Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (60 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Esto no es una guerra —contradijo Jude—. Si lo fuera me sentiría inquieta, y nunca me he sentido tan tranquila.

—Ya veremos lo calmada que estás cuando te des cuenta de cómo son en realidad las cosas.

Jude volvió a respirar hondo.

—Tal vez deberíamos acabar la discusión y ponernos manos a la obra —dijo. Clara la miró con cierto resentimiento—. Creo que el apelativo que está buscando es «zorra testaruda» —puntualizó Jude.

—Nunca he confiado en la gente pasiva —contestó Clara, que no consiguió ocultar cierto grado de admiración—. No lo olvidaré.

La Torre estaba sumida en la oscuridad y las copas de los árboles obstruían la luz de las farolas, lo que dejaba el jardín delantero en penumbra y privaba de luz el camino que rodeaba el edificio. No había duda de que Clara había deambulado por el lugar en numerosas ocasiones durante la noche, dada la seguridad con la que se movía; Jude avanzaba tras la mujer, tropezando con las zarzas y pinchándose con las ortigas que tan sencillas de evitar resultaran a la luz de día. Cuando llegaron a la parte posterior de la torre, sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y descubrió que Clara estaba a unos veinte metros del edificio, mirando al suelo.

—¿Qué está haciendo aquí atrás? —le preguntó Jude—. Ya sabemos que solo hay una entrada.

—Cerrada a cal y canto —contestó—. Es posible que haya otra entrada, aquí en el jardín, que lleve directamente al sótano, aunque solo se trate de una rejilla de ventilación. Lo primero que deberíamos hacer es localizar la celda donde se encuentra Celestine.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Con el ojo que llevas encima —respondió Clara—. Venga, vamos, sácalo.

—Creía que era demasiado impuro para tocarlo siquiera.

—En absoluto.

—Pero el modo en que usted lo miró…

—Es producto del saqueo, niña. Eso es lo que me da asco. Es un trozo de la historia de las mujeres que han intercambiado dos hombres.

—Estoy segura de que Oscar no sabía lo que era —dijo; no obstante, a pesar de que lo había defendido, creía que era bastante probable que eso no fuera cierto.

—Perteneció a un gran templo…

—Sin lugar a dudas, él no se dedica a saquear templos —contestó Jude, antes de sacar el polémico objeto del bolsillo.

—No estoy diciendo que lo haga —replicó Clara—. Los templos fueron destruidos mucho antes de que se fundara siquiera la familia Godolphin. Bueno, ¿vas a dejármelo o no?

Jude desenvolvió el ojo y se descubrió extrañamente reacia a compartirlo, cosa con la que no había contado. Ya no era un objeto de aspecto normal y corriente. En esos momentos lo rodeaba una pálida luminiscencia, un halo azul gracias al cual ella y Clara podían verse, aunque de modo impreciso.

Sus miradas se encontraron y el resplandor del ojo brilló entre ellas como si fuera la mirada de una tercera conspiradora, de una mujer mas sabia que cualquiera de ellas, cuya mera presencia engrandecía el momento a pesar del monótono ruido del tráfico y de los aviones que sobrevolaban las nubes. Jude se descubrió preguntándose cuántas mujeres se habrían congregado alguna vez alrededor de esa luz, o de otra semejante, a lo largo de los siglos. Reunidas para rezar o para hacer algún sacrificio, o en busca de un refugio en el que esconderse de los destructores. Innumerables mujeres, no cabía duda; todas muertas y olvidadas. Sin embargo, en ese breve lapso de tiempo que las aislaba de la corriente de la historia habían abandonado el anonimato. No se pronunciaron sus nombres, pero su existencia fue reconocida por dos nuevas creyentes. Apartó la mirada de Clara y se concentró en el ojo. El mundo que la rodeaba, con su presencia sólida, le pareció de súbito irrelevante: se convirtió, en el mejor de los casos, en un juego de disfraces, y en el peor en una trampa en la que forcejeaba el espíritu que, con su lucha, daba credibilidad a la farsa. No había necesidad alguna de sentirse atada por sus reglas. Podía volar más allá de sus límites con solo proponérselo. Volvió a alzar la vista para asegurarse de que Clara también estaba preparada para el siguiente movimiento, pero descubrió que su compañera miraba más allá del círculo de luz, hacia una de las esquinas de la torre.

