Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (33 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—Esa tarde en lo de don Godet, junto a tus hijos, Clara pareció materializarse repentinamente. Antes era como sí ella no existiera.

—Pero existía.

—Sí, lo sé.

—En realidad, es Lorenzo Rosas quien te inquieta.

—¿Qué tiene que ver Lorenzo Rosas conmigo? —expresó Laura, evidenciando su alteración.

—Fue él quien te salvó de Lezica anoche —continuó el general, en su habitual modo enigmático.

—El señor Rosas acertó a pasar por allí justo cuando Lezica me amenazaba.

—Laura, no me subestimes. El señor Rosas y tú están íntimamente relacionados.

—No existe nada entre el señor Rosas y yo.

—Me corregiré. Debería haber dicho que ustedes
estuvieron
íntimamente relacionados.

—No te sigo, Julio.

—Quiero decir que
estuvieron
porque el señor Lorenzo Dionisio Rosas es Nahueltruz Guor, el ranquel a quien amaste en Río Cuarto.

Laura se apartó de él convulsivamente. El horror se dibujó en su semblante, descarnándole las mejillas. Roca no ocultó su temor cuando creyó que desfallecería. Se aproximó para sostenerla, pero ella se hizo hacia atrás con un mohín que delataba el pánico y la repugnancia que él le inspiraba en ese momento. Roca lamentó el sarcasmo que había empleado para abordar un tema tan penoso y meditó las palabras que usaría a continuación. Laura se le adelantó al preguntar:

—¿Por qué dices lo que dices, que Lorenzo Rosas es Nahueltruz Guor?

—Laura, por favor —suplicó el general, e intentó asirle la mano.

—No me toques. Dime por qué aseguras que son la misma persona. ¿Qué bases tienes para sostener semejante conjetura?

Roca explicó pausadamente que, tiempo atrás, apenas comenzado su
affaire,
había mandado pedir el expediente donde se detallaban los sucesos que habían terminado con la vida del coronel Hilario Racedo. De esa lectura, supo que se acusaba al indio ranquel Nahueltruz Guor, primogénito del cacique general Mariano Rosas. Tiempo más tarde, de regreso de la expedición al sur, encontró una vieja carta de Manuel Baigorria, a quien había conocido durante sus años como jefe del Fuerte Sarmiento en Río Cuarto. En esa carta el coronel unitario se explayaba acerca de la vida del primogénito de Mariano Rosas. Allí le contaba, entre otros detalles, que, a pedido de su madre, una cristiana, el muchachito había sido bautizado y llamado Lorenzo Dionisio Rosas.

—Deben existir cientos de Lorenzos Rosas —argüyó Laura, y su nerviosismo delataba la falta de convicción de su argumento.

—Pero ninguno que encaje tan bien con la descripción del indio que mató a Racedo, más allá de que ahora use el pelo corto y vista tan elegantemente. Sus facciones, la tonalidad de su piel, el color de sus ojos, tan inusual, no pueden ser casualidad. Terminé de convencerme cuando supe que había sido él quien te salvó de Lezica anoche. Su presencia en el lugar resulta demasiado oportuna para ser casualidad. Creo que sí lo confrontara con Mansilla y éste se tomara un tiempo para estudiarlo con detenimiento, terminaría por aceptar que este caballero es el indio que conoció en el 70 durante su excursión al País de los Ranqueles. Si has leído su libro, sabrás que lo menciona en varias ocasiones.

Laura percibía cómo el llanto le trepaba por la garganta y se la anudaba. Las lágrimas le tornaban borrosa la visión, y debió aferrarse las manos para que dejaran de temblar. La vida y la libertad de Nahueltruz volvían a correr peligro, y por su culpa. Un impulso la llevó a ponerse de rodillas delante de Roca y aferrarlo por los antebrazos.

—Julio —imprecó—, no lo denuncies. Te suplico, no lo denuncies.

Roca jamás imaginó que la fría y calculadora viuda de Riglos fuera capaz de un quebranto semejante. Trató de levantarla, pero ella se ovilló a sus pies, de cara al piso. Lloraba como pocos veces Roca había visto llorar a alguien. Terminó acuclillado junto a ella, instándola a ponerse de pie. Lucila, la doméstica, entró en la sala y lo ayudó a llevarla al sofá.

