Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (63 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

En ese momento, la propia oscuridad era su mejor aliado. Si se movían con la suficiente rapidez, los envolvería antes de que sus perseguidores supieran siquiera la dirección que habían tomado. Había un sendero serpenteante que bajaba por uno de los acantilados de la isla hasta la orilla, y Cortés abrió la marcha, consciente de que las cuatro personas que lo seguían eran de poca ayuda: Hurra era una niña; su padre seguía desolado por la culpa; Scopique no dejaba de lanzar miradas hacia atrás; y Pai estaba conmocionado por el baño de sangre. Esto último resultaba muy extraño en una criatura a la que había conocido en el papel de asesino, pero aquel viaje los había cambiado a ambos.

Cuando llegaron a la orilla, Scopique dijo:

—Lo siento, no puedo continuar. Seguid vosotros. Voy a tratar de entrar de nuevo para liberar a los demás.

Cortés no intentó disuadirlo.

—Si es lo que quieres, buena suerte —le contestó—, Nosotros tenemos que irnos.

—Por supuesto que debéis hacerlo. Pai, amigo mío, lo siento mucho, pero si les doy la espalda a los demás los remordimientos acabarían conmigo. Hemos sufrido juntos demasiado tiempo. —Apretó la mano del místico—. Antes de que lo digas tú, lo haré yo: seguiré con vida. Sé cuál es mi deber, así que estaré preparado para cuando llegue el momento.

—Sé que lo estarás —replicó el místico, que cambió el apretón de manos por un abrazo.

—Será pronto —le dijo Scopique.

—Antes de lo que me gustaría —replicó Pai; después, una vez hubo dejado que Scopique se encaminara de nuevo hacia el acantilado, el místico se unió a Cortés, Hurra y Aping, que ya se hallaban a diez metros de la orilla.

La conversación entre Pai y Scopique, con la insinuación de ciertos planes conjuntos que mantenían en secreto, no pasó desapercibida para Cortés que, por supuesto, decidió interrogar al místico al respecto. Pero aquel no era el momento apropiado. Tenían por delante al menos unos veinte kilómetros hasta la península; además, el ruido a sus espaldas aumentaba, señal de que los perseguían. Los haces de luz de las linternas iluminaron la orilla cuando las primeras tropas de N'ashap aparecieron para comenzar la caza. Del interior del asilo emergieron los rugidos de los prisioneros, que por fin expresaban su rabia. Aquello, al igual que la oscuridad, confundiría a los perseguidores, pero no por mucho tiempo.

Las linternas habían encontrado a Scopique y los haces de luz rastreaban en aquel instante la orilla desde la que había ascendido, y cada barrido era más amplio que el anterior. Aping llevaba en brazos a Hurra, lo que les daba algo más de velocidad; Cortés había comenzado a creer que tendrían una posibilidad de sobrevivir cuando una de las linternas dio con ellos. A esa distancia, la luz era un poco débil, pero tenía la intensidad suficiente para revelar su ubicación. Empezaron a disparar de inmediato. No obstante, no eran objetivos claros, por lo que las balas se perdieron.

—Nos atraparán —jadeó Aping—. Deberíamos rendirnos. —Dejó a su hija en el suelo y arrojó su arma; después se giró para escupirle a Cortés sus acusaciones a la cara —. ¿Por qué tuve que escucharle? Ha sido una locura.

—Si nos detenemos aquí nos matarán de un disparo —replicó Cortés—. A Hurra también. ¿Eso es lo que quiere?

—No nos dispararán —le dijo al tiempo que agarraba a Hurra con una mano, mientras alzaba la otra hacia los haces de luz—. ¡No disparen! —gritó—. ¡No disparen! ¿Capitán? ¡Capitán! ¡Señor! ¡Nos rendimos!

—A la mierda —gruñó Cortés, que se adelantó para apartar a Hurra de su padre.

