Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (15 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Nahueltruz retomó la carta y Blasco se quedó pensativo.

—¿Crees que podré dar clases de francés a esas muchachas?

—Quizás. La abuela no se cansó de alabarte.

—Hay un parecido entre Pura Lynch y su tía Laura, ¿no lo crees así?

Guor se corrió los lentes a la punta de la nariz y contempló a Blasco con aire de amenaza. El muchacho farfulló un «buenas noches» que no obtuvo respuesta y se escurrió a su habitación. A él Laura Escalante también le inspiraba resentimiento. Había sido testigo silencioso de su traición y del padecimiento de Nahueltruz. Nunca olvidaría aquellas primeras noches en el desierto, cuando el llanto de Guor, que desfogaba con amargura creyéndolo dormido, lo había impresionado profundamente. Laura Escalante había destruido a su mítico rey del Desierto y no la perdonaría.

La puerta se cerró detrás de Blasco, y Nahueltruz soltó la pluma con fastidio; se quitó los lentes y se restregó los ojos. Ni siquiera mientras le escribía a Geneviéve podía quitarse a Laura de la cabeza. Encendió la pipa, costumbre adquirida en Londres, y dejó de resistirse a su imagen. Se echó hacia atrás en la silla y divagó y rememoró las escenas de esa noche.

Ahora que la había visto en su ambiente, magnífica en ese vestido celeste, rodeada del boato que le sentaba a su clase, admirada por los hombres, envidiada por las mujeres, Nahueltruz terminó por dar la razón a Blasco. Laura estaba más hermosa que nunca. Y los efectos de la conmoción que le causó encontrarlo —los rubores que le colorearon las mejillas, el brillo de las lágrimas suspendidas en sus párpados, su silencio, sus miradas tímidas, sus sonrisas desfallecientes— sólo habían acentuado el aspecto de vulnerabilidad y desprotección que la volvían atractiva hasta el punto de resultar imposible quitarle los ojos de encima, difícil de subyugar las ganas de tomarla entre los brazos y besarla, imposible recordar que alguna vez había jurado que la destruiría.

Guor se puso de pie de un salto y la butaca cayó detrás de él. El coronel Mansilla tenía razón: la Escalante era una Medusa que operaba un hechizo complicado de exorcizar. Él, de todos los mortales, debía saber que detrás de esa traza de señora decente, culta, hermosa y rica, se escondía un ser sin principios, mentiroso, especulador y traicionero. La odiaba sobre todo por eso, por su traición.

Ventura Monterosa ya había caído bajo su influjo y sin dudas se convertiría en la próxima víctima. Joven, atractivo y seductor, Monterosa se lanzaría a la conquista sin saber que terminaría con el corazón roto y el orgullo mancillado. Debería advertirle: «Cuidado, Ventura, éste es un juego que a la viuda de Riglos le gusta jugar». Aunque quizás, siendo Monterosa el hermano de una duquesa, la Escalante se avendría a aceptarlo. ¿Qué habría de cierto en lo de su amorío con el general Roca, el hombre del momento, el héroe de la República, el enemigo de su pueblo? Descargó el poder de su puño sobre el escritorio y soltó un soplido. De ella, esperaba cualquier proceder.

La calma vino de repente. Levantó la butaca y se dejó caer como un peso muerto. Se sintió cansado y deprimido, sin voluntad para someter los pensamientos que lo lastimaban. El nombre de ella resonaba en su mente con una tenacidad que echaba por tierra la convicción de que Laura Escalante era un recuerdo doloroso pero superado. En realidad, Laura Escalante era una maldición que el
Hueza Huecubú
le había echado una tarde de verano en Río Cuarto y de la que resultaba imposible desembarazarse. Por eso, por no poder olvidarla, también la odiaba.

CAPÍTULO IX.

