Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (65 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Se permitieron apenas un minuto para contemplar la vista. El tráfico diario de trabajadores, que al no haber encontrado vivienda en los suburbios o en las entrañas de la ciudad entraban y salían todos los días, había comenzado. Para cuando los recién llegados alcanzaron el otro lado de la calzada, se vieron inmersos en una marea polvorienta de vehículos, bicicletas, carros de culi y peatones que se dirigían hacia Yzordderrex. No eran más que tres entre cientos de miles: una niña escuálida con una enorme sonrisa; un hombre blanco que otrora fuera guapo pero que ahora parecía algo enfermo, con medio rostro escondido por una desaseada barba castaña; y un místico eurhetemec, cuyos ojos, al igual que les ocurría a todos los de su raza, apenas lograban ocultar una gran pena interior. La multitud los arrastró y ellos se dejaron llevar hacia donde innumerables multitudes ya habían estado: al estómago de la ciudad—dios de Yzordderrex.

Capítulo 30
1

C
uando Dowd llevó a Judith de vuelta a casa de Godolphin tras el asesinato de Clara Leash, no lo hizo en calidad de persona libre, sino como prisionera. Fue confinada en el dormitorio que ocupó en un principio y allí esperó el regreso de Oscar. Cuando este llegó, antes de acudir a verla mantuvo una charla de media hora con Dowd (Judith escuchó el murmullo, pero no pudo entender su contenido); lo primero que le dijo en cuanto la vio fue que no deseaba discutir con ella lo que había sucedido. Judith había obrado en contra de los intereses de él, lo que era en resumidas cuentas como obrar en contra de sus propios intereses, ¿acaso no se había dado cuenta todavía? También le dijo que necesitaría cierto tiempo para evaluar las consecuencias que eso acarrearía para ambos.

—Confié en ti más de lo que nunca he confiado en una mujer —le dijo—. Me traicionaste, tal y como Dowd predijo que harías. Me siento estúpido y dolido.

—Deja que te lo explique —le pidió.

El hombre levantó las manos para hacerla callar.

—No quiero escucharlo —le respondió—. Puede que hablemos en un par de días, pero no en este momento.

El sentimiento de pérdida que le había causado su distanciamiento estuvo a punto de verse abrumado por la furia que sintió ante el rechazo. ¿Acaso creía que sus sentimientos por él eran tan nimios que no le preocupaban las consecuencias que sus propias acciones habían tenido sobre ambos? O peor: ¿lo habría convencido Dowd de que había planeado traicionarlo desde el principio y de que lo había orquestado todo (la seducción, las confesiones de devoción) con el fin de debilitarlo? Esta última posibilidad era la más probable, pero seguía sin eximir a Oscar, puesto que se había negado a darle la oportunidad de justificarse.

Estuvo tres días sin verlo. Era Dowd quien le llevaba la comida a la habitación, y allí tuvo que esperar Jude mientras escuchaba las idas y venidas de Oscar y, a veces, retazos de alguna conversación en las escaleras; lo suficiente para llegar a la conclusión de que la purificación de la Tabula Rasa estaba a punto de alcanzar su punto crítico. En más de una ocasión barajó la posibilidad de que lo que había tramado en su momento con Clara Leash la había convertido en una víctima en potencia, y de que, día a día, Dowd estaba debilitando la renuencia de Oscar a deshacerse de ella. Paranoia, quizá; pero, si sentía un mínimo de afecto por ella, ¿por qué no iba a verla? ¿Acaso no languidecía como ella? ¿No deseaba tenerla en su cama, aunque solo fuera por sentir el consuelo carnal? En varias ocasiones había pedido a Dowd que le dijera a Oscar que necesitaba hablar con él; Dowd, que fingía sentir el desapego de un carcelero que tuviese a su cargo cientos de prisioneros más a los que atender día a día, le dijo que haría todo lo posible, pero que dudaba de que el señor Godolphin quisiera tener cualquier tipo de relación con ella. Tanto si se entregó el mensaje como si no, Oscar la dejó en su solitario confinamiento; Judith se dio cuenta de que, si no tomaba medidas más drásticas, jamás volvería a ver la luz del sol.

Su plan de fuga fue sencillo. Forzó la cerradura de su habitación con un cuchillo que había ocultado tras una de sus comidas (la cerradura no era lo que la mantenía encerrada, sino la advertencia de Dowd de que los insectos que habían matado a Clara estaban más que dispuestos a reclamarla a ella si intentaba marcharse), y se escabulló hacia el descansillo de las escaleras. Había esperado de forma deliberada a que Oscar estuviera en casa para intentarlo, creyendo, si bien tal vez fuese una suposición inocente, que a pesar de que le hubiera retirado su afecto, la protegería de Dowd en caso de que su vida se viera amenazada. Se sentía muy tentada de ir a buscarlo en aquel momento. No obstante, quizá fuera más fácil tratar con él una vez que se encontrara lejos de la casa y se sintiera más dueña de su propio destino. Si, cuando estuviera a salvo lejos de la casa, Oscar optaba por no tener más contacto con ella, el temor de que Dowd hubiera minado los sentimientos que tenía hacia ella se vería confirmado para siempre y tendría que buscar otra forma de llegar a Yzordderrex.

