Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (81 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Uno de los allí reunidos era, a todas luces, un hombre de cierta autoridad. Los talones se juntaron al verlo aparecer y se intercambiaron saludos. El recién llegado alzó la mirada hacia las escaleras con el fin de observar a su prisionero encapuchado.

—General Racidio —dijo uno de los capitanes—, hemos atrapado a dos rebeldes.

—No son eurhetemec. —Su mirada vagó de Cortés al cuerpo de Nikaetomaas, para luego regresar al primero—. Creo que tenemos a dos carestes.

Comenzó a subir las escaleras hacia Cortés, que tomaba aire subrepticiamente a través del tejido que cubría su cara, preparándose para el momento en que se desvelara. En el mejor de los casos, dispondría de dos o tres segundos. Tal vez tiempo suficiente para capturar a Racidio y utilizarlo como rehén, si el pneuma no conseguía matar a todos los tiradores.

—Veamos cuál es tu aspecto —dijo el comandante, mientras apartaba la tela que cubría el rostro de Cortés.

En lugar de liberar el pneuma tal y como estaba planeado, todo acabó cuando Racidio retrocedió, estupefacto, tras echar un vistazo a las facciones que acababa de descubrir. Lo que quiera que viese quedó oculto a los ojos de los soldados, que mantuvieron sus armas apuntadas hacia Cortés hasta que Racidio gritó la orden de que las bajaran. Cortés se sentía tan confundido como ellos, pero no iba a cuestionar el indulto. Dejó caer las manos y, tras pasar por encima del cuerpo de Nikaetomaas, bajó lo que quedaba de escalera. Racidio retrocedió aún más; en el proceso sacudía la cabeza y se humedecía los labios, pero, al parecer, era incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresarse. Tenía todo el aspecto de estar esperando que la tierra se abriera bajo sus pies; de hecho, rogaba en silencio que sucediera. En lugar de hablar y sacar al hombre de su error, Cortés instó a su guía, Lazarevich, a que se adelantara con el mismo gesto que minutos antes utilizara Nikaetomaas. El hombre se había refugiado tras un parapeto de soldados y solo abandonó su escondite a regañadientes, sin dejar de mirar a su capitán y a Racidio con la esperanza de que contradijeran la orden de Cortés. Cosa que no sucedió. Cortés salió a su encuentro, momento en que Racidio balbució las primeras palabras que fue capaz de pronunciar desde que posara la vista en el rostro del intruso.

—Perdonadme —musitó—. Estoy avergonzado.

Cortés no lo tranquilizó con respuesta alguna, sino que, con Lazarevich a su lado, dio un paso hacia el grupo de soldados parapetados delante del siguiente tramo de escaleras, que se apartaron sin pronunciar palabra. Cortés pasó entre sus filas, combatiendo la necesidad de acelerar el paso, por muy tentadora que fuese la idea. Además, lamentaba no poder despedirse adecuadamente de Nikaetomaas. Sin embargo, ni la impaciencia ni el sentimentalismo le servirían de algo que aquel momento. Lo habían bendecido y, tal vez con el tiempo, comprendería el porqué. A corto plazo, tenía que llegar hasta el Autarca y rezar para que el místico estuviera allí también.

—¿Sigue queriendo ir a la Torre del Eje? —preguntó Lazarevich.

—Sí.

—Y cuando llegue allí, ¿me dejará marchar?

Una vez más, dijo:

—Sí.

Hubo una pausa mientras Lazarevich se orientaba al final de las escaleras. Después, inquirió:

—¿Quién es usted?

—No querrías saberlo —replicó Cortés, no solo para su guía sino también para él.

2

Al principio eran seis. Ahora solo quedaban dos. Una de las bajas había sido Thes'reh'ot, al que dispararon mientras marcaba con una cruz una esquina que acababan de doblar en el laberinto de patios. Fue idea suya que señalaran la ruta para facilitar una salida más rápida cuando terminaran el trabajo.

—Lo único que mantiene estos muros en pie es el Autarca —había dicho cuando entraron en el palacio—. Una vez que sea derrocado, los muros también caerán. Tenemos que retirarnos deprisa si no queremos quedar sepultados.

El hecho de que Thes'reh'ot se hubiera presentado voluntario para una misión que calificara de mortal con su risa ya era bastante sorprendente, pero aquella muestra postrera de optimismo rayaba en la esquizofrenia. Su muerte repentina no solo privó a Pai de un aliado imprevisto, sino también de la oportunidad de preguntarle las razones por las que se había unido al asalto. Sin embargo, para ese entonces varios enigmas semejantes a ese se habían agrupado en torno a aquella empresa, sin contar con la sensación de infalibilidad que había impregnado cada fase, como si aquel veredicto se hubiera dictado mucho antes de que Pai y Cortés llegaran siquiera a Yzordderrex y cualquier intento de despreciarlo fuera un desafío a la sabiduría de unos jueces muy superiores a Culus. Semejante infalibilidad conllevaba, por supuesto, cierto fatalismo; y, a pesar de que el místico había animado a Thes'reh'ot para que trazara su ruta de escape, se hacía muy pocas ilusiones acerca de la posibilidad de realizar dicho viaje. Se obligó a no pensar en lo que significarían las pérdidas de semejante extinción hasta que el camarada que le quedaba, Lu'chur'chem (un eurhetemec de pura raza, con la piel azul oscuro y ojos con iris doble), sacó el tema. Se encontraban en la galería adornada con los frescos que evocaban la ciudad que una vez Pai llamara hogar: las calles pintadas de Londres, retratadas con el aspecto que habían tenido en la época del nacimiento de Pai, repletas de buhoneros, mimos y petimetres.

