Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (79 page)

Read Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Que tenemos que lograr que las murallas que nos rodean ardan hasta las cenizas, pero que se necesita una llama muy grande para hacerlo.

—Una obsesión, en otras palabras.

—Ese es un tipo de llama, sí.

—¿Pero por qué íbamos a querer quemar esas murallas, para empezar? ¿No sirven para protegernos?

—Porque si no lo hacemos moriremos dentro, besando nuestros propios reflejos —afirmó Nikaetomaas; una respuesta demasiado profunda para ser improvisada.

—¿Otra frase de Atanasio? —preguntó Cortés.

—No —respondió Nikaetomaas—. De una tía mía. Estuvo encerrada en el Bastión durante años, pero aquí… —la mujer señaló su sien— es libre.

—¿Y qué pasa con el Autarca? —quiso saber Cortés al tiempo que giraba la cabeza hacia la fortaleza.

—¿Qué pasa con él?

—¿Está allí arriba besando su reflejo?

—¿Quién sabe? Puede que muriera hace años y que el lugar se gobierne solo.

—¿De verdad lo crees?

Nikaetomaas meneó la cabeza.

—No. Está vivo, tras sus murallas.

—¿Y por qué no sale?

—¿Quién sabe? Sea lo que sea a lo que le tiene miedo, no creo que respire el mismo aire que nosotros.

Antes de que abandonaran la calle principal llena de escombros del kesparate Hittahitte, que se extendía entre las puertas del kesparate Eurhemetec y las amplias calzadas romanas del distrito burocrático de Yzordderrex, Nikaetomaas escarbó entre las ruinas de una buhardilla en busca de algún tipo de disfraz. Encontró un montón de ropas sucias que insistió en que Cortés se pusiera y después dio con algunas igual de asquerosas para ella. Debían ocultar sus rostros y sus cuerpos, le explicó, para poder mezclarse sin problemas con los miserables que se encontrarían reunidos a las puertas. A continuación empezaron a avanzar, y el ascenso los llevó hacia unas calles flanqueadas por edificios de arquitectura y altura clásicas, que todavía no habían sido tocados por las antorchas que pasaban de mano en mano, de tejado en tejado, en los kesparates de más abajo. No permanecerían prístinos durante mucho tiempo, predijo Nikaetomaas. Cuando el fuego de los rebeldes alcanzara aquellos edificios (las Cortes de Tributación y los Departamentos de Justicia), no dejaría un pilar sano. Pero, por el momento, los viajeros se movían entre los monolitos tan silenciosos como mausoleos.

Al otro lado, la razón de que vistieran esa ropa apestosa y harapienta se hizo evidente. Nikaetomaas no les había conducido a una de las puertas grandes, sino a una puerta secundaria alrededor de la cual se había reunido un grupo de personas vestidas con ropas idénticas a las que ellos habían conseguido. Algunos llevaban velas, y su caprichosa luz le permitió distinguir a Cortés que ni uno de los cuerpos allí reunidos estaba entero.

—¿Están esperando para entrar? —le preguntó a su guía.

—No. Esta es la puerta de San Sumidero y San Neto. ¿No has oído hablar de ellos en el Quinto? Creía que fue allí donde se convirtieron en mártires.

—Es muy posible.

—Están por todos lados en Yzordderrex. En las rimas infantiles, en los espectáculos de marionetas…

—Entonces, ¿qué pasa aquí? ¿Es que los santos se aparecen?

—Más o menos.

—¿Y qué es lo que espera esta gente? —preguntó Cortés, y echó un vistazo a la patética asamblea—. ¿Curarse?

Desde luego, necesitaban muchísimo milagros de ese tipo. Tullidos y enfermos, supurantes y quebrados, algunos de ellos parecían tan débiles que no llegarían a la mañana siguiente.

—No —replicó Nikaetomaas—. Vienen aquí en busca de sustento. Solo espero que los santos no estén demasiado ocupados con la revolución para aparecerse.