Bajó por las escaleras con la mayor de las cautelas y, al escuchar voces provenientes de la parte delantera de la casa, decidió salir por la cocina. Como de costumbre, estaban todas las luces encendidas. La cocina estaba desierta. Se acercó sin demora a la puerta, que tenía los cerrojos echados tanto en la parte superior como en la inferior, y se agachó para descorrer el de abajo.

Cuando se levantaba, Dowd dijo:

—No saldrás por ahí.

Judith se giró y descubrió que se encontraba junto a la mesa de la cocina, con una bandeja de platos de la cena. Al ver que estaba cargado, Judith se abalanzó hacia el pasillo con la esperanza de poder dejarlo atrás. Sin embargo, Dowd era más ágil de lo que pensaba, ya que dejó la bandeja y se movió para cortarle el paso con tanta rapidez que se vio obligada a retroceder de nuevo y, en el proceso, golpeó uno de los vasos que había en la mesa. El cristal se hizo añicos contra el suelo con un estruendo.

—Mira la que has armado —le dijo él con un tono que parecía verdaderamente angustiado. Se acercó a los trozos de cristal y se inclinó para recogerlos—. Ese vaso ha estado con esta familia durante generaciones. Creí que le tendrías cierto cariño.

Judith le contestó, a pesar de que no se encontraba de humor para hablar acerca de vasos rotos, porque sabía que su única oportunidad radicaba en conseguir que Godolphin se percatara de su presencia.

—¿Por qué tendría que importarme un vaso? —le preguntó.

Dowd levantó un trozo y lo sostuvo contra la luz.

—Tenéis mucho en común, pichoncito —le contestó—. Los dos os regodeáis en la ignorancia. Hermosos y frágiles a un tiempo. —Se puso en pie—. Tú siempre fuiste hermosa. Las modas van y vienen, pero Judith siempre será hermosa.

—No sabes una mierda sobre mí —replicó ella.

Dejó los trozos de cristal en la mesa junto al resto de los platos sucios y la cubertería.

—Te equivocas —fue su respuesta—. Nos parecemos más de lo que crees.

Volvió a coger un fragmento brillante y, mientras hablaba, se lo llevó a la muñeca. Judith apenas tuvo tiempo de averiguar lo que iba a hacer antes de ver cómo se cortaba. Apartó la mirada, pero al oír que el trozo de cristal caía sobre el montón volvió a mirar. La herida estaba abierta, pero no sangraba, solo exudaba un líquido parecido al agua sucia. De la misma forma que la expresión de Dowd no demostraba dolor. No era más que una simulación.

—Tú posees un solo recuerdo del pasado —le contó—, yo tengo demasiados. Tú tienes calor, yo no. Tú estás enamorada, yo nunca he comprendido ese concepto. Pero, Judith, la cuestión es que somos iguales: los dos somos esclavos.

Ella contempló alternativamente el rostro de Dowd y la herida y, con cada movimiento de sus ojos, el pánico de Judith se acrecentaba. No quería escuchar ni una sola palabra más que proviniera de él. Lo despreciaba. Cerró los ojos y lo visualizó en la pira del anulador, y también a la sombra de la torre, mientras los bichos le recorrían el rostro; no obstante, por muchos horrores que interpusiera entre ellos, las palabras de Dowd conseguían atravesarlos. Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar resolver el rompecabezas que era en sí misma; y, sin embargo, allí estaba él, arrojándole piezas que se veía obligada a recoger.

—¿Quién eres? —le preguntó Judith.

—La pregunta sería: ¿quién eres tú?

—No somos iguales —replicó—. Ni en lo más mínimo. Yo sangro. Tú no. Yo soy humana. Tú no.

—¿Pero se trata de tu sangre? —le preguntó a su vez—. Medita ese punto.

—Brota de mis venas. Por supuesto que es mía.

—Entonces ¿quién eres? —repitió.

La pregunta se formuló sin malicia evidente, pero Judith no dudó de su propósito destructivo. De alguna manera, Dowd sabía que ella no recordaba su pasado y la presionaba para que confesara.

—Sé lo que no soy —contestó, con el fin de conseguir tiempo para inventar una respuesta—: No soy un vaso; tampoco soy frágil ni ignorante; y tampoco soy…

¿Qué otra cualidad mencionó además de belleza y fragilidad? Había dejado de recoger los trozos de cristal roto y la había descrito de alguna manera.

—¿No eres qué? —inquirió él mientras la observaba debatirse contra su propia renuencia a aferrarse al recuerdo.

Judith repasó la escena en su mente y volvió a verlo cruzando la cocina. «Mira la que has armado», había dicho. Acto seguido, se había agachado (en su cabeza, lo vio hacerlo) y había empezado a hablar mientras recogía los pedazos. Entonces, Judith lo recordó.

«Ese vaso ha estado con esta familia durante generaciones», había dicho. «Creí que le tendrías cierto cariño».

