Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (78 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—¿Ah, sí?

—Somos iguales, ¿recuerdas? La pareja perfecta.

—Lo recuerdo —le contestó.

—Nos iremos en diez minutos.

—Estaré lista.

Jude escuchó que la puerta se cerraba a sus espaldas y volvió a mirarse las manos. Todo rastro de su visión había desaparecido. Echó un vistazo a la puerta con el fin de asegurarse de que Dowd se había marchado y, acto seguido, colocó ambas manos sobre el cristal de la ventana y cerró los ojos. Disponía de diez minutos para encontrar a la mujer que compartía su mismo rostro; diez minutos antes de que Dowd y ella se internaran en el tumulto de las calles y cualquier esperanza de tomar contacto desapareciera.

—Quaisoir —murmuró.

Jude sintió que el cristal vibraba de nuevo contra las palmas de sus manos y escuchó el griterío de los moribundos, procedente del otro lado de los tejados. Pronunció el nombre de su doble dos veces más al tiempo que dirigía sus pensamientos hacia las torres que podrían haberse avistado desde esa misma ventana si el humo no hubiera sido tan espeso. La imagen de esa cortina de humo inundó su mente, a pesar de no haberla conjurado de modo consciente, y sintió que se alzaba sobre las nubes y flotaba sobre el fragor de la destrucción.

A Quaisoir le había resultado muy difícil encontrar algo discreto entre todos aquellos atuendos que había adquirido precisamente por su falta de modestia; no obstante, tras arrancar todos los adornos a una de sus túnicas más sencillas, había logrado una vestimenta casi decorosa. En esos momentos, salía de sus aposentos y se preparaba para atravesar el palacio por última vez. Ya había planeado qué ruta seguiría una vez dejara atrás las puertas: regresaría al puerto donde había visto por primera vez al Hombre de los Pesares encaramado al tejado. Si no se hallaba allí, encontraría a alguien que supiera de su paradero. Era imposible que hubiese viajado a Yzordderrex para desaparecer sin más. Tenía que haber dejado un rastro con el fin de que sus acólitos lo siguieran; como también habría dejado retos, sin duda, para que los superaran y demostraran a través de su estoicismo lo mucho que deseaban estar en su presencia. Aunque primero tendría que salir del palacio, y para hacerlo se vería obligada a atravesar pasillos y bajar escaleras que llevaban décadas en desuso, lugares que solo habían utilizado ella misma, el Autarca y los albañiles que se habían encargado de levantar las frías piedras; hombres que compartían ese mismo frío en sus tumbas. Solo los maestros y sus amantes conservaban la juventud; no obstante, seguir siendo joven ya no era tan maravilloso como antaño. Le habría gustado que cuando se arrodillara a los pies del Nazareno su rostro reflejara el paso de los años, para que Él supiera los sufrimientos que había padecido y lo mucho que merecía su perdón. No obstante, tendría que confiar en la posibilidad de que Él vislumbrara el dolor que subyacía bajo el velo de su perfección.

Iba descalza y el frío ascendía por su cuerpo desde las plantas de los pies, razón polla que, cuando salió al aire húmedo del exterior, le castañeteaban los dientes. Se detuvo un instante con el fin de orientarse en el laberinto de patios que rodeaba el palacio y, en cuanto sus pensamientos abandonaron las cuestiones prácticas para centrarse en las abstractas descubrió que una idea la esperaba al fondo de su mente. No dudó ni un solo instante acerca de su procedencia. El ángel que Seidux había expulsado de su habitación esa misma tarde la había estado esperando en el portal todo el tiempo, a sabiendas de que volvería a necesitar su ayuda. Los ojos se le llenaron de lágrimas al darse cuenta de que no la habían abandonado. El Hijo de David era consciente de su agonía y había enviado a su mensajera para que le susurrara en la mente.

Ipse,
murmuraba.
Ipse.

Sabía lo que significaba esa palabra. Había acudido al Ipse en numerosas ocasiones, enmascarada, como era la costumbre entre las mujeres del
haut monde
cuando visitaban lugares de dudosa moral. Había asistido a todas las representaciones de las obras de Quexos; y también a las traducciones de Plotter; e, incluso, a los sainetes de Koppocovi, tan obscenos como eran. Que el Hombre de los Pesares hubiese escogido semejante lugar era bastante extraño, pero ¿quién era ella para poner en duda sus propósitos?

—Lo he escuchado —contestó en voz alta.

Antes incluso de que la voz se alejara de su mente, se había puesto en marcha a través de los distintos patios y estaba de camino hacia la puerta más cercana al kesparate Deliquium, donde Pluthero Quexos había emplazado su altar al artificio; un altar que pronto se vería bendecido de nuevo bajo el auspicio de la Verdad.

