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Authors: David Simon

Homicidio (32 page)

—¿Qué te parece: «¿Por qué la mató, padre»?

Como todas las vías de investigación del laberinto en que se había convertido el caso de Latonya Wallace, las llamadas anónimas y los falsos avistamientos no llevaron a ninguna parte. Landsman se pregunta de qué parte del laberinto se han olvidado, qué puerta está por empujar. ¿Qué demonios se les ha pasado por alto?

El inspector jefe está a punto de llegar a su casa cuando una idea nueva se abre paso hasta la superficie, rompiendo la gruesa costra de cansinos detalles: el coche. Al lado de la casa. Un lugar seco y frío.

El maldito Lincoln del vecino, el único jodido coche que los testigos vieron en el callejón. Aparcado al otro lado de la verja que separaba el patio trasero del número 718 de la avenida Newington. Maldita sea, sí.

Landsman llega hasta el carril lento de Liberty Road, busca una cabina telefónica para llamar a Pellegrini y Edgerton y decirles que le esperen. Va a volver a la oficina.

Veinte minutos más tarde, el inspector jefe entra como un huracán en el despacho anexo, maldiciendo sus huesos por no haberse dado cuenta antes.

—Está ante nuestras narices —le dice a Pellegrini—. Es el coche. Vamos a cazarle.

Landsman se lo explica a los dos inspectores:

—Si la mataron el martes, tiene que guardar el cuerpo en un lugar seco y frío, para evitar que se acelere el proceso de descomposición, ¿verdad? Así que saca el cadáver por la puerta trasera y la deja en el maletero del coche, pensando en llevársela esa misma noche y arrojarla en algún descampado. Pero por algún motivo, no puede. O quizá sale, ve a alguien, se asusta…

—¿Hablas del tipo que vive en el número 716? —pregunta Edgerton.

—Sí, el marido del vecino de Ollie, como-se-llame.

—Andrew —dice Pellegrini.

—Eso, Andrew. A Ollie no le gusta nada.

Landsman recuerda las primeras horas de la investigación, cuando al marido de Ollie, el anciano que vive en el 718 y que encontró el cuerpo de la niña, le preguntaron si había algún coche aparcado en el callejon. El tipo mencionó a su vecino, un hombre de mediana edad que acababa de casarse con una mujer muy devota, que vivía en el 716, y que solía dejar su Lincoln Continental en el patio trasero. De hecho, el coche estuvo aparcado allí durante la mayor parte de la semana anterior.

—Cuando me lo dijo, me acompañó a su ventana trasera y miró, como si esperara verlo ahí —dice Landsman. Y va al grano—: El cabrón lo había movido. Aparca ahí todos los días del mundo. ¿Por qué precisamente esa mañana lo tenía aparcado delante de la casa, en la misma calle Newington?

Edgerton busca el historial del hombre que vive en el 716: no hay ningún delito sexual, pero es un tipo al que en determinados momentos de su vida es imposible confundir con un ciudadano modelo.

—Y eso es lo otro —prosigue Landsman—. Este Andrew no encaja. ¿Qué hace un tipo con antecedentes casándose con una mujer que va a la iglesia? Esto huele fatal.

Son casi las nueve, pero ahora Landsman desborda energía y no piensa retirarse. En lugar de eso, el trío se hace con las llaves de un Cavalier y conducen hasta la avenida Newington. Comprueban la parte delantera y trasera del bloque, pero el Lincoln no está. Landsman llama al número 718, donde una mujer de rostro triste abre la puerta. Lleva un viejo camisón de algodón y una bata aún más gastada.

—Buenas, Ollie —dice Landsman—. ¿Está tu marido? Sólo queremos preguntarle un par de cosas.

—Está descansando.

—Sólo necesitaremos un par de minutos.

La mujer se encoge de hombros y los conduce hasta el dormitorio, en la parte trasera del primer piso. Acostado, bajo unas sábanas grises, el anciano que encontró el cuerpo de la niña en su patio contempla el desfile de policías con ligera curiosidad.

