Humo y espejos (26 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico


¿Así que quieres ser compañero de héroes?
—preguntó. Su voz era más dulce de lo que Richard se había imaginado.

Richard asintió.

Elric le puso un dedo largo bajo la barbilla a Richard, le alzó el rostro.
Ojos de sangre
, pensó Richard.
Ojos de sangre
.


Tú no eres ningún compañero, chico
—dijo en el Habla Alta de Melniboné.

Richard siempre había sabido que entendería el Habla Alta cuando la oyera, aunque siempre hubiese estado flojo en latín y francés.


Bueno, ¿qué soy, entonces?
—preguntó—.
Dímelo, por favor. Por favor…

Elric no contestó. Se alejó de Richard y entró en el templo en ruinas.

Richard corrió tras él.

Dentro del templo, Richard encontró una vida que le estaba esperando, lista para que se la pusiera y la viviera y, dentro de esa vida, había otra. Cada vez que se probaba una vida, se metía en ella y ésta tiraba de él más adentro, alejándole del mundo de donde venía; una a una, existencia tras existencia, ríos de sueños y campos de estrellas, un halcón con un gorrión en las garras vuela bajo sobre la hierba y aquí hay personas diminutas e intrincadas que esperan a que él les llene la cabeza de vida, y pasan miles de años y está ocupado con un trabajo extraño de gran importancia y belleza intensa, y le aman y le honran, y entonces un tirón fuerte y es…

… fue como subir del fondo de la parte honda de una piscina. Aparecieron estrellas sobre él y cayeron y se disolvieron en azules y verdes, y fue con una profunda sensación de decepción que se convirtió en Richard Grey y volvió a ser él mismo, lleno de una emoción desconocida. La emoción era específica, tan específica que se sorprendió, más tarde, al darse cuenta de que no tenía un nombre propio: una sensación de indignación y pesar por haber tenido que regresar a algo que había creído acabado desde hacía tiempo y abandonado y olvidado y muerto.

Richard estaba tendido en el suelo y Lindfield le estaba tirando del nudo diminuto de la corbata. Había otros chicos alrededor, rostros que le miraban, preocupados, intranquilos, asustados.

Lindfield aflojó la corbata. Richard hizo un esfuerzo para coger aire, lo tomó de un trago, lo agarró y se lo llevó a los pulmones.

—Pensábamos que estabas fingiendo. Te desplomaste —dijo alguien.

—Cállate —dijo Lindfield—. ¿Estás bien? Lo siento. Lo siento mucho. Jesús. Lo siento.

Por un momento, Richard pensó que se estaba disculpando por haberle hecho volver del mundo que había más allá del templo.

Lindfield estaba aterrorizado, solícito, terriblemente preocupado. Era obvio que nunca había estado a punto de matar a alguien. Mientras subía las escaleras con Richard al despacho de la enfermera, Lindfield explicó que había vuelto de la tienda de golosinas del colegio, le había encontrado inconsciente en el camino, rodeado de niños curiosos y se había dado cuenta de lo que pasaba. Richard descansó un poco en el despacho de la enfermera, donde le dieron una aspirina amarga soluble, de un tarro enorme, en un vaso de plástico de agua, y luego le hicieron pasar al estudio del director.

—¡Dios, menuda pinta tienes, Grey! —dijo el director, dándole chupadas a su pipa con irritación—. No culpo al joven Lindfield en absoluto. De todos modos, te ha salvado la vida. No quiero oír ni una palabra más sobre el asunto.

—Lo siento —dijo Grey.

—Eso es todo —dijo el director en su nube de humo perfumado.

—¿Ya has escogido una religión? —preguntó el capellán del colegio, el Sr. Aliquid.

Richard dijo que no con la cabeza.

—Tengo unas cuantas para elegir —reconoció.

El capellán del colegio también era el profesor de biología de Richard. Había llevado hacía poco a la clase de biología de Richard, quince niños de trece años y Richard, doce años recién cumplidos, al otro lado de la calle a su casita, que estaba enfrente del colegio. En el jardín, el Sr. Aliquid había matado, despellejado y descuartizado un conejo con un cuchillo pequeño y afilado. Luego, había cogido una bomba de pie y había inflado la vejiga del conejo como si fuera un globo hasta que se había reventado, salpicando a los niños de sangre. Richard vomitó, pero fue el único que lo hizo.

—Hum —dijo el capellán.

El estudio del capellán estaba cubierto de libros. Era uno de los pocos estudios de los maestros que era cómodo en algún sentido.

—¿Y qué hay de la masturbación? ¿Te masturbas excesivamente? —al Sr. Aliquid le brillaron los ojos.

—¿Qué es excesivamente?

—Oh. Más de tres o cuatro veces al día, supongo.

—No —dijo Richard—. Excesivamente no.

