Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (11 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—Conque esta señorita es la hija de José Camilo. Por suerte, querida, has heredado la belleza de los Montes. Eres el vivo retrato de tu madre.

—Gracias, doctor —farfulló Purita.

—¿Cuántos años tienes?

—Cumpliré quince el próximo 20 de abril.

—Conque quince —masculló Sarmiento.

—Será una gran fiesta —terció Laura—. La presentación en sociedad de mi sobrina no pasará inadvertida. De seguro Faustina y María del Rosario —Laura hablaba de la hija y de la hermana de Sarmiento, que vivían con él en su casa de la calle de Cuyo— ya han recibido la invitación.

—¡Magnífico! —pronunció Sarmiento—. Y llevaré a mis tres nietos mayores, Julito, Emilia y Augusto, que están en edad de divertirse y de departir entre gente decente.

De Elizalde y Laura rieron ante la indiscreción del sanjuanino, que disponía de la lista de invitados de los Lynch sin prudencia. Una conducta que se habría calificado como falta de educación, en Sarmiento se consideraba la divertida extravagancia de un hombre de mundo. Se le perdonaba cualquier cosa, incluso que viviese separado de su mujer, Benita Martínez Pastoriza, y que se pavonease con su amante de años, Aurelia Vélez Sarsfield. Nadie le achacaba nada a Sarmiento simplemente porque era Sarmiento. Pura, no tan conocedora de la incansable trayectoria del ex presidente, lo miró con cara de pocos amigos.

El doctor de Elizalde pagó la cuenta de un almuerzo que no comió, y aunque Laura en un principio rechazó semejante generosidad, finalmente lo dejó salirse con la suya. Los invitó a cenar al día siguiente a la casa de la Santísima Trinidad. Sarmiento se excusó en un compromiso familiar, pero de Elizalde aceptó. Laura sonrió gratamente mientras decidía invitar también a Mario Javier y sentarlo junto a de Elizalde. Hacía tiempo que se había propuesto contar al ex ministro de Relaciones Exteriores (en opinión de algunos, el primero que tuvo la Argentina) entre los columnistas de
La Aurora;
tanto la sensatez y sutileza de sus juicios como la excelencia de su pluma eran reconocidos.

Laura destinó el resto de la tarde a comprar regalos a los hermanos menores de Pura: Justo Máximo, Rafael, Adela y Benjamín, un bebé de meses. Cerca de la seis, Pura dijo que tenía hambre y Laura la invitó a lo de don Godet, una chocolatería sobre la calle de Cangallo. Apenas cruzaron el dintel, Laura se dio cuenta de que Roca, su mujer Clara y sus cuatro hijos ocupaban una mesa cerca del mostrador; una jovencita, seguramente del servicio doméstico, sostenía a Clarita Roca, la menor, de apenas unos meses. Al escuchar la campana de la puerta, tanto Roca como Clara voltearon y la saludaron con una inclinación de cabeza.

Purita hablaba del enorme tazón de chocolate y de las masas con crema que pediría, pero Laura no la escuchaba. La presencia de Clara Funes resultaba demasiado predominante para percibir el entorno. A lo largo de su amorío, jamás se había detenido a pensar en la esposa de Roca. En ese momento, sin embargo, el peso de su mirada y esa inclinación fría y formal la habían aturdido. «Lo sabe, —repetía—, sabe que me acuesto con su esposo». Advirtió un movimiento en la mesa de los Roca y, a pesar de que no levantó la vista, presintió que el general se acercaba. Imploró que pasara de largo y que ni siquiera la mirara.

—Viene el general Roca —anunció Pura entre dientes, y las esperanzas de Laura se precipitaron; una sensación de pánico le aceleró la respiración.

—Buenas tardes, señora Riglos —saludó—. Buenas tardes, señorita Lynch.

—Buenas tardes, general —respondió Pura.

—Mi esposa desea saber si serían tan amables de compartir nuestra mesa.

Laura lanzó un vistazo desesperado a Roca, que se lo devolvió con flema. Él parecía tan cómodo; ella, en cambio, no sabía si lograría ponerse de pie.

—Es muy amable —consiguió articular—, pero no nos gustaría interrumpir una reunión familiar que, quizás, sea la última en mucho tiempo.

—No interrumpen nada —aseguró Roca—. Por favor, acompáñenme —dijo, y le extendió la mano a Pura.

