieron, diré adelante hasta que volvimos a Tezcuco.

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