Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (54 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Laura seguía llorando y pensando. En especial, recordaba las palabras del coronel Mansilla cuando reseñó en su
Excursión a los indios ranqueles
que «en cuanto a los muertos, tienen por ellos el más profundo respeto. Una sepultura es lo más sagrado. No hay herejía más grande que desenterrar un cuerpo». El padecimiento de Nahueltruz y de su familia debía de ser atroz. Una llaga más que se sumaba al corazón lastimado de los Guor. «Tengo que estar con él, necesito estar con él», se decía, pero no lograba reunir el coraje para dejar la silla e ir a la casa de Cuyo.

—Tu madre —habló María Pancha— me ordenó que viniera a buscarte. Me ha dicho que, cualquiera sea el asunto que te mantiene ocupada, lo dejes y regreses al comedor.

De vuelta en la mesa, lo primero que atrajo su atención fueron los ojos azules de Esmeralda que la seguían con intensidad. La fastidiaba que esa mujer supiera los detalles; sobre todo, le daba celos que Nahueltruz le hubiera confiado intimidades que sólo a ellos pertenecían. La enfurecía saber que la Balbastro visitaba la casa de los Guor a diario y que nadie le impedía el paso.

Esmeralda le sonrió tímidamente, y Laura se quedó mirándola, desconcertada, descubriendo por primera vez que esos hermosos ojos a los que tanto había admirado su primo Romualdo expresaban sinceridad en ese momento. De inmediato pensó: «Si a ella la dejan entrar, pues lo haré con ella entonces». Luego de los postres, mientras la familia y los invitados compartían un momento en la sala, Laura hizo lo que jamás imaginó: pedir ayuda a Esmeralda Balbastro.

CAPÍTULO XXX.

La tempestad

Esmeralda bajó de su coche y detrás de ella lo hizo Laura, completamente embozada. Doña Carmen se dio cuenta de la fullería cuando ambas mujeres habían ganado la sala.

—¡Señorita Laura! —exclamó—. Usté no debería estar aquí, señorita. Por favor, váyase.

—Doña Carmen, permítame entrar.

—No, no, mejor que no, señorita. Él no está bien y temo que se pondrá peor si la ve a usté.

—Vamos, Carmen —dijo Esmeralda, en tono conciliador—, déjanos pasar. Si Nahueltruz nos pide que nos vayamos, nos iremos sin tardar.

—¿Cómo está doña Mariana? —se interesó Laura, camino al despacho.

—Y, mal —respondió la india—. Le profanaron la tumba del hijo que más quiso. Está mal —repitió.

Nahueltruz presentaba la traza de un demente. Resultaba palmario que habían pasado días desde su último baño y muda de ropa. Tenía los párpados hinchados por falta de sueño y los ojos vidriosos y enrojecidos a causa del alcohol. De todos modos y a pesar de que sus sentidos estaban embotados, sólo le tomó un instante reaccionar a la presencia de Laura. Se precipitó sobre ella con furia asesina de manera tan intempestiva y veloz que Laura quedó paralizada bajo el umbral viendo cómo esa mole se abalanzaba sobre ella.

—¡No, Lorenzo! —gritó Esmeralda, y trató de detenerlo interponiéndose entre él y su víctima, sujetándolo con fuerzas ineficaces frente a los músculos de acero de Guor, mientras ocupaba su último aliento en ordenarle a Laura que abandonara la casa de inmediato.

Pero Laura permaneció quieta en el mismo sitio, extrañamente atraída por una furia expresada en gestos e insultos desconocidos para ella. Su impasibilidad lo atizaba, y los esfuerzos de Esmeralda demostraron que pronto serían vanos. Sólo razonar que podía perder al bebé si caía en manos de él la hizo marchar hacia atrás y soltar un gemido angustioso. La respiración se le volvió fatigosa y sintió que se mareaba. Pensó: «En mi estado, no debería usar corsé».