—Laura, por favor, cálmate. Estás muy pálida. Lucila, sirve un vaso con licor. Vamos, Laura —instó, cuando la muchacha le pasó la bebida—, toma un poco de esto.

Laura accedió. Roca le apoyó el vaso sobre los labios y ella dio dos sorbos. Aunque la bebida pareció quemarle el esófago, la reconfortó. Roca, con un gesto de mano, despidió a la doméstica.

—Julio —gimoteó Laura—, no lo denuncies. Él ha sufrido demasiado, y por mi culpa. No sería justo que fuera a la cárcel.

—Mató a un hombre, Laura. A un militar de la Nación.

—¡A un gusano de la Nación! —pareció despabilarse.

—El informe dice que Racedo te salvó de ser ultrajada por el indio Nahueltruz Guor.

—Por favor, Julio, no creerás las patrañas que inventó el teniente Carpio. Nahueltruz y yo nos amábamos. Esa tarde, en el establo, fuimos sorprendidos por Racedo que dejó muy en claro que primero se divertiría conmigo y luego nos mataría a los dos. Nahueltruz sólo me defendió.

—¿Por qué diría eso Racedo? ¿Qué razón tenía para comportarse de ese modo?

—Dos razones: primero, porque odiaba a Nahueltruz debido a una pelea que habían tenido años atrás en la que él le había marcado la cara con su facón. Segundo, por celos y por orgullo herido, porque Racedo me había propuesto matrimonio. Sí —ratificó, ante la sorpresa de Roca—, el padre Donatti y todo Río Cuarto son testigos de los avances de ese desgraciado. El muy creído, viejo carcamal, con su modo petulante insoportable, pensó que yo podría fijarme en él como en el compañero de mi vida. Sentía aversión cada vez que se me acercaba. Me resultaba intolerable su presencia. Creo que llegué a odiarlo. Yo sé que puedo odiar, Julio. Nunca lamenté su muerte. Creo que la merecía. Nahuel, en cambio, es un hombre extraordinario. Valiente, noble, sincero. Me defendió en el establo y pagó muy caro por hacerlo. Yo logré escapar de la lascivia de Racedo, pero el precio fueron la libertad y la paz de Nahueltruz. Por eso, Julio, ahora que tú sabes... Todo vuelve a comenzar. ¡Oh, Dios mío! Esto no puede estar sucediendo. La vida parece una rueda que siempre pasa por los mismos lugares. Anoche, con Lezica... Yo no quiero, ya no puedo más, ¡oh, Julio!, te ruego que tengas piedad de él.

Laura se quebró nuevamente, y Roca la dejó hacer. Se mantuvo a su lado en el sofá, pero no la tocó. Ella fue calmándose y se secó las mejillas con el pañuelo que él le extendió. Ninguno pronunció palabra por algunos minutos. Laura tenía la mente en blanco y fijaba su atención en los arabescos de la alfombra. Roca le cubrió la mano con la de él y la sacó de su abstracción. Costaba romper el silencio, pero tenía que preguntar.

—¿Lo denunciarás?

—¿Tan poco conoces lo que siento por ti que me crees capaz de infligirte un daño semejante?

—Oh, Julio —musitó Laura, y levantó el rostro.

Roca le acarició la mejilla y le besó los labios. Se miraron intensamente. Los ojos renegridos de Laura brillaban con un ardor que él no le conocía. Era felicidad pura lo que la hacía verse tan hermosa y delicada en ese instante. Él la deseaba toda para él, no sólo su cuerpo, su alma y su corazón también. Pero nada de ella le pertenecía. Ni siquiera su cuerpo. Podría haberle pedido que hicieran el amor, y Laura habría accedido. Pero él era demasiado hombre para conformarse con las migajas. Él la quería toda. La separó de sí y se puso de pie. Caminó delante del sofá con actitud impaciente, y Laura comprendió la agitación que estaba padeciendo. Roca se detuvo súbitamente para mirarla.

