Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (49 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Al final del segundo día Laura decidió que su familia, los hermanos Leighton y ella pasarían unos días en la quinta de San Isidro. Necesitaba paz, tenía que alejarse de la anarquía y el delirio en los que había caído la sociedad de Buenos Aires, se marcharía para preservar a lord Leighton, pero también para aplacar los dimes y diretes que terminarían por perjudicarla. Además, no enfrentaría a lord Leighton en medio de tanta agitación, él merecía una explicación que ella sólo podría darle si tomaba distancia y coraje. María Pancha permanecería en la Santísima Trinidad, atenta al regreso de Nahueltruz, apenas conocido su arribo a Buenos Aires, enviaría palabra a San Isidro. Con la excusa de un asunto urgente, Laura dejaría atrás a lord Leighton y a su familia para reencontrarse con él. No quería a Nahueltruz y a Leighton en la misma ciudad.

—¿Pretendes que me marche a San Isidro en las vísperas de mi boda? —se quejó Magdalena—. Todavía queda tanto por hacer.

—No queda nada por hacer —objetó Laura—, todo está listo, nuestros trajes, la ceremonia, la comida, todo —insistió—. Además, María Pancha permanecerá en la Santísima Trinidad para ultimar detalles. Le vendrían bien unos días de descanso antes de la boda. Luce muy intranquila. Sus ojeras delatan que no duerme. No tendrá buena cara el día más importante. Usted conoce el efecto que San Isidro ejerce sobre su ánimo. Regresará completamente cambiada, descansada y tranquila. Si le parece apropiado, puede pedirle al doctor Pereda que nos acompañe.

Doña Ignacia y Soledad también despotricaron, remisas a partir después de haberse convertido su casa en el salón más concurrido y los Montes en la familia más envidiada. La temporada prometía la pompa de los años de la baronesa Pilarita. Sin embargo, cuando Laura amenazó con marchar a San Isidro llevándose al motivo y centro de tanto jaleo, las mujeres consintieron en seguirla.

La idea de unas vacaciones en el campo complació a lord Edward, que en su Inglaterra natal prefería la finca de Devon a su astillero en Liverpool o a la mundanal Londres. Él sostenía que la naturaleza y las costumbres simples y relajadas propiciaban el bienestar y la buena voluntad entre la gente. Necesitaba tratar a Laura, cortejarla, seducirla y conquistarla. La había notado esquiva, le rehuía la mirada y, en dos ocasiones, había evitado quedar a solas con él. En el campo, encontraría el momento para hablar con ella y elevarle nuevamente su propuesta. Él mismo buscaría sosegarse. No actuaría precipitadamente como tantas veces en el pasado.

Más allá de los años transcurridos, todavía resonaban en su mente las súplicas del viejo lord Leighton cuando lo instaba a abandonar la descabellada ocurrencia de partir hacia Crimea para alistarse en una guerra absurda e innecesaria; él, creyéndose inmortal y dueño de la verdad, desoyó a su padre y se enroló en el ejército de Su Majestad para combatir a los rusos. Edward jamás imaginó que algún día vería las visceras de su mejor amigo desparramadas en el suelo, o que escucharía alaridos tan desgarradores, o que el olor de la sangre y el de la pólvora le producirían arcadas, o que el humo de los cañones lo dejaría prácticamente ciego y sin aliento en pleno campo de batalla. Su idea romántica de la guerra se dio estrepitosamente de bruces aquel día del 54 durante la batalla de Balaklava, y pudo haber muerto cuando una bayoneta rusa se hundió en su costado.

Edward tampoco sabia por qué se había casado con Charlotte Hamilton, condesa de Exeter. Quizás, después de los horrores de Crimea, lo atrajeron su timidez, su recato y suavidad como también sus fuertes convicciones religiosas que se oponían a todo tipo de violencia. Se casaron a los pocos meses de conocerse y, desde la misma noche de bodas, Edward supo que se había equivocado. Aunque ella puntualmente quitaba el cerrojo de su habitación los miércoles por la noche y permitía que él se escabullera en silencio y a oscuras para no despertar la conciencia de nadie, Edward jamás había podido verle más allá del ombligo. A Helen le costaba, le dolía, le molestaba, le incomodaba, la asustaba. La luz que permanecía apagada y la manta que los cubría por completo conferían al acto la pecaminosidad que el gesto y los ojos de su esposa denunciaban sin gemidos ni jadeos. Edward terminó dándose cuenta de que odiaba los miércoles. Una noche mandó decir que estaba engripado, otra tuvo una reunión con la logia, otra invitó a cenar al Lord Mayor, y no pasó mucho hasta que las excusas no fueron necesarias. Al cumplirse casi once años de matrimonio, Helen murió tras varios días de padecimientos causados por la fiebre tifoidea.