—¿Qué pasa? —preguntó Jude, antes de seguir la dirección de la mirada de Clara. Alguien se acercaba a ellas, sorteando la oscuridad. Sus movimientos traslucían una indiferencia con nombre propio—: Dowd.

—¿Lo conoces? —dijo Clara.

—Un poco —contestó Dowd, con la misma indolencia en la voz que desprendían sus pasos—. Pero, en realidad, le queda mucho por conocer.

La mano de Clara se apartó de la de Jude y así rompió la ilusión del trío.

—No se acerque más —le dijo Clara.

Dowd se detuvo en seco a unos cuantos metros de ellas, para sorpresa de Jude. La luz procedente del ojo bastaba para distinguir el rostro del hombre. Había algo que parecía moverse alrededor de sus labios, como si acabara de comerse un puñado de hormigas y unas cuantas hubieran escapado de su boca.

—Me encantaría poder mataros a las dos —confesó y, al hablar, unos cuantos insectos más escaparon entre sus labios y comenzaron a corretear por su rostro y su barbilla—. Pero ya llegará tu hora, Judith. Muy pronto. De momento, le toca a Clara… Es Clara, ¿verdad?

—¡Vete a la mierda, Dowd! —exclamó Jude.

—Aléjate de la anciana —contestó Dowd.

La respuesta de Jude consistió en aferrarse al brazo de Clara.

—No vas a hacerle daño a nadie, hijo de puta —le dijo.

En su interior sentía que la furia se alzaba como no lo había hecho durante meses. El ojo comenzaba a resultarle pesado en la mano; estaba decidida a abrirle la cabeza con él a ese cabrón si daba un solo paso más hacia ellas.

—¿Es que no me has entendido, zorra? —preguntó, acercándose a ella—. ¡Te he dicho que te apartes!

Presa de la furia, se acercó a él al tiempo que alzaba la mano que sostenía el ojo pero, en el mismo instante en que soltó el brazo de Clara, Dowd se hizo a un lado y ella lo perdió de vista. Al darse cuenta de que había hecho exactamente lo que él quería, se giró como pudo con la intención de regresar junto a Clara. Sin embargo, Dowd había sido más rápido. Escuchó el grito de terror de Clara mientras se alejaba de su asaltante. Los insectos habían invadido el rostro de la mujer y le impedían ver. Jude se apresuró a sostenerla antes de que cayera al suelo, pero en esa ocasión Dowd se acercó en lugar de alejarse y le arrebató la piedra de la mano de un solo golpe. Ella ni siquiera se giró para reclamar el ojo, estaba decidida a ayudar a Clara. Los gemidos de la mujer eran horribles, al igual que los temblores que sacudían su cuerpo.

—¿Qué le has hecho? —le gritó a Dowd.

—Di mejor deshecho, pichoncito. Deshecho. Déjala. Ya no puedes ayudarla.

El cuerpo de Clara apenas pesaba; no obstante, cuando sus rodillas se doblaron, arrastró a Jude con ella hasta el suelo. Sus gemidos se habían convertido en aullidos; en aquel momento se llevó las manos a la cara, como si quisiera arrancarse los ojos, lugar donde los insectos ejecutaban alguna labor de resultados agónicos. Desesperada, Jude intentó apartar a las criaturas, si bien la oscuridad le impedía verlas; pero o bien eran demasiado rápidas para sus manos, o bien se habían escondido allí donde sus dedos no podían seguirlas. Lo único que le restaba por hacer era rezar para que dejara de sufrir.

