Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (5 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Esa mañana, sin embargo, Laura disfrutaba sinceramente de su última adquisición, al igual que Eusebio, el cochero, que había soñado con conducir una victoria desde el día en que se enteró de que existían. Estrenaba además una librea de calicó azul con cuello y puños verdes, los colores que, según doña Ignacia, habían predominado en el escudo de armas de la dinastía del duque de Montalvo.

Inusualmente, la familia Montes había regresado de San Isidro a la casa de la Santísima Trinidad la noche anterior para asistir ese día, 30 de enero, a la consagración de la Capilla de Santa Felicitas, levantada en honor de Felicitas Guerrero de Alzaga, muerta siete años atrás, en el 72. En realidad, toda la aristocracia porteña y las personalidades relevantes del gobierno habían abandonado sus retiros en el campo para participar del recordatorio en honor de la celebrada belleza porteña.

Alrededor de las once de la mañana, los padres de Felicitas, Carlos Guerrero y Felicitas Cueto, aguardaban a parientes y amigos para iniciar la ceremonia. Laura, junto a sus tías Dolores y Soledad, su madre y su abuela (el abuelo Francisco había preferido quedarse en San Isidro) marcharon en la victoria nueva protegidas por parasoles y pequeñas sombrillas hacia la parte sur de la ciudad, cerca del Riachuelo, en la zona de Barracas.

—A la quinta de Alzaga, en Montes de Oca y Pinzón —ordenó Laura a Eusebio, que de inmediato puso en marcha el coche.

—¡Qué pesar! —exclamó Dolores—. Tener que volver al lugar donde Felicitas sufrió tanto.

No volvieron a hablar durante el trayecto, el recuerdo de la muerte de Felicitas las dejó pesarosas y meditabundas. Es que lo de Felicitas Guerrero, viuda de Álzaga, se había tratado de un crimen pasional. Acababa de anunciar su boda con Samuel Sáenz Valiente cuando un enamorado, Enrique Ocampo, que la había perseguido durante años (se dice que la amaba desde antes del matrimonio con el viejo Álzaga), en un acto de rabia y despecho la asesinó de un disparo por la espalda. Al caer en la cuenta del acto atroz e irreversible que había cometido, Ocampo se suicidó. Esto decía la crónica policial, aunque, en realidad, se sospechaba que Ocampo había muerto a manos de un amigo de Felicitas, Cristian Demaría, que lo sorprendió instantes después del disparo y lo mató a sangre fría. De otro modo, nadie se explicaba un suicidio con dos balas. Laura y Cristian eran grandes amigos y, a pesar de que nunca hablaban abiertamente del asesinato de Felicitas, en una oportunidad Cristian le dio a entender que lo que se sospechaba era cierto.

A lo largo de la misa y de la consagración de la capilla se escucharon sollozos reprimidos, suspiros, carraspeos y sonaderas, en especial durante el sermón, cuando el obispo Mattera se explayó en las infinitas virtudes de «esa excelsa dama porteña» Luego de la misa, se sirvió un ambigú en la galería de la casona de Álzaga y los entusiasmos se recobraron poco a poco. Se hablaba de lo hermosa que era la capilla, de la magnífica estatua de Felicitas y su hijo Félix (muerto de pequeño, víctima de la fiebre amarilla), de la magnífica ceremonia, del acertado sermón, y se mencionaron también las incontables obras de caridad llevadas adelante por Felicitas y sus amigas, entre las que se destacaba Carolina Montes de Beaumont, que daba fe de cuanto se decía y aprovechaba para postular entre los más ricos y mondarles las billeteras como en una mesa de juego. Todos se dejaban engatusar por las socalinas de Carolina Beaumont, que, a pesar de los años, conservaba la frescura y dulzura de la primera juventud. Como miembro vitalicio de la sociedad de Beneficencia, Carolina Beaumont se mostraba tan interesada por el destino de los pobres y afligidos como lo había estado su madre, la baronesa de Pontevedra, que se contaba entre las fundadoras.

