Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (38 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Laura se dio vuelta, y sus ojos, llenos de lágrimas y culpa, buscaron los de Nahueltruz, que se quito los lentes y los dejó a un costado. Lo demás lo recitó de memoria, casi sobre los labios de ella.

—Benedette le vocí tante ch'io/ chiamando il nome de mía donna ó sparte/ e i sospiri, et le lagrime, e 'l desio.
Bendita las palabras que esparcí cantando el nombre de mi amada, y los suspiros, y las lágrimas y el deseo.

Volvieron a besarse. Laura, aferrada al cuello de Guor, se abandonaba a la pasión que volvía a desatarse entre ellos. Nahueltruz había perdido las inhibiciones y los temores, y buscaba adentrarse en la boca de ella con la misma ansiedad con que lo había hecho en el pasado. Aunque los años transcurrieran, Laura siempre ejercería ese efecto devastador en su ánimo y en su voluntad.

—Quiero hacerte el amor —dijo él .

Salieron al corredor, oscuro y frío, y enseguida Guor abrió una puerta, la de su dormitorio, donde Miguelito había dejado un brasero encendido. El calor los envolvió acogedoramente Laura, de pie en el centro de la habitación, contemplaba el entorno con timidez. Esa casa sobre la calle de Cuyo, el despacho en el que acababa de escucharlo declamar a Petrarca y esa habitación eran las primeras posesiones que le conocía. Antes, él había sido un nómada.

Se volvió a mirarlo. Nahueltruz estaba quitándose la levita y aflojándose el plastrón. Aunque irremediablemente cambiado, para ella seguía siendo el hombre más atractivo que conocía. Ninguna pátina le borraría esa veta cerril que a ella le ponía la boca seca y predisponía su cuerpo para él. Ese hombre era Nahueltruz Guor.
Su
Nahueltruz, a quien ella amaba con locura, a quien había amado todos esos años aun creyéndolo muerto. ¿Por qué, entonces, se sentía extraña e intimidada? De repente el miedo la asediaba.

Nahueltruz se había quitado la camisa y el pantalón. Laura se quedó absorta, mirándolo, estudiándolo, hasta que sus ojos se toparon con los de él. La observaba con tal intensidad que se sintió atraída casi en contra de su voluntad. Caminó hacia él y, a un paso, extendió la mano y le acarició los pectorales, oscuros y firmes como los recordaba. Él tuvo una erección, y a ella le dio vergüenza.

—Me siento rara —confesó.

—¿Qué pasa? ¿No tienes deseos de estar conmigo?

Laura levantó la vista y lo miró significativamente.

—No existe nada en este mundo que desee más que estar contigo, Nahuel. Ya deberías saberlo.

—¿Qué sucede, entonces?

—Me resulta difícil creer que estamos aquí, solos y en paz. A veces, incluso, me resulta difícil creer que estás vivo. Hubo un tiempo en el que sufrí tanto, Nahuel. No quiero sufrir más. Le tengo tanto miedo al dolor. Soy una cobarde, lo sé. Tengo miedo de sentir dicha y que después... En fin, tengo miedo de que vuelvas a esfumarte y dejarme sola y destrozada. No puedo creer que estoy aquí, en tu casa. Es difícil creer que quieras amarme después de que te hice sufrir tanto.

Guor le apoyó un dedo sobre la boca para acallarla.

—Sí, quiero amarte.
Voy
a amarte, y si en el pasado he sido brusco y maleducado contigo y has sufrido por eso, te pido que me permitas enmendarlo.

Le acarició la boca con los labios, y ella se abrió para él. El beso fue turbador. Eran como dos hambrientos saciando el ayuno de días.

—Quítame el vestido —pidió Laura.

—Ven, acércate al brasero. No quiero que tengas frío.

