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Authors: David Simon

Homicidio (33 page)

—Venga, Tom —dice Edgerton, riéndose—. Tú puedes con ellos.

—No, ya volveremos después.

—Sólo son animales. Y tú tienes una pistola.

Pellegrini sonríe.

—Venga, enséñales tu placa.

—Podemos esperar —dice Pellegrini, regresando al coche.

Cuatro horas después, Pellegrini está de nuevo en el aparcamiento, acompañado de Landsman, que ya ha terminado de tomarle declaración a Andrew, un poco antes de las seis de la mañana. Aunque ninguno de los dos ha dormido en veintiocho horas, no dan muestras de cansancio al enfilar la autopista de Perring hacia el condado, ni cuando siguen a un encargado aburrido mientras cruzan el descampado municipal hacia el Lincoln. Así que lo embargaron de verdad, piensa Pellegrini. Y qué. Tal vez fuera el propio Andrew el que entregara su coche, creyendo que lo había limpiado a fondo y que no había dejado ningún rastro que le relacionara con el asesinato.

—¿Este?

—Sí. Gracias.

Los dos inspectores comprueban primero el interior del vehículo, registran la tapicería y el suelo del coche en busca de manchas rojizas o marrones, cabellos o fibras. Landsman encuentra un trozo de una pulsera, una cadena dorada de imitación, encima del salpicadero. Pellegrini señala una manchita marrón en el asiento del pasajero.

—¿Sangre?

—No lo creo.

Landsman saca un kit de leucomalaquita, humedece un palito de algodón con el compuesto y lo pasa por la mancha. El palito sólo se pone de color gris pálido.

Pellegrini termina de comprobar el asiento de atrás, y luego los dos hombres rodean el coche y observan el maletero. Landsman gira la llave, pero duda un instante antes de abrirlo.

—Venga, hijo de puta —dice, lo más cercano a una plegaria que Jay Landsman jamás pronunciará.

El maletero está vacío. Gastan unas seis o siete unidades más en busca de restos o sustancias, repasando cada rincón del maletero, cada hendidura del metal. Gris pálido.

Pellegrini exhala el aliento poco a poco, y su respiración perturba el aire gélido. Luego se dirige al Cavalier y se deja caer en el asiento del conductor. Sostiene la pulserita y mira atentamente la cadenita dorada, con el presentimiento de que eso tampoco le llevará a ninguna parte, de que, en un par de días, la familia de Latonya Wallace dirá que no, que jamás han visto esa cadenita. Pellegrini espera en silencio mientras Landsman aplica dos leucomalaquitas más al interior del maletero antes de cerrarlo, hundir los puños en los bolsillos de su chaqueta y regresar al Chevrolet.

—Vámonos.

Súbitamente, el cansancio es inmenso y los dos inspectores entrecierran los ojos frente a la luz matutina. El coche sale hacia el sur por Harford Road y luego se dirige al oeste por Northern Parkway. Llevan quince días enteros trabajando en turnos de entre dieciséis y veinticuatro horas, en una incesante montaña rusa que los lleva de un sospechoso a otro, alternando momentos de satisfacción con horas desesperadas.

—Te diré lo que pienso —empieza Landsman.

—¿Qué?

—Creo que necesitamos un día de vacaciones. Tenemos que recuperar el sueño, dormir un poco y pensar detenidamente en el caso.

Pellegrini asiente.

En algún punto cerca del cruce de Jones Falls, Landsman vuelve a hablar.

—No te preocupes, Tom —dice—. Lo cazaremos.

Pero Pellegrini está superado por el agotamiento y la duda, y no dice nada.

En la oficina de Jay Landsman, la investigación del caso Wallace se expande como un cáncer. Los papeles desbordan la carpeta del caso y se instalan en el escritorio del inspector jefe, invaden sus archivos: las fotografías de la escena del crimen, las pruebas del laboratorio, los informes elaborados por los agentes, las imágenes aéreas de Reservoir Hill que sacó el helicóptero de la policía. Una segunda columna de documentos ha iniciado una maniobra de flanco y ataca la zona de trabajo de Pellegrini en el despacho anexo; luego devora una caja de cartón detrás de la silla del inspector. El caso se ha convertido en un mundo en sí mismo y gira en una órbita propia.

