Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (17 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Lucero y Miguelito al unísono la invitaron a pasar. El recibimiento fue deferente y hospitalario. Le indicaron la única silla de la habitación; ellos se sentaron en el borde la cama. Laura enseguida notó que su atuendo los intimidaba. «Debería haberme puesto una pollera de algodón, un justillo de merino y la pamela de paja», meditó.

—Me gustaría ofrecerle algo, señora Riglos —se disculpó Lucero—, pero no tengo donde prender un fueguito aquí. Nahueltruz... quiero decir, Lorenzo nos dijo que el hotel tiene cocina y que yo puedo pedir lo que quiera, pero no me animo a bajar.

—No se preocupe, Lucero. Estoy perfectamente bien. Sólo vine a darles la bienvenida y decirles que pueden contar conmigo para lo que necesiten. —Se dirigió a Miguelito y le comentó—: El padre Agustín dice que usted, Miguel, estaría interesado en trabajar en el campo.

—Y, sí, señora. Me la he pasado toda la vida en el campo. No me hallo en la ciudad, pa'qué le voy a mentir.

Laura, que expuso su intención de sembrar en Los Olmos y de encargarle el trabajo a él, advirtió el entusiasmo en los ojos de ese cristiano que había desertado de su religión décadas atrás para seguir a Mariano Rosas porque le había salvado la vida en un potrero de El Pino. Laura preguntó por las intenciones de las hijas y yernos de Miguelito y Lucero, y se enteró de que «los desagradecidos le estaban tomando el gustito al gentío y al bullicio de la ciudá y que ya no tenían tantas ganas de marchar pa´l campo».

—De acuerdo con lo que sepan hacer —indicó Laura—, podremos ocuparlos en algo. Siempre se necesitan manos con ganas de trabajar.

—¡Ah, señora! —exclamó Lucero—. Ganas de trabajar no nos faltan, a pesar de que algunos digan que los indios somos vagos.

—No, por supuesto que no son vagos —convino Laura—. Me dijo el padre Agustín que tienen nietos en edad escolar. Acabo de hablar con el profesor Pacheco, director de la Escuela “María del Pilar Montes”, y me dijo que estaría encantado de recibirlos.

—Nosotros no tenemos con qué pagar una escuela, señora —se apenó Lucero.

—No tendrían que pagar un centavo —explicó Laura—. Sólo es necesario que los niños asistan con puntualidad y cumplan con sus deberes. La escuela los proveerá de útiles y cuadernos. Incluso se les dará una taza de leche por la mañana y el almuerzo.

—Ah, si es así... —dudó Miguelito—. Pero tenemos que preguntarle a Lorenzo —agregó deprisa.

—Sí, por supuesto —farfulló Laura, y cambió el tema de conversación; preguntó por Dorotea Bazán y por Mariana como si las conociera de toda la vida.

—Cayeron cautivas, señora —contestó Miguelito, porque a Lucero se le había estrangulado la garganta y no podía hablar—. El día que ese diablo de Racedo atacó Leuvucó, se las llevó con los otros cautivos. Ni siquiera tuvo piedad al ver que eran dos viejitas. No sabemos qué ha sido de ellas ni dónde están. Racedo no las llevó al Fuerte Sarmiento como al resto. Quizás no soportaron el viaje hasta Río Cuarto y murieron en el camino.

—¡No digas eso! —lloriqueó Lucero.

—Lo siento —susurró Laura.

Se escucharon risas en el corredor y de inmediato se abrió la puerta de la habitación. Entraron Nahueltruz Guor, Blasco y Mario Javier. Al ver a Laura, se les desvanecieron las sonrisas y quedaron estaqueados bajo el dintel. El ambiente se torno tenso. Laura se puso de pie y recogió sus guantes y su bolso.

—Buenos días, señora Riglos —saludó Mario, y se acercó a estrechar su mano.

—Buenos días, Mario —dijo, en voz baja y medida—. Ya me voy, Lucero. Ha sido un placer conocerlos.

