Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (14 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—Gracias por todo, mamá. Vaya a la cama ahora. Usted también luce cansada.

—Yo estaré con ella hasta que se duerma —aseguró María Pancha.

Magdalena entendió que su hija deseaba quedarse a solas con su criada. A ella la había excluido de su entorno íntimo y, aunque los términos de la relación nunca habían sido más armoniosos, la confianza no existía. Magdalena cerró la puerta y se marchó a su dormitorio.

—No hace falta que te pregunte si nuestras sospechas eran fundadas —expresó María Pancha—. Que el tal Lorenzo Rosas, amigo del señor Armand, es Nahueltruz Guor está claro para mí. Sólo hace falta mirarte un poco no más. ¿Supiste algo del general? —preguntó la criada de inmediato.

—¿Qué general?

—¿Cómo qué general, Laura? No estás tan borracha para no recordar al general Roca.

«Julio Roca, —repitió Laura—, el que fue mi amante». Le pareció que su amorío había ocurrido años atrás. Las facciones del general se desvanecían en su mente, y las circunstancias de su
affaire
ya no le importaban tanto como días atrás.

—No —farfulló Laura—, no sé nada del general.

Bajó la vista y negó con la cabeza cuando María Pancha le acercó otra rodaja de pepino. Tenía un nudo en la garganta y las lágrimas le bañaban las mejillas. María Pancha le levantó el rostro por el mentón y la contempló con ternura.

—Vamos, corazón —se apiadó la mujer—, saca todo lo que te atormenta.

—¡Oh, María Pancha! —exclamó Laura—. ¡Acabo de estar con él!

—Sí, eso ya lo sé.

—Nahueltruz, en casa de tía Carolita —repitió, entre ahogos—. Fue horrible. Ni siquiera el hecho de saber que estaría allí me salvó del tormento que viví. Deseé tanto que estuvieras a mi lado. Creí que moriría cuando lo vi. Era él, mi Nahuel, mi adorado Nahuel. Tan frío y distante. ¡Tan cambiado! ¡Oh, María Pancha! Deberías haber visto la forma en que me saludó, como a una completa extraña. No se inmutó cuando me apretó la mano y me dijo: «Señora Riglos, encantado». Yo, en cambio, creí que me desvanecería. ¡Te necesité tanto!

—Cuéntame cómo fueron las cosas.

Laura le relató desde el momento en que puso pie en casa de tía Carolita hasta que terminó en la otomana, descompuesta. Se detuvo en pormenores como la mención de Geneviéve Ney, ese dechado de virtudes parisino, el comportamiento provocador de Esmeralda Balbastro, los galanteos de Ventura Monterosa que no provocaban ni frío ni calor a Guor y el desafortunado comentario de Purita acerca de su parecido con Laura de Noves.

—¿Estaba Blasco?

—No lo reconocerías. Es todo un hombre ahora. Muy elegante y educado. Habla francés a la perfección. Su acento es impecable. Tía Celina lo remarcó, y ya sabes que ella es una severa jueza en la materia.

La embargó un sopor incontrolable. Los párpados le velaban los ojos a pesar de que se esforzaba por mantenerlos abiertos; quería contarle todo a María Pancha.

—Duerme ahora —la instó la criada—. Mañana seguiremos hablando y verás que las cosas no son tan malas como parecen.

Camino a su dormitorio, María Pancha reflexionó que Agustín debía de conocer los detalles de la asombrosa reaparición de Guor. Nada la convencería de que su viaje desde Río Cuarto no se relacionaba con la llegada de ese indio a Buenos Aires.

En la sala de Carolina Beaumont, Eduarda Mansilla aceptó tocar el piano. Nahueltruz Guor, ubicado cerca del matrimonio Lynch, aguzó los oídos al caer en la cuenta de que susurraban acerca de Laura.

—¿Qué le habrá pasado a mi prima? —se preocupó Eugenia Victoria—. Lucía muy mal esta noche.