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando el sonido de un motor que cobraba vida al otro lado de las puertas levantó un revuelo entre la multitud. Las muletas se convirtieron en armas, voló la saliva de los enfermos y los inválidos lucharon por conseguir un lugar cerca de la gratificación que sabían inminente. Nikaetomaas empujó a Cortés hacia la reyerta, donde se vio obligado a luchar, a pesar de que se sentía avergonzado de hacerlo, para que no le arrancaran las extremidades aquellos que tenían menos que él. Con la cabeza gacha y sin dejar de sacudir los brazos, se abrió camino a la fuerza hacia las puertas que comenzaban a abrirse.

Lo que apareció al otro lado arrancó jadeos de devoción a todos los asistentes y uno de incredulidad a Cortés. Rodando hacia delante para llenar la amplitud de las puertas había una representación barata de cuatro metros y medio: una escultura que representaba a San Sumidero y a San Neto hombro con hombro, con los brazos extendidos hacia la multitud anhelante, mientras que sus ojos se movían hacia abajo en sus esculpidas cuencas (como los de los muñecos de las carrozas del Carnaval) para contemplar a su grupo de adoradores como si los temieran, antes de volver a alzarlos hacia los cielos un segundo después. Pero fue su apariencia lo que dejó atónito a Cortés. Estaban vestidos con sus dádivas: cubiertos de comida de la garganta a los pies. Una túnica de comida recién salida del horno cubría sus torsos; las salchichas colgaban en humeantes lazos alrededor de sus cuellos y muñecas; de su entrepierna colgaban sacos llenos de pan, mientras que los mantos de sus faldas estaban hechos a base de fruta y pescado. De inmediato la multitud avanzó para desnudarlos, implacables en su hambre, golpeándose los unos a los otros mientras escalaban en busca de su parte.

Los santos no estaban indefensos, sin embargo; había penalizaciones por la glotonería. Garfios y lanzas, diseñados expresamente para hacer daño, estaban colocados entre los abundantes pliegues de las capas y las túnicas. A los fieles no parecía importarles, de modo que seguían escalando las estatuas, desdeñando la fruta y el pescado para alcanzar los filetes y las salchichas de más arriba. Algunos cayeron y se convirtieron en masas sangrientas; otros, apoyándose en las víctimas, alcanzaron su objetivo con gritos de felicidad y cargaron los bolsos que llevaban a la espalda. Aun entonces, en medio del triunfo, no se encontraban a salvo. Aquellos que estaban detrás los arrancaban de sus puestos, o tiraban de las bolsas de sus espaldas y los arrojaban hacia sus cómplices en la multitud, donde, a su vez, los atacaban y robaban.

Nikaetomaas se agarró al cinturón de Cortés para que no pudieran separarlos en aquella confusión y, después de muchas maniobras, lograron alcanzar la base de las estatuas. La máquina había sido diseñada para bloquear las puertas, pero Nikaetomaas se puso en cuclillas frente a la peana y, ocultando lo que hacía a los guardias que vigilaban por encima de las puertas, arrancó la cubierta que albergaba las ruedas del vehículo. Eran de metal fundido, pero parecían de cartón bajo sus manos, así que los remaches salieron volando. Al instante se agachó para introducirse en el hueco que había creado. Cortés la siguió. Una vez bajo los santos, el griterío de la multitud se hizo más lejano y los porrazos de los cuerpos se entremezclaron con la gresca general. Estaban casi a oscuras, pero se arrastraron hacia delante sobre el vientre mientras el motor, enorme y caliente, goteaba alguna clase de líquido sobre ellos. Cuando llegaron al otro lado y Nikaetomaas comenzó a retirar la cubierta de ese extremo, el volumen de los gritos volvió a aumentar. Cortés miró a su alrededor. Otros habían descubierto la obra de Nikaetomaas y, creyendo quizá que había nuevos tesoros sin descubrir bajo los ídolos, los estaban siguiendo: no dos ni tres, sino muchos. Cortés empezó a echarle una mano a la mujer mientras el espacio se llenaba de cuerpos y nuevos altercados estallaban entre los perseguidores que luchaban por abrirse paso. Toda la estructura, tan grande como era, comenzó a temblar debido a la combinación de los luchadores de abajo y los conspiradores de la cima. Con la violencia de las sacudidas que se incrementaba por momentos, Cortés pudo vislumbrar su vía de escape. Había un patio de tamaño considerable al otro lado de los santos, marcado por los raíles de la máquina y lleno de comida descartada.

