Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (51 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—Algo más sucedió que lo ha puesto como loco, María Pancha. El senador Cambaceres le dijo que fue Laura quien le pidió al general Roca que emitiese el salvoconducto para ingresar en Martín García.

—¡Santo Dios!

—Tenemos que avisar a Laura de inmediato —urgió Esmeralda—. Ella tiene que venir a Buenos Aires. El señor Rosas habla de regresar a París. He tratado de disuadirlo, de decirle que sólo son rumores, pero no he conseguido hacerlo entrar en razón. La ira lo consume, el rencor lo vuelve ciego. En un instante, Laura se ha vuelto su enemigo. No la nombra, la llama “ella”, como si mencionarla le pesase. Por momentos su furia me da miedo, María Pancha.

—A mí no —aseguró la criada, mientras se quitaba el mandil—. Llegó la hora, señora Esmeralda, de hablar con la verdad. Ese indio mal avenido va a tener que escucharme. ¡Eusebio! ¡Eusebio! —gritó, pero no obtuvo respuesta, y enseguida se acordó de que le había dado el día libre.

—Vamos, María Pancha, cámbiate. Te llevaré en mi coche.

—No habría esperado menos de usted, señora. Una Balbastro de pura cepa —remató la negra.

Después de dejar lo de Beaumont, Nahueltruz Guor caminó por la calle de la Florida hasta llegar a la Plaza de Marte, un sitio solitario y pantanoso en el extremo norte de la ciudad al que habían renombrado “San Martín” el año anterior. A pesar del largo trayecto, no experimentaba cansancio ni sed ni hambre; se había aletargado, caminaba sin sentir las piernas, veía sin mirar, oía sin escuchar, respiraba sin percibir los olores, recordaba sin pensar. Su cuerpo se había separado de él haciéndolo perder contacto con aquello que lo rodeaba. Su padecimiento no era físico, pero la angustia le dolía en el pecho.

Poco a poco los razonamientos afloraron con más claridad, y su mente repasó los eventos uno a uno, buscando la justificación que lo redimiera del tormento. Se acordó de la enemistad entre Dolores Montes y Laura, y se aferró a la posibilidad de que se tratase de una calumnia. Pero no podía deshacerse de las expresiones afligidas de Eugenia Victoria y de Esmeralda, que habían intentado acallar a Dolores pero jamás desmentirla.

—¿Por qué no gritaron: «¡Es mentira, es mentira!»? —exclamó, y su voz pareció elevarse y propalarse en la quietud del lugar—. ¿Por qué? ¿Por qué, Laura? ¿Por qué?

Un lord inglés. Un noble emparentado con la casa de Inglaterra. Un hombre muy rico que venía para llevársela. Cuando creyó que por fin la tenía, Laura volvía a escurrírsele de las manos, daba un brinco, subía más alto; el escollo que le tendía era cada vez más difícil de sortear. Laura era inalcanzable, superior. Laura era una estúpida obsesión. Pero también era su vida, su pasión, su fuerza.

Pensaba mal de ella y un instante más tarde la justificaba. Algunas circunstancias la acusaban, otras la exoneraban. Estaba volviéndose loco con tanto elucubrar. No podía condenarla sin escuchar su versión. Deseaba creerle, su corazón se encontraba predispuesto, no soportaría separarse de ella. Un lord inglés, volvió a pensar, un noble emparentado con la casa de Inglaterra, un hombre muy rico. ¿Cómo podía él enfrentar a alguien así?

Esmeralda Balbastro lo aguardaba en su casa. Él estaba cansado, se sentía sucio y desaliñado. Le pidió que se marchara, pero Esmeralda se empecinó en que iba a hablar. Guor le lanzó un vistazo malévolo, descargando en ella su furia y, aunque sabía que actuaba injustamente, no tenía intención de controlarse. Podía matar a un inocente en ese instante y no experimentar remordimientos. Se sirvió una copa y se echó en la butaca del escritorio.