Al ver el modo en que Pai contemplaba las pinturas, Lu'chur'chem dijo:

—Nunca más, ¿verdad?

—¿Nunca más… qué?

—Volveremos a ver un amanecer en la calle.

—¿No?

—No —dijo Lu'chur'chem—. No vamos a salir de aquí con vida y los dos lo sabemos.

—No me importa lo más mínimo —replicó Pai—. He visto muchas cosas. He sentido muchas más. No me arrepiento de nada.

—¿Has tenido una vida larga?

—Así es.

—¿Y qué hay de tu maestro? ¿También disfrutó de una larga vida?

—Sí, también él —respondió Pai, que volvió a mirar los cuadros de las paredes.

A pesar de que las escenas eran relativamente sencillas, despertaron la memoria del místico y evocaron el bullicio de las calles por las que él y su maestro habían caminado bajo los brillantes y esperanzados días anteriores a la Reconciliación. Allí se encontraban las entonces modernas calles de Mayfair, con sus elegantes tiendas y sus desfiles de mujeres aún más elegantes, donde se podía comprar agua de lavanda, sedas de Mantua y muselina nívea. Allí podía verse la algarabía de la calle Oxford, donde decenas de vendedores pregonaban sus productos: proveedores de zapatillas, aves de caza, cerezas y pan de jengibre, todos competían por obtener un trocito de pavimento y un poco de espacio en el que poder gritar. También se veía una feria, posiblemente la de San Bartolomé, donde se podía hallar más pecado a la luz del día del que jamás existiera en Babilonia de noche.

—¿Quién lo pintaría? —se preguntó Pai en voz alta mientras caminaban.

—Por lo que se puede apreciar, varios artistas —contestó Lu'chur'chem —. Se puede ver dónde acaba un estilo y comienza otro.

—Pero alguien dirigiría a estos pintores, les daría los detalles, los colores. A menos que el Autarca se limitara a secuestrar artistas del Quinto Dominio.

—Muy posible —replicó Lu'chur'chem—. Ha secuestrado a arquitectos. Ha esclavizado a tribus enteras para erigir este lugar.

—¿Y nadie se ha atrevido a desafiarlo?

—La gente ha intentado consolidar revoluciones una y otra vez, pero las ha aplastado todas. Ha quemado las universidades, ha colgado a los teólogos y a los radicales por igual. Dispone de un collar de fuerza. Además, tiene en su poder el Eje, lo que la mayoría de la gente ve como muestra de aprobación del Invisible. Si Hapexamendios no quisiera que el Autarca gobernara Yzordderrex, ¿por qué le habría permitido que trasladara el Eje hasta aquí? Eso dicen. Y yo no…

Lu'chur'chem se detuvo de repente al darse cuenta de que Pai ya lo había hecho.

—¿Qué sucede? —preguntó.

El místico contemplaba la pintura que acababa de aparecer frente a ellos. Su respiración se había acelerado por la impresión.

—¿Pasa algo? —inquirió Lu'chur'chem.

Pai tardó unos instantes en encontrar las palabras adecuadas.

—Creo que no deberíamos seguir adelante —dijo.

—¿Por qué no?

—Al menos, no juntos. El veredicto me corresponde a mí, por lo que debería terminar este asunto yo solo.

—¿Qué te ocurre? Si he llegado hasta aquí, quiero tener esa satisfacción.

—¿Qué es más importante? —le preguntó el místico al tiempo que apartaba la vista de la pintura que lo tenía tan atrapado—. ¿Tu satisfacción o llevar a cabo lo que hemos venido a hacer?

—Ya conoces mi respuesta.

—Entonces te pido que confíes en mí. Tengo que hacerlo solo. Espérame aquí si así lo deseas.

Lu'chur'chem emitió un gruñido ronco y gutural, parecido al de Culus, solo que más grosero.

—Vine aquí para matar al Autarca —dijo.

—No. Viniste aquí para ayudarme y ya lo has hecho. En mis manos queda el encargarme de él, no en las tuyas. Ese es el veredicto.

—De repente se trata del veredicto. ¡El veredicto! ¡A la mierda el veredicto! Quiero ver al Autarca muerto. Quiero ver su cara.

—Te traeré sus ojos —replicó Pai—. Es todo lo que puedo hacer. Y hablo en serio, Lu'chur'chem. Tenemos que separarnos en este punto.

Lu'chur'chem escupió al suelo, entre los dos.

—No te fías de mí, ¿verdad? —le preguntó.

—Si prefieres creer eso…

—¡Patrañas de místico! —explotó—. Si sales con vida de esto te mataré. ¡Juro que te mataré!