La niña acudió presta a los brazos de Cortés, pero Aping no estaba dispuesto a soltarla con tanta facilidad. Se giró para agarrarla por la espalda, pero al hacerlo una bala se incrustó en el hielo, a sus pies. El sargento dejó ir a su hija y se dio la vuelta para volver a suplicar. Dos disparos lo atravesaron al punto: el primero le dio en la pierna; el segundo, en el pecho. Hurra dejó escapar un gritó y se zafó del abrazo de Cortés para arrodillarse junto a la cabeza de su padre.

Los segundos que habían perdido entre la rendición de Aping y su muerte supusieron la diferencia entre la más somera esperanza de huida y la imposibilidad de intentarlo siquiera. Cualquiera de los más de veinte soldados que avanzaban hacia ellos podría dispararles a esa distancia. Incluso N'ashap, que encabezaba el grupo, sería incapaz de fallar a pesar de la inestabilidad de su paso.

—¿Y ahora qué? —preguntó Pai.

—Tenemos que defender nuestra posición —replicó Cortés—. No nos queda otro remedio.

Sin embargo, aquella posición era tan insegura como los pasos de N'ashap. A pesar de que los soles de ese Dominio se encontraban en otro hemisferio y de que solo era medianoche entre un horizonte y otro, un temblor se abría paso por el mar congelado que tanto Pai como Cortés reconocieron debido a la experiencia, casi mortal, que sufrieran. Hurra también lo sintió. La niña alzó la cabeza y sus sollozos se acallaron de repente.

—La Dama —murmuró.

—¿Qué pasa con ella? —le preguntó Cortés.

—Está cerca.

Cortés extendió la mano y la niña se la tomó. Mientras se levantaba, escudriñó el suelo. Cortés también lo hizo. Su corazón comenzó a latir desbocado a medida que los recuerdos de la licuación de la Cuna regresaban.

—¿Puedes detenerla? —le murmuró a Hurra.

—No viene a por nosotros —respondió la niña. Su mirada se desvió desde el suelo, todavía sólido bajo sus pies, hasta el grupo que N'ashap seguía comandando hacia ellos.

—Oh, por todas las Diosas… —gimió Cortés.

Un grito de alarma comenzó a brotar del interior del grupo que se acercaba. Una de las linternas comenzó a moverse de modo frenético, seguida de otra y de otra más conforme los soldados, uno a uno, se iban percatando del peligro en el que se encontraban. N'ashap gritó también y exigió a sus soldados que mantuvieran el orden, si bien todos lo desobedecieron. Aunque era difícil saber lo que sucedía, Cortés podía imaginárselo a la perfección. El suelo se hacía cada vez más blando y las aguas plateadas de la Cuna comenzaban a burbujear alrededor de sus pies. Uno de los hombres disparó al aire cuando la superficie endurecida del mar se abrió bajó él; otros dos o tres comenzaron a retroceder hacia la isla, solo para descubrir que su pánico aceleraba la disolución. Se sumergieron como si un tiburón los hubiera atrapado, y allí donde habían estado se alzaron unos cuantos chorros de espuma plateada. N'ashap aún intentaba mantener cierto grado de control, pero todo era en vano. Al darse cuenta comenzó a disparar contra el trío, pero con el temblor del suelo bajo sus pies y sin los haces de las linternas que iluminaran sus objetivos, estaba disparando prácticamente a ciegas.

—Tenemos que salir de aquí —urgió Cortés, pero Hurra ofreció un consejo mejor.

—No nos hará daño si no le tenemos miedo —explicó.

Cortés estuvo tentado de decirle que él sí que tenía miedo, pero mantuvo la boca cerrada y los pies firmes, a pesar de que lo que presenciaban sus ojos le decía que la Diosa no poseía la paciencia necesaria para diferenciar a los malvados de los descarriados, o a los impenitentes de los devotos. Todos sus perseguidores salvo cuatro, entre los que se encontraba N'ashap, ya habían sido reclamados por el mar; a algunos ya se los había tragado la marea, mientras que otros todavía intentaban alcanzar algún lugar firme. Cortés vio que uno de los hombres conseguía gatear fuera del agua, pero el pedazo de suelo al que había llegado se licuó con tanta rapidez que la Cuna se había vuelto a cerrar sobre él sin que le diera tiempo de gritar. Otro se hundió gritándole al agua que burbujeaba a su alrededor, y lo último que se vio de él fue su arma, bien en alto y todavía disparando.