La condujo cerca de las brasas, donde la obligó a que le diera la espalda, le echó la trenza hacia delante y comenzó a desabotonar la miríada de perlitas que le llegaban hasta la cintura. El vestido cayó al piso, y Guor lo recogió y lo acomodó sobre una silla. Laura sólo llevaba la combinación cuyo escote muy bajo apenas le cubría los pezones. Siempre lo habían fascinado esos pechos generosos como de nodriza, tan distintos a los de Geneviéve. Los admiró largamente, provocando en Laura una ansiedad que se expandió por todo su cuerpo. Descansó las manos sobre ellos y percibió su calor y redondez a través de la delicadeza del género, deteniendo apenas sus dedos sobre los pezones endurecidos. Ese contacto, aunque sutil como el aleteo de una mariposa, le arrancó un gemido y la hizo temblar.

Nahueltruz se apartó y Laura lo siguió con la mirada, apreciando el juego de los músculos de su espalda que se tensaron y se movieron cuando levantó una silla y la colocó cerca del brasero.

—Ven —dijo él—, siéntate así te quito los botines y las medias.

Se acuclilló frente a ella y le desató los cordones y le quitó el calzado. Le acarició los pies, aún cubiertos por las medias, y le besó las rodillas, y su boca ascendió en un camino de lánguidos besos por la cara interna de su muslo hasta dar con el nacimiento de la media de seda, sostenida por ligas. Con pericia asombrosa, las desabrochó y, enrollando las medias, se las sacó. Le tocó las piernas, escurriendo las manos debajo de la última prenda que le quedaba, pero evitando tocarla en el punto donde se concentraba la tensión. Aferrada al respaldo de la silla, Laura echó la cabeza hacia atrás y lanzó cortos y reprimidos gemidos de placer. En medio del delirio, se contuvo de rogarle que la llevara a la cama y la tomase porque había reparado en el juego de deseo y provocación que Guor estaba jugando. Se calló, no dijo nada, siguió gimiendo, anonadada por esa renovada intimidad, pensando también que habían sido esos años lejos de ella, junto a parisinas aristocráticas, cultas y refinadas, los que lo habían vuelto tan versado en las artes amatorias. Se acordó de Geneviéve Ney, la etérea, la grácil, la magnífica Geneviéve, la que todos admiraban, la que aún esperaba a Lorenzo Rosas, la que deseaba ser su esposa. No obstante, un malsano orgullo de hembra despuntó en medio del fastidio, pues le gustaba saber que su hombre había amado a muchas antes que a ella, pero que a ella como a ninguna.

Guor le pidió que se pusiera de pie, y debió ayudarla porque aquel juego erótico le había ablandado los miembros y la voluntad. Estaban muy próximos, no se tocaban, pero se contemplaban fijamente. La mirada de Guor le resultó enigmática e inquietante, y bajó la vista. No sabía qué esperar de él. Semanas atrás le había dicho que la aborrecía en ese momento, en cambio, quería hacerle el amor. Volvió a mirarlo. Sus ojos grises seguían sobre ella, exigentes e intensos.

—Quiero que te entregues a mí, que seas toda mía.

—Sí —respondió Laura sin pensar.

Guor la desembarazó de las joyas, incluso de las arracadas, y del tocado de plumas, y le colocó la trenza entre los pechos y sobre el vientre. Volvió a mirarla y le acarició la mejilla.

—Occhi neri, treccia d'oro
—musitó, y se puso de rodillas frente a ella.

Sus brazos se cerraron en torno a la cadera de Laura y con los labios le acarició el vientre palpitante. Sus manos parecían querer abarcarla toda al mismo tiempo, en las partes expuestas y en las más recónditas; reclamaba todo para él, y, aunque lo hacía con extrema consideración, Laura entrevió en su actitud la misma potestad y autoridad que un hacendado ejerce sobre su tierra y sus bienes. Abandonada a aquel rito, sintió cómo la seda de la última prenda se deslizaba por sus caderas y terminaba a sus pies. «Ahora estoy completamente desnuda», pensó, y la recorrió una agradable sensación. No sentía frío ni calor, no experimentaba agotamiento ni excitación; se trataba de un estado de perfecta armonía. Enseguida volvió a sentir el contacto de las manos de Nahueltruz que, desde el cuello hasta el empeine, volvieron a recorrerla por completo. Parecía mentira que un hombre con aspecto de mole se condujera con tanta habilidad, que sus manos pesaran tan poco y que no rasparan.

