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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (16 page)

Las palabras de Agustín, aunque bien intencionadas, la lastimaron profundamente. Nahueltruz Guor era feliz ahora. Con Geneviéve era feliz, con sus amigos excéntricos, aristocráticos y ricos, con la vida suntuosa e incansable que llevaba en París, también en Firenze. Ella, en cambio, era una desgraciada. A diferencia de Nahueltruz, no había sido capaz de sobreponerse al dolor y recuperar el timón de su vida. Las heridas habían sangrado durante seis años. El dolor y la amargura habían regido su destino convirtiéndola en un ser desesperanzado Había existido un tiempo en el que ella había sido feliz en un maltrecho establo, recostada desnuda sobre el pienso de la caballada, el pelo suelto y mezclado con la alfalfa, cubierta con caronas y mantas ranqueles, el hedor de las bestias impregnado en sus fosas nasales, pero entre los brazos fuertes de su amante, que la habían confortado como nada. Ahora, circundada por el más estupendo boato, ataviada con sedas de China y brocados de Lyon, sus cabellos de oro entrelazados con miríadas de perlas asiáticas, envidiada y admirada, tenía ganas de morirse.

Con el general Roca se había permitido algo del placer y el gozo tan negados y postergados, él había sido una débil esperanza; y, aunque sus encuentros, siempre plagados de sentimientos contradictorios, nunca la satisfacían por completo, quizás en él radicaba el secreto para volver a ser feliz. Lo echó de menos y deseó que estuviera en Buenos Aires y que le enviara la nota para encontrarse en la soledad de la casa de Chavango.

Laura dejó de llorar. Estaba cansada de llorar. Agustín tenía razón, si Nahueltruz había superado aquel mal trago, ella también lo conseguiría. No tocaría el tema del pasado nuevamente. Quería dejarlo atrás, olvidarlo. No seguiría recriminando ni indagando.

—¿Quiénes eran las personas que estaban en la estación contigo? preguntó, mientras se secaba las lágrimas.

—Lucero y Miguelito, sus hijas, sus yernos y sus nietos. Y doña Carmen, pero a ella seguramente la reconociste.

—¿Lucero y Miguelito? ¿Los amigos de tía Blanca? —Agustín asintió—. ¿Qué hacen en Buenos Aires? ¿Por qué han dejado Tierra Adentro?

Agustín le explicó que Tierra Adentro dejaría de existir en pocos días, cuando las columnas del general Roca acabasen con los pueblos ya desmembrados de ranqueles, salineros, tehuelches, vorohueches, pehuenches, mapuches y demás habitantes de la Pampa. Miguelito, temeroso de su familia, había aceptado la propuesta del padrecito Agustín de marchar a la ciudad en busca de trabajo y dejar para siempre Leuvucó.

—Dirás que es una paradoja —añadió Agustín, con gesto risueño— pero parte del dinero que me envió el general Roca semanas atrás lo uso en los pasajes de tren para la familia de Miguelito.

—Hiciste muy bien, pero me pregunto qué será del resto. No podrán enfrentar a Roca y a sus Remington con lanzas y boleadoras. Imagino que el cacique Epumer es consciente de esto.

Epumer, el último de la dinastía de los Zorros, se había convertido en cacique general de las tribus ranculches a la muerte de su hermano Mariano Rosas, en agosto del 77. Aunque los loncos del Consejo admitían que Epumer carecía de la inteligencia y liderazgo de su hermano Mariano, igualmente lo designaron cabeza de las tribus por su valentía y ferocidad en batalla. Se avecinaban tiempos difíciles en los cuales se apreciaría más un luchador aguerrido e implacable que un gran negociador.

—Epumer está preso en Martín García —manifestó Agustín.

—¿Preso?