Atraídos por el griterío, Miguelito y Blasco se presentaron en el despacho y consiguieron someter a Nahueltruz, que, luego de resistirse un momento, terminó por deponer su actitud rabiosa. Tenía los labios comprimidos, húmedos de violencia, y caminaba de un extremo al otro tratando de recuperar el aliento. Por fin, se detuvo y la miró fijamente a los ojos.

—Quiero que salgas de mi casa —ordenó.

—Nahueltruz —susurró ella—, por favor, querido, tenemos que hablar. Quiero explicarte...

—¿Explicarme? —bramó—. ¿Qué quieres explicarme? ¿Cómo te revuelcas con mi peor enemigo? ¿Cómo le dices «te amo» al que exterminó a toda mi familia? ¡Al que mandó profanar la tumba de mi padre!

Laura se llevó las manos al rostro y rompió a llorar. Guor hizo un chasquido de hartazgo con la lengua y se alejó hacia su escritorio, pero no se sentó. Una poderosa energía lo mantenía de pie y más despierto que en días. Apoyó ambas manos sobre el escritorio y dejó caer la cabeza entre sus hombros. Sólo escuchaba el llanto de Laura. De repente, experimentó un agobio incontrolable.

—Por ti —dijo, con acento lúgubre y pausado —me convertí en esto que soy, renegando de mi propia sangre, de mi propia gente, para demostrarte que yo también podía merecerte como el doctor Riglos. Y me doy asco, porque lo hice por una cualquiera que no vale nada...

—¡Lorenzo! —intervino Esmeralda, pero un vistazo la hizo callar.

Miguelito y Blasco eligieron no contradecirlo.

—Lo hice por una cualquiera —recomenzó—, por alguien que no merece ser amada. Lo hice por una traidora —dijo, y golpeó el escritorio, provocando un respingo a quienes lo rodeaban—. ¡Maldito el día que mis ojos te vieron! ¡Maldito ese día!

Luego de esas duras palabras, sólo hubo llantos mal contenidos y respiraciones agitadas. Cuando Nahueltruz volvió a hablar, su voz sonó cansada, como de quien admite la derrota.

—Jamás creí que diría estas palabras, Laura, pero en este momento no queda en mí nada del amor que sentí por ti, sino desprecio y rencor. Ahora te pido que te vayas. No soporto siquiera mirarte.

Laura lanzó un quejido grave y antinatural, y se desvaneció. Al volver en sí, estaba en el interior de un coche, camino a la Santísima Trinidad. Esmeralda sostenía sales aromáticas bajo su nariz y le daba palmaditas en la mejilla.

—Ya todo pasó, Laura. Ya estás a salvo —le aseguró, y Laura se sintió inexplicablemente reconfortada.

Días después, Blasco regresó a la Santísima Trinidad y pidió hablar con la señorita Laura. María Pancha salió a atenderlo.

—No puede ver a nadie, Blasco —manifestó la criada—. El médico le ha dicho que debe guardar reposo y estar tranquila. ¿Qué sucede? ¿Qué necesitas?

—¿El médico? —se extrañó Blasco—. ¿Le pasó algo malo a la señorita Laura?

—Sí —afirmó María Pancha—. Le pasó de malo que se enamoró de tu protector. El doctor Wilde ha dicho que sufrirá un colapso si no reposa y se olvida un poco.

—Entiendo. Vine aquí —comenzó a explicar el muchacho— porque no sabía a quién recurrir. Nahueltruz sale esta noche hacia Río Cuarto, y ni siquiera su abuela Mariana ha conseguido torcerle la voluntad. Temo que vaya a cometer una locura.

—¿Como matar al coronel Racedo? —sugirió la criada, y Blasco asintió—. ¡Indio necio!

—No sabemos qué hacer.

—Por el momento —dijo María Pancha—, no quiero que Laura sepa una palabra acerca de este viaje, ¿entendido? —Blasco volvió a asentir—. Lo único que se me ocurre es enviar un telegrama al padre Agustín y advertirle que Guor llegará a Río Cuarto y que debe convencerlo de desistir de sus intenciones. Seguramente el padre Agustín ya se enteró de la bonita hazaña de Racedo y atará cabos. ¿Cuándo crees que llegue Guor a la villa?