—Igualmente, señora. Y gracias por todo.

—¿A qué ha venido, señora Riglos? —tronó la voz de Guor en los oídos de Laura.

Levantó la vista y lo contempló fijamente por primera vez desde el nefasto encuentro en casa de tía Carolita. La lastimó profundamente el sarcasmo y desprecio que destilaban esos ojos grises que años atrás la habían admirado con pasión. Por fortuna, Lucero intercedió.

—Lorenzo, la señora Riglos ha sido tan generosa. Ha venido a ofrecernos trabajo. Incluso podremos mandar a los niños a una escuela sin pagar un rial, querido. La señora ya habló con el que manda ahí y dice que no hay problema. Les van a dar tuito, incluso leche y comida.

Guor se quitó el sombrero con estudiada parsimonia y lo dejó sobre la cama. Laura, que había vuelto a bajar la vista, sólo vio acercarse los lustrosos y elegantes zapatos de Nahueltruz. De todo, lo peor era el silencio. «¿Escucharán cómo me late el corazón?»

—No vuelva a inmiscuirse en mis asuntos, señora Riglos —habló Guor, y Laura se llevó la mano a la boca para ahogar un sollozo—. No necesitamos de su caridad ni de su malentendida generosidad. Yo me haré cargo de ellos, que son como mi familia. Los niños, Lucero —dijo, sin apartar la vista de Laura—, no irán a un colegio para indigentes sino a uno que yo pagaré. ¿O acaso ellos, por ser indios, no pueden mezclarse con los de su clase,
señora Riglos?

Laura caminó hacia la puerta a paso rápido y abandonó la habitación sin cerrar. El cuerpo le temblaba de furia y dolor reprimidos. Casi corrió por el pasillo, pero al escuchar el portazo, se detuvo abruptamente, apoyó la espalda contra la pared del corredor y se dejó deslizar hasta quedar acurrucada en el piso.

CAPÍTULO X.

Mortal y fría indiferencia

La humillación se había convertido en resentimiento, y Laura entró en la mansión de los Lynch con el paso ostentoso de una reina y la mirada vulpina de un tirano. Una capa de marta cibelina le ocultaba en parte el vestido de encaje marfil, el mismo que había usado la noche de la presentación del libro de Julián, también llevaba las arracadas y gargantilla de zafiros, y un sobre con broche de oro y bordado con pequeñas perlas. María Pancha le había peinado el cabello hacia atrás para formar un espeso y mullido rodete en la base de la nuca sujetado con presillas de madreperla, el peinado, tirante y sin falla, le realzaba las facciones más que nunca, sus ojos negros parecían más negros y almendrados, sus pómulos más rosados y prominentes, sus labios más rojos, brillantes y carnosos.

Nahueltruz Guor la vio desde el palier de recepción, mientras el mayordomo la ayudaba con la capa. La observó atentamente, ignorando a la duquesa Marietta que le comentaba acerca de un invitado. Esa noche Laura lucía distinta, quizás como consecuencia del inusual tocado. Su belleza era agresiva y desconcertante. Transmitía una inmediata impresión de ardor y desenfreno, de indomabilidad, pero al mismo tiempo una especie de calidez exuberante y sensual que le confería el aspecto de un ser inocente, en absoluto responsable de lo que su presencia operaba tanto en hombres como en mujeres. Guor experimentó una placentera satisfacción cuando la vio acercarse, un sentimiento de posesión también, como si sobre ella pudiera reclamar todos los derechos. Sigilosamente, se le deslizaron los recuerdos y en sus oídos escuchó el eco de los gemidos de Laura y ante sus ojos volvió a verla desnuda y palpitante. Como un muchacho, sufrió una erección que disimuló el largo del yaque.