—El año pasado, casi a finales de año, el coronel Racedo y el capitán Ambrosio cayeron sobre Leuvucó y los tomaron prisioneros. Epumer y su familia fueron llevados a la isla Martín García. Muchas mujeres y niños fueron cautivados y repartidos en haciendas y casas de familia. Miguelito y los suyos se salvaron porque visitaban al cacique Ramón Cabral, al que llaman Platero, el día de la masacre.

Con los años, Agustín había aprendido a reconocer sus propias limitaciones y a sobrellevar sus fracasos con actitud positiva y digna. En los últimos meses, sin embargo, había tenido que recurrir a toda su voluntad y entereza para no dejarse vencer por la amargura que invariablemente lo asaltaba cuando pensaba en la suerte que corrían los pueblos a los que defendía con ahínco, en especial los ranculches, que tanto significaban en su vida. El desenlace se aproximaba, y él, atado de pies y manos, se sentía más inútil e impotente que nunca.

—Que nuestro Señor los ampare —susurró, mientras palmeaba la mano de su hermana.

—Amén —replicó Laura—. Entonces, ¿ése es el verdadero motivo del viaje de Nahuel? —preguntó, avergonzada de mencionarlo nuevamente cuando minutos atrás había prometido dejarlo en paz.

—Sí. —Agustín reflexionó unos instantes antes de agregar—: Lo cierto es que Nahueltruz está deshecho. Varios de sus medios hermanos, hijos de Mariano Rosas, han muerto de viruela o en alguna escaramuza con el ejército. Racedo se ha mal enquistado con los Guor especialmente.

—¡Maldita casta, esos Racedo! —se enfureció Laura.

—Laura, por favor.

—Es cierto, Agustín. Son hombres viles, sin principios ni valores, desprovistos absolutamente de compasión.

—Racedo ha tomado este asunto como algo personal, para vengar la muerte de su tío Hilario. Su odio a veces me asusta, no sé de qué es capaz.

—¿Es que esta pesadilla jamás terminará? —prorrumpió Laura—. Me preocupa Nahuel, Agustín. Él no puede exponerse, es peligroso, alguien podría reconocerlo. ¿Crees que Lucio Victorio lo haya reconocido? Aunque no es de extrañarse que no lo haya hecho ni lo haga, siendo la transformación de Nahuel tan profunda. De todos modos, no debe arriesgarse. Todavía pesa sobre su cabeza un pedido de captura.

—Lo sé, Laura, lo sé. Pero, ¿qué puedo hacer cuando es tan voluntarioso? Me dijo que ha vuelto para ayudar a su gente, que se siente culpable, que los abandonó a su suerte, que los traicionó. En fin, le pesa la conciencia. Insiste en que no es digno de llamarse ranquel.

—Te suplico, Agustín —gimoteó Laura, y aferró ambas manos de su hermano—, convéncelo de que regrese a París, de que no se exponga. ¡Dios mío, moriría de dolor si algo le sucediese! ¡No lo soportaría! ¡No podría resistirlo! |Todo es por mi culpa! ¡A causa mía! ¡No podría resistirlo!

—Laura, por favor, serénate.

—No voy a serenarme hasta que me prometas que intentarás convencerlo de que abandone Buenos Aires. Prefiero saberlo lejos pero a salvo y no cerca de mí pero en peligro ¡Prométemelo!

—Te lo prometo.

María Pancha entró en la habitación con una bandeja y de inmediato notó la agitación de Laura y el rictus amargo en los labios de Agustín. Sin pronunciar palabra, dejó la bandeja sobre el tocador y sirvió el chocolate caliente. En su experiencia, nada como una buena taza de chocolate espeso y fragante para ayudar a recobrar los ánimos. Tanto Laura como Agustín admitieron la necesidad de una pausa y la miraron con agradecimiento cuando les pasó las tazas humeantes.

—¿Dónde están alojados Miguelito y su familia?

—En casa de tía Carolita.

—Debes traerlos aquí. Hay lugar y de sobra. Lo de tía Carolita, en cambio, parece un hotel. —Agustín movió la cabeza sin entusiasmo—. ¿Sabe tía Carolita quién es en realidad Lorenzo Rosas?