Tardías confesiones

El día después de la azarosa cena en lo de tía Carolita, Laura permaneció en cama con fiebre y malestar en el estómago. A la mañana siguiente, sólo la esperanza de reencontrarse con su hermano en la estación de trenes la indujo a levantarse, tomar un baño, arreglarse y subir al landó. María Pancha se acomodó a su lado y la miró de reojo. Le vinieron a la mente aquellos primeros días luego de la boda con el doctor Riglos, cuando creyeron que perdería la razón o se dejaría morir. Esa mañana, mientras el coche avanzaba lentamente por las calles angostas y transitadas, Laura contemplaba a los peatones con un aire ausente similar al de aquella triste época. A María Pancha no le gustó lo que vio y tuvo miedo. Ella no era mujer de amedrentarse fácilmente, pero, si de Laura o de Agustín se trataba, se llenaba de escrúpulos.

A medida que se aproximaban a la estación, Laura recuperaba el buen ánimo. No veía a Agustín desde el día después de su boda, cuando prácticamente huyó a casa de su padre en Córdoba para evitar a Julián Riglos. Dos años más tarde, en ocasión de la muerte del general, Agustín, de viaje en Mendoza por unas semanas, recibió la noticia cuando su padre llevaba más de diez días enterrado, y decidió que carecía de sentido viajar y abandonar sus obligaciones. Al cabo de un tiempo, Laura marchó hacia Buenos Aires y Agustín nunca encontró el tiempo para visitarla. Aunque se escribían con regularidad, Laura no hablaba de ella sino de los demás, en especial de sus sobrinos, protegidos y obras de beneficencia. Evitaba el tema de su matrimonio, a pesar de que Agustín se mostraba ansioso por saber del doctor Riglos, y nunca se animó a mencionar la muerte del coronel Racedo y las circunstancias que la habían rodeado. Por su parte, Agustín jamás mencionó la tragedia, y Laura no sabía si su hermano seguía en Babia, lo cual dudaba en un pueblo tan pequeño como Río Cuarto, o si había decidido cerrar ese capítulo y no volver a abrirlo.

Caminó deprisa del brazo de María Pancha hasta el andén porque, a causa del tráfico, estaban llegando tarde. Sin razón aparente, María Pancha se detuvo y, mirando fijamente a la multitud, se limitó a levantar la mano y señalar el gentío. A Laura le llevó unos segundos distinguir a su hermano y a Nahueltruz Guor que conversaban animadamente en el andén. El espacio en torno a ellos terminó por despejarse, y Laura avistó también a Blasco que abrazaba y besaba a una anciana diminuta y encorvada; la reconoció de inmediato: doña Carmen, la abuela del muchacho. Un grupo de gente, inconfundibles sus rasgos y ropas de indios, aguardaba con sumisión y timidez detrás de Agustín. Nahueltruz se acercó y abrazó y besó a una de las mujeres, la de aspecto más maduro; también abrazó al hombre a su lado, que estrujaba una boina entre las manos y trataba en vano de no lloriquear. Otras dos mujeres, más jóvenes, con niños en los brazos, saludaron a Nahueltruz y se dieron vuelta para presentarle a dos hombres que sostenían a su vez bultos y más niños.

—Regresemos a la casa —susurró María Pancha, y tironeó levemente a Laura.

—Sí, regresemos.

Laura volvió a meterse en la cama donde lloró amargamente hasta que la valeriana que María Pancha la obligó a tomar hizo efecto. Durmió por horas, pero no se trató de un sueño reparador sino de uno plagado de pesadillas. Despertó sobresaltada cuando María Pancha le acarició la mejilla.

—¿Qué pasa?

—Nada pasa. Tu hermano está aquí, ha venido a verte.

—No quiero verlo.

—Laura —contemporizó María Pancha—, Agustín quiere verte, se ha preocupado porque le dije que estás indispuesta. No te enojes con la persona equivocada.