—Esta semana se ha puesto enfermo —dice la mujer, retirándose a un rincón de la habitación.

—Lo siento. ¿Qué tiene?

—Una gripe o algo así—dice el viejo con un murmullo—. Ya sabe, en esta época del año…

—Sí, bueno, escuche —dice Landsman, interrumpiéndole—. ¿Se acuerda del día en que descubrió el cadáver y estuvimos hablando? ¿Recuerda que le pregunté si alguien solía aparcar en el callejón, y usted me habló de Andrew, el vecino de al lado?

El anciano asiente.

—Me acuerdo de que se acercó a la ventana de la cocina, como si fuera a señalarme el lugar donde estaba su coche, pero esa mañana justamente no estaba. ¿Se acuerda?

—Sí, creí que lo tenía aparcado ahí.

—Necesito que me diga si Andrew tenía su coche aparcado en el callejón a principios de semana, el martes o el miércoles…

—Hace tiempo de eso —dice el anciano.

—Sí, bastante. Tómese su tiempo…

El viejo deja caer la cabeza contra la almohada y se queda mirando al techo cuarteado. Todos los presentes esperan.

—Creo que sí.

—¿Cree que sí, eh?

—Lo aparca ahí a menudo, sabe —dice el viejo.

—Sí, recuerdo que me dijo usted eso —dice Landsman—. Oiga ¿qué sabe de ese tal Andrew?

—Pues no sé mucho, la verdad.

—¿Qué clase de tipo es?

El viejo mira nervioso en dirección a su mujer.

—No sé muy bien…

Landsman mira a Ollie y detecta algo en su rostro. Quiere decirles algo, pero no delante de su marido.

—Bueno, pues muchas gracias por su ayuda —dice Landsman, retirándose hacia la puerta de la habitación—. ¿Cuídese mucho, eh?

El anciano asiente y observa a su esposa abandonar la estancia, junto con los demás. La mujer cierra la puerta y sigue a Landsman y a los otros hasta el vestíbulo.

—Eh, Ollie —le dice Landsman—. ¿Recuerdas lo que me dijiste sobre Andrew?

—No sé lo que…

—Eso de que era un gigoló que vivía de su…

—Bueno —dice Ollie, algo incómoda—. Sé que su mujer le compró un coche, y ahora él lo utiliza para irse de parranda cada noche, fuera de la ciudad. Cada noche.

—¿Ah, sí? ¿Sabes si le gustan jovencitas?

—Sí, le gustan jovencitas —dice ella, severa.

—Quiero decir, muy jovencitas.

—Bueno, no sabría…

—De acuerdo, es suficiente —ataja Landsman—. ¿Dónde está el coche ahora? ¿Lo sabes?

—Dice que se lo llevó la grúa. Que se lo embargaron.

Pellegrini y Edgerton cruzan la mirada. Es casi demasiado perfecto.

—¿Que se lo embargaron? —pregunta Landsman—. ¿Él te dijo eso?

—Ella se lo dijo a mi marido.

—¿Tu vecina? ¿La mujer de Andrew?

Sí —dice ella, envolviéndose en la bata. Hay corriente de aire en vestíbulo— Dijo que los de Johnny's vinieron y se lo llevaron.

—¿Johnny's? ¿La tienda de coches que está en Harford Road?

—Supongo.

Los inspectores le dan las gracias a la mujer y se van directos a la tienda de coches Johnny's, en la zona noreste de Baltimore. Revisan el aparcamiento en busca del coche que la esposa de Andrew dice que le han embargado. No hay ningún Lincoln. Ahora Landsman ya no tiene ninguna duda.

—Este cabrón se deshace del cuerpo, luego del coche y, cuando la gente le pregunta, cuenta que se lo han embargado. Joder, tenemos que hablar con este hijo de puta esta noche.

