Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (59 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Sí. ¿Por qué?

—Antes me preguntaste quién era el enemigo y te contesté que era la Tabula Rasa. Pero tenemos un enemigo aún más obvio: el sexo opuesto.

—¿Cómo?

—¡Los hombres, Judith! Los destructores.

—Ah, no, espere un momento…

—Hace mucho tiempo había diosas en los Dominios; poderes que aseguraban que nuestro sexo formara parte del drama cósmico. Están todas muertas. Y no murieron precisamente a causa de su avanzada edad. Fueron erradicadas de forma sistemática por el enemigo.

—Los hombres normales y corrientes no exterminan diosas.

—Los hombres normales y corrientes sirven a hombres que se salen de lo común. Esos hombres obtienen sus visiones de los dioses. Y los dioses matan a las diosas.

—Eso es demasiado simplista. Parece una lección escolar.

—En ese caso, memorízala. Y si puedes, refútala. Me encantaría que lo hicieras. Me encantaría descubrir que todas las diosas están escondidas en algún lugar…

—¿Como la mujer que había bajo la torre?

Por primera vez desde que comenzara su conversación, Clara se quedó sin palabras. Se limitó a mirar a Judith fijamente y dejó que fuese ella la que cubriera el silencio provocado por su asombro.

»Cuando le dije que había entrado en la torre con la mente, no estaba siendo del todo sincera —confesó Jude—. Solo he estado debajo de la torre. Allí hay un sótano, una especie de laberinto. Todo lleno de libros. Y tras uno de esos muros, hay una mujer. Al principio pensé que estaba muerta, pero no es así. Aunque sigue aferrándose a la vida, no le queda mucho.

Resultaba obvio que la mujer estaba conmocionada por su relato.

—Creía que yo era la única que sabía de su existencia —le dijo.

—Explíquese, ¿sabe quién es?

—Tengo una idea bastante aproximada —confesó Clara, que volvió a retomar la historia que había interrumpido antes: su abandono de la Tabula Rasa.

La biblioteca que había bajo la torre, explicó, era la colección más completa de manuscritos relacionados con las ciencias ocultas, más concretamente con los mitos y leyendas de Imajica, que había en el mundo. Había sido reunida por los hombres que fundaron la Sociedad, dirigidos por Roxborough y Godolphin, de modo que las mentes y las manos de los inocentes ingleses jamás resultaran contaminadas con todo lo relacionado con Imajica; sin embargo, en lugar de catalogar la colección, en lugar de hacer un índice de todos esos libros prohibidos, las diferentes generaciones de la Tabula Rasa se habían limitado a dejarlos que se pudrieran.

»Decidí comenzar con la tarea de catalogar los libros. Lo creas o no, en una ocasión fui una mujer muy ordenada; lo heredé de mi padre, que era militar. En un principio me vigilaban otros dos miembros de la Sociedad. Esa es la ley: ningún miembro de la Sociedad tiene permiso para permanecer a solas en la biblioteca y, si cualquiera de las tres personas descubriera que alguno de ellos, incluyendo a los dos vigilantes, desarrolla un cierto interés o se ve influido de alguna manera por los tomos, dicha persona acabaría siendo juzgada por la Sociedad y, finalmente, ejecutada. No creo que eso haya sucedido jamás. La mitad de los libros está en latín, ¿quién lee latín? La otra mitad… bueno, ya has visto en persona que tienen los lomos podridos, igual que nos sucede a todos. No obstante, a mí me encantaba el orden, igual que a mi padre. Todo debía estar limpio y ordenado. Mis compañeros no tardaron en cansarse de mis obsesiones y me dejaron sola con la tarea. Y, en mitad de la noche, sentí algo… o a alguien… que tiraba de mis pensamientos y los arrancaba de mi cabeza uno a uno, como si se tratara de mis cabellos. Como no podía ser de otro modo, en un principio lo achaqué a los libros. Pensé que las palabras habían conseguido ejercer algún tipo de poder sobre mí. Intenté marcharme, pero, si te soy sincera, en el fondo no quería hacerlo. Durante cincuenta años no había sido más que la hija reprimida de mi padre y estaba a punto de venirme abajo.
Celestine
también lo sabía…

—¿Celestine es la mujer de la pared?