—Irá en tren —informó Blasco—, en el Central Argentino, que hace escala en Río Cuarto antes de seguir para Mendoza. Supongo que llegará mañana por la tarde.

—Bien, no hay tiempo que perder. Ahora mismo despachas el telegrama y no te olvides de repetir las palabras tal y como yo te las dije.

—Que el señor Guor —expresó Blasco— llega a Río Cuarto mañana y que debe convencerlo de desistir de sus intenciones.

A Laura no la golpeó tanto lo que Nahueltruz le dijo sino cómo lo había hecho, sereno y decidido. Habría preferido que lo vociferara en un arranque de ira, así se habría tratado de una baladronada sin fundamento. En ese modo medido, en cambio, sus palabras habían expresado la verdad de su corazón. Sólo cuando dormía, Laura lograba deshacerse de la voz de Nahueltruz, profunda y lúgubre, hastiada y resignada, cuando le dijo lo que le dijo. Se tapaba los oídos, hablaba en voz alta, leía, pensaba en algo que le gustara, pero en vano, la voz repetía una y otra vez las palabras más duras que alguien le hubiera dirigido jamás.

El riesgo de perder a su bebé la mantenía quieta, gran parte del día en cama. De lo contrario, habría hecho muchas cosas, entre ellas, visitar al general Roca y exigirle que ordenase al coronel Racedo devolver los restos del cacique Rosas adonde pertenecían. Habría regresado a lo de Nahueltruz, aun a riesgo de salir lastimada de nuevo, para imprecar su perdón de rodillas. No le quedaba dignidad ni orgullo, no los necesitaba. Sólo quería que Nahueltruz volviese a ella porque no soportaría lo que seis años atrás, no le quedaban arrestos.

De todas las emociones, principalmente la embargaba la incredulidad pues no se avenía a creer que Nahueltruz hubiera terminado con ella. El amor que se profesaban no podía terminar, no terminaría nunca. Se trataba de un amor eterno y todopoderoso. Por momentos, el maltrato de Nahueltruz la volvía resentida y buscaba mil argumentos para condenarlo. Incluso, se decía que ella no lo necesitaba ahora que tendría un hijo. En ocasiones, hasta deseaba que él regresara a Paris para no volver a verlo. No quería cruzárselo, no toleraría su ultraje ni su desprecio nuevamente. Y luego, una mañana, cuando despertaba melancólica, todo volvía a comenzar y los verdaderos sentimientos dominaban su ánimo por completo.

A veces se decidía a confesarle que esperaba un hijo. Se levantaba, se cambiaba y, a punto de dejar su dormitorio, las ínfulas la abandonaban y se llenaba de temores. Sobre todo le temía a Nahueltruz Guor. Le temía porque era de las pocas personas que contaba con la potestad de herirla profundamente.

María Pancha opinó que Guor tenía que saber que iba a ser padre.

—Lo más probable —dijo Laura— es que me diga que este niño no es hijo suyo. Y no estoy preparada para escuchar eso, María Pancha. Además, no quiero chantajearlo con mi embarazo, no quiero que vuelva conmigo por eso.

—Nadie habla de que regrese contigo —manifestó la criada—. Tan sólo de que se haga responsable del niño y que le dé su nombre

—Yo me haré responsable de él y le daré mi nombre, el nombre de mi padre, que fue un gran general de la Nación.

—Que en paz descanse —musitó María Pancha, y no insistió con los derechos de paternidad de Guor.

Si María Pancha hubiera estado en la Santísima Trinidad esa tarde, Eduarda Mansilla no habría conseguido ver a Laura. Pero María Pancha había salido de compras y la doméstica a cargo la dejó pasar. Laura la recibió en el
boudoir
con el cariño de siempre. Eduarda la besó en ambas mejillas disimulando la impresión que le causaron el aspecto descarnado de su semblante y la tristeza que trasuntaban sus ojos negros. Como de costumbre, Laura trató de ocultar su pena, y habló mucho y rápidamente. Eduarda la escuchaba con paciencia y sonreía.