Aunque dejó la cama, Laura recibió a Agustín en su dormitorio, recostada sobre el diván y en bata. Lo encontró muy delgado, la sotana parecía bailarle sobre el cuerpo; también lucía demacrado, con arrugas en el entrecejo y a los costados de la boca que evidenciaban las preocupaciones que lo abrumaban. Se puso de pie, olvidada la amargura y el enojo, y se echó al cuello de su hermano. El repentino esfuerzo le provocó un mareo y Agustín la ayudó a recostarse. Se arrodilló junto a ella y la contempló con cariño. Le retiró el cabello de la frente y se la besó.

—Fui a buscarte a la estación —le reprochó Laura—, pero al llegar me di cuenta de que ya habían ido otras personas a recogerte y creí prudente retirarme.

—Tonta. Habríamos necesitado tu coche ¡Éramos tantos!

Laura mantenía la vista baja mientras reunía coraje para hablar con su hermano. Agustín interpretó su vacilación y decidió ayudarla con el problema.

—Ya sé que fue la presencia de Nahueltruz la que te movió a dejar la estación. De una vez y por todas, Laura, enfrentemos este asunto, aquel horrible episodio que ocurrió en Río Cuarto seis años atrás y que cambió tu vida.

Laura no deseaba rememorar aquellos sucesos tan penosos, pero sabía que tarde o temprano tendría que aclararlos con su hermano, y ese momento parecía tan bueno como cualquier otro.

—Me enteré de lo que sucedió —empezó Agustín— semanas más tarde de tu partida a Córdoba, cuando por fin el doctor Javier me permitió salir de su casa y regresar a mis obligaciones en el fuerte. Como imaginarás, una vez dentro del fuerte, los soldados me pusieron al tanto de lo acontecido en menos de media hora, y nadie creyó necesario obviar el hecho de que tú y Nahueltruz habían sido amantes.

—Ese día Nahueltruz iba a confesártelo —justificó Laura—, no queríamos seguir ocultándotelo.

—Debiste recurrir a mí, Laura, debiste contarme todo y pedirme ayuda. Jamás debiste casarte con Riglos por el bien de las apariencias.

Laura apoyó la cabeza en el diván y cerró los ojos, dolida por la injusta acusación. «Por el bien de las apariencias, —repitió para sí—. Después de todo, ¿qué más da por qué lo hice? Lo hice, y es lo único que cuenta. Fui una cobarde que se dejó dominar por el miedo y por una voluntad a la que juzgué superior a la mía, incluso superior a la de Nahuel, y eso es imperdonable; tendría que haber confiado en él, en su capacidad para enfrentar las adversidades, debí haber resistido, claudiqué tan fácilmente. ¡Oh, Dios! Por primera vez reparo en la inmensidad de mi error; no luché por Nahuel ni por nuestro amor. Quizás mi matrimonio con Julián fue una salida cómoda después de todo. El sufrimiento que he padecido y que padezco es el justo castigo por mi traición».

—Sigue contándome —pidió Laura.

—No me enteré de la suerte que había corrido Nahueltruz hasta tiempo después, cuando recibí carta del doctor Carvajal, el notario de San Luis, donde me informaba que Nahueltruz había pasado por su despacho y retirado los documentos que faltaban para hacer efectiva la herencia de tío Lorenzo. De inmediato decidí viajar a Tierra Adentro. Nahueltruz me debía una explicación. Él tenía que rendirme cuentas por lo que te había hecho, por lo que había ocurrido entre ustedes

—¡Oh, Agustín! Había ocurrido lo más hermoso. Nos habíamos enamorado.

Agustín le palmeó la mano con indulgencia y prosiguió:

—En Tierra Adentro, Mariano Rosas me dijo que su hijo había regresado a Leuvucó sólo para ponerlo al tanto de la muerte de Racedo y de que pensaba marcharse del país. Mariano Rosas trató de disuadirlo, pero la voluntad de Nahueltruz es de piedra y expresó que su decisión era inamovible. Cruzó a Chile y se embarcó en Valparaíso hacia Lima. Una vez allí, hizo efectiva la herencia de tío Lorenzo. Desde Lima me escribió una larga carta relatándome los hechos más o menos como yo los conocía y me confesó que había decidido marchar a París. Como nuestra madre le había hablado de los Beaumont, me pidió que redactara una carta de confianza que le presentaría a Armand para que lo ayudara a abrirse camino los primeros tiempos. Le envié la carta de confianza a Lima y de inmediato se embarcó en el Callao rumbo a París junto a Blasco, de quien se ha hecho cargo desde entonces. Ésta es, más o menos, la sucinta relación de los hechos. Durante todo este tiempo, Nahueltruz y yo hemos mantenido una fluida comunicación epistolar, siempre a nombre de Lorenzo Rosas.