Para el resto de la unidad de homicidios, la vida sigue igual. Durante la mayor parte de la década, los inspectores de homicidios de Baltimore están convencidos de que las leyes estadísticas y la regla de la media garantizan entre 200 y 250 asesinatos cada año, lo cual da unos dos homicidios cada tres días. La memoria histórica de la unidad recuerda años especialmente abundantes, con 300 fiambres a principios de los años 70, pero la tasa cayó abruptamente cuando el operativo médico de atención de urgencias se puso en marcha y las unidades de urgencias de los hospitales, del Hopkins y del Universitario, empezaron a salvar las vidas de los que de otro modo habrían perecido, desangrados. En los últimos dos años, el recuento de cuerpos ha subido ligeramente, unos 226 en 1987. Es una tendencia que sigue sin hacer que el asesinato en Baltimore parezca nada más excepto un puntito en una curva de probabilidades. Los viernes por la tarde, los inspectores del turno de noche observan a Kim y Linda, las secretarias administrativas, dedicadas a estampar los números de los futuros expedientes en carpetas rojas vacías —88041, 88042, 88043— y experimentan la confiada y rotunda seguridad de que, en algún lugar de las calles de la ciudad, un candidato a víctima se tambalea hacia el pozo del olvido. Los inspectores más veteranos bromean sobre eso: Vaya, seguro que los pobres desgraciados llevan tatuados los números de expediente en la espalda. Si le aplicaras un matasellos al tipo y le enseñaras el 88041 que llevaría marcado en la mejilla derecha, y le contaras lo que significa, el pobre imbécil se cambiaría de nombre, se encerraría en su sótano o se subiría al primer autobús en dirección a Akron o Oklahoma o un agujero a mil kilómetros de distancia. Pero nunca lo hacen; por eso la matemática reina.

A veces, siempre dentro de los confines de la tasa prevista, la fluctuación estadística permite un fin de semana tranquilo porque llueve, o nieva, o hay un partidazo de la liga de béisbol. También está el otro extremo de la balanza: el turno aberrante de medianoche y de luna llena, donde cada ciudadano decente de Baltimore agarra su pistola, o las matanzas ocasionales e inexplicadas durante las que la ciudad parece decidida a despoblarse en el menor tiempo posible. A finales de febrero, cuando el caso de Latonya Wallace avanza a duras penas hasta su tercera semana, la unidad de homicidios se ve inmersa en una de esas épocas en que los inspectores de ambos turnos se enfrentan a catorce asesinatos en trece días.

Son dos semanas caóticas, con los cuerpos amontonados como leños en el congelador del laboratorio forense y los inspectores peleándose por las máquinas de escribir. En una noche especialmente nefasta, dos hombres de la brigada de McLarney interpretan una escena que sólo puede ocurrir en la sala de urgencias de un hospital en Estados Unidos. La vanguardia de la ciencia médica, enfundada en batas de color verde, está a la derecha del escenario, intentando parchear a un tipo lleno de agujeros. A la izquierda, Donald Waltemeyer, en el papel del Primer Inspector. Entra Dave Brown, el Segundo Inspector, que ha venido a echarle un cable a su compañero en la investigación de un crimen violento.

—Eh, Donald.

—David.

—¿Qué pasa? ¿Es nuestro chico?

—Esto es lo del tiroteo.

—Es lo que tenemos, ¿no?

—Tú tenías el apuñalamiento.

—He venido a buscarte. McLarney pensó que igual necesitabas ayuda.

—Yo tengo lo del tiroteo.

—Vale. De acuerdo.

—¿Quién se queda con el apuñalamiento?

—Espera. ¿El tiroteo y el apuñalamiento van por separado?

—Sí. Yo tengo el tiroteo.

—¿Y dónde está el apuñalamiento?

—Creo que en la sala de al lado.

El Segundo Inspector se mueve hacia la derecha, donde otro equipo de batas verdes aparece, también con las manos metidas hasta el estomago en un tipo con agujeros aún más grandes que parchear.

—Vale, tío —dice el Segundo Inspector, impasible—. Me lo quedo.

La noche después de que Waltemeyer y Dave Brown cambien cromos en la unidad de urgencias del Hopkins, a Donald Worden y Rick James les toca su primer asesinato desde lo de la calle Monroe. Es una escena de perfección doméstica en la cocina de una casa residencial de Baltimore Sur: un marido de treinta y dos años tumbado sobre el linóleo, con el pecho ensangrentado y perforado por agujeros del calibre 22, mientras el ron con Coca-Cola aún rezuma de su boca entreabierta Todo empezó con una discusión que escaló hasta que la esposa llamó a la policía justo después de la medianoche. Los agentes que se personaron en la casa acompañaron al marido, muy borracho, a casa de su madre y le dijeron que durmiera la mona. Esta acción entrometida, por supuesto, va en contra del derecho inalienable de todo paleto borracho de Baltimore Sur a pegar a su mujer a la una de la madrugada. Así que el marido decide despejarse, llamar un taxi y echar abajo la puerta de la cocina, con lo cual su hijastro de dieciséis años le cose a tiros. Cuando le llaman a su casa esa mañana, el fiscal en funciones decide presentar cargos por homicidio en un tribunal de menores.

Dos días más tarde, Dave Brown atiende la llamada de un asesinato por tráfico de drogas en el mercadillo entre North y Longwood, y cuando lo resuelve tres días después, Roddy Milligan se gana el derecho a poner otra muesca en su pistola. A la tierna edad de diecinueve años, Roderick James Milligan ya se ha convertido en algo así como la peste de la unidad de homicidios, él y su dichosa manía de cargarse a todos los traficantes de la competencia en la zona suroeste. Es un tipo pequeñito, casi delicado, y en 1987 ya le buscaban por dos asesinatos, además de ser sospechoso en un cuarto caso de violencia criminal. Está en paradero desconocido, y eso empieza a irritar a los inspectores. Terry McLarney, en concreto, se toma como un insulto personal la decisión del joven delincuente de seguir matando más gente en lugar de entregarse.