Ya son casi las once de la noche cuando vuelven a la avenida Newington y se presentan en el número 716. Andrew es un tipo bajito, calvo y con una cara angulosa y dura. Aún está despierto, bebiendo cerveza caliente mientras mira las noticias en el sótano. Tres inspectores de paisano bajando las escaleras no parecen sorprenderle lo más mínimo.

—Hola, Andrew. Soy el inspector jefe Landsman, y estos son los inspectores Edgerton y Pellegrini. Llevamos el caso del asesinato de la niña. ¿Cómo estás?

—Bien.

—Oye, hemos venido para hacerte un par de preguntas sobre tu coche.

—¿Mi coche? —pregunta Andrew, con curiosidad.

—Ajá. El Lincoln.

—Se lo han llevado —dice, como si eso pusiera punto final al tema.

—¿Quién?

—El que me lo vendió.

—¿Johnny's?

—Sí. Porque a mi mujer… pues se le olvidó pagar una letra —dice, un poco acalorado.

Eandsman cambia de tercio y menciona su costumbre de aparcar en el callejón trasero. Andrew no lo oculta, así protege el coche de los vándalos o los ladrones. Luego admite que el coche estaba aparcado el martes por la noche, cuando desapareció la niña.

—Me acuerdo porque salí a buscar algo al coche y sentí como si alguien me estuviera observando.

Landsman, sorprendido, lo mira fijamente.

—¿Qué dices?

—Que salí a buscar una cosa y me puse muy nervioso, como si hubiera alguien ahí fuera mirándome —repite.

Landsman le echa una mirada de esas de «no-me-puedo-creer-lo-que-oigo» a Pellegrini. Sólo llevan tres minutos de conversación y tipo ya ha admitido que estaba en el callejón la noche en que secuestraron a la niña. Hombre, por supuesto que tenía motivos para estar nervioso por si le veían precisamente esa noche en el callejón. ¿Qu¡én no estaría nervioso con el cadáver de una niña en el maletero del coche que está aparcado frente a su patio trasero?

—¿Por qué estaba nervioso?

Andrew se encoge de hombros:

—No sé, sentí algo raro…

Edgerton empieza a pasear por todo el sótano, en busca de manchas marrones o rojizas o el pendiente dorado de una niña. Es una versión paupérrima de un pisito de soltero, con un sofá y una televisión que ocupa el centro de la sala, y contra la pared más larga, una vieja cómoda con cinco o seis botellas de licor, un bar de tres al cuarto. Detrás del sofá hay un orinal de plástico con dos o tres dedos de orina. ¿Qué demonios pasa con la avenida Newington para que los que viven ahí meen en cubos?

—Menuda guarida tienes montada aquí, ¿eh? —dice Edgerton.

—Sí, aquí paso mucho tiempo.

—La mujer ni aparece, ¿verdad?

—Me deja bastante tranquilo.

Landsman vuelve a la noche en el callejón:

—¿Qué fuiste a buscar al coche?

—No me acuerdo. Algo en la guantera, creo.

—¿No abriste el maletero?

—¿El maletero? No, la guantera… Tenía las puertas del coche abiertas, y sentí como si alguien me observara. Bueno, me asusté un poco y me dije: «¡Demonios!, ya cogeré lo que necesito mañana por la mañana». Así que volví a entrar.

Landsman mira a Pellegrini y luego a Andrew:

—¿Conocías a la niña?

—¿Yo? —La pregunta le pilla de sorpresa—. ¿La que mataron? No llevo tanto tiempo en el barrio, ¿sabe? No conozco a la mayoría de la gente de por aquí.

—¿Qué crees que deberían hacerle al tipo que la mató? —pregunta Landsman, con una sonrisa extraña.

—Bueno, lo que haga falta —dice Andrew—. Asegúrense de que es el tipo que buscan, y luego, pues no hace falta ni juicio. Tengo una hija y si le hubiera pasado eso a ella, ya me ocuparía yo… Hay gente por ahí que podría echarme un cable.