—Tu madre lucía radiante el día de su boda. ¿Qué sabes de ella?

—Nada aún —expresó Laura—. Supongo que está disfrutando de su viaje de bodas en Río de Janeiro. Lord Edward dice que es una ciudad maravillosa.

—A propósito de lord Edward, ¿y los Leighton? —se interesó Eduarda—. Noto la casa muy callada.

—Los Leighton aceptaron la invitación de mi primo José Camilo y partieron hacia La Armonía, la estancia de los Lynch. Hace tiempo que lord Edward desea adquirir un campo en la zona sur de Buenos Aires. Supongo que aprovechará el viaje para lograr su propósito.

—¿Los acompaña Eugenia Victoria?

—No sólo ella, también mi tíos Lautaro y Celina y Esmeralda Balbastro.

—¿Qué me dices de la designación de Pellegrini como nuevo ministro de Guerra y Marina? —preguntó Eduarda, y enseguida reparó en la ignorancia de su amiga—. ¿No lo sabías? ¿No has leído los periódicos últimamente?

—No —admitió Laura—. Sólo hay malas noticias.

—Pues Sarmiento pescó a Roca interviniendo en los asuntos de Jujuy, en la revuelta que hubo contra el gobernador Torino, y lo delató en una reunión de gabinete. Al pobre Nicolás —Eduarda se refería al presidente Avellaneda— no le quedó alternativa y debió pedirle la dimisión. Roca la presentó sin mayores pleitos. Se habla de que piensa dejar la ciudad.

—Haría bien —acotó Laura—. Buenos Aires se ha vuelto demasiado antagónica para él.

—Quien dejó la ciudad fue Lorenzo Rosas —soltó Eduarda.

Laura levantó el rostro y la miró fijamente, y se dio cuenta de que Eduarda sospechaba de su amorío con Nahueltruz. Como no deseaba mencionarlo abiertamente, comentó con desinterés:

—Habrá regresado a París. ¿No me dijiste que tiene una mujer que lo espera allá?

—Pues sí, tiene una mujer que lo espera allá. Geneviéve Ney se llama. La primera bailarina del Palais Garnier. Pero no, Lorenzo no ha regresado a París. Para sorpresa de todos, ha viajado a Río Cuarto. —Laura permaneció callada, y Eduarda prosiguió—: Salió hace días, entre gallos y medianoche, sin despedirse siquiera de Armand, que quedó muy preocupado pues pensaba regresar a Francia a mediados de noviembre y no sabe si Lorenzo estará de regreso para esa fecha.

De vuelta del mercado, María Pancha se topó con Laura en la cocina.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás levantada?

—Me ocultaste que Nahuel viajó a Río Cuarto, ¿verdad?

María Pancha comenzó a vaciar la canasta con aire de fastidio. Laura la aferró por las muñecas y la sacudió levemente.

—Todo este tiempo supiste que él viajó a Río Cuarto y me lo ocultaste, ¿no es verdad? ¡Vamos! Contéstame.

—Viajó hace más de una semana —admitió la criada.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Acaso te has vuelto loca para ocultarme una información de tanta importancia?

—El doctor Wilde dijo...

—¡Al diablo con el doctor Wilde! Hoy mismo partimos hacia Río Cuarto. Ya mandé a Eusebio a comprar los boletos para el tren y también le dije que enviara un telegrama a Agustín anunciando nuestra llegada.

—De ninguna manera harás ese viaje —se planto la negra—. Podría costarle la vida a tu hijo.

—Iré a Río Cuarto así tenga que hacerlo a pie, ¿está claro?

—¿Tan desnaturalizada te has vuelto que no piensas en el bienestar de tu bebé?

—Porque pienso en el bienestar de mi hijo es que voy a ir detrás de su padre para salvarlo de cometer una gran tontería.

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