—Haz que se detengan —le pidió a Dowd—. Haré lo que me pidas, haz que se detengan, por favor.

—Son unos cabroncetes de lo más voraces, ¿verdad? —le dijo.

Dowd estaba agachado delante del ojo y la luz azulada le iluminaba el rostro, cubierto por una máscara de gélida serenidad. Mientras ella lo observaba, el hombre cogió unos cuantos insectos de los que aún correteaban alrededor de su boca y los dejó caer al suelo.

—Me temo que carecen de oídos, así que no puedo hacer que regresen —le contestó—. Lo único que saben hacer es «deshacer». Y lo deshacen todo excepto a su creador que, en este caso, soy yo. Por tanto, yo me apartaría de ella si estuviera en tu lugar. No hacen distinción alguna.

Jude volvió a mirar a la mujer que sostenía entre sus brazos. Clara había dejado de arañarse la cara y los temblores disminuían con rapidez.

—Hábleme —le dijo Jude.

Acercó la mano a la cara de la mujer, un poco avergonzada de sí misma por la actitud indecisa que había provocado la advertencia de Dowd.

No hubo respuestas por parte de Clara, a menos que esos gemidos agónicos ocultaran alguna palabra. Jude escuchó atentamente con la esperanza de encontrar algo que tuviera sentido, pero le resultó imposible. Sintió que un estremecimiento recorría la espalda de la mujer, como si la espina dorsal se hubiera partido, y al instante su cuerpo quedó inmóvil. Lo más probable era que no hubieran pasado más de noventa segundos desde el momento en que Dowd hiciera su aparición. En ese corto lapso de tiempo, todo rastro de esperanza que pudiera haberse congregado en el lugar había desaparecido. Se preguntaba si Celestine habría escuchado el desarrollo de semejante tragedia, y si ese sufrimiento se sumaría a los que ya soportaba.

—Ha muerto, pichoncito —le dijo Dowd.

Jude dejó que el cuerpo de Clara resbalara de sus brazos y cayera al suelo.

»Deberíamos marcharnos —continuó el hombre con el mismo tono de voz que habría utilizado si, en lugar de estar abandonando un cadáver, estuviera anunciando el fin de un
picnic
—. No te preocupes por Clara. Ya recogeré lo que quede de ella más tarde.

Jude se puso en pie en cuanto escuchó el sonido de los pasos a sus espaldas, decidida a no permitir que la tocara. Sobre sus cabezas, otro avión surcaba el cielo. Miró hacia el ojo, pero este también había acabado deshecho.

—Destructor —dijo.

Capítulo 28
1

C
ortés había olvidado la breve conversación con Aping acerca de su mutuo entusiasmo por la pintura, pero Aping no lo había hecho. La mañana posterior a la boda en la celda de Atanasio, el sargento fue a buscar a Cortés y lo escoltó hasta una habitación que había convertido en un estudio, al otro lado del edificio. Disponía de numerosas ventanas, por lo que la luz era toda la que aquella región podía proporcionar; además, a lo largo de los meses que llevaba en aquel puesto, había recopilado una envidiable colección de lienzos. No obstante, los productos de aquel lugar de trabajo eran los propios del diletante menos inspirado. Diseñados sin habilidades para la composición y pintados sin sentido del color alguno, el único elemento digno de mención era su persistencia. Allí se reunían, le comunicó con orgullo Aping a Cortés, ciento cincuenta y tres cuadros con un único tema invariable: su hija, Hurra, cuya mera mención había causado al cuidadoso retratista un gran nerviosismo. En esos momentos, en la intimidad de su lugar de inspiración, le explicó los motivos. Su hija era pequeña, le dijo, y su madre había muerto; se había visto obligado a llevarla a aquel lugar cuando recibió órdenes de Iahmandhas de trasladarse a la Cuna.