—¿Te lo puedes creer? Esa maldita rata sigue libre —declara McLarney, al volver de otro registro en una de las guaridas de Milligan—. Le pegas un tiro a un tipo, pues vale —añade encogiéndose de hombros—. Si te cargas a otro, bueno, vale, esto es Baltimore. Pero cuando llevas tres fiambres a cuestas, es hora de admitir que tienes un problema.

Aunque Milligan repite una frase de Cagney —les ha dicho a algunos familiares que jamás le atraparán vivo—, al cabo de un mes cae durante una redada, a lo grande: con heroína en el bolsillo, en casa de una de sus novias. Su reputación se ve algo mermada cuando se rumorea que, al arrojarlo a la sala de interrogatorios, se echó a llorar como un crío.

Para el turno de Stanton también hay trabajo: el tipo de Highlandtown, de treinta y nueve años, que se va a comprar polvo de ángel con un amigo, en una mala zona al sureste de Washington, donde, en lugar de venderle droga, el traficante le mete cuatro tiros en la cabeza. E1 amigo se larga pitando en coche y conduce de regreso por la autopista Baltimore-Washington, con su amigo desangrándose como un cerdo en el asiento del pasajero. Lleva el cadáver a un hospital de la zona este, y afirma que los ha atacado y robado un autoestopista cerca de la avenida Dundalk.

También está la pelea en un bar de Baltimore Oeste, que empieza con palabras, pasa por los puños y los bates de béisbol y termina con un hombre de treinta y ocho años en una cama de hospital entre la vida y la muerte, hasta que tres semanas después la palma. Dos veteranos del Vietnam: uno dice que la unidad más valiente de la guerra fue la 1ª División de Caballería Aérea, mientras que el otro dice que fue la 1ª División de la Marina. Esta vez, gana la caballería.

Sin olvidar a la madre de Westport que dispara a su amante y luego convence a su hija adolescente para que se haga pasar por culpable, argumentando que, como es menor, no le caerá una condena tan dura. O el joven traficante del bloque de pisos de Lafayette Courts, al que un competidor secuestra y dispara. Le arroja a un contenedor de basuras de Pimlico, donde un paseante le confunde con el cadáver de un perro. Al emprendedor traficante de veinticinco años de Baltimore Este le pegan un tiro en la nuca mientras está pesando y cortando heroína en la mesa de la cocina de su casa. A Fred Ceruti le toca uno de esos casos de fábula, menuda ciudad es esta: en un apartamento de la calle Cathedral, una prostituta clava un puñal en el corazón de otra para robarle una cápsula de heroína de diez pavos, y luego se mete el pico antes de que llegue la policía. Y al testigo principal del caso, un hombre de negocios de la zona residencial de Washington que se fue corriendo con el rabo entre las piernas de vuelta con su esposa y sus hijos a la primera señal de sangre, no le sienta muy bien que el inspector del caso le llame a las cuatro de la mañana a su casa. El policía descubrió su identidad porque había usado su tarjeta de crédito en Baltimore Block, la zona erógena del centro, donde conoció a las dos putas.

—¿Está Frank?

—Sí —responde una voz de mujer—. ¿Quién le llama?

—Dígale que es su amigo Fred —responde Ceruti con genuina caridad. Unos segundos más tarde, cuando se pone el marido, dice—: Frank, soy el inspector Ceruti, de la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore. ¿Tenemos un problema, verdad?

En cambio, hay momentos escasos y refrescantes, de pura responsabilidad cívica, como el de James M. Baskerville, que huye después de disparar a su novia en la casa de esta, al noroeste de Baltimore, y luego llama a la escena del crimen y pide hablar con el inspector al frente del caso.

—¿Con quién hablo?

—Soy el inspector Tomlin.

—¿Inspector Tomlin?

—¿Sí, quien es?

—Soy James Baskerville. Llamo para entregarme por haber matado a Lucille.

—¡Demonios! Constantine, eres un jodido calvo cabrón. Este aquí, dejándome el cuello en esta mierda de escena del crimen y me llamas para darme por saco. O te vienes para aquí y me ayudas o…

Clic. Ha colgado. Mark Tomlin escucha el silencio al otro lado de la línea y se vuelve a un miembro de la familia. Pregunta:

—¿Cómo dijo que se llamaba el novio de Lucille?

—Baskerville. James Baskerville.

Cuando el tipo vuelve a llamar, Tomlin descuelga al primer tono.

—Señor Baskerville, lo siento muchísimo. Pensé que era otra persona… ¿Dónde se encuentra ahora?

Después, esa misma noche, en la sala de interrogatorios, James Baskerville —que más tarde aceptaría un trato de cadena perpetua en su comparecencia ante el juez— no se anduvo con rodeos y confesó, firmando con sus iniciales cada página de su declaración.

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