Jude apartó las manos de la ventana y abrió los ojos. El contacto no había sido tan claro como el que había tenido en mitad del sueño (a decir verdad, ni siquiera estaba segura de haber contactado), pero no quedaba tiempo para volver a intentarlo. Dowd la estaba llamando, al igual que lo hacían las calles de Yzordderrex, a pesar de estar en llamas. Desde la ventana, había visto derramamientos de sangre; numerosas agresiones y palizas; regimientos que atacaban y retrocedían; civiles que luchaban en jaurías rabiosas y otros que avanzaban en formación, armados y en perfecto orden. El caos entre las distintas facciones era tal que le resultaba imposible juzgar la legitimidad de cualquiera de sus causas, aunque tampoco es que le importara demasiado. Su misión era descubrir a su hermana en esa vorágine y esperar que ella estuviera buscándola a su vez.

Sin duda, Quaisoir sufriría una decepción cuando la viera (si es que llegaba a hacerlo). Jude no era la mensajera del Señor que ella quería encontrar a toda costa. Pero claro, los señores (ya fueran divinos o seglares) no eran ni los redentores ni los salvadores en los que las leyendas los habían convertido. Eran destructores, simple y llanamente. Y la evidencia estaba ahí fuera, en las mismas calles que estaba a punto de pisar. Si fuera capaz de hacer entender esa visión a Quaisoir, tal vez no resultara del todo inapropiado que sacara a colación la cuestión de su parentesco en ese encuentro, que no podía dejar de contemplar como una reunión entre hermanas.

Capítulo 35
1

A
Cortés le llevó varias horas llegar desde los hosannas de la calle Lujuria hasta el kesparate del místico; tuvo que ir preguntando la dirección, por lo general a hombres heridos, a medida que avanzaba, y en el tiempo que tardó en atravesar la ciudad el declive de la urbe hacia el caos se aceleró de tal modo que casi esperaba que las calles de enhiestos edificios y los árboles cuajados de flores hubiesen quedado reducidos a cenizas y escombros para cuando llegara. Sin embargo, cuando por fin alcanzó la ciudad dentro de la ciudad, descubrió que los demoledores y saqueadores la habían dejado intacta, ya fuera porque sabían que allí no había mucho que mereciera la pena o, más probablemente, porque el miedo irracional que le tenían a la gente que una vez había ocupado el Dominio del Invisible no les había dejado llevar a cabo sus maldades.

Al entrar, se dirigió en primer lugar a la chiancula, preparado para hacer lo que fuera necesario (amenazar, suplicar, seducir) con el fin de que lo llevaran junto al místico. No obstante, la chiancula y todos los edificios adyacentes estaban desiertos, de modo que empezó a realizar una búsqueda sistemática por las calles. Estas, al igual que la chiancula, estaban vacías y la desesperación empezó a eclipsar a la discreción, por lo que terminó gritando el nombre de Pai a las calles vacías, como un borracho a medianoche.

A la postre, esta táctica produjo resultados. Apareció uno de los miembros del cuarteto que le había ofrecido una bienvenida tan fría la primera vez que pisó el kesparate: el joven del bigote. No llevaba el manto sujeto con los dientes en aquella ocasión, y cuando habló se dignó hacerlo en inglés. Pero la cinta letal todavía aleteaba en sus manos y su advertencia era clara.

—Has vuelto —dijo.

—¿Dónde está Pai?

—¿Dónde está la niña?

—Muerta. ¿Dónde está Pai?

—Pareces diferente.

—Lo soy. ¿Dónde está Pai?

—Aquí no.

—¿Entonces dónde?

—El místico ha subido al palacio —replicó el hombre.

—¿Por qué?

—Así se decretó en el juicio.

—¿Que subiera, nada más? —preguntó Cortés al tiempo que daba un paso hacia el hombre—. Seguro que hay algo más.

Aunque la espada de seda protegía al hombre, el poder que contenía Cortés excedía en mucho al suyo y, al percibirlo, el eurhetemec decidió responder con menos florituras.

—La sentencia fue que matara al Autarca —dijo.

—¿Lo han enviado allí solo?

—No. Se llevó a algunos miembros de nuestra tribu con él y dejó a otros cuantos aquí para proteger el kesparate.

—¿Cuánto tiempo hace que se marcharon?

—No mucho. Pero no serás capaz de entrar en el palacio. Ni ellos tampoco. Es un suicidio.

Cortés no se detuvo a discutir; se encaminó de vuelta a la entrada, dejando al hombre para que protegiera las flores y las calles vacías. Según se aproximaba a la puerta, no obstante vio a dos individuos, un hombre y una mujer, que acababan de entrar y miraban en su dirección. Ambos estaban desnudos de cintura para arriba y tenían la garganta pintada con las tres bandas azules que recordaba del asedio del puerto, lo que los señalaba como miembros de la Carestía. Cuando se aproximó, ambos lo saludaron juntando las palmas e inclinando la cabeza. La mujer era casi el doble de grande que su compañero; su cuerpo era una máquina gloriosa; su cabeza, afeitada por completo salvo en la zona de la coleta, se asentaba sobre un cuello más ancho que su cráneo y que, al igual que su vientre y sus brazos, era tan musculoso que el más mínimo movimiento resultaba un espectáculo.

—¡Te dije que estaría aquí! —le dijo al mundo.