—Nunca olvidé los detalles de tu cuerpo —lo escuchó decir, su voz transformada por la excitación—. Siempre pensaba en este lunar aquí —y detuvo su dedo en un punto del escote, casi entre los senos—, y en esta vena, que te nace en la comisura de la boca, baja por el cuello y termina aquí, en el pezón —dijo, y lo atrapó con su boca y lo acarició dulcemente con la lengua.

Los dedos de Laura se entreveraron en el cabello de él. Movía la cabeza hacia uno y otro costado y repetía. «Amor mío, amor mío», porque eso era Nahueltruz Guor para ella: su amor, su único, gran amor. Al verla desfallecida, Guor la tomó en brazos y la llevó a la cama.

La habitación en sombras se llenó de sonidos sensuales: roce de sabanas, susurros de piel contra piel, jadeos y gemidos de boca sobre boca, el deslizamiento de una mano fuerte sobre cabello sedoso, la vibración del aliento sobre la piel ardiente. Los susurros eróticos crecían a medida que alcanzaban el clímax. Laura se tensó en torno a la virilidad de Guor y su cuerpo se sacudió en convulsiones de placer. Entonces, él la aferró por la espalda y la levantó, sentándola sobre sus piernas. Laura se dejó arrastrar casi sin notarlo. Guor la envolvió con sus brazos y dejó escapar el cataclismo que había estado sojuzgando, porque en ese primer encuentro había querido que alcanzaran juntos el orgasmo.

Aún agitados, permanecieron sentados en medio de la cama, sus pechos pegados, sus piernas entrelazadas, sus brazos aferrándose al cuerpo del otro. Laura escondía la cara en el cuello de él, aún conmovida por lo que su amor por Nahueltruz hacía de ella. Su respiración acelerada y cálida le acariciaba el cuello, mientras sus labios calientes le humedecían los hombros y los brazos.

—Júrame —dijo Guor, y le aferró la cara con ambas manos—, júrame que siempre vas a amarme como estás amándome en este momento.

—Siempre

Volvió a recostarla y se acomodó a su lado, con la cabeza apoyada sobre la mano para poder mirarla. Se acercó al rostro de ella y, sin tocarlo lo contempló en silencio, quería memorizar cada detalle, quería ser quien más la conociera. Pasó el dedo por el arco de sus cejas más oscuras que el cabello, pero más claras que las pestañas, que acompañaban al negro de los ojos, delineó el contorno de su nariz, pequeña y recta, y el mentón hasta llegar a sus labios. La besó con dulzura y, sin apartarse, le dijo.

—Lo que vivimos recién fue maravilloso.

—Sí —musitó Laura.

Para Guor resultaba sorprendente que, después de tantos años, hubieran sabido amarse como en la pulpería de doña Sabrina. En esa instancia, el contexto nada tenía que ver con aquella misérrima habitación, ellos mismos habían cambiado y, sin embargo, la pasión que se profesaban había permanecido intacta.

—Júrame —volvió a decir él— que cuando te hacía el amor en Río Cuarto me amabas tanto como yo te amaba a ti, que no se trataba sólo de pasión, que no querías divertirte conmigo. Dime que me amas.

Laura se compadeció de sus dudas y recelos, ella no las albergaba. Sin embargo, comprendía su desconfianza.