Laura agradeció la invitación a Clara, que sostenía en su regazo a María Marcela, de dos años, y se ubicó en la silla que le acercó el general. Elisa, de cuatro, escondió la cara en la falda de la criada y, aunque su padre la conminó a saludar, no volvió a levantarla sino en varios minutos, cuando se aseguró de que nadie le prestaba atención. Julito, el mayor, se puso de pie y extendió la mano a Laura y luego a Pura con arrogancia. Laura pensó: «Levanta las comisuras del mismo modo que su padre».

Siguieron las preguntas y comentarios de rigor en un ambiente incómodo y enrarecido. El general sorbía su chocolate, y Laura tenía la sensación de que era el único que no sufría el bochorno.

—Me comentó mi madre —habló Clara— que su tía Selma murió en octubre pasado. Lo siento mucho.

—Aunque fue una gran pérdida —mintió Laura—, no resultó una sorpresa. El doctor Allende Pinto me advirtió que su corazón no resistiría mucho tiempo.

—¿Era muy mayor?

—Tenía ochenta y dos años.

—Ciertamente no los aparentaba.

—Uno jamás le habría dado la edad que tenía —coincidió Laura—, con su espalda siempre derecha y su silueta tan entallada. Fue una mujer activa y enérgica toda su vida.

—¿Qué hará con la casa? Es una hermosa propiedad.

—Está a la venta.

—Oh —se sorprendió Clara—. Pensé que deseaba conservarla.

—No. Sin mi padre y tía Selma, no creo que regrese a Córdoba.

—Ah, yo siempre regreso a Córdoba. Echo de menos a mis hermanas y a mi madre. Somos muy compañeras. Y aquí... En fin, aquí no tengo a nadie. Los amigos y conocidos de Julio, pero ellos no son mis amigos.

«Por cortesía, —pensó Laura—, debería ofrecerle mi amistad y la de mis amigas». Pero no pudo. Prefirió dirigirle la palabra a Roca antes que actuar con hipocresía.

—Todos se preguntan cuándo emprenderá su campaña, general.

—Parto pasado mañana —contestó Roca—. Por eso esta pequeña despedida con mi familia.

Julito dejó su silla, se acercó al oído de Clara y le susurró:

—¡Julio! —se encolerizó el general—. Es una gran falta de respeto secretearse frente a otras personas.

—No seas tan duro con el niño —terció la madre—. Sólo se acercó para decirme que la señora Riglos es muy bonita.

Laura se mordió el labio para sofrenar la risa, no por la ocurrencia de Julito Roca sino por el evidente embarazo del padre, a quien se le habían enrojecido los cachetes. Nunca lo había visto tan descolocado.

—Gracias, Julio —habló Laura—. Eres todo un caballero.

—¿Por qué no se pinta el cabello del color de la señora Riglos, mamá? —pidió el niño.

—¡A mí no me gusta! —prorrumpió Elisa, y sobresaltó a Clarita, que se puso a llorar.

—Julio —explicó la madre—, la señora Riglos no se pinta el cabello. Naturalmente es de ese color.

—¡A mí no me gusta! —insistió Elisa, y volvió a esconder la cara en el regazo de la criada.

—¡Suficiente! —se mosqueó Roca—. Ya es hora de partir, Clara. Todavía tengo cosas que hacer en el despacho.

—Sí, sí, por supuesto

Se despidieron a tropezones, mientras Clara y la muchacha de servicio recogían sacos, mantillas y sonajeros, y abrigaban a los niños. Roca y Laura se miraron fugazmente, y Laura no encontró en los ojos del general el reflejo de la culpa que a ella la atormentaba. Guiada por prejuicios y resentimientos, había considerado a Clara Funes melindrosa y pacata; ahora debía aceptar que se trataba de una mujer dulce y maternal, sin aires ni vanidad, más bien vulnerable y delicada. Esa vulnerabilidad y delicadeza la hicieron sentir peor.

CAPÍTULO VII.