Ya habían caído todos los que portaban las linternas, por lo que la única luz procedía de la cima del acantilado, donde los soldados que habían tenido la fortuna de quedarse atrás barrían la escena de la masacre con sus haces; enfocaron las figuras de N'ashap y los otros tres supervivientes, uno de los cuales intentó correr hacia el suelo firme en el que se encontraban Cortés, Pai y Hurra. El miedo fue su perdición. Apenas había dado cinco pasos cuando una ola de espuma plateada surgió delante de él. Se giró para retroceder, pero el camino ya se había convertido en plata en ebullición. En su desesperación, arrojó el arma e intentó saltar hacia un lugar seguro, pero el impulso fue insuficiente y desapareció de inmediato.

Uno de los supervivientes del trío, un oethac, se había arrodillado y rezaba; lo único que consiguió fue que su asesino se acercara todavía más y que lo hundiera en mitad de una angustiosa maldición; solo le dio tiempo a aferrarse a la pierna de su compañero y arrastrarlo con él. El lugar por el que habían desaparecido no dejó de bullir; al contrarío, su furia pareció incrementarse. N'ashap, el último superviviente, se volvió para enfrentar la ola y, al hacerlo, el mar se alzó como una fuente hasta que alcanzó casi el doble de su estatura.

—La Dama —murmuró Hurra.

Allí estaba. Tallada en el agua, con el cuerpo erguido, poseía un rostro que cambiaba entre destellos y brillos: la diosa, o su imagen, recreada en su materia de origen. No obstante, desapareció en el mismo instante en que la ola se desintegró y cayó sobre N'ashap. El oethac desapareció tan rápido, y la Cuna dejó de temblar con tal presteza, que fue como si su madre nunca lo hubiera engendrado.

Hurra se volvió hacia Cortés muy despacio. A pesar de que su padre yacía muerto a sus pies, esbozaba una sonrisa de oreja a oreja; la primera sonrisa verdadera que Cortés le había visto.

—La Dama de la Cuna ha venido —dijo la niña.

Esperaron un poco, pero no se produjo ninguna otra visita. Lo que la Diosa había hecho (ya fuera para salvar a la pequeña, como siempre creería Hurra, o porque el destino había puesto a su alcance a las fuerzas que habían mancillado su Cuna con su crueldad) lo había llevado a cabo con tal economía de movimientos que estaba claro que no tenía la intención de desperdiciar su tiempo en regodeos ni sentimentalismos. La diosa había cerrado el mar con la misma eficiencia que demostrara para abrirlo, y abandonó aquel lugar como si nada hubiera sucedido.

No se produjeron más intentos de persecución por parte de los guardias que quedaban en el acantilado, a pesar de que seguían en sus puestos y las linternas perforaban la oscuridad.

—Nos queda un buen trecho de mar por cruzar antes de que amanezca —dijo Pai.

—Y no queremos que los soles salgan antes de que alcancemos la península.

Hurra cogió la mano de Cortés.

—¿Te dijo papá adónde teníamos que ir cuando llegáramos a Yzordderrex?

—No —le respondió—, pero encontraremos la casa.

La pequeña no miró el cuerpo de su padre, sino que fijó la vista en la mole grisácea que el continente formaba en la distancia. Prosiguió la marcha sin quejarse y, de tanto en tanto, sonreía para sí al recordar que la noche le había brindado la visión de un padre que jamás volvería a defraudarla.