—Podría haberla dejado en L'Himby —le confesó a Cortés—. Pero quién sabe la clase de peligros que le esperaban si lo hubiera hecho. Es solo una niña.

—Así que está en la isla.

—Sí, pero no abandona su habitación durante el día. Tiene miedo de contraer la locura, o eso es lo que dice. La quiero muchísimo. Como puede ver, es muy hermosa —dijo, señalando los cuadros.

Cortés no tuvo más remedio que confiar en la palabra del hombre.

—¿Dónde está ahora? —le preguntó.

—Donde siempre —le contestó—. En su habitación. Tiene unos sueños muy extraños.

—Sé lo que siente —replicó Cortés.

—¿De verdad? —inquirió Aping, y en su voz se adivinó cierta pasión que sugería que el arte no era, después de todo, el asunto que el hombre tenía en mente cuando convocó a Cortés—. Así que usted también sueña.

—Todo el mundo lo hace.

—Eso solía decirme mi esposa. —Bajó el tono de voz—. Tenía sueños proféticos. Sabía cuándo iba a morir, incluso la hora exacta. Pero yo no tengo sueños. Por eso no puedo compartir lo que siente Hurra.

—¿Está sugiriendo que tal vez yo sí pueda?

—Se trata de un asunto muy delicado —dijo Aping—. La ley de Yzordderrex prohíbe cualquier tipo de propiedad.

—No lo sabía.

—Sobre todo mujeres, por supuesto —continuó Aping—. Esa es la verdadera razón por la que la mantengo oculta. Es verdad que ella teme a la locura, pero yo temo todavía más a lo que hay dentro de mi hija.

—¿Por qué?

—Temo que se le pueda escapar algo si se relaciona con alguien que no sea yo, y N'ashap se dará cuenta de que tiene visiones como su madre.

—Y eso sería…

—¡Un desastre! Mi carrera se iría al traste. Nunca debí traerla. —Levantó la vista hacia Cortés—. Le digo esto únicamente porque ambos somos artistas, y los artistas deben confiar entre ellos como si fueran hermanos, ¿no estoy en lo cierto?

—Sí, claro que sí —confirmó Cortés, quien vio que las grandes manos de Aping temblaban. El hombre parecía estar al borde del colapso—. ¿Quiere que hable con su hija? —le preguntó.

—Más que eso…

—Dígame.

—Quiero que se la lleve con usted cuando se vaya con el místico. Llévela a Yzordderrex.

—¿Qué le hace pensar que vamos hacia allí? O hacia cualquier otro sitio, ya que estamos.

—Tengo mis espías, al igual que N'ashap. Sus planes son más conocidos de lo que le gustaría. Llévesela con usted, señor Zacharias. Sus abuelos paternos todavía viven. Cuidarán de ella.

—Hacerse cargo de una niña durante un viaje tan largo es una enorme responsabilidad.

Aping frunció los labios.

—Por supuesto, podría facilitar su marcha de la isla si aceptara mi propuesta.

—Supongamos que la niña no quiera venir —le preguntó Cortés.

—Tendrá que convencerla —le dijo sin rodeos, como si supiera que Cortés tenía una larga experiencia en convencer a las jovencitas para que estas hicieran lo que él quería.

La Naturaleza le había jugado a Hurra tres malas pasadas. La primera: le había otorgado poderes expresamente prohibidos en el régimen del Autarca; la segunda: le había concedido un padre que, a pesar de sus muestras de sentimentalismo, se preocupaba más por su carrera militar que por ella; y la tercera: la había dotado con un rostro que solo un padre podría describir como hermoso. Era una criatura delgada de nueve o diez años, con el cabello negro cortado de un modo bastante cómico y una boca diminuta y apretada. Cuando, después de muchos halagos, aquellos labios se dignaron hablar, su voz sonó desvalida y sin esperanza. Solo cuando Aping le contó que su visitante era el hombre que había caído al mar y que estuvo a punto de morir se despertó su interés.

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