Laura se mantuvo cerca de Cristian Demaría, a quien encontró especialmente abatido; hablaba poco, en voz baja y, a pesar de que no se refería a su querida Felicitas, como si mencionarla fuera más de lo que su atribulado corazón podía soportar, Laura no dudaba de que Cristian no cesaba de pensar en ella. Se mantuvieron apartados en la galería, y las voces de los invitados les llegaban como mareas de sonidos intrascendentes.

—A veces creo —se animó a expresar Laura—, que no deberíamos llorar a nuestros muertos; después de todo, sabemos que ellos están mejor junto al Señor que en este valle de lágrimas. En el caso de Felicitas, de quien nadie duda de que ya goza de la Gloria Divina, el reencuentro con su hijo Félix debe de haberla hecho doblemente feliz.

—Lo que me duele, querida Laura —dijo Cristian—, es su ausencia.

Se le anegaron los ojos. Laura le tomó la mano y se la besó fraternalmente. Al levantar la vista, se topó con la mirada intensa y ceñuda del general Roca, que la incomodó, como si le debiese una explicación por aquel gesto amistoso. Aprovechó que Climaco Lezica se aproximaba, y lo dejó a cargo de Cristian. Se dirigió a la capilla dando un gran rodeo para evitar a la gente. Una vez dentro, la paz y el estado de recogimiento que prevalecían la embargaron fácilmente. El perfume de las flores y del olíbano, sumado a la media luz y a la frescura, le devolvieron la serenidad. Se aproximó a la estatua de Felicitas y de su hijo Félix y se quedó contemplándola con interés. Casi de inmediato regresaron a su mente las facciones de esa joven que tantas veces había visitado la casa de la Santísima Trinidad junto a su esposo, Martín de Álzaga. A pesar de su corta edad, Laura había intuido que esa muchacha de quince años, a quien habían casado con un hombre de sesenta, no era feliz. De una belleza indiscutible, el semblante taciturno de Felicitas era lo que más descollaba a sus ojos de niña.

Luego de lo que ella llamaba «la gran desilusión de su vida», Laura tendía a buscar referentes con quien compartir su dolor, mujeres sufridas, con vidas trágicas, que se convertían en parangones de entereza y resignación. La primera que le había servido de consuelo había sido su tía Blanca Montes, su madre en cierta forma también la acompañaba, porque había amado tanto al general Escalante sin conseguir nada a cambio, María Pancha, modelo de abnegación y fortaleza, su tía Dolores incluso, que había perdido en un tris a su esposo bígamo y a su hijo, ahora también contaba Felicitas Guerrero, que se sumaba al grupo de las desconsoladas y sufrientes. De ese modo, Laura no se sentía tan sola.

Estiró el brazo para tocar el piecito de mármol de Félix, pero lo retiró casi de inmediato cuando un cambio en el juego de luces de la capilla le advirtió que alguien acababa de entrar. Escuchó el chirrido de los zapatos sobre los mazaríes, y tuvo la certeza de que la persona se acercaba en dirección a ella. Inexplicablemente, la asaltó una sensación de acoso e incertidumbre, como si una fiera la acechara, como si fuera a caer víctima de un abordaje violento. Se dio vuelta, era Roca. Lo tenía muy cerca, a dos pasos. Su perfume tan característico, esa mezcla exótica de almizcle y fragancias a madera, le inundo las fosas nasales.

—La he asustado —dijo con voz gruesa, para nada afectado por la quietud de la capilla.

—No, no, general —susurró Laura apenas.

—¿Conoció a la señora de Álzaga? —preguntó él de inmediato, y dirigió la mirada a la escultura.

—Sí. Su esposo, Martín de Álzaga, era amigo de mi abuelo Francisco. Felicitas lo acompañaba a menudo a la Santísima Trinidad.

—¿Era tan hermosa como se comenta? Guido y Spano acaba de pronunciar que Felicitas Guerrero era la mujer más linda de la República.

—Sí, lo era. Sus modos, dulces y naturales, sólo conseguían embellecerla aun más.

—No tengo dudas —habló Roca, luego de una pausa— de quién es la que ostenta el título de «la mujer más linda de la República» por estos días.