El desencanto con Helen lo volvió taciturno y antagónico al matrimonio. Verity no cejaba en presentarle amigas y parientas de su esposo en la esperanza de que alguna reavivara el deseo. Todas eran hermosas y cultivadas, pero Edward sospechaba que tras esa apariencia intachable se escondía un ser retorcido y complicado que él nunca llegaría a entender. No lamentaba la falta de una esposa. No la necesitaba. Durante el día se mantenía ocupado con sus variadas actividades sociales y de negocios. El astillero en Liverpool había sido una atinada inversión que requería su presencia casi constante, como también su finca en Devon y sus intereses en Londres. De noche, se divertía en la tertulia de algún amigo o en la sala de su club de la calle Saint James. En cuanto a las necesidades propias de cualquier hombre joven y saludable, él las satisfacía con prostitutas en los burdeles del Soho. Ellas no preguntaban ni cuestionaban, no miraban con espanto o se asustaban; se trataba de mujeres libres y osadas, voluptuosas y apetecibles, que se paseaban desnudas después de copular, siempre ávidas de nuevas prácticas.

Existía un aspecto en Laura Escalante que le recordaba a las prostitutas del Soho, y no se trataba de su apariencia, por el contrario, Laura tenía el porte, las facciones y los modos de una inglesa de alcurnia. El atractivo, en realidad, se hallaba oculto en su temperamento, que cada tanto destellaba en sus ojos de azabache. Laura Escalante lo incitaba de un modo sutil y sofisticado, como espontáneo y desvergonzado era el de las mujeres del Soho ¿Sería posible que una mujer fuera, al mismo tiempo, señora en la mesa y meretriz en la cama?, ¿que una mujer resumiera la condición de respetable esposa que le iba a su posición social y la de amante por la que bramaba su naturaleza? Había tenido que viajar miles de millas, cruzar un océano que lo había humillado dándole vuelta el estómago sin consideración a su abolengo, para descubrir esa sirena de largos cabellos rubios, piel de marfil y exóticos ojos negros que le había hecho volver a desear una compañera para su vida.

Lady Verity encontró la estancia de San Isidro tan inusual como encantadora, y aseguró que las construcciones españolas, si bien menos elaboradas que las francesas o las inglesas, poseían una sencillez en sus líneas que las volvían adorables y pintorescas. Para lady Verity, nada que se relacionara con Laura o su familia tenía defectos; ella encontraba todo, sin excepción, digno de alabanza, ni siquiera la condición de católica de Laura parecía disgustarla y, cuando se enteró de que su futura cuñada escribía folletines y usaba su nombre de soltera para firmarlos, se limitó a decir, con una sonrisa:
“Very interesting, very interesting”.
Esta predisposición de lady Pelham a admirar cuanto se relacionaba con ella hacía más infeliz a Laura.

La primera noche en San Isidro, mientras lady Verity, ayudada por el doctor Pereda, les enseñaba a los Montes a jugar al
whist,
Laura y lord Edward se retiraron a la biblioteca. Laura se acercó al bargueño para servir dos copas, pero lord Leighton le dijo que él lo haría. Laura asintió con una sonrisa y permaneció a su lado mientras él las llenaba. Los alcanzaron las risas de la sala y se miraron con complicidad.

—Parece que su hermana está pasando un grato momento —comentó Laura, y se sentó en un canapé.

—Mi hermana está feliz —manifestó lord Leighton, mientras se acomodaba frente a ella, en un sillón—. ¿Sabe por qué? —Laura negó con la cabeza—. Porque dice que usted es la mujer más hermosa e interesante que ha conocido. Dice que nunca imaginó que tendría una hermana tan maravillosa.

Laura bajó la vista y sorbió el brandy.

—Lord Leighton —dijo.

—Por favor, Laura, llámeme Edward.

—Muy bien, Edward, dígame, ¿cómo marchan mis inversiones en las minas de carbón y en su astillero?

El dinero invertido había crecido considerablemente, y lord Leighton se esmeró en detallar las circunstancias que habían propiciado que tanto la construcción de barcos como el negocio de la hulla y el carbón hubiesen sido rentables en los últimos años. Laura hacía preguntas y emitía opiniones, y lord Leighton se convenció de que esta muchacha argentina tenía más sentido común que algunos de sus asociados.

—Edward —dijo Laura—, he leído recientemente que las condiciones de trabajo en las minas son crueles, que los mineros mueren muy jóvenes debido a las afecciones pulmonares y a la falta de descanso y buena alimentación. Me ha horrorizado un comentario que asegura que, en minas de acceso muy estrecho, son niños los que trabajan. Yo no podría seguir invirtiendo en sus minas si ésta fuera la realidad.

«También por esto la amo tanto», se dijo lord Leighton. Había pensado en Laura Riglos todos los días durante esos dos largos años y en ese instante se daba cuenta de que no se había equivocado en pedirle que fuera la nueva lady Leighton.

—Es cierto —aseguró lord Edward—, las condiciones en muchos casos son deplorables. En nuestras minas, sin embargo, hemos tomado medidas que tienden a mejorarlas ostensiblemente. No contratamos niños, de eso puede usted estar tranquila. Aunque debo decirle que, en no pocas ocasiones, son los mismos padres los que quieren que sus hijos trabajen. En fin, el hambre y la miseria llevan a la gente a proceder con desesperación.

—Sí, es cierto —coincidió Laura.

—Como le decía —prosiguió Leighton—, hemos implementado medidas que, me complace decir, son revolucionarias. Junto a un gran amigo, dueño de una hilandería a orillas del río Tweed, convoqué a médicos e ingenieros para analizar de qué manera podíamos mejorar las condiciones de vida de nuestros trabajadores. Los resultados hasta ahora son satisfactorios. La mortalidad ha descendido notablemente en los últimos dos años. Pero la mejor prueba de que en mis minas y en la hilandería de mi amigo la paga y las condiciones son superiores a cualquier otra de Inglaterra es la larga fila de hombres que, a diario, nos piden trabajo. Pero eso, espero, lo verá usted con sus propios ojos.

—Los propietarios de otras minas, ¿no han tratado de imitarlos? —preguntó Laura.

Lord Leighton rió, y Laura no supo si lo hacía porque ella había deliberadamente obviado su última alusión o por el tenor de la pregunta. Disimuló su desconcierto. Se llevó la copa a los labios y mantuvo la mirada fija en lord Edward.

—¿Imitarnos? —repitió Leighton—. Nada de eso, Laura, nada de eso. Todo lo contrario. Tenemos serios problemas con nuestros pares. Nos llaman revoltosos y agitadores porque las mejoras llegan a oídos de sus mineros que comienzan a exigirles lo mismo para sus minas.

—¿Dónde radica el problema? —se impacientó Laura—. ¿Acaso no es conveniente que los mineros estén sanos y que trabajen mejor y más contentos?

—Los cambios hechos tanto en la hilandería de mi amigo como en mis minas cuestan dinero, Laura, y no todos están dispuestos a bajar sus rentabilidades.

—¡Oh, por Dios Santo! No se les pide que trabajen a pérdida, sólo que bajen un poco la utilidad por el bien de sus empleados. Después de todo, son los mineros quienes les permiten ganar esas fortunas. Sin esas pobres gentes, ¿quién se metería en las minas para sacar el carbón? ¿Ellos? Lo dudo. Arrumaría sus costosos trajes y zapatos. ¿Para qué tanto dinero si finalmente dejamos este mundo con lo que llevamos puesto? —se preguntó.

En ocasión de conocerla, lord Leighton recibió la impresión de que Laura aún padecía por la muerte de su esposo. Se mostraba proclive a la melancolía y a la soledad, generalmente permanecía callada, como desapegada de las cosas de este mundo. Él, sin embargo, había entrevisto bajo ese manto de aflicción un temperamento apasionado y audaz. Sus juicios, su modo de mirar, su avidez por conocer y aprender, la manera en que conducía su casa y a sus miembros, la autoridad con la que se dirigía a la gente, lo llevaron a pensar que la viuda de Riglos, en realidad, era distinta. Dos años desde la muerte de su esposo habían operado maravillosamente en su temperamento. De pronto su verdadera naturaleza, esa que a él lo atraía tanto, comenzaba a asomar.

—Temen —explicó Leighton— que, una vez otorgados ciertos beneficios, los reclamos no tengan fin.

—Pero los mineros mueren y son infelices —se entristeció Laura—. ¿No se dan cuentan de que si presionan y presionan a esas gentes algún día explotarán? ¿Quién desea una nueva revolución francesa? Las revoluciones son siempre sangrientas e injustas. La ira del oprimido es de temer.

La impotencia no la enojaba, más bien la deprimía. Lord Leighton dejó el sillón y se sentó junto a Laura, en otro canapé. Le tomó la mano y se la besó.

—Laura, Laura, por favor, no se apene. No hemos venido hasta aquí para entristecernos sino para estar felices. Lo cierto es que somos poca cosa para solucionar los problemas de todas las personas. Éste es un mundo injusto, Laura, siempre lo ha sido, siempre lo será. Quédese tranquila al saber que las minas en las que usted invierte tratan humanamente a sus mineros y que ellos son más felices que otros pobres desdichados.

—Sí, sí —susurró Laura, y soltó la mano de lord Leighton—. Edward —dijo, pasado un silencio—, quiero hablar con usted. Necesito ser sincera con usted. Quiero contarle la verdad.

—Lo sé todo —expresó, la voz de pronto endurecida—. Pero le aseguro que para mí nada ha cambiado. Sean infamias o verdad, yo a usted la amo profundamente y nada alterará ese sentimiento. Mi propuesta sigue en pie. Aún quiero que sea mi esposa.

La miró con tal intensidad y demanda que Laura carraspeó.

—¿Qué es lo que usted sabe, Edward? —atinó a preguntar.

Leighton sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó.

—Léalo —instó.

Se trataba de un anónimo en el cual se detallaban los amoríos de Laura con «un salvaje desnaturalizado» de las pampas seis años atrás y los más recientes con el ministro de Guerra y Marina, el general Julio Roca, «un hombre casado y con hijos». Tía Dolores ni siquiera se había cuidado de disimular la caligrafía.

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