No discutieron más. Se limitó a escupir de nuevo y a darse la vuelta para caminar de regreso por la galería, dejando que el místico devolviera su mirada a la pintura que había acelerado su pulso y su respiración.

Aunque resultaba extraño ver una imagen de la calle Oxford y la feria de San Bartolomé en aquel escenario, tan lejano en el tiempo y en Dominios de la escena que la inspirara, Pai podría haber acallado la sospecha, que crecía en su estómago mientras Lu'chur'chem hablaba de revolución, de que se trataba de una coincidencia si aquel último fresco no se hubiera diferenciado tanto de aquellos que lo habían precedido. Los demás trataban espectáculos públicos, pintados en incontables ocasiones en estampas y grabados satíricos. Aquel último no. Los primeros reproducían calles y lugares conocidos, famosos en todo el mundo. Aquel reflejaba un lugar anodino en Clerkenwell, casi un lugar alejado que Pai dudaba mucho que hubiera motivado lo bastante a ningún artista del Quinto como para levantar su lápiz o su pincel con el fin de pintarlo. Sin embargo, allí se encontraba, representada con todo lujo de detalles: la calle Gamut, cada ladrillo y cada hoja. Y, en un lugar destacado en el centro del cuadro, se encontraba el número 28, la casa del maestro Sartori.

Había sido recreada con afecto. Los pájaros se arrullaban en el tejado y los perros peleaban en sus escalones. Y, entre los luchadores y los pretendientes, se alzaba la propia casa, bendecida por la ligera luz del sol que se le denegaba a las demás casas de la acera. La puerta delantera estaba cerrada, pero las ventanas de la planta superior estaban abiertas de par en par, el artista había pintado a alguien que se asomaba por una de ellas, con el rostro demasiado ensombrecido como para reconocerlo. El objeto de su estudio, sin embargo, no entrañaba misterio: la muchacha de la ventana de enfrente, que se sentaba delante de su tocador con un perro en el regazo mientras sus dedos jugueteaban con el lazo que, sin duda, desataría su corsé. En la calle que se interponía entre aquella belleza y su atento mirón había una docena de detalles que solo podrían provenir de un conocimiento de primera mano. Por la calle, bajo la ventana de la chica, pasaba una procesión de niños huérfanos bajo el cuidado de la parroquia, vestidos de blanco y con varas. Marchaban detrás de su carcelero, un bestia llamado Willis al que Sartori le había dado una paliza hasta dejarlo inconsciente en aquel mismo lugar, por la crueldad con la que trataba a aquellos que estaban a su cargo. Por la esquina más alejada aparecía el carruaje de Roxborough, tirado por su bayo favorito, Bellamare, llamado así en honor del conde de Saint-Germain, que había timado a la mitad de las mujeres de Venecia con ese pseudónimo unos años atrás. Un dragón era sacado del número 32 por la señora de la casa, que solía entretener a los oficiales del regimiento del príncipe de Gales (solo al Décimo regimiento, a ningún otro) cuando su esposo no se encontraba allí. La viuda de enfrente lo observaba con obvia envidia desde su puerta.

Aquellos dramas, además de muchos otros, se desarrollaban en la pintura, y no quedaba uno del que Pai no hubiera sido testigo en incontables ocasiones. ¿Pero quién sería el espectador inadvertido que había guiado a los pintores en su trabajo para que el carruaje, la chica, el soldado, la viuda, los perros, los pájaros y los mirones, para que todos ellos quedaran reflejados con tanta exactitud?

Sin solución alguna para el rompecabezas, el místico apartó la mirada del cuadro y la desvió hacia el inmenso corredor. Lu'chur'chem había desaparecido, sin dejar de escupir. El místico estaba solo, y las rutas que se abrían delante de él y a su espalda se hallaban igual de desiertas. Iba a echar de menos la compañía de Lu'chur'chem, y lamentaba de verdad no haber dispuesto de la sabiduría necesaria para hacerle comprender que debía ir él solo sin ofenderle en el proceso. No obstante, la pintura de la pared era prueba de los secretos que allí yacían y que todavía no había sido capaz de descifrar; cuando llegara el momento de hacerlo no quería tener testigos, ya que estos se convertían con facilidad en acusadores, y Pai ya cargaba con el peso de demasiados reproches. Si las tiranías de Yzordderrex estaban relacionadas de alguna forma con la casa de la calle Gamut, y si Pai, por añadidura, había sido un colaborador inconsciente de dichas tiranías, era importante averiguar cuál era esa carga sin que nadie lo acompañara.

Tan preparado como era posible para tales revelaciones, el místico abandonó su puesto delante del fresco sin dejar de recordarse, mientras avanzaba, la promesa que le había hecho a Lu'chur'chem: si sobrevivía a aquella empresa tendría que regresar con los ojos del Autarca. Ojos que, en aquel momento, sabía con toda certeza que se habían posado sobre la calle Gamut; unos ojos que la habían observado con la misma obsesión con la que el mirón retratado había estudiado a la dama de su amor, sentado en la calle, esclavizado por su reflejo.

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