Noticias del viejo continente

Al día siguiente, no sólo el doctor Rufino de Elizalde cenó con los Montes; también los acompañaron el doctor Nazario Pereda, Mario Javier, el matrimonio Lynch, doña Luisa del Solar, los padres de Eugenia Victoria —Celina y Lautaro Montes—, y tía Carolita, quien trajo carta de Armand Beaumont, su hijastro, que leyó en voz alta luego del postre. Armand, junto a su esposa Saulina, sus cuñados y unos amigos, visitaría Buenos Aires en pocos días. La carta, fechada en París a finales de febrero, había llegado sólo tres días atrás, y tía Carolita, entusiasmada como hacía tiempo no se la veía, hablaba incansablemente de los preparativos para albergar a partida tan numerosa.

Los hombres se agruparon en un extremo de la sala a fumar sus puros y beber ajenjo, y las mujeres eligieron acomodarse en torno a la vieja
bergére
de la abuela Pilarita, muy ocupadas sus manos en las labores y sus lenguas en el cotilleo. Laura, que no tenía talento para la aguja, bebía café y admiraba la destreza de su prima Eugenia Victoria, que bordaba una mantilla para Benjamín.

—Carolina, sabes que puedes disponer de esta casa como si fuera tuya para recibir a tu hijastro y a su gente —habló Ignacia, y de inmediato pidió el consentimiento de Laura, que ratificó sus palabras con una sonrisa.

—Gracias, Ignacia, siempre sé que cuento contigo. Pero sabes qué grande es esa casa que me compró Jean-Emile. Me va a alegrar verla llena de gente y bullicio.

—Si llegan antes del veinte —intervino Celina Montes—, deberemos incluirlos en la lista de invitados, Eugenia Victoria. ¿Cuándo dijo que llegan, Carolina?

Tía Carolita confirmó que, según lo programado, el
Bretagne
atracaría en el puerto de Buenos Aires el dieciséis de abril.

—¿Ya ves? Deberemos incluirlos.

—Ningún problema —replicó Eugenia Victoria y, aunque simuló un aire sereno, se preocupó; la lista parecía no tener fin, los gastos tampoco.

—Y no te olvides de agregar a los tres nietos mayores de Sarmiento —bromeó Laura—, que cuando le mencioné que de seguro la invitación para él, su hija y su hermana ya había llegado a su casa, declaró, sin ambages, que también llevaría a Julito, Emilia y Augusto.

—Lo sé; Purita me lo dijo —respondió Eugenia Victoria, esta vez sin esconder el mal humor—. Hablando de ayer —dijo en tono confidencial, y se movió hacia el costado, Laura se inclinó sobre su hombro—. ¡Debería matarte, prima! No me animo a calcular cuánto gastaste en regalos para Pura y los demás. ¡Pero en especial para Pura! Esta mañana, Mazzim envió la gargantilla y los pendientes, y hasta mi madre admitió que era la joya más hermosa que había visto, a pesar de que está muy disgustada contigo por el último capítulo de
La verdad de Jimena Palmer.
Te conmino a no decirme qué fortuna te costó. Creo que si llegara a conocer la cifra, me daría un vahído.

—Acompáñame a mi recámara —pidió Laura—. Quiero mostrarte el sombrero que compré ayer en
Le Bon Marché.
Tu hija opina que es atrevido.

Encontraron a María Pancha en el dormitorio, atareada en guardar costosos vestidos de verano en un arcón. Colocaba bolsitas de tul con ramas de vainillas y semillas de espliego para preservarlos del olor a encierro y humedad.

—Si hubieses ido ayer de compras con mi prima y Purita —manifestó Eugenia Victoria—, tu sensatez habría prevalecido y no habrías admitido semejante despilfarro.

María Pancha se limitó a sonreír, a sabiendas de que jamás privaría a Laura de lo que más le gustaba: consentir a sus sobrinos.

—En realidad —habló Laura, mientras indicaba una silla a Eugenia Victoria—, no quería mostrarte ningún sombrero. Sólo deseaba que supieras de mi boca antes que de la de Climaco Lezica que ayer cancelé la deuda que mantenían con él.

Instintivamente, Eugenia Victoria se puso de pie Laura permaneció sentada.

—¿Toda la deuda? —Laura asintió—. Tanto dinero.

—Sé que están en aprietos económicos y que la fiesta de Pura es costosísima. Como su madrina, quiero ayudarlos.

—¿Cómo haré para decirle a José Camilo? Se pondrá furioso cuando se entere. Él no quiere que los demás sepan. Es muy orgulloso, su familia también, ellos han tenido tanto y ahora...