—No, en absoluto. Sabe que Lorenzo Rosas es un gran amigo mío y que fui yo quien le proporcionó la carta de confianza para Armand, pero nada más.

—Tiene derecho a saber que Lorenzo Rosas es hijo de tía Blanca —señaló Laura.

—Eso es algo que sólo corresponde a Nahueltruz decidir.

Laura apenas asintió y bebió otro sorbo de chocolate.

—Me dices que Miguelito ha venido a buscar trabajo —retomó—. Pues bien, yo siempre necesito manos con ganas de trabajar en Los Olmos y en Punta de Piedra.

—Miguelito me comentó que a él le gustaría trabajar en el campo, que no es hombre de ciudad, que se siente sapo de otro pozo. Es extremadamente hábil para las tareas rurales. Era la mano derecha de Mariano, en especial en las sementeras.

—Eso es muy interesante en vistas de que estoy planeando mandar a sembrar cebada y trigo en Los Olmos. Me lo recomendó lord Leighton, pero ni Cantalicio en Los Olmos ni Camacho en Punta de Piedra entienden de eso. Sólo de vacas y ovejas. Nada de cebada y trigo.

—¿Mencionaste a lord Leighton? ¿El amigo de papá?

—No, su hijo. Lord James murió antes que papá. Ahora su hijo, Edward, se encarga de mis inversiones en Inglaterra. Como te decía, estuvo en Buenos Aires hace dos años, muy interesado en la compra de tierras, y me dijo que no entendía por qué el cultivo no es una actividad generalizada en nuestra campaña. «Lo que ustedes cosechasen, nosotros lo compraríamos sin hesitar», aseguró. Si Miguelito sabe de sementeras, él podría encargarse. Cuando quieras podemos enviarlo a Los Olmos. Avisaré a Cantalicio para que lo reciba apenas me digas que Miguelito está interesado

—¿No habrá problemas con Cantalicio? ¿No sentirá minada su autoridad?

—¿Cantalicio? Ese hombre es la versión masculina de tía Carolita. Además ya está viejo y achacoso. Recibirá la ayuda de Miguelito como los judíos el maná. ¿Qué será de las hijas y yernos de Miguelito? A ellas podemos ubicarlas como domésticas en casas de buenas familias; a ellos... ya se verá. Los niños que estaban en la estación deberían ir al colegio. ¿Por qué no le dices a Lucero y a sus hijas que vengan a verme mañana por la tarde para hablar?

—Veo que ya te sientes mejor —apuntó María Pancha—, queriendo solucionar los problemas del mundo, como de costumbre.

—Te traje un regalo —dijo Agustín, y sacó un libro forrado en cuero del bolsillo de su sotana.

Laura enseguida reconoció el cuaderno de su tía Blanca Montes. Lo hojeó rápidamente y se dejó embriagar por el aroma que despedían sus hojas, el mismo de seis años atrás. Tantos recuerdos le vinieron a la mente, de las noches en vela mientras lo leía, de las tardes mientras aguardaba a Nahueltruz, de las mañanas mientras Agustín dormitaba. Aunque doloroso, su pasado también encerraba memorias entrañables.

—Ahora que escribes —explicó Agustín—, se me ocurrió que quizás podría serte útil, que tal vez te interesaría escribir la historia de mi madre.

—¿No desapruebas que escriba? —preguntó Laura, y Agustín se acordó de cuando era niña, quizás por el tono de voz que usó, tal vez por la manera en que ladeó la cabeza y suavizó la mirada, trucos a los que solía echar mano para engatusarlo.

—Claro que no desapruebo —aseguró vehementemente—, claro que no. Estoy orgulloso de ti, Laura.

Ella, que lo abrazaba, percibió cansancio en el temblor de su cuerpo.

—Te confieso que a veces me gustaría volver a ser un muchacho y jugar contigo en el solado de la casa de Córdoba.