—En los informes de la expedición —dijo— quedará asentado que el cacique Nahueltruz Guor murió en alguna escaramuza.

—Nunca olvidaré lo que has hecho por él. Siempre te consideraré mi gran amigo, y, cuando me necesites, cualquiera sea la circunstancia, ahí estaré para ayudarte. Te quiero profundamente, Julio, siempre te voy a querer.

Laura abandonó la casa de la calle Chavango sumida en una tormenta de sensaciones. Lo que más la perturbaba era una pregunta recurrente a la que no podía dar respuesta: ¿es posible amar a dos hombres?

CAPÍTULO XIX.

Más allá de un affaire

La candidatura de Roca, el antagonismo de Tejedor y el asalto a la viuda de Riglos perpetrado por Climaco Lezica eran los temas que mantenían entretenida a Buenos Aires. Los periódicos se explayaban en sus páginas mencionando circunstancias y decires que la gente tomaba por ciertos. Así, los tres temas se habían salido de madre.

Como era su costumbre, Eduarda Mansilla visitó a Laura a la hora del té y la encontró de un ánimo peculiar; aunque en apariencia soslayara el ataque de Lezica, lucía, sin embargo, muy afectada. Eduarda no podía saber que la despedida con Roca el día anterior la había dejado sumida en la angustia, no porque desconfiara de la nobleza del general —estaba segura de que no denunciaría a Nahueltruz—, sino porque, luego de la entrevista, no sabía si, en realidad, quería terminar con él. Al prometerle que se abstendría de denunciar a Nahueltruz, Roca había demostrado la grandeza de su corazón y también su sentido de Justicia, porque, más allá de que lo hiciera por ella, Roca había juzgado el papel de Guor como el de un hombre que defendió el honor de su mujer.

Ya extrañaba sus encuentros. La pasión que le había prodigado con generosidad después de años de haber vivido sumida en la pena le había devuelto en parte la esperanza perdida en Río Cuarto. Extrañaba las conversaciones que sostenían después de hacer el amor, intercambios intensos y sutiles que le habían dado la pauta de la sagacidad del general. Lo extrañaba irremediablemente. Pero nunca volvería a la casa de la calle Chavango porque hacerlo no habría sido correcto. A pesar de su permanente desafío a los cánones sociales y de su comportamiento anacrónico, Laura entendía que, en ciertas ocasiones, había que obrar de acuerdo con aquellos principios ancestrales que determinaban con tajante firmeza lo que es bueno y lo que es malo, sin ambigüedades. De todos modos, ya comenzaba a retribuir el favor había mandado llamar a Mario Javier para instruirlo acerca de la postura que adoptaría
La Aurora
con respecto a las próximas elecciones presidenciales.

—Mi madre está muy enfadada contigo —manifestó Eduarda.

—¿Por qué?

—Leyó el último capítulo de
La gente de los carrizos,
donde aseguras que el cacique Mariano Rosas es hijo ilegítimo de mi tío Juan Manuel.

—Eso aseguraba la cacica Mariana, la madre de Mariano Rosas.

—Mi madre asegura que es una calumnia.

—Doña Agustina —dijo Laura con gracia— no debería ofenderse tan fácilmente cuando de la moralidad de su hermano se trata. ¿Acaso ella desconoce el rol que jugó la pobre Eugenia Castro durante años en la quinta de San Benito? ¡Le dio siete hijos, por Dios Santo! Todos sobrinos de ella y primos hermanos tuyos.

—En mi casa nunca se habla de Eugenia Castro —admitió Eduarda.

—Pues deberían ocuparse de esa pobre mujer. Ella y sus hijos han vivido prácticamente de la caridad desde el 52. La vida ha sido muy dura con ella. Tu tío le robó la niñez y la juventud, y la dejó sola en el peor momento con una caterva de niños. Discúlpame, Eduarda, eres la última persona con la cual deseo ser dura, pero me irritan las hipocresías. Doña Agustina ya debería saber que su hermano no sólo fue apasionado en su lucha contra los unitarios.