—Supiste todo el tiempo que Nahueltruz no había muerto y me dejaste vivir con esta angustia.

—Lo siento, Laura, pero jamás sospeché que creyeras muerto a Nahueltruz. Él me prohibió mencionar sus intenciones a nadie, y me remarcó que en especial debía ocultártelas a ti.

—¡Qué crueldad! ¡Cualquier cosa habría sido preferible a la incertidumbre en la que viví todos estos años! No sabía si estaba vivo o muerto, ¿comprendes, Agustín? No, no puedes comprender cuando no has padecido lo que yo.

—En su momento lo juzgué correcto. Consideré que mantenerte al margen te ayudaría a olvidar. Por el vínculo sagrado del matrimonio pertenecías a otro hombre y revolver el pasado sólo traería dolor y más vacilación y dudas a tu vida. De todos modos, como tú jamás mencionabas el tema, creí que también habías decidido olvidar.

—No me animaba, tenía vergüenza, sí, sí, quería olvidar, enterrar aquella tragedia y hacer de cuenta que nunca había ocurrido, que no había trastornado mi vida y la de Nahuel tan radicalmente. —Las fuerzas la abandonaron y volvió a recostarse en el diván—. Nunca es bueno fingir —murmuró—. Ocultar la verdad es dañino. He vivido con esta angustia todos estos años y sólo he conseguido ser desdichada. ¡Cuánto bien me habría hecho contártelo, Agustín! Y que tú me revelaras la verdad, también.

—Ahora entiendo que cometí un error irreparable y que has sufrido por eso Laura, las circunstancias eran tan confusas en aquel momento. Lamento no haber estado allí para ayudarte. Si hubieras recurrido a mí, tu matrimonio con Riglos jamás habría tenido lugar. Sé que te presionaron, sé que te casaste movida por el miedo. Tu matrimonio fue el resultado de una gran conspiración en la que incluso el padre Donatti jugó un rol detestable. Sí, no me mires así. El conocía la verdad al dedillo cuando te casó con Riglos y sabía que, mientras jurabas frente al altar serle fiel a un hombre por el resto de tu vida, pensabas en otro. Nuestra relación no ha vuelto a ser la misma desde que le eché en cara la responsabilidad por tu infelicidad.

—¡No, Agustín, por favor, no digas eso! El padre Marcos no tiene culpa alguna Yo
tenía
que casarme con Julián. Si de alguien es la culpa, es enteramente mía. Fue
mi
decisión, en su momento consideré que era lo mejor, que de esa forma protegería a Nahueltruz. Sólo ahora me doy cuenta de que tomé decisiones dominada por el miedo, y que cometí un error que nunca terminaré de lamentar, pero no ha sido culpa del padre Marcos, de ninguna manera ha sido su culpa.

Laura se cubrió el rostro y empezó a llorar. Agustín se sentó junto a ella en el diván y la tomó entre sus brazos.

—Nahuel me odia.

—Oh, no, por supuesto que no te odia. Quizás, en un principio, sintió rabia y rencor; estaba muy herido, su orgullo estaba muy herido. Él interpretó tu boda con Riglos como una traición y, para un indio, la traición es algo que no se perdona. Son muy rencorosos, ¿sabes? Pero Nahueltruz es un hombre feliz ahora y parece haber dejado el pasado a sus espaldas. ¿No puedes hacer lo mismo, dejarlo todo atrás y empezar una nueva vida?

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