—No sé qué es lo que quieres —respondió Cortés—, pero no puedo proporcionártelo.

—¿De verdad eres John
Furia
Zacharias?

—Sí.

—¿Al que llaman Cortés?

—Sí, pero…

—Entonces, tienes que venir. Por favor. El padre Atanasio nos ha enviado a buscarte. Nos hemos enterado de lo que ha ocurrido en la calle Lujuria y sabíamos que habías sido tú. Soy Nikaetomaas —dijo la mujer—. Este es Floccus Dado. Hemos estado esperándote desde que llegó Estabrook.

—¿Estabrook? —preguntó Cortés. No había pensado en él ni una sola vez durante meses—. ¿De qué lo conoces?

—Lo encontramos en la calle. Creíamos que era el elegido, pero estábamos equivocados. Él no sabe nada.

—¿Y crees que yo sí? —inquirió Cortés, desesperado—. Déjame decirte una cosa: ¡no sé una puta mierda! No sé quién crees que soy, pero no soy tu hombre.

—Eso fue lo que dijo el padre Atanasio. Dijo que ignorabas…

—Bien, pues tenía razón.

—Pero te casaste con la criatura mística.

—¿Y qué? —dijo Cortés—. La amo, y no me importa que todo el mundo se entere.

—Nos hemos dado cuenta de eso —dijo Nikaetomaas, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. De esa forma te hemos localizado.

—Sabíamos que vendrías aquí —dijo Floccus—. Que allí donde fuera la criatura, tú la seguirías.

—No está aquí —señaló Cortés—. Ha subido al palacio.

—¿Al palacio? —repitió Nikaetomaas al tiempo que alzaba la vista hacia los menguados muros—. ¿Y tienes intención de seguirla?

—Sí.

—Entonces iré contigo —añadió la mujer—. Señor Dado, vuelve con Atanasio. Dile a quién hemos encontrado y hacia dónde nos dirigimos.

—No quiero compañía —dijo Cortés—. Ni siquiera confío en mí mismo.

—¿Cómo conseguirás entrar al palacio sin nadie a tu lado? —quiso saber Nikaetomaas—. Yo conozco las puertas. Conozco los patios.

Cortés le dio vueltas a las posibilidades en su cabeza. Parte de él quería ir como un rufián, sembrando el mismo caos que había llevado a la calle Lujuria como emblema. Pero era cierto que su ignorancia acerca del trazado del palacio podría retrasarlo, y unos minutos podrían marcar la diferencia entre encontrar al místico con vida o hallarlo muerto. Asintió para dar su consentimiento y el grupo se dividió a la entrada: Floccus Dado volvió con el padre Atanasio, y Cortés y Nikaetomaas subieron hacia la fortaleza del Autarca.

En lo único que pensaba mientras viajaban era en Estabrook. Preguntó cómo estaba el hombre, y si todavía estaba loco.

—Estaba casi muerto cuando lo encontramos —respondió Nikaetomaas—. Su hermano lo dejó aquí dándolo por muerto. Pero lo llevamos a nuestras tiendas en la Mácula y lo curamos. O, mejor dicho, la estancia allí lo curó.

—¿Hicisteis todo eso creyendo que era yo?

—Sabíamos que alguien iba a llegar desde el Quinto para comenzar la Reconciliación de nuevo. Y, por supuesto, sabíamos que no tardaría mucho. Lo único que ignorábamos era su aspecto.

—Bueno, siento decepcionarte, pero os habéis equivocado por segunda vez. Al igual que Estabrook, yo no soy el hombre que buscáis.

—Entonces, ¿por qué has venido?

Aquella era una pregunta que merecía una respuesta seria, si no por el bien de ella, por el suyo propio.

—Había preguntas cuya respuesta no podía conseguir en la Tierra —dijo—. Un amigo mío murió muy joven. Una mujer que conocía casi fue asesinada…

—Judith.

—Sí, Judith.

—Hemos hablado muchísimo sobre ella —dijo Nikaetomaas—. Estabrook estaba obsesionado con esa mujer.

—¿Todavía?

—Hace mucho que no hablo con él. Pero, como ya sabes, trataba de traerla a Yzordderrex cuando su hermano intervino.

—¿Ha venido?

—Al parecer, no —dijo Nikaetomaas—. Pero Atanasio cree que al final vendrá. Dice que ella es parte de la historia de la Reconciliación.

—¿Y de dónde ha sacado eso?

—De la obsesión de Estabrook por ella, supongo. De la forma en que habla de Judith, como si ella fuera algo sagrado, y Atanasio adora a las mujeres sagradas.

—Deja que te diga algo: conozco a Judith muy bien, y no es ninguna Virgen.

—Hay distintos tipos de santidad entre nuestro sexo —replicó Nikaetomaas, un poco irritada.

—Lo siento, no pretendía ofender. Pero si hay algo que Judith siempre ha odiado es que la coloquen en un pedestal.

—En ese caso, puede que no sea el ídolo lo que debamos estudiar, sino al adorador. Atanasio dice que la obsesión es la madre de nuestra fortaleza.

—¿Y eso qué significa?

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