—Creo que sí.

—Pero, ¿usted no la conoce?

—Ahora te lo explico —siguió Clara—. La casa de Roxborough se alzaba en el mismo lugar donde ahora se encuentra la torre. El sótano de la torre actual es el sótano de aquella mansión. Celestine era, de hecho, lo sigue siendo, la prisionera de Roxborough. La emparedó porque no se atrevía a matarla. La mujer había visto el rostro de Hapexamendios, el Dios Supremo. Estaba loca, pero había sido iluminada por la divinidad y Roxborough no se atrevía a ponerle un dedo encima.

—¿Cómo se enteró de todo esto?

—Roxborough redactó una confesión pocos días antes de morir. Sabía que la mujer que había encerrado tras la pared sobreviviría varios cientos de años después de que él muriera, de la misma manera que tenía claro que tarde o temprano alguien la encontraría. Por lo tanto, la confesión era también una advertencia para cualquier pobre desgraciado que pasara por allí, al que aconsejaba que no se le ocurriera tocarla. «Entiérrala de nuevo», recuerdo que decía con exactitud, «entiérrala de nuevo en las profundidades del abismo que conjure tu mente».

—¿Dónde encontró esa confesión?

—En la pared. La noche que me dejaron sola. Creo que fue Celestine la que me guió hasta ella, arrancándome los pensamientos para introducir otros nuevos. Sin embargo, tiró con demasiada fuerza y mi mente se rindió. Sufrí una apoplejía allí mismo. Tardaron tres días en encontrarme.

—Eso es horrible…

—Mi sufrimiento no es nada comparado con el de ella. Roxborough descubrió a esa mujer en Londres, o sus espías lo hicieron por él, y supo que era una criatura de inmenso poder. Probablemente entendió su poder mejor que ella, ya que, de hecho, en su confesión dice que la mujer era una extraña para sí misma. Pero había contemplado cosas que el resto de los humanos jamás había visto. La habían sacado por la fuerza del Quinto Dominio y la habían escoltado a través de toda Imajica hasta la presencia de Hapexamendios.

—¿Por qué?

—Es extraño. Cuando Roxborough la interrogó, ella le dijo que había vuelto embarazada al Quinto Dominio.

—¿Iba a dar a luz al hijo de Dios?

—Eso es lo que ella le contó a Roxborough.

—Pero pudo haberlo inventado todo para evitar que le hiciera daño.

—No creo que él hubiera hecho eso. Es más, creo que estaba medio enamorado de ella. En su confesión dice que se siente igual que su amigo Godolphin: «Me ha derrocado la mirada de una mujer», citándolo textualmente.

Una frase extraña, pensó Jude al recordar la piedra, al recordar su autoridad y su mirada penetrante.

—Bueno, Godolphin murió obsesionado con una amante a la que había amado y perdido, afirmando que ella lo había destruido. Los hombres siempre son las víctimas, ya sabes. Las víctimas de las confabulaciones que urdimos las mujeres. Me atrevo a decir que Roxborough se convenció a sí mismo de que emparedar a Celestine era una demostración de amor. De ese modo, la tendría bajo control para toda la eternidad.

—¿Y qué pasó con el niño? —preguntó Judith.

—Tal vez ella pueda decírnoslo —contestó Clara.

—En ese caso, tendremos que sacarla de allí.

—Exacto.

—¿Tiene alguna idea de cómo hacerlo?

—Todavía no —replicó Clara—. Estaba a punto de ceder a la desesperación cuando apareciste. Pero, entre las dos, se nos ocurrirá el modo de salvarla.

Se estaba haciendo tarde y a Jude comenzaba a inquietarle la posibilidad de que descubrieran su ausencia, así que los planes que trazaron no fueron más que simples esbozos. Estaba claro que era necesario examinar la torre más a fondo, pero Clara propuso que esa vez lo hicieran al abrigo de la oscuridad.