—Sólo quiero que respondas a una pregunta y que después te marches —dijo, e hizo fondo blanco—. ¿Es verdad que está comprometida en matrimonio con ese lord inglés?

—Creemos que sí —dijo Esmeralda, y Guor estrelló la copa contra la pared—. ¡Por favor, Lorenzo! No actúes como un... —Esmeralda se detuvo y él completó:

—¿Como un salvaje? —mientras se servía más brandy—. ¡Eso es lo que soy, Esmeralda! Un salvaje. Un inmundo salvaje.

Esmeralda corrió hacia él y le tomó el rostro entre las manos.

—Querido —le suplicó—, por favor, querido mío, no te lastimes, no te hagas daño. Eres un gran hombre, ¿qué diantres importa tu origen si hoy eres lo que eres?

Nahueltruz apartó la cara bruscamente.

—¡Bah! —se irritó—. Para ella siempre seré un indio.

—Eres injusto con Laura —terció Esmeralda, pero cuando Nahueltruz levantó la mano en señal de amenaza, decidió no seguir defendiéndola.

Se quedaron en silencio; Nahueltruz fijaba la vista en el contenido de su copa sin parpadear; Esmeralda lo miraba a él con creciente alarma.

—¿Laura no te había comentado acerca de lord Leighton? —se animó a preguntar, y Nahueltruz negó con la cabeza.

—¿Qué sabes de él?

—No mucho —admitió Esmeralda—. Se sabe que es el agente de negocios de Laura en Inglaterra y que su padre era íntimo amigo del general Escalante. Algunos dicen que eran miembros de una importante logia masónica. Estuvo en Buenos Aires hace más de dos años, apenas fallecido el doctor Riglos. Se especuló mucho en aquella oportunidad, como siempre cuando atañe a la viuda de Riglos, pero lord Leighton regresó solo a Inglaterra y las murmuraciones se acallaron prontamente. Ahora que ha regresado, justo al cumplirse los dos años de luto, la gente habla.

—¿Es cierto que están en San Isidro?

—Sí, es cierto. Eugenia Victoria me comentó que Laura tomó esa decisión para alejar a los Leighton de los porteños, que se habían vuelto insufribles. Ya sabes, Lorenzo, todos quisimos romper las cadenas que nos ataban a la monarquía de España en el 10 y adherimos a las máximas de la revolución en Francia, pero cuando nos dicen que estamos en presencia de un noble europeo, que para peor está de algún modo emparentado con la corona de su país, nos da un vahído de emoción.

—Entonces —dijo Guor—, se fue de la ciudad para protegerlo, para preservarlo de la molesta gentuza. Su abnegación por el bienestar de su futuro esposo es admirable.

—Lorenzo, por favor, nadie sabe con certeza si están comprometidos. Es un misterio.

—¡Vamos, Esmeralda! —prorrumpió Nahueltruz, y se puso de pie para escanciar brandy otra vez—. Su tía Dolores lo admite ¿Por qué tendría que ser mentira?

—Porque Dolores odia a su sobrina —razonó Esmeralda.

—¿Y qué mal hace comentando acerca de un compromiso tan favorable?

—No lo sé, no lo sé. Quizás Dolores sospecha que entre Laura y tú existe un romance y quiso lastimarte. Lastimándote, la lastima a ella. Sembrando cizaña entre ustedes, la perjudica a ella. ¿No te das cuenta, Lorenzo? ¿No lo ves?

—Tu razonamiento es impecable excepto por una hipótesis errónea que hace que se desmorone. Dolores Montes no sabe nada acerca de lo nuestro. Sólo tú, Eugenia Victoria y María Pancha lo saben. Ni siquiera se lo he confesado abiertamente a Blasco.

Guor se dejó caer en la silla y bebió de un trago.

—Demasiadas mentiras, demasiadas —dijo, muy abatido.

—Laura te ama, Lorenzo.