Capítulo 29
1

E
l territorio que se extendía entre las orillas de la Cuna y las fronteras del Tercer Dominio fue, hasta la intervención del Autarca, el lugar que albergaba una maravilla natural, universalmente conocida por señalar el centro de Imajica: una columna de piedra labrada y pulida a la que se le adjudicaban tantos nombres y poderes como chamanes, poetas y cuentacuentos habían pasado por allí. No había comunidad en los Dominios reconciliados que no la consagrara en su mitología o le otorgara un calificativo con el que apropiarse de ella. Sin embargo, su verdadero nombre era el más sencillo: el Eje. A lo largo de los siglos se había alimentado la controversia entre dos teorías: una consideraba la posibilidad de que el Invisible lo hubiese erigido sobre las humeantes cenizas de Kwem para señalar el punto intermedio entre las fronteras de Imajica; la otra, en cambio, postulaba que tal vez hubiese existido todo un bosque de esas columnas que, por obra y gracia de alguien (guiado, tal vez, por la sabiduría de Hapexamendios), había quedado más tarde reducido a esa única columna.

Sin importar las diferencias de opinión acerca de sus orígenes, nadie puso en duda jamás el poder que había acumulado gracias a su posición en el centro de los Dominios. Las líneas de pensamientos habían atravesado Kwem desde hacía siglos; líneas que portaban una carga de fuerza que el Eje había atraído hacia sí con un magnetismo que era casi imposible de resistir. En el momento en el que el Autarca llegó al Tercer Dominio, después de haber establecido su modelo particular de dictadura en Yzordderrex, el Eje era el objeto individual más poderoso de Imajica. El Autarca trazó sus planes con inteligencia: regresó al palacio que se estaba construyendo en Yzordderrex y añadió varios cambios, aunque su propósito no se hizo evidente hasta dos años más tarde, cuando, tras actuar con la rapidez propia de cualquier ataque sorpresa, ordenó que el Eje fuera desmantelado, transportado y recolocado en una torre en su palacio antes de que la sangre de aquellos que se hubieran opuesto a tamaño sacrilegio se hubiera secado siquiera.

De la noche a la mañana, el mapa de Imajica había cambiado. Yzordderrex se convirtió en el corazón de los Dominios. A partir de entonces no quedó ningún pudor, ya fuera secular o sagrado, que no tuviera su origen en esa ciudad; no quedó un solo cruce de caminos que no indicara su dirección en los Dominios reconciliados, como tampoco hubo carretera que no albergara a algún penitente con la mirada vuelta hacia Yzordderrex con la esperanza de obtener la salvación. Todavía se rezaban oraciones en nombre del Invisible, así como se murmuraban bendiciones en nombre de las Diosas prohibidas, pero Yzordderrex era el verdadero Señor, el Autarca era su mente y el Eje era su falo.

Habían pasado ciento setenta y nueve años desde que Kwem perdiera su gran maravilla, pero el Autarca todavía peregrinaba a sus ruinas cuando sentía la necesidad de estar solo. Algunos años después de que se llevara el Eje, mandó construir un palacete cerca del lugar en el que había estado, bastante espartano en comparación con los excesos arquitectónicos del absurdo palacio que coronaba Yzordderrex. Era su lugar de retiro en las épocas de confusión, un sitio en el que podía meditar acerca de las amarguras del poder absoluto tras dejar al cargo a su alto mando militar, los generales que gobernaban los Dominios en su nombre, bajo la atenta supervisión de la que una vez fuera su amada reina, Quaisoir. En los últimos tiempos, la mujer había desarrollado cierto gusto por la represión que contrastaba con su apatía en ese aspecto, por lo que había pensado ya en varias ocasiones retirarse a vivir al palacio de Kwem y dejar que ella gobernara en su lugar, dado que parecía depararle más placer que a él. Sin embargo, sabía que esos sueños no eran más que una mera complacencia. A pesar de que gobernaba Imajica sin ser visto (ni una sola alma que no perteneciera al círculo de unas veinte personas con las que trabajaba a diario podría diferenciarlo de cualquier otro hombre blanco al que le gustara la ropa de calidad), era su sombra la que había levantado Yzordderrex, y nadie podría reemplazarlo nunca con eficiencia.

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