Hacía tiempo que Laura no se permitía envanecerse con un halago. Aquellas palabras del ministro de Guerra la habían alterado como si se tratara de las primeras que le dirigía un caballero galante a una niña casadera. Se abanicó, en parte para ocultar el arrebol de sus mejillas, pero también para alejar la sensación de sofoco que le provocaba la cercanía de ese hombre.

Roca le detuvo la mano y se la alejó del rostro. Le pasó el brazo por la cintura e intentó besarla.

—¿Queriendo ganar la apuesta, mi general? —se mofó Laura, la cara ligeramente escorzada—. Usted es nuevo en esta ciudad y quizás no esté al tanto de que aquí todo se sabe; incluso las apuestas que los caballeros secretamente escriben en el libro del Club del Progreso.

Se trataba de una acusación grave, y Roca se debatía entre ofenderse o pedir disculpas. Finalmente, expresó:

—Usted no tiene pelos en la lengua.

—No, no los tengo.

—Eso me gusta —admitió, e intentó besarla nuevamente, sin éxito—. ¿Acaso le molesta que yo sea un hombre casado?

—El hecho de que sea casado no es lo único que me aleja de usted, general.

—¿Mi propósito de exterminar a los indios del sur, quizás?

Roca percibió de inmediato el estremecimiento de Laura Escalante. Una palidez, acentuada en la luz mortecina que se filtraba por los vitrales, le otorgó un aire angelical y vulnerable. Antes de que bajase los párpados, Roca notó que los ojos negros le brillaban.

—No use esa palabra, general. Por favor, no diga «exterminar» como si aquellas gentes fueran bestias.

—Usted parece muy preocupada por la suerte de los indios del sur. Se ha puesto pálida. ¿Tengo que pensar que son ciertas las habladurías que la tienen como protagonista de un romance con un indio?

—Sí, son ciertas. Hace muchos años de aquello y, sin embargo, general Roca, puedo asegurarle que, a pesar de mis amigos y conocidos, aquel indio sigue siendo el mejor hombre que conozco.

—Eso es porque todavía no me conoce a mí.

La aferró por la nuca y la besó. Su boca cubrió la de ella con posesiva ferocidad, y Laura sintió la aspereza de sus bigotes sobre la piel. El poderío de ese hombre la abrumó, y permaneció blanda entre sus brazos, mientras él seguía besándola y embriagándola con el aroma de su perfume y el gusto dulce de su boca, que sabía a las almendras de la horchata.

Las manos del general aflojaron la presión y se retiraron de la cintura de Laura, que se llevó la mano a la boca; sentía los labios calientes y palpitantes.

—Será mejor que salgamos —admitió Roca—. Vaya usted primero; yo la seguiré después

—No —replicó Laura—, saldremos los dos juntos como si aquí dentro acabásemos de escuchar misa.

Dos días más tarde, mientras las mujeres Montes se aprestaban para regresar a San Isidro, un mensajero entregó una esquela a nombre de la señora Riglos. Laura rompió el lacre y leyó: «Señora Riglos, supongo que no le resultará una sorpresa si le confieso que me encuentro irresistiblemente atraído por usted. Me he tomado el atrevimiento de reservar una mesa para nosotros en el hospedaje “Los catalanes” de la calle de las Garantías n° 242. Espero verla allí mañana a la una de la tarde. Su más sincero y humilde servidor. R.». Laura le pasó la nota a María Pancha.

—Ha elegido un lugar muy apartado para el encuentro —comentó la criada, pues la calle de las Garantías pertenecía a la Recoleta, zona de descampados, huertas y quintas—. No me extrañaría que el hospedaje “Los catalanes” mañana sólo trabajase para él. —Luego, cambió el aire para advertir—: Éste no es un nene de pecho, Laura.

—Nunca me han gustado los flojos y timoratos.

—Cierto, pero éste es un zorro, un bribón redomado muy distinto a todo cuanto estás acostumbrada.

—No sé qué me atrae de este hombre —admitió Laura.