Esa noche, Laura se encontraba perfectamente consciente de sus encantos y se disponía a usarlos. Estaba lastimada y quería lastimar. Bajo ese magnífico disfraz se escondía un ser humillado y resentido, con sed de venganza. Esa tarde, mientras la peinaba, Maria Pancha le había encontrado la mirada en el espejo y le había dicho:

—Tienes que hablar con ese indio y explicarle cómo sucedieron las cosas en Río Cuarto —Con acento solemne, pronunció—. El enojo sin aclaración toma caminos nefastos.

Aunque María Pancha tenia razón, esa noche Laura no repararía en sus consejos, ni siquiera en los gritos de su propia conciencia. La tenía sin cuidado lo que había hablado con su hermano días atrás, no le importaba olvidar, sobreponerse, superar el mal trago. Solamente quería lastimarlo, porque, aunque se trataba de una intuición, ella sabía que todavía contaba con ese poder, con el poder de dejar una marca en Nahueltruz Guor. Ciertamente él la odiaba, pero Laura estaba segura de que ella no le era indiferente, aborrecible y despreciable quizás, pero nunca indiferente.

Dejó el vestíbulo y cruzó el palier de recepción en dirección de Pura y de su padre que, de pie junto a la entrada del salón principal, recibían a los invitados. Nahueltruz la vio aproximarse, y Laura, que desde hacía rato sabía que él estaba ahí, observándola, le sostuvo la mirada y pasó de largo. Ventura Monterosa se acercó por detrás y dejó escapar un silbido.

—Sabes que he viajado por los cinco continentes —expresó—, y que he conocido a mucha gente, pero puedo asegurarte, Lorenzo, que nunca me he topado con una criatura más acabada y apetecible que la viuda de Riglos. Creo que, para poseerla, me dejaría atrapar por las garras del matrimonio. Tú bien sabes que las he rehuido todo cuanto he podido. Ahora, sin embargo, caería en sus redes con gusto.

Nahueltruz lo miró de soslayo, por sobre el hombro, y Ventura, hipnotizado con el vaivén de las caderas de la viuda de Riglos, no cayó en la cuenta de que había rabia asesina en esa mirada.

—Vamos a saludar a la homenajeada —invitó Ventura—. Ella también luce magnífica esta noche.

Era innegable el encanto de ese veneciano, joven, buen mozo y afable. Nahueltruz se sintió viejo y abatido. Pensó «Laura no volvería a fijarse en mí». Su juventud había quedado atrás hacía tiempo, usaba quevedos para leer, y las sienes blanquecinas y las arrugas en torno a los ojos que se le formaban aunque no riera eran claros indicios de que estaba convirtiéndose en un hombre de edad. Ella tenía sólo veintiséis años, él ya era casi un cuarentón.

José Camilo Lynch y Pura daban la bienvenida a los recién llegados y cruzaban unas palabras antes de indicarles el salón principal, donde se servían aperitivos y entremeses. Los ojos de Purita encontraron los de su tía Laura. Se contemplaron con admiración y cariño. Laura pensó«“Pronto dejará de ser mi consentida para convertirse en una mujer». La elección del conjunto de brillantes y rubíes cabujones había sido atinada, a pesar de que la despojaban del aire angelical para conferirle uno más mundano; por cierto, realzaban el color rosa pálido del organdí del vestido. Laura y Pura se abrazaron, sin reparar en la posibilidad de arrugas o corridas de maquillaje. Laura la besó en la frente y le susurró:

—Pareces una princesa de un cuento de hadas.

—Y tú la reina. Gracias por ponerte este vestido.

—Un placer

Laura besó en la mejilla a su primo José Camilo, que le dispensó un vistazo entre risueño y enojado.

—Estás magnífica, Laura, como siempre —concedió, en voz baja, agregó—. Tú y yo tenemos que hablar.

—Esta noche no —manifestó Laura, y se adentró en el corazón de la fiesta.