—No —dijo Judith en voz alta, al tiempo que sacudía la cabeza para no perder la sensación de que todo empezaba a cobrar sentido. Sin embargo, el movimiento solo consiguió traer a su memoria otros recuerdos: el de su viaje a la propiedad Godolphin con Charlie, cuando aquel placentero sentimiento de pertenencia la desbordó y unas voces la llamaran con un dulce apodo sacado del pasado; el de la reunión con Oscar en el umbral del Retiro y la instantánea certeza de que su lugar estaba al lado de ese hombre, sin ningún tipo de duda y sin interés alguno por cuestionarse las que pudiera sentir; el del retrato que había sobre la cama de Oscar, que la contemplaba con tanta posesividad que este había apagado las luces antes de hacer el amor.

A medida que los pensamientos fluían, comenzó a mover la cabeza como si estuviese sufriendo un ataque de histeria. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Extendió las manos en busca de ayuda, aun cuando su garganta era incapaz de solicitarla. De forma borrosa captó la figura de Dowd, que la miraba impasible de pie junto a la mesa, con la mano encima de la muñeca herida. Le dio la espalda, aterrada por la posibilidad de ahogarse con su propia lengua o de romperse la cabeza si se caía, ya que tenía plena conciencia de que él ni siquiera trataría de ayudarla. Quiso gritar para llamar a Oscar, pero lo único que brotó de sus labios fue un gemido entrecortado. Se tambaleó hacia delante, con la cabeza todavía a punto de estallar, y, al hacerlo, vio a Oscar que atravesaba el pasillo para ir a su encuentro. Extendió los brazos hacia él y sintió sus manos tratando de impedir que cayera. No lo consiguió.

2

Estaba a su lado cuando se despertó. Judith no se encontraba en la estrecha cama que le habían asignado las pasadas noches, sino en el enorme lecho de cuatro postes de la habitación de Oscar; una cama que ella había llegado a considerar también como suya. No lo era, por supuesto. Su verdadero dueño era el hombre cuyo retrato al óleo había recordado en medio de su ataque de histeria: lord Godolphin,
el Loco,
que colgaba por encima de las almohadas sobre las que Judith descansaba y que se hallaba sentado a su lado, en una versión posterior, acariciando su mano y diciéndole cuánto la amaba. Tan pronto como recuperó la consciencia y sintió su tacto, se alejó de él.

—No soy… un cachorro —se esforzó por decir—. No puedes limitarte a… acariciarme… cuando te conviene.

Oscar pareció horrorizarse por sus palabras.

—Te ofrezco mis más sinceras disculpas —le dijo con la mayor formalidad—. No tengo excusa. Permití que los asuntos de la Sociedad se impusieran a la necesidad de comprenderte y cuidarte. Fue un error imperdonable. También ha sido culpa de

Dowd, por supuesto, que no dejaba de susurrarme todo tipo de cosas… ¿Ha sido muy cruel?

—El cruel has sido tú.

—No hice nada de forma intencionada. Por favor, al menos créeme en ese punto.

—Me mentiste una y otra vez —le contestó mientras intentaba sentarse en la cama—. Sabes cosas sobre mí que yo desconozco. ¿Por qué no las compartiste conmigo? No soy una niña.

—Acabas de sufrir un ataque de histeria —le dijo Oscar—. ¿Te había pasado alguna vez?

—No.

—Como ves, es mejor dejar ciertas cosas en paz.

—Demasiado tarde —replicó—. He sufrido un ataque y he sobrevivido. Estoy más que preparada para conocer el secreto, sea cual sea. —Levantó la vista hacia Joshua—. Tiene que ver con él, ¿verdad? Tiene algún tipo de poder sobre ti.

—No sobre mí…

—¡Embustero! ¡Eres un embustero! —le gritó al tiempo que apartaba las sábanas y se ponía de rodillas para poder mirar a la cara a aquel mentiroso—. ¿Cómo puedes decir que me amas y luego mentirme? ¿Por qué no confías en mí?

—Te he contado más de lo que jamás le he dicho a nadie y, sin embargo, luego descubro que has tramado algo contra la Sociedad.

—He hecho algo más que tramar —dijo al recordar el viaje al sótano de la torre.

Una vez más, se planteó la posibilidad de contarle lo que había visto, pero la advertencia de Clara evitó que fuera más allá. «No puedes salvar a Celestine y disfrutar del amor de Godolphin al mismo tiempo», le había dicho, «vas a escarbar en los cimientos de su familia y su fe». Tenía razón. En aquel instante, lo comprendió con mayor claridad que nunca. Si le contaba lo que sabía, por más placentera que fuera la confesión, ¿podría tener la certeza de que, a la postre, Oscar no se pondría de parte de sus antepasados y utilizaría ese conocimiento contra ella? ¿Acaso la muerte de Clara y el sufrimiento de Celestine tendrían entonces algún valor? Ella era el único ser que las representaba en el mundo de los vivos, y no tenía derecho a jugar con sus sacrificios.

—¿Qué has hecho además de tramar? —inquirió Oscar—. ¿Qué has hecho?

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