—Nunca es de hablar mucho —aceptó José Camilo—, pero hoy la noté especialmente melancólica.

—No melancólica, más bien atribulada, nerviosa, los colores le subían al rostro con facilidad. Parecía incómoda, algo extraño porque ella siempre se encuentra a gusto y contenta en casa de tía Carolita. Ya sabes que pasa la mitad del tiempo con ella.

—Bebió mucho —acotó José Camilo.

—Sí, bebió demasiado cuando ella siempre es tan moderada.

Las manos expertas de Eduarda Mansilla llevaron la sonata de Bach a un paroxismo de compases agudos y arpegios rápidos que ahogaron la conversación de los Lynch, y Nahueltruz se perdió los últimos comentarios. Eduarda ejecutó la coda con destreza admirable, y los hombres se pusieron de pie para aplaudirla.

—Ya ves, Ventura —habló Lucio Victorio—, te dije en París que las mujeres de mi tierra son más hermosas y talentosas que las europeas.

—Especialmente hermosas —acordó el veneciano.

—Ya sabemos en quién estás pensando —bromeó Eduarda.

—No pienso en ninguna en particular. Considero que todas sus sobrinas, señora Beaumont, son extremadamente hermosas —y acarició con la mirada los rostros arrebolados de las Montes.

—Y extremadamente virtuosas —advirtió Carolina.

—Tu preferencia ha sido evidente a lo largo de la noche —insistió Eduarda—. No haré mención de su nombre.

—No nos ofenderemos si es a Laura a quien prefiere, señor Ventura —habló María del Pilar—. Sabemos que es muy hermosa y estamos acostumbradas a su larga fila de pretendientes.

—Mi sobrina Laura —habló Carolina— no es sólo hermosa. Es además una gran escritora.

Se levantó un murmullo entre los invitados. Doña Ignacia, Dolores y Soledad se pusieron incómodas y, aunque trataron de desviar la atención, no lo consiguieron. Eduarda Mansilla se mostraba empecinada. Sin levantar la vista, Celina Montes apretó la mano de su suegra Ignacia en el acto de acompañarla en su vergüenza.

—No se puede decir que mi sobrina sea escritora —objetó Soledad—, cuando sólo publica un folletín de dudosa calidad en un pasquín de mala muerte.

—No creo que
La Aurora
sea un pasquín de mala muerte —obsevó Nazario Pereda—, ni el folletín que escribe la señora Riglos de dudosa calidad —y, en una actitud infrecuente, miró con hostilidad a quien ya consideraba su futura cuñada.

—Yo encuentro a
La verdad de Jimena Palmer
un relato de lo más interesante. agudo o inteligente —comentó Agustina Mansilla, a quien sus hijos le habían arrebatado la capacidad de asombrarse y escandalizarse—. El estilo es además exquisito.

—Muero por leer
La verdad de Jimena Palmer
—se entusiasmó Eduarda.

Celina Montes se dirigió a su nieta Pura y le dijo:

—Deberías escuchar la magnífica pronunciación en francés de este muchacho, Pura —y señaló a Blasco—. Ya te comenté días atrás que la tuya es pésima.

Pura lanzó un vistazo furibundo a su abuela al tiempo que las mejillas se le teñían de rojo. Por su parte, Genara, Eulalia y Dora bajaron la vista para no ser blanco de las mordacidades de la abuela Celina.

—Mi pupilo —intervino Guor— vivió desde los trece años en un colegio jesuita en Fontainebleau, lo que hizo del francés su única lengua. Sólo hablaba castellano conmigo, algo que ocurría con poca frecuencia pues yo lo visitaba una vez por mes. Debió aprender a pronunciarlo
velis nolis
si quería darse a entender. El caso de su nieta, señora Montes, es distinto. Ella no pertenece a un ambiente en donde la lengua sea exclusivamente el francés, por el contrario, la escucha esporádicamente y de personas que no son nativas —señaló con intención—. Estoy seguro de que su pronunciación es excelente si se tienen en cuenta estas circunstancias. Blasco —dijo de inmediato Guor, y habló a continuación en francés—: podrías dar clases a las nietas de
madame
Montes, si sus padres están de acuerdo, por supuesto, y empeñarte en mejorarles la pronunciación. Tú, seguramente, recuerdas las técnicas que te enseñó
frére
Hubert.