—A mí también. Volver a aquellos días cuando tú eras mi héroe de armadura lustrosa capaz de salvarme de cualquier peligro, aquel tiempo en que sentía que yo era lo más importante para ti.

—Después del Señor, hermana mía, eres lo más querido para mí.

Antes de la cena, mientras Laura se cambiaba, recibió una esquela de su hermano donde le informaba que pasaría la noche en lo de tía Carolita. A continuación, la nota rezaba: «En cuanto a la familia de Miguelito, no te preocupes. El señor Rosas ha decidido registrarlos en el hotel Roma en la calle de Cochabamba».

A pesar de su temperamento melancólico, Laura nunca se encontraba abúlica, el orgullo no se lo permitía. «Que piensen de mí lo que quieran, —se decía—, excepto que soy una haragana frívola y consentida». En realidad, Laura era una mujer muy industriosa y ocupada. Esa mañana, por ejemplo, debía reunirse con el director del colegio para niños huérfanos y de familias indigentes que funcionaba en la casa que había pertenecido a la familia de Julián y que ella, por supuesto, había heredado. La escuela, creada el año anterior, contaba con dos alas, una para niñas y otra para niños, y con comodidades e innovaciones poco comunes en la edificación escolar. A excepción de una pequeña partida mensual proveniente del gobierno obtenida gracias a su amistad con Avellaneda y Sarmiento, el resto del dinero salía de su bolsillo. De todas sus obras de beneficencia, la escuelita en los altos de Riglos era la que le proporcionaba más satisfacciones.

En el despacho del profesor Pacheco, el director, Laura acordó la necesidad de reparaciones en las salas de la planta baja, aceptó la incorporación de un nuevo maestro y firmó un giro en contra de su banco para pagar a quien les proveía a diario la leche para los cuarenta y tres niños.

—Esta tarde regresaré con nuevos alumnos —informó Laura—. Se trata de cuatro niños Son indios.

—¿Indios? —repitió el director, sin ocultar una nota de displicencia.

—Sí, indios. Específicamente ranqueles, Profesor Pacheco —pronunció Laura—, no se olvide de la índole de esta escuela. Aquí se educan los más necesitados, aquellos que, de otra manera, serían analfabetos por falta de recursos. Estos niños de los que le hablo acaban de llegar a Buenos Aires escapando de la expedición del general Roca. Seguramente están asustados y no entienden por qué han debido abandonar su tierra. Jamás le he pedido un trato preferencial para ninguno de los alumnos, pero hago hincapié en que a todos se los trate con respeto, aunque sean indios.

El hotel Roma en la calle de Cochabamba se hallaba lejos de granjearse el calificativo de lujoso, pero era limpio y en su palier se respiraba un ambiente cómodo y distendido. Laura coligió que Lucero y su familia, luego de haber pasado la vida en toldos, encontrarían ese lugar simplemente desconcertante. El registro se había hecho a nombre de Lorenzo Rosas. Puso unas monedas en la mano del botones que la acompañó a la planta alta. En la habitación encontró a Miguelito, con el gesto de un león que acaba de ser cautivado, a Lucero, que cosía sentada en el borde de la cama, y a doña Carmen, que contemplaba por la ventana. Laura despidió al empleado y sonrió a tres semblantes confundidos que no apartaban los ojos de esa magnífica señora rubia envuelta en una capa de terciopelo azul marino.

Laura se presentó como la hermana del padre Agustín Escalante y sobrina en segundo grado de Blanca Montes. Aunque Carmen mencionó que la había conocido en Río Cuarto, cuando su nieto Blasco la seguía como perro faldero por toda la villa, ni su voz ni su gesto denunciaron que se hallaba enteramente al tanto del papel que había jugado en la muerte del coronel Racedo y del amorío con Guor. Laura, por su parte, no dudó de que la anciana conocía el cuento de memoria, pero no se incomodó; cierta afabilidad en la mirada vidriosa y senil de esa mujer la hizo sentir a gusto.

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