—Todos esos años sin ti, Nahuel, viví incompleta, porque aquella tarde en Río Cuarto, cuando te apartaron de mi lado, fue como si hubiesen arrancado un pedazo de mi cuerpo. No sólo me dolía el alma. El dolor por tu pérdida también era físico. Y ahora que te he sentido nuevamente dentro de mí, ahora que has vuelto a amarme y a desearme he recuperado lo que perdí aquella tarde y me siento entera de nuevo. Tú me volviste completa de nuevo, Nahuel. Te amé en Río Cuarto, te amo ahora y te voy a amar siempre.

—Oh, Laura... —clamó él—. Ámame siempre, siempre.

La abrazó posesivamente y se quedaron callados. Momentos más tarde, Laura se apartó y, con ávida curiosidad, le buscó en el pecho desnudo la cicatriz que le había causado la bala del teniente Carpio. Él la miraba seriamente y la dejaba hacer. Tenía marcas de viejas heridas, pero en el costado derecho, entre dos costillas, destacaba una redonda y algo deprimida. Le pasó el dedo y notó la diferente textura de la piel. Se inclinó y la besó delicadamente.

—Perdóname, amor mío —dijo—. Si no te hubiera abandonado ese día en el establo, nada malo te habría ocurrido. Perdón, perdón —repitió, mientras besaba la herida y con sus lágrimas le bañaba el torso.

—Laura —pronunció él—, no quiero recordar.

Desde que entraron en la casa, Laura había querido referirse al pasado, pero no logró conjurar el valor para hacerlo. Las imágenes de la escena vivida en lo de Lynch todavía plagaban su memoria. Ni siquiera después del momento compartido resultaba fácil dejar a un lado la incredulidad y el desprecio que Nahueltruz había desplegado en aquella oportunidad. Aunque él hubiese reconocido que la había tratado con rudeza y deseara enmendarlo, ella sospechaba que íntimamente dudaba y ponía en tela de juicio sus explicaciones. Nahueltruz no le creía. Esa noche, había sucumbido a la atracción que los dominaba, pero las dudas y los recelos seguían atormentándolo; la confianza no se había restablecido. Sus palabras lo ratificaban, prefería olvidar. Por eso, esa noche Laura no volvería a mencionar el pasado. Esa noche lo amaría, sin preguntas ni recuerdos.

Le acarició el pecho, apreciando su dureza, que no había sucumbido a la molicie de la vida galante. Aunque rodeado por el esplendor de una ciudad como París, Nahueltruz se las había ingeniado para seguir conectado a ese mundo silvestre que había conocido desde niño. Los caballos continuaban siendo su gran ocupación, y ese deporte, el polo, tan similar a la chueca, su pasatiempo. Le acarició los brazos, fibrosos y gruesos, que podían con las riendas del semental más agresivo, y experimentó una grata sensación de protección y pertenencia, consciente de que se originaba en el machismo atávico que ella tanto combatía en los folletines pero que en ese momento la hacía tan feliz. Según su abuela Ignacia, un hombre tan macizo y corpulento carecía de donaire y distinción. Ella, en cambio, encontraba el cuerpo de Nahueltruz fascinante. Recorrió su vientre con los labios hasta el ombligo y continuó hacia abajo hasta descubrir que él ya estaba preparado para recibirla de nuevo.

Como Laura había deseado, esa noche se amaron infatigablemente. El mundo quedó reducido a esa cama; el tiempo, a ese momento, sus vidas, a ese sentimiento que los manejaba a antojo. Casi al amanecer, Laura se quedó dormida. Al despertar, le pareció que habían pasado horas cuando en realidad se había tratado de un corto lapso. Hacía tiempo que no dormía tan plácidamente. Se estiró entre las sábanas y notó que Nahueltruz no estaba a su lado. Lo encontró apartado en un rincón de la habitación donde un rayo de sol que se filtraba por el postigo le iluminaba en parte el cuerpo desnudo. Sostenía el vestido de terciopelo verde en una mano, y en la otra, el guardapelo de alpaca.

—Nahuel —musitó.

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