La inestabilidad de la maquinaria no había pasado desapercibida, y dos de los guardias ya estaban abandonando su almuerzo de filetes de primera y dando la alarma con gritos de pánico. Su retirada permitió que Nikaetomaas gateara hasta liberarse sin que nadie se diera cuenta, y que después se girara para tirar de Cortés. Estaba a punto de estallar el caos absoluto, y se escucharon disparos al otro lado mientras los guardias de arriba trataban de disuadir a la multitud para que no se arrastrara bajo la estructura. Cortés sintió manos que se aferraban a sus piernas, pero se las quitó de encima a patadas al tiempo que Nikaetomaas tiraba de él y lo sacaba al aire libre; justo en ese instante se produjeron varios crujidos, como súbitos truenos, que anunciaron que los santos estaban cansados de tambalearse y listos para caer. Con la espalda inclinada, Cortés y Nikaetomaas cruzaron el terreno lleno de desperdicios y cascaras hacia la seguridad de las sombras mientras, con un escandaloso estruendo, los santos caían patas arriba como los borrachos de los tebeos, con una masa de individuos aún adheridos a sus brazos, capas y mantos. La estructura se hizo pedazos al chocar contra el suelo, esparciendo trozos de piedra, comida y carne destrozada en todas direcciones.

Los guardias descendían desde la muralla en aquel momento para detener a balazos el progreso de la multitud. Cortés y Nikaetomaas no se detuvieron a mirar aquel nuevo horror, sino que se dieron la vuelta y se alejaron de las puertas con las súplicas y los aullidos de los que habían quedado atrapados por las estatuas siguiéndolos hacia la oscuridad.

2

—¿Qué es ese estrépito, Rosengarten?

—Se trata de un pequeño incidente en la Puerta de los Santos, señor.

—¿Estamos bajo asedio?

—No; no ha sido más que un desafortunado accidente.

—¿Víctimas?

—Ninguna significativa. Están sellando la puerta en estos instantes.

—¿Y Quaisoir? ¿Cómo está?

—No he hablado con Seidux desde esta tarde.

—Entonces ve ahora.

—Por supuesto.

Rosengarten se retiró y el Autarca volvió a prestar atención al hombre inmóvil de la silla de al lado.

—Estas noches yzordderrexianas… —le dijo al tipo— son muy largas. ¿Sabes?, en el Quinto duran la mitad, y solía quejarme de que se acababan demasiado pronto. Pero ahora… —suspiró—, ahora me pregunto si no sería mejor que volviera allí y fundara una Nueva Yzordderrex. ¿Qué te parece?

El hombre de la silla no contestó. Sus gritos habían cesado hacía mucho tiempo, aunque las reverberaciones, más apreciadas y más seductoras que el propio sonido, continuaban sacudiendo el aire incluso a nivel del lecho de aquella habitación, donde a veces se formaban nubes que dejaban caer una lluvia delicada y purificante.