—Esta noche —sugirió la mujer.

—No, es demasiado precipitado. Deme un día para buscar una excusa que justifique mi ausencia durante la noche.

—¿Quién es el perro guardián? —inquirió la mujer.

—Un hombre.

—¿Celoso?

—En ocasiones.

—Bien, Celestine lleva esperando mucho tiempo a que alguien la libere. No creo que le importe esperar veinticuatro horas más. Pero, por favor, no lo dilatemos más. No gozo de buena salud.

Jude colocó la mano sobre la de Clara, el primer contacto físico entre ellas desde que la mujer le tocara la mejilla con sus helados dedos.

—No va a morir —le dijo.

—Por supuesto que sí. La situación no es extrema, pero quiero ver el rostro de Celestine antes de macharme.

—Y así se hará —afirmó Judith—. Si no es mañana por la noche, será pronto.

3

Jude no creía que lo que Clara había dicho acerca de los hombres se pudiera aplicar a Oscar. Él no era ningún destructor de diosas, ni bajo las órdenes de otro ni por su propia voluntad. Dowd, en cambio, era harina de otro costal. A pesar de su aspecto civilizado, en ocasiones incluso remilgado, jamás podría olvidar la facilidad con la que se había encargado de los cadáveres de los anuladores y la actitud tan indiferente con la que se había calentado las manos en la pira, como si fueran ramas y no huesos lo que chisporroteaba en el fuego. No obstante tuvo mala suerte, y cuando llegó a casa era Dowd quien estaba allí y no Oscar, de modo que tuvo que responder las preguntas del hombre para no levantar sospechas con su silencio. Cuando Dowd le preguntó dónde había pasado el día, le dijo que había ido a dar un largo paseo por el Embankment. Tras eso, quiso saber si el metro había estado muy concurrido, si bien ella no había hecho mención del medio de transporte que había utilizado. Le contestó afirmativamente.

—La próxima vez debería coger un taxi —le había aconsejado—. O, mejor aún, yo mismo la llevaré a donde quiera. Estoy seguro de que el señor Godolphin preferiría que viajara de ese modo —concluyó.

Ella le dio las gracias por su amabilidad.

»¿Tiene pensado volver a salir en breve? —preguntó él,

Ya tenía preparada la excusa que cubriría su ausencia la noche siguiente, pero la actitud de Dowd siempre lograba desconcertarla, y llegó a la conclusión de que cualquier mentira que le contara en esos momentos sería descubierta de inmediato. Por tanto, resolvió decirle que todavía no había hecho ningún plan, tras lo cual Dowd decidió cambiar de tema.

Oscar no llegó hasta la medianoche, momento en que se deslizó entre las sábanas a su lado con todo el sigilo que su volumen le permitía. Ella fingió despertarse en ese instante. El murmuró unas cuantas palabras de disculpa por haberla molestado y, acto seguido, unas cuantas de amor. Fingiendo un tono de voz somnoliento, Jude le dijo que tenía pensado hacer una visita a su amigo Clem la noche siguiente y le preguntó si le importaba. Él le contestó que podía hacer lo que le viniera en gana, siempre y cuando reservara ese hermoso cuerpo para su uso personal. Después, Oscar la besó en el hombro y en el cuello, antes de quedarse dormido.

Había quedado con Clara al día siguiente a las ocho de la tarde en la puerta de la iglesia, pero salió hacia el punto de encuentro con dos horas de antelación con el fin de pasar antes por su antiguo piso. No sabía qué lugar ocupaba el ojo azul en el esquema general, pero la noche anterior había llegado a la conclusión de que debía tenerlo consigo cuando trataran de liberar a Celestine.