—Quizás, pero eso no es suficiente. No confío en ella, Esmeralda. Me habla y pienso: «¿Está diciéndome la verdad?» ¿Cómo puedo mantenerla a mi lado si no confío en ella? Desde el primer momento, desde el día en que la conocí en Río Cuarto, desconfié de su naturaleza.

—¿Por qué seguiste adelante con el romance, entonces?

—Ah. Porque estaba tan llena de fuego, era tan imprudente y obstinadamente valiente. Me excitaba tanto y al mismo tiempo me inspiraba ternura porque era una niña bajo todas esas pretensiones. Era distinta a las mujeres que había conocido. Fui su primer hombre, Esmeralda. Nadie la había tocado antes que yo. Me fascinó, me enojó, me volvió loco. La amé con desesperación desde el momento en que puse los ojos sobre ella. Fue como una especie de enfermedad. Lo es todavía hoy.

Después de ese discurso, ambos permanecieron callados, Nahueltruz repasando algunas escenas de los días en Río Cuarto, y Esmeralda contemplándolo con extrañeza porque le parecía que, por momentos, sus labios se sesgaban en una pálida sonrisa.

—¿Sabías que fue ella quien consiguió el permiso para entrar en Martín García?

—¿No lo consiguió el senador Cambaceres? —se extrañó Esmeralda.

—Roca firmó el salvoconducto porque ella se lo pidió.

—¿Cómo lo supiste?

—El mismo Cambaceres me lo dijo.

—Ya sé lo que estás pensando, Lorenzo, pero debes tener en cuenta que no hace falta ser la querida de alguien para conseguir un salvoconducto.

Nahueltruz estaba exhausto y bastante entrado en copas. No deseaba seguir hablando, quería sumirse en la lobreguez de su pena y, con la botella a mano, esperar a que el alcohol surtiera efecto.

—Déjame solo, Esmeralda.

—¿Qué vas a hacer ahora, Lorenzo? Tienes que hablar con Laura, ella tendrá una explicación.

—No tiene sentido, no le creeré.

—¿Qué vas a hacer, entonces?

—No sé, no quiero pensar, no me molestes. Volveré a París, quizás, junto a Geneviéve. Ella jamás me traicionaría.

—Pero tú no amas a Geneviéve, tú amas a Laura. ¡Ella es tu vida, Lorenzo! No seas necio.

Nahueltruz se puso de pie tan bruscamente que Esmeralda se movió hacia atrás con un sobresalto.

—¡Déjame en paz, Esmeralda! ¡No quiero que vuelvas a nombrarla enfrente de mí! Ella no es mi vida sino mi muerte. ¡Déjame solo! ¡Solo!

Cayó vencido en la silla, se aferró la cabeza con las manos y apoyó los codos en el escritorio.

—Por favor —repitió, de buen modo—, déjame solo, por favor.

Esmeralda dejó la casa de Nahueltruz y, antes de trepar en su landó, ya había tomado la decisión de visitar la Santísima Trinidad para poner sobre aviso a Laura de la tormenta que irremediablemente sobrevendría. Fue en esa instancia en que se topó con María Pancha y, sin ambages, le expuso los hechos que provocaron en la criada el impulso de arrostrar al hombre que tenía potestad absoluta sobre el destino de su niña. Subieron al landó de Esmeralda, que aguardó en silencio una indicación de María Pancha para dar la orden al cochero.

CAPÍTULO XXVIII.

Corazón de piedra

A Esmeralda le sorprendió que María Pancha le indicara que, antes de ver a Lorenzo Rosas, irían al lejano barrio de San José de Flores. Aunque comenzaba a oscurecer, Esmeralda no se atrevió a objetarla. Durante el trayecto, María Pancha se perdió en sus cavilaciones y no habló siquiera una vez. Hizo detener el coche frente al polvorín y entró en un chalet de buena prestancia. Al cabo, regresó en compañía de una mujer joven, de tez más bien oscura y rasgos nativos, aunque bien vestida, a quien no se molestó en presentar. Esmeralda inclinó la cabeza en señal de saludo y la mujer hizo lo propio. María Pancha también guardó silencio durante el viaje a la calle de Cuyo, pero, cuando el coche se detuvo frente a lo de Rosas, se volvió a la mujer joven y le dijo:

—Loretana, espérame aquí, junto a la señora Esmeralda. Yo te llamaré cuando sea necesario —y bajó del coche.