—¿Qué noticias hay de Lezica? —preguntó Eduarda, y Laura respeto que deseara acabar con el tema de la personalidad de su tío Juan Manuel.

—Esta mañana vino a verme el comisario Cores, que esta a cargo de la investigación. Parece que Lezica cruzó el río y ahora está en Montevideo. No presenté cargos, sólo detallé los hechos. Todo se ha resuelto muy convenientemente para mí y eso es lo que cuenta.

—Intentó asesinarte, Laura.

—Estaba borracho Además, yo lo había llevado a un extremo crítico al amenazarlo con develar su matrimonio secreto con esa muchacha del campo. Su reacción fue lógica, máxime entrado en copas como estaba.

—El señor Lezica resultó un cretino. Bien engañados nos tenia a todos.

—No presentaré cargos —reiteró Laura—. No quería destruir a Lezica, ni siquiera ahora es mi intención hacerlo a pesar del espectáculo de anteanoche. Solamente quería que dejara de lado la estupidez del matrimonio con Pura. Eso está logrado. Que cada uno prosiga con su vida. Mi abogado, que estuvo presente durante la visita del comisario Cores, me explicó que la policía y la Justicia actuarán de oficio, más allá de que yo presente cargos o no. Pero ya sabes que, si no hay quien instigue desde afuera, estas causas terminan por languidecer y finalmente por desaparecer. Lezica tiene muchos amigos en el gobierno. Alguno lo ayudará para que la causa languidezca más temprano que tarde.

—Te has convertido en un paladín de nuestro sexo —expresó Eduarda—. Aunque muchas mujeres callen para no enfadar a sus maridos, sé que te admiran por tu valor y desenfado. Algunas ya se preguntan cuál será tu próxima víctima entre los hombres, tu próxima hazaña.

Laura suspiró y bebió un trago de té. De repente, Eduarda le notó el cansancio en la mirada; había algo de melancolía también.

—No más hazañas. No me resultan divertidas. Lo cierto es —dijo, y su voz pareció debilitarse— que he sido demasiado independiente. Ahora desearía que me mimasen y que me protegieran. Ya me cansé de luchar sola, Eduarda.

María Pancha anunció a la señora Lynch, y Laura le indicó que la hiciera pasar. Eugenia Victoria no venía sola; la acompañaba su cuñada, Esmeralda Balbastro. Mientras le extendía una taza de té, María Pancha miró a los ojos a Esmeralda y logró desconcertarla; se suponía que el servicio doméstico no se tomaba la atribución de mirar a los ojos a los patrones; la sumisión era requisito
sine qua non.
Aunque, tratándose de la sirviente personal de la señora Riglos, podía esperarse que saliera de lo usual. En tanto, María Pancha pensaba: «Algún día le diré a esta muchacha que ella y yo somos parientas». La madre de María Pancha Sebastiana Balbastro, había sido prima hermana del abuelo de Esmeralda. A diferencia de Laura, ella apreciaba a la viuda de Romualdo Montes y no entendía el origen del encono; Esmeralda siempre demostraba que la quería y admiraba. Celos, tal vez, pues Laura había estado medio enamorada de su primo mayor.

A Laura la incomodó la presencia de Esmeralda. Si bien nunca le había caído en gracia, desde que ella y Lorenzo Rosas eran más que buenos amigos la inquina se había acentuado. Mostró elemental cortesía y se cuidó de no mirarla ni hablarle. Esmeralda, por su parte, se limitaba a escucharla y estudiarla para luego elaborar un informe acertado para Lorenzo, que le había pedido que concurriera a la casa de la Santísima Trinidad para interiorizarse del estado de su dueña. Pues bien, Laura lucía magnífica, como siempre. Aunque una mirada más intensa y aguda habría descubierto que el esplendor de meses atrás se había opacado; que la majestuosidad y el rigor que inspiraba parecían ausentes de su porte, que ya no intimidaba ni causaba miedo, y, lo que era más curioso, parecía haber perdido el interés en hacerlo. Una sutil pero perceptible transformación se había operado en ella. Eso también le diría a Lorenzo.

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