—Enchanté
—replicó Blasco, y miró efímeramente a Pura Lynch, que apenas movió la comisura de los labios en lo que pareció una sonrisa.

Más tarde, cuando la mayoría de los invitados se habían despedido, en la sala sólo quedaban los recién llegados de Europa y Lucio Victorio Mansilla, la anfitriona se había excusado en sus años y retirado a dormir. La conversación se llevó a cabo en francés para no marginar a la duquesa Marietta.

—Háblanos de la señora Riglos —pidió Saulina a Lucio Victorio, interesada en echar el dogal al cuello de su hermano, un solterón sin remedio.

—Lo has visto con tus propios ojos, Saulina —expresó Lucio Victorio—. Se trata de una mujer infrecuente a la que miras una vez y quedas de piedra, como si de Medusa se tratase. Su belleza asombra y enamora irremediablemente. Desestabiliza a los hombres, que terminan por convertirse en víctimas de una pasión que ella no incita ni corresponde. Así como la has visto callada y ajena, su nombre generalmente se asocia al escándalo y a la trasgresión. Además de hermosa, es muy rica. No sólo heredó de su padre, el general José Vicente Escalante; su marido también le dejó valiosos bienes al morir. Como imaginarás, se le inventan amoríos que nunca se comprueban. La última hablilla la relaciona con el general Roca.

—¿Quién es el general Roca? —se interesó Armand.

—El ministro de Guerra y Marina —habló Guor—. El que comanda la campaña para exterminar a los indios del sur.

—Parece muy al tanto de los asuntos del país, señor Rosas —se sorprendió Mansilla.

—Es cierto que no vivo aquí, coronel —se defendió Guor—, pero ésta también es mi tierra.

Nahueltruz Guor siempre evitaba mirar a los ojos del coronel Mansilla. Años atrás, en París, lo había rehuido hasta que Armand propició el encuentro. En aquella oportunidad, Nahueltruz había temido que Mansilla lo reconociera, pero tal era la metamorfosis operada en su persona, que, mientras le apretaba la mano, Lucio Victorio ni siquiera daba muestras de encontrar sus facciones familiares, a pesar de que durante su excursión a Leuvucó en el 70 se habían visto en variadas ocasiones, porque, aunque Nahueltruz pasaba más tiempo con su medio hermano, el padre Agustín Escalante, que con el resto de la comitiva, él y Mansilla habían compartido comidas y parlamentos. No obstante, el cabello corto, la frente despejada de vinchas y tientos, las manos libres de boleadoras y lanzas y la levita en lugar del chiripá y el poncho, sumado a la costumbre de Guor de dirigirse en francés, hacían imposible la asociación.

—¿Cómo es que no conocimos a la señora Riglos durante nuestro viaje en el 73, Armand? —continuó Saulina.

—¿No recuerdas? Vivía en Córdoba, con su padre, que estaba muy enfermo.

—En dicha oportunidad conocimos a su esposo —añadió Armand—, doctor Julián Riglos se llamaba. Escribía un libro sobre historia argentina, él y yo conversamos largo y tendido sobre el tema una noche en esta misma sala. ¿No recuerdas, mujer?

—Vagamente —confesó Saulina—. ¿Acaso Laura y el doctor Riglos no vivían juntos?

Por primera vez en la noche, Blasco notó que el semblante de Guor sufría una alteración, y de reposado, casi sarcástico, pasaba a desorientado e intrigado. Poco supo de la vida de Laura después de que se separaron esa tarde en Río Cuarto, pues, así como Agustín había evitado mencionar a Laura la suerte de Guor, también se había cuidado de mencionar a Guor la de ella.