—Por cierto —siguió María Pancha—, el general Roca no es como tus eternos enamorados que cantan al son de tu melodía. Es más, me atrevería a decir que es él quien marca el compás entre ustedes.

Laura meditó esas palabras y se dijo que, si pudiera comprender qué hacía del general un hombre tan distinto del resto de sus conocidos, tal vez lograría dominar la inquietud que le sobrevenía cuando la rondaba. Si pudiera descubrirle el talón de Aquiles tal vez impondría su voluntad como con los demás. Por el momento, se encontraba a su merced, subyugada por el simple contacto de su boca y de sus manos, que le despertaba una excitación que la avergonzaba. Era consciente de que Roca, con sólo dirigirle la palabra o lanzarle uno de sus vistazos, le infundía el mismo respeto y admiración que debían de experimentar sus soldados. Roca, para ella, jamás pasaba inadvertido.

Se preguntó adónde radicaría el secreto de su encanto cuando, en realidad, era parco, a veces brusco, y tan práctico y racional que se habría mofado de sus ideales románticos de conocerlos. Quizás se trataba de su ímpetu, que Laura creía irrefrenable, o de su inteligencia, que no se atrevía a subestimar, o de su figura de militarote consumado, que le sentaba a su aspecto ceñudo y hosco, a su rostro curtido y a esos ojos un tanto celados por los párpados, que hablaban de su naturaleza reservada. Se inclinaba a pensar que, a diferencia de ella, el general no le temía a nada y se reputaba capaz de enfrentar a cualquier enemigo, militar o político. Esta característica de su temperamento constituía lo que, irremediablemente, la seducía.

—Me confunde, me turba —se quejó en voz alta—, nada en el general es lo que busco en un hombre y, sin embargo, admito que me seduce la idea de someterme a su fuerza. Como la más débil de mi sexo, me ilusiona su protección y, a pesar de que con esta idea he retrocedido siglos de evolución femenina, acepto que la preponderancia que, temo, él ejerce sobre mí, me haría caer bajo su influjo sin mayores conflictos. —Levantó la vista y encontró la mirada misteriosa de su criada—. Me resulta difícil mantenerme impávida al empuje de este hombre, a quien, después de todo, debería contar entre mis enemigos mortales.

De regreso de compras, Ignacia, Dolores, Soledad y Magdalena se dieron con la noticia de que Laura no regresaría a San Isidro. A media voz, sin abrir mucho la boca, la abuela Ignacia despotricó contra la naturaleza veleidosa de su nieta, y tía Soledad remarcó lo inapropiado de que se quedara en una casona tan grande con la servidumbre por toda compañía. Dolores, tentada de verter su opinión, se mordió la lengua, temerosa de las represalias de su sobrina. Años atrás, en una acalorada discusión en la cual le reclamaba las extravagancias de su matrimonio con Riglos, la muchacha, sin vueltas ni ritornelos, le espetó que, al menos, Julián no era bígamo.

Por lo de su capricho de no regresar a San Isidro, nadie le pidió explicaciones y Laura no pensó que debiera darlas. Marchó a su recámara donde se abocó al décimo capítulo de su novela
La verdad de Jimena Palmer,
que se publicaba como folletín en
La Aurora,
el semanario de la Editora del Plata, y que a tantas lectoras atraía. Jimena abandonaba a su esposo, déspota y machista, y se rebelaba ante una sociedad que contemplaba con impasibilidad cómplice los abusos de los hombres sobre sus mujeres. Laura también escribía cuentos infantiles para deleite de sus sobrinos más pequeños, y las hadas madrinas y los duendes verdes de Irlanda nunca se hallaban ausentes. A contrapelo de la costumbre de la época, no usaba seudónimo sino su nombre y apellido de soltera, extravagancia que la mayoría reputaba de mal gusto e indecente. Por supuesto que
La verdad de Jimena Palmer
provocaba la reacción de los sectores más conservadores, y la abuela Ignacia, avergonzada, repetía entre quejidos y lamentos «¡Si al menos firmara Periquita Pérez!»

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