Eugenia Victoria siguió discurriendo hasta que Laura se puso de pie y la tomó de la mano.

—Yo no soy «los demás», yo soy tu mejor amiga, tú eres como una hermana para mí, la más querida de mis primas. Quiero ayudarlos —insistió.

Eugenia Victoria se cubrió el rostro y se puso a llorar. María Pancha salió de la recámara y volvió al rato con un té de tilo. Eugenia Victoria, más calmada, se secaba las lágrimas y se sonaba la nariz.

—Bebe esto —la instó la criada—, te hará bien.

—Ustedes no saben lo que es convivir con un jugador empedernido como mi suegro. Don Justo Máximo lo ha sido toda la vida, pero en los últimos años sus impulsos de jugador se han vuelto tan arrojados que tememos que una noche de éstas coloque sobre la mesa de póquer la escritura de la casa, lo único que queda sin hipotecar. Pasa el día en el hipódromo y las noches en el Club del Progreso jugando a cuanto juego de cartas existe. José Camilo hace malabares para honrar sus deudas, pero la fortuna que alguna vez parecía inagotable, hoy ya no existe. ¡Son tantos los gastos de una casa con cinco hijos! A veces temo que llegará el día en que no tendré dinero para comprar los alimentos.

—¡Jamás! —protestó Laura—. Mientras yo cuente con los medios, tu familia jamás pasará hambre ni necesidad alguna.

Los ojos enrojecidos de Eugenia Victoria volvieron a anegarse. Se abrazó al cuello de su prima y lloró desconsoladamente. Laura le susurró palabras de aliento y le acarició la espalda hasta que percibió que Eugenia Victoria se tranquilizaba.

—Me siento tan bien ahora que te lo he confesado.

—Deberías habérmelo dicho antes —la reconvino Laura.

—Sabes lo orgulloso que es José Camilo. Reaccionará mal cuando se entere de que has pagado la deuda a Climaco.

—Bien poco me importa la reacción de José Camilo. Somos buenos amigos y nos queremos mucho. Nuestro cariño resistirá la tormenta que desatará en mi contra. También tendrá que guardarse el orgullo en el bolsillo cuando le pague a madame DuMourier el vestido de Pura. Mañana mismo irás a cancelar esa deuda, María Pancha.

Al regresar a la sala, nadie notó la nariz enrojecida de Eugenia Victoria, a excepción de su esposo, que hizo un ceño. Volvieron a ocupar sus sitios y se integraron a la conversación, ahora con los caballeros. El doctor de Elizalde comentaba:

—Hoy estuve con Lucio Victorio y me dijo que su hermana, Eduarda, llegó ayer de Europa.

A la mención de ese nombre, Laura se interesó. Eduarda Mansilla, una mujer a quien no conocía y a quien, sin embargo, admiraba profundamente. Preferida en la corte de Eugenia Montijo, destacada entre los íntimos del presidente Grant, emparentada con un barón francés, Eduarda se asemejaba más a un rimbombante personaje de la aristocracia europea que a la sobrina dilecta del Restaurador. Atraída por su índole de matices contrastantes, Laura había devorado sus libros
Lucía Miranda, El médico de San Luis
y
Pablo, ou la vie dans les Pampas.
La admiraba por su irreverencia y descaro, por pensar distinto y conjurar el valor para expresarlo, por actuar a tono con sus convicciones a pesar de las habladurías. A través de sus novelas, se enrolaba en la defensa de la mujer, a quien juzgaba el sexo fuerte, en abierta oposición a la cultura remante que las tenía por seres sentimentales, tornadizos, poco confiables y desprovistos de la inteligencia masculina, concepción reflejada en las leyes, donde se las igualaba a los menores y a los incapaces, siempre sujetas a la autoridad paterna o a la del esposo. A Laura también la fascinaba otro aspecto de la filosofía de Eduarda: la defensa del indio, común denominador de casi todos sus libros. Al igual que Lucio Victorio, Eduarda los entendía parte de la República, una etnia con desventajas que podían ser salvadas, pero parte del conjunto nacional, de su tradición e historia que de ninguna manera se debía aniquilar o reducir a un grupo marginal. Como lógica reacción, la personalidad y el comportamiento anacrónicos de Eduarda se reputaban de inadmisibles y se la condenaba abiertamente.

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