Era un año más joven que los demás niños de su clase; la gente a veces lo olvidaba.

Cada fin de semana, viajaba a Londres Norte y se quedaba en casa de sus primos para las lecciones de bar mitzvah que les daba un solista del coro, ascético y delgado, más
frum
que cualquiera, un cabalista y conservador de misterios escondidos hacia los que se le podía desviar con una pregunta certera. Richard era un experto en las preguntas certeras.

Frum
significaba judío ortodoxo y de línea dura. Nada de leche con carne y dos lavaplatos para las dos vajillas y cuberterías.

No hervirás a un cabrito en la leche de su madre.

Los primos de Richard de Londres Norte eran
frum
, aunque los niños solían comprar hamburguesas con queso a escondidas después del colegio y luego se jactaban de ello.

Richard sospechaba que su cuerpo ya estaba completamente contaminado. Sin embargo, decía basta a la hora de comer conejo. Había comido conejo —y no le había gustado— durante años hasta que comprendió lo que era. Cada jueves, para la comida del colegio, había lo que él creía que era un estofado de pollo bastante desagradable. Un jueves encontró una pata de conejo flotando en el estofado y entonces se dio cuenta de lo que era. Después de aquello, los jueves, se llenaba a base de pan con mantequilla.

En el metro a Londres Norte, estudiaba los rostros de los demás pasajeros, preguntándose si alguno de ellos sería Michael Moorcock.

Si se encontraba con Moorcock, le preguntaría cómo volver al templo en ruinas. Si se encontraba con Moorcock, le daría demasiada vergüenza hablar con él.

Algunas noches, cuando sus padres habían salido, intentaba llamar a Michael Moorcock.

Llamaba a información y pedía su número.

—No te lo puedo dar, cielo. No figura en la guía telefónica.

Intentaba sonsacarlo y siempre fracasaba, por suerte. No sabía qué le diría a Moorcock si lo conseguía.

Marcaba con una señal en la parte de delante de sus novelas de Moorcock, donde estaba la página de Del Mismo Autor, los libros que leía.

Aquel año parecía que había un libro nuevo de Moorcock cada semana. Los compraba en la estación de Victoria, de camino a las lecciones de bar mitzvah.

Había unos pocos que no lograba encontrar —
Ladrona de almas
,
Desayuno en las ruinas
— y al final, con cierta aprensión, los encargó a la dirección que había en el dorso de los libros y le pidió a su padre que le hiciera un cheque.

Cuando llegaron los libros, contenían una factura por 25 peniques: los precios de los libros eran más altos que en la lista original. No obstante, ya tenía un ejemplar de
Ladrona de almas
y otro de
Desayuno en las ruinas
.

En el dorso de
Desayuno en las ruinas
había una biografía de Moorcock que decía que había muerto de cáncer de pulmón el año anterior.

Richard se pasó varias semanas disgustado. Eso significaba que ya no habría más libros, nunca jamás.

Aquella puta biografía. Poco después de que saliera, estaba en un concierto de Hawkwind, con un colocón de la hostia, y la gente no hacía más que acercarse a mí y yo creía que estaba muerto. No hacían más que repetir, «Estás muerto, estás muerto». Más tarde, me di cuenta de que estaban diciendo, «Pero si creíamos que estabas muerto».

—Michael Moorcock, en conversación, Notting Hill, 1976.

Estaba el Campeón Eterno y luego estaba el Compañero de los Campeones. Moonglum era el compañero de Elric, siempre alegre, el complemento perfecto para el príncipe pálido, que era presa del mal humor y de las depresiones.

Había un multiverso ahí fuera, rutilante y mágico. Estaban los agentes del equilibrio, los Dioses del Caos y los Señores del Orden. Estaban las razas más antiguas, altas, pálidas y élficas, y los Reinos Jóvenes, llenos de gente como él. Gente estúpida y aburrida.

A veces esperaba que Elric encontrase la paz lejos de la espada negra. Pero no funcionaba así. Tenían que estar los dos: el príncipe blanco y la espada negra.

Una vez desenvainada, la espada ansiaba sangre, necesitaba que la clavaran en una carne trémula. Luego le extraía el alma a la víctima y alimentaba el cuerpo débil de Elric con su energía.

Richard se estaba obsesionando con el sexo; incluso había tenido un sueño en el que hacía el amor con una chica. Justo antes de despertarse, soñó cómo sería tener un orgasmo: era una sensación de amor intensa y mágica, centrada en tu corazón; eso es lo que era, en su sueño.

Una sensación de felicidad profunda, trascendente y espiritual.

Nada de lo que experimentó estuvo jamás a la altura de aquel sueño.

Nada se acercó siquiera.