Edgerton se lleva a Pellegrini aparte y le pregunta si los inspectores y los agentes del operativo que han registrado las casas de la avenida Newington también repasaron los sótanos. Pellegrini no lo sabe. Ese es problema de un código rojo que se amplía constantemente: cuando hay cinco inspectores y una docena de agentes destinados a un caso, el avance de la investigación depende de demasiada gente.

—Andrew —dice Landsman— Tendrás que acompañarnos a la central.

—¿Esta noche?

—Sí. Cuando terminemos, te acompañaremos de vuelta.

—Estoy enfermo. No puedo salir de casa.

—Es que necesitamos hablar contigo. Podría ser de gran ayuda en el caso del asesinato de esa niña.

—Ya, bueno, pero yo no sé nada. Y estoy enfermo…

Landsman ignora sus protestas. Sin una orden de arresto, para la que se requiere un crimen y una causa probable, no hay ninguna ley que pueda obligar a un hombre a sentarse en una sala de interrogatorios en mitad de la noche. Una de las pequeñas alegrías de la policía norteamericana es que muy pocas personas se niegan a obedecer.

Andrew entra en la sala de interrogatorios grande, con Landsman de pie al otro lado de la puerta en el pasillo del sexto piso, que les ordena a Pellegrini y Edgerton que encuentren el Lincoln.

—Mientras tanto, le tomaré una larga declaración. Le tendré entretenido hasta que descubramos si realmente le embargaron el coche —dice el inspector jefe.

Pellegrini llama a Johnny en persona y le despierta. A pesar de la hora, el inspector le pide al vendedor de coches que se acerque a su oficina y que prepare todos los documentos que tenga relacionados con el Lincoln. Johnny y señora ya están ahí cuando los dos inspectores llegan a Harford Road. El vendedor tiene el registro de la venta y el calendario de pagos, pero nada que indique un embargo. Quizá, sugiere, la compañía de seguros aún no ha mandado la documentación.

—Si lo hubieran embargado, ¿dónde estaría?

—Hay un aparcamiento en Belair Road.

—¿Nos lleva?

John y señora se meten en el Cadillac Brougham y salen del aparcamiento. Los inspectores los siguen en su coche hasta un descampado cercado en el extremo noreste de la ciudad. El coche no está ahí. Tampoco está en el segundo aparcamiento municipal, al este del condado de Baltimore. Y a las tres de la madrugada, cuando los dos inspectores se enteran de que hay una tercera zona de aparcamiento al noreste, cerca de la comisaría de Parkville, se dirigen hacia allí cada vez más seguros de que ninguna grúa se ha llevado la mierda del Lincoln Continental de Andrew y que el bastardo mentiroso se deshizo del coche por su cuenta.

El tercer aparcamiento está rodeado por una alambrada de tres me tros. Pellegrini se acerca a un extremo y mira a través de la frontera de metal, hacia la fila de coches al otro lado. Desea que el coche de Andrew no esté allí. Pero el penúltimo coche de la hilera es un Lincoln Continental.

—Ahí está —dice, con decepción en la voz.

—¿Dónde? —pregunta Edgerton.

—Al final de la fila. El de color marrón.

—¿Es el suyo?

—Bueno, es un Lincoln marrón.

Pellegrini observa el aparcamiento en busca de un vigilante o algo parecido a un ser vivo. No necesitan una orden de registro para el coche porque Andrew ha dicho que el coche ya no es suyo. Pero la entrada está asegurada con cadenas y un cerrojo.

—Bueno, pues ya está —dice Pellegrini. El inspector introduce la punta de su zapato Florsheim negro entre las cadenas de metal y trata de deslizarse por la puerta. Dos enormes dóbermans corren desde el otro lado del aparcamiento, entre ladridos y gruñidos, mostrándole los dientes. Pellegrini da marcha atrás.

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