El Autarca colocó su silla más cerca del hombre. Un saco de fluido viviente del tamaño de su cabeza estaba incrustado en el pecho de la víctima; sus miembros, finos como cabellos, se clavaban en el cuerpo del hombre y se adherían al corazón, a los pulmones, al hígado y a las vísceras. Él mismo había invocado a ese ser desde el In Ovo; no era más que el despojo de lo que una vez había sido una bestia fabulosa, la Renunciante. La había elegido como un cirujano elegiría un instrumento de una bandeja para llevar a cabo una tarea muy delicada y muy particular. Fuera cual fuese la naturaleza de esas bestias invocadas, no las temía. Varias décadas de rituales semejantes lo habían familiarizado con las especies que rondaban el In Ovo, y a pesar de que ciertamente había algunas que jamás se atrevería a traer al mundo de los vivos, la mayoría tenía suficientes instintos de supervivencia como para conocer la voz de su amo, y lo obedecían dentro de los confines de su entendimiento. A esta criatura la había llamado Abelove, por un abogado al que había conocido durante un breve periodo en el Quinto y que era tan sanguijuela como ese trozo de malicia, y casi igual de apestoso.

—¿Qué se siente? —preguntó el Autarca, que se esforzaba por escuchar cualquier murmullo de respuesta—. El dolor ya ha pasado, ¿verdad? ¿No te dije que pasaría?

El hombre abrió los ojos y se lamió los labios, que esbozaron algo muy parecido a una sonrisa.

»Sientes la unión con Abelove, ¿no es cierto? Se ha abierto camino hasta cada pequeño rincón. Habla, por favor, o te lo quitaré. Sangrarás por cada punción que te ha hecho, pero el dolor no será nada comparado con la pérdida que sentirás.

—No… —dijo el hombre.

—Entonces, háblame —replicó el Autarca, cargado de razones—. ¿Sabes lo difícil que es encontrar una sanguijuela como esta? Casi se han extinguido. Pero te di esta a ti, ¿verdad? Y lo único que te pido es que me digas lo que sientes.

—Es… agradable.

—¿Está hablando Abelove o tú?

—Somos lo mismo —fue la respuesta.

—Es como el sexo, ¿no es cierto?

—No.

—¿Como el amor, entonces?

—No. Como si no hubiera nacido.

—¿Como si estuvieras en el útero?

—En el útero.

—Dios, cómo te envidio. Yo no recuerdo eso. Nunca floté dentro de una madre.

El Autarca se levantó de la silla y se cubrió la boca con la mano. Siempre le pasaba aquello cuando los restos de kreauchee se desplazaban por sus venas. Se ponía insoportablemente sensible en esas ocasiones, proclive a las expresiones de dolor y furia a la más mínima señal.

»Estar unido a otra alma —dijo—, de forma indivisible. Consumido y creado al mismo tiempo. Qué deliciosa felicidad.

Se giró hacia su prisionero, cuyos ojos se habían cerrado de nuevo. El Autarca no lo notó.

»Es en ocasiones como esta —dijo— cuando desearía ser un poeta. Desearía tener las palabras para expresar mi anhelo. Creo que si conociera eso algún día, no me importa cuántos años pasen, o si son siglos, incluso, no me importa, si supiera que un día iba a estar unido de forma inseparable a otra alma, podría empezar a ser un buen hombre.

Se sentó junto a su cautivo, cuyos ojos estaban ya completamente cerrados.

»Pero eso no ocurrirá —dijo, y empezaron a llegar las lágrimas—. Somos demasiado nosotros mismos. Tememos dejar de ser lo que somos por miedo a no ser nada, y nos aferramos tanto a eso que perdemos todo lo demás. —La agitación sacudía las lágrimas de sus ojos en aquel momento—. ¿Me estás escuchando? — preguntó. Zarandeó al hombre, que tenía la boca abierta y un reguero de saliva en una de las comisuras—. ¡Escucha! —exclamó con furia—. ¡Te estoy expresando mi dolor!

Other books

The Hybrid by Lauren Shelton
Tagged by Mara Purnhagen
The Border Empire by Ralph Compton
The Forgotten Spy by Nick Barratt
The Wolves of London by Mark Morris
Coveting Love (Jessica Crawford) by Schwimley, Victoria
Mastery by Robert Greene