El Karl Glogauer de
He aquí el hombre
no era el Karl Glogauer de
Desayuno en las ruinas
, concluyó Richard; aun así, le causaba un orgullo extraño y blasfemo leer
Desayuno en las ruinas
en la capilla del colegio, en la sillería del coro. Siempre y cuando fuera discreto, a nadie parecía importarle.

Era el chico del libro. Por siempre y para siempre.

La religiones le daban vueltas en la cabeza: el fin de semana estaba dedicado a las pautas y al lenguaje complicados del judaísmo; cada mañana entre semana a las solemnidades con vidrieras y olor a madera de la iglesia anglicana; y las noches pertenecían a su propia religión, la que se había inventado para él, un panteón extraño y multicolor en el que los Señores del Caos (Arioco, Xiombarg y los demás) se codeaban con el Fantasma Errante de DC Comics y Sam el Buda embaucador del
Señor de la luz
de Zelazny y con vampiros y gatos parlantes y ogros y todas las cosas de los Libros de Hadas coloreados de Lang: una religión en la que todas las mitologías existían al mismo tiempo en una magnífica anarquía de creencias.

Sin embargo, Richard por fin había renunciado (lamentándolo un poco, hay que admitirlo) a su creencia en Narnia. Desde los seis años —durante media vida— había creído devotamente en todo lo relacionado con Narnia; hasta que, el año anterior, releyendo
El viaje del amanecer
por centésima vez quizá, se le había ocurrido que la transformación del desagradable Eustace Scrub en un dragón y su posterior conversión a la creencia en Aslan el león se parecía muchísimo a la conversión de San Pablo en el camino a Damasco; si su ceguera fuera un dragón…

Al habérsele ocurrido esto, Richard encontró correspondencias por todas partes, demasiadas para que se tratase de una mera coincidencia.

Richard guardó los libros de Narnia, convencido, con tristeza, de que eran una alegoría; de que un autor (en el que había confiado) había estado intentando decir algo que le pasara inadvertido. Había sentido la misma indignación con los cuentos del Profesor Challenger, cuando el viejo profesor de cuello corto y ancho se convirtió al espiritualismo; no era que a Richard le costara creer en fantasmas —Richard creía, sin problemas ni contradicciones, en
todo
—, pero Conan Doyle estaba sermoneando y se le notaba por las palabras que usaba. Richard era joven e inocente a su modo, y creía que se debería confiar en los autores y que no debería haber nada escondido bajo la superficie de un cuento.

Al menos las historias de Elric eran honestas. Allí no pasaba nada bajo la superficie: Elric era el príncipe lánguido de una raza muerta, que ardía de autocompasión y agarraba con firmeza a Tormentosa, su ancha espada de filo oscuro, un filo que clamaba vidas, que bebía almas humanas y que le daba la fuerza de esas almas al débil albino condenado.

Richard leía y releía las historias de Elric y sentía placer cada vez que Tormentosa se hundía en el pecho de un enemigo; sin saber por qué, sentía una satisfacción comprensiva cuando Elric sacaba su fuerza de la espada de las almas, como un adicto a la heroína de una novela de suspense con una provisión nueva de caballo.

Richard estaba convencido de que un día los de Mayflower Books le vendrían detrás para que les diera sus 25 peniques. Nunca se atrevió a comprar más libros por correo.

J. B. C. MacBride tenía un secreto.

—No se lo puedes decir a nadie.

—Vale.

A Richard no le costaba nada guardar secretos. Años más tarde, se dio cuenta de que era un depositario andante de viejos secretos, secretos que sus confidentes originales probablemente habían olvidado hacía tiempo.

Caminaban, cada uno con el brazo sobre los hombros del otro, hacia los bosques que había detrás del colegio.

A Richard, de forma espontánea, le habían regalado otro secreto en esos bosques: aquí es donde tres de los amigos del colegio se encuentran con chicas del pueblo y donde, le han dicho, hacen mutuo alarde de sus genitales.

—No te puedo decir quién me lo dijo.

—Vale —dijo Richard.

—Pero es verdad. Y es un secreto enorme.

—Bueno.

MacBride había estado pasando mucho tiempo últimamente con el Sr. Aliquid, el capellán del colegio.

—Bien, todo el mundo tiene dos ángeles. Dios les da uno y Satanás les da otro. Así que cuando te hipnotizan, el ángel de Satanás se hace con el control y así es como funcionan los tableros de ouija. Es el ángel de Satanás. También puedes implorarle a tu ángel de Dios que hable a través de ti, pero la iluminación auténtica sólo ocurre cuando puedes hablarle a tu ángel. Él te cuenta secretos.

Ésta era la primera vez que a Grey se le había ocurrido que la iglesia anglicana tal vez tuviera su propio esoterismo, su propia cábala oculta.

El otro chico parpadeó con aire de sabihondo.

—No puedes decírselo a nadie. Me metería en un lío si supieran que te lo he contado.

—Bueno.

Hubo una pausa.

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