La mansión de los Lynch pertenecía al nuevo estilo ostentoso y afrancesado que los porteños de fortuna encontraban tan de su gusto. Ni una reminiscencia de la época colonial permitía advertir los orígenes de las familias que las habitaban o de la tierra donde se erigían. Dentro de los salones suntuosamente embellecidos con
boiseries
doradas a la hoja,
vitraux
dignos de una catedral gótica, imponentes arañas de cristal, pesados cortinados de terciopelo y costosos muebles Chippendale o estilo Luis XV, se podría haber jurado que, al trasponer la entrada principal, se terminaría en la avenue des Champs Elysées de París o sobre Park Lane en Londres. La sociedad porteña admiraba a Europa con el embeleso de un niño y estaba dispuesta a crear esa ilusión parisina o londinense así tuviera que traer en barco hasta los sillares para construirla.

Lo más granado de la sociedad porteña honraba el salón de los Lynch, los Lezama, los Lacroze, los Azcuénaga, los Wilde, los Virasoro, los Basavilbaso, los Anchorena, los Alvear, los Alzaga, los Guerrero, los Casares, los Unzué, no faltaba ninguno. Laura divisó al escritor Paul Groussac acorralado en una esquina por Sarmiento y Lucio Mansilla. A unos pasos distinguió a Carlos Pellegrini que conversaba con Clara Funes, la esposa del general Roca, y con su locatario, Francisco Madero. Cerca de la mesa de bocadillos, reconoció la figura siempre desaliñada del presidente Nicolás Avellaneda, que, entre bocado y bocado conversaba con el gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor. Todas personas de su clase y de su medio con las que acostumbraba a departir desde pequeña, familias cuyos apellidos se encontraban entre los primeros habitantes de la ciudad, gentes decentes, como las llamaba la abuela Ignacia, por cierto cultas, viajadas y educadas. Por nacimiento y educación, Laura pertenecía al grupo que conformaban, y se lo haría notar a Nahueltruz Guor.

La excentricidad de la noche era la duquesa Marietta de Parma. Las mujeres en especial, pero los hombres también, habían desarrollado un interés rayano en la obsesión por la noble italiana. Durante los días previos a la fiesta, Laura había sido objeto de detalladas inquisitorias acerca de la famosa duquesa cómo vestía, qué comía, cómo hablaba, ¿era simpática o corta de genio? ¿era amiga de la reina Margherita? ¿el difunto duque había sido influyente en la corte del rey Humberto? Laura se preguntaba, con humor y hartazgo, si sus amistades y parientes acaso creían que la duquesa había desarrollado un tercer ojo como consecuencia de su título nobiliario o tenía la piel de color azul. Por fin, Marietta entró en el salón del brazo del señor Lorenzo Rosas, y Laura fue testigo de los codazos que se propinaban y de las miradas significativas que se lanzaban los invitados. «No es para nada hermosa», «podría pasar por una mujer cualquiera si no vistiera ese traje tan costoso», «sus dientes son demasiado grandes», «sus ojos están muy separados», fueron algunos de los comentarios que llegaron a sus oídos.

La que descollaba era Esmeralda Balbastro, que caminaba detrás de Nahueltruz Guor, mientras conversaba con Armand Beaumont y Blasco Tejada. Laura debió aceptar que Esmeralda era, simplemente, hermosa. Sus ojos, de ese suave y límpido azul turquesa tan alabado por los poetas y tan infrecuente en la vida real, poseían la habilidad de hechizar a quien se detenía a observarlos. El embrujo, sin embargo, no radicaba sólo en la belleza de su mirada sino en lo que trasuntaba: ardor, entrega, atrevimiento. Con la contundencia de un descubrimiento repentino, Laura entendió finalmente el enamoramiento de su primo Romualdo Montes.

La duquesa de Parma se alejo del grupo para saludar al ministro francés, y Guor de inmediato se dio vuelta para dispensar su atención a Esmeralda, que entrelazó su brazo al ofrecido. Laura aparto la mirada y bajó el rostro, incómoda. Los celos y la amargura amenazaban con arrebatarle el dominio con el que había decidido enfrentar la fiesta de Pura. Podía vencer a cualquier rival, excepto a Esmeralda Balbastro.

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