Hacía frío en el apartamento y el lugar tenía un aspecto desatendido; solo se entretuvo allí un par de minutos, lo justo para sacar el ojo del armario y, acto seguido, echar una ojeada al correo (la mayoría basura) que se había acumulado desde la última vez que estuvo allí. Una vez llevó a cabo su cometido, se marchó rumbo a Highgate en taxi, siguiendo la advertencia de Dowd. Llegó a la iglesia veinticinco minutos antes de la hora prevista y descubrió que Clara ya estaba allí.

—¿Has comido, niña? —quiso saber Clara. Jude le contestó afirmativamente—. Bien —respondió la mujer—. Esta noche vamos a necesitar de todas nuestras fuerzas.

—Antes de marcharnos, quiero enseñarle una cosa —dijo Jude—. No sé si nos servirá de algo, pero creo que debería verlo. —Sacó de su bolso el bulto envuelto en un trozo de tela—. ¿Recuerda lo que dijo acerca de que Celestine le arrancó los pensamientos?

—Claro.

—Esta cosa hizo lo mismo conmigo.

Comenzó a desenvolver el ojo con un ligero temblor en los dedos. Habían pasado poco más de cuatro meses desde que lo escondiera con una especie de veneración supersticiosa, pero el recuerdo de los efectos que el ojo provocara en ella seguía siendo igual de vivido. En ese momento, casi esperaba que volviera a ejercer algún tipo de poder; sin embargo, no ocurrió nada. El ojo permaneció en los pliegues de la tela con un aspecto tan anodino que sintió una pequeña punzada de vergüenza al recordar el modo tan teatral con el que lo había desenvuelto. Clara, no obstante, lo contempló con una sonrisa en los labios.

—¿De dónde lo has sacado? —le preguntó.

—Preferiría no decírselo.

—No es momento de guardar secretos —la reprendió Clara—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Se lo regalaron a mi marido. Bueno, a mi ex marido.

—¿Quién?

—Su hermano.

—¿Y quién es su hermano?

Jude tomó una honda bocanada de aire, sin saber muy bien si cuando lo soltara sería para decir la verdad o una mentira.

—Se llama Oscar Godolphin —contestó.

Clara retrocedió al escuchar la respuesta, como si la simple mención de ese nombre atrajera alguna enfermedad.

—¿Conoces a Oscar Godolphin? —volvió a preguntarle, con voz aterrada.

—Sí.

—¿Es él el perro guardián? —quiso saber.

—Sí.

—Tápalo —le dijo, evitando mirar al ojo—. Tápalo y guárdalo. —Le dio la espalda a Judith mientras se pasaba las manos nudosas por el cabello—. ¿Tú y Godolphin? —preguntó, si bien parecía estar hablando sola—. ¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?

—Nada —contestó Jude—. Lo que siento por él y lo que estamos haciendo son dos cosas distintas por completo.

—No seas tan ingenua —replicó Clara, mirando a Jude de soslayo—. Godolphin es miembro de la Tabula Rasa, además de ser un hombre. Celestine y tú sois mujeres; las dos sois sus prisioneras…

—Yo no soy su prisionera —protestó Jude, indignada por el aire de condescendencia de Clara—. Hago lo que quiero y cuando quiero.

—Hasta que desafíes a la historia —dijo Clara—. Entonces te darás cuenta de lo convencido que está de ser tu dueño. —Se acercó de nuevo a Judith y bajó la voz, hasta que no se escuchó más que un susurro apenado—. Ten una cosa muy clara — prosiguió—: no puedes salvar a Celestine y disfrutar del amor de Godolphin al mismo tiempo. Vas a excavar en los cimientos, literalmente hablando, de su familia y de su fe, y cuando por fin lo descubra, y lo hará en cuanto la Tabula Rasa comience a desmoronarse, cualquier cosa que exista entre vosotros dejará de importarle. No somos solo otro sexo, Judith, somos dos especies distintas. Lo que sucede en nuestros cuerpos y en nuestras mentes no se parece ni por asomo a lo que sucede en los suyos. Nuestros infiernos son distintos, al igual que nuestros paraísos. Somos «enemigos», y no puedes estar en ambos bandos durante una guerra.

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