Doña Carmen le dijo que el señor Rosas estaba indispuesto y que no recibiría esa noche. María Pancha terminó de entrar en el vestíbulo y repitió que quería verlo.

—A menos que usted me diga que el señor Rosas acaba de morir, hablaré con él en este mismo momento.

Doña Carmen se hizo la señal de la cruz repetidas veces y desapareció al trote. Poco después le pidió que la acompañara al despacho. Ahí lo encontró María Pancha, apoltronado en un sillón. Tenía una copa llena en la mano y la botella estaba vacía.

—Traiga café —le ordenó a doña Carmen.

—¡Usted en mi casa no da órdenes! —vociferó Nahueltruz con dificultad.

—¡Traiga café le he dicho!

Doña Carmen obedeció. María Pancha se acercó al bargueño donde estaban las bebidas, tomó una jarra de vidrio y arrojó el agua en la cara de Nahueltruz, que tosió y escupió entre maldiciones.

—Ahora vaya —indicó la negra— y adecéntese usted, que está por hablar con la que fue como una hermana de su madre.

Nahueltruz, desparramado y empapado en el sillón, la miraba con ojos desorbitados.

—Vamos —apremió—, que tengo mucho para decirle. Créame, señor Guor, usted querrá escucharme.

Se levantó del sillón y, tambaleando, abandonó el despacho. Regresó doña Carmen con el café y a continuación apareció Nahueltruz, que se había peinado y cambiado la camisa, incluso olía a lavanda.

—Beba esto —dijo la negra, y le extendió la taza—. Beba —insistió, ante la reserva de Guor. A doña Carmen le ordenó—: Afuera, y que nadie nos moleste.

Nahueltruz sorbía el café sin quitar la vista de María Pancha, entre enfadado y complacido. Le gustaba María Pancha, siempre le había gustado, le agradaba que le hablara de su madre; por alguna extraña razón, la respetaba y admiraba, y habría deseado granjearse su cariño. El café le sentó bien, y cambiarse y asearse le habían devuelto en parte la compostura. Le señaló a María Pancha una silla, pero la mujer se negó. Ella dijo en cambio:

—Usted siéntese, que tiene para rato. Yo, lo que tengo que decir, lo diré de pie.

—No sé si quiero escuchar lo que vino a decirme. No quiero hablar de ella. Para mí...

María Pancha le indicó que se callase. Nahueltruz suspiró profundamente y se sentó.

—Yo siempre digo, señor Guor, que el diablo sabe más por viejo que por diablo. Y yo soy vieja y he vivido y visto mucho. Usted ha de saberlo, porque seguramente su madre le debe de haber contado de mi, que ella y yo éramos como carne y uña. Como le digo, he pasado por mucho, he conocido toda clase de gente, he lidiado con la maldad, pero también con la bondad. Por eso tengo autoridad para decirle que en mis muchos años jamás he sido testigo de un amor tan grande como el que mi niña Laura siente por usted. Usted a mí no me gusta, señor Guor, eso es algo que no debe de sorprenderlo porque no soy mujer que acostumbra disfrazar lo que siente y piensa. Usted es el hijo de aquel diablo que fue Mariano Rosas, que me quitó la mitad del corazón el día que cautivó a Blanca. Pero, a pesar de eso, aquí me tiene, bajando la cresta, porque mi niña Laura se va a morir cuando se entere de que usted duda de su lealtad. Porque sepa que de amor también se muere, que fue lo que mató a su madre. ¡Que vaya uno a saber por qué designio divino amó tanto a ese demonio que era su padre! Y usted, que lleva en la sangre el orgullo, la venganza y el odio de los ranqueles, va a terminar por matar a mi Laura si no deja de lado su resentimiento y la perdona.

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