—No quiero pasar por una trotaconventos —aseguró Mansilla—, pero
voix du peuple
asegura que el matrimonio Riglos nunca fue lo que se dice un
verdadero
matrimonio. Ustedes me entienden. Riglos fue de mis mejores amigos. Doy fe de que amó locamente a Laura Escalante desde el día en que puso sus ojos sobre ella. Pero era Laura quien no amaba a Julián. Lo quería y mucho, también doy fe de eso, pero la unía a él una relación de tipo fraterna.

—¿Por qué se casó con Riglos entonces?

—Ah, Ventura, ése es un gran misterio. La cuestión del matrimonio de mi querido amigo Julián y de Laura estuvo envuelto en el escándalo y el secreto. Nunca supimos con exactitud qué sucedió, qué empujó a Laura a aceptar a Julián después de haberlo rechazado tantas veces. Se casaron en Río Cuarto, donde ella cuidaba a su hermano gravemente enfermo. Nunca supimos bien qué pasó —repitió Mansilla, con aire meditabundo.

—De todos modos, eso no importa —resolvió Ventura—. Ya vemos que el doctor Riglos tuvo el buen gusto de morirse y dejarla viuda en plena juventud.

Nahueltruz Guor se desataba el nudo del plastrón cuando Blasco llamó a su puerta. El muchacho entró y, sin decir palabra, tomó asiento. Habituado a los comportamientos erráticos de su protegido, Nahueltruz terminó de desvestirse y se echó encima la bata sin prestarle atención, concentrado en sus propias cavilaciones.

—Mañana por la mañana buscaremos una casa para alquilar, mejor dicho, dos casas, una aquí, en el centro, y otra en las afueras, para llevar los caballos. No me gusta el lugar donde los dejamos.

—¿Nos iremos de casa de
madame
Beaumont? ¿Por qué? Ella es tan gentil.

—Nadie duda de que Carolina Beaumont es poseedora de todas las virtudes cardinales, Blasco, pero no podemos abusar de su hospitalidad.

En realidad, Guor dejaba la casa de Carolina Beaumont con pesar; después de todo, ella también era su tía abuela, la querida tía Carolita de quien su madre, Blanca Montes, tanto le había hablado. Quería conocerla, lograr su confianza y amistad, y quizás algún día confesarle quién era. Pero se iría igualmente. Había tomado la decisión al escuchar la conversación de los Lynch, que aseguraron que Laura pasaba la mitad de su tiempo en esa casa.

—Esta noche fue muy rara para mí-admitió Blasco y, como Guor sabía a qué se refería, no comentó—. ¿Qué sentiste al volver a verla, Nahueltruz?

—No uses ese nombre —se enojó Guor.

—A pesar de saber el daño que te hizo, tuve deseos de abrazarla —admitió el muchacho—. Me miró con ternura, ¿sabes? y me pareció que se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Sí, lágrimas —masculló Guor, y se sentó al escritorio, donde se calzó las gafas y comenzó a escribir una carta a Geneviéve.

—Sigue tan hermosa como antes. No, ¡más hermosa! Ventura la miró con cara de bobo toda la noche.

—Le escribo a Geneviéve —se impacientó Guor—. ¿Le mandas a decir algo?

—Sí, que la extraño y que le mando todo mi cariño.

Guor siguió escribiendo y Blasco se mantuvo reflexivo.

—Fue mi deseo regresar a la Argentina. No quiero que, por mi causa, estés sufriendo, Nahueltruz.

—Dejarás de llamarme por ese nombre así tenga que sobarte el lomo con una guasca. No estoy sufriendo. Yo también tuve deseos de regresar al enterarme de esta campaña de Roca y de las desgracias que padecen los nuestros. Sabía que, muy probablemente, me encontraría con ella. Pero te diré esto sólo una vez y no volverás a abordar el tema Laura Escalante, mejor dicho, la señora Riglos hace tiempo que salió de mi vida. No significa nada para mí.

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