Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (37 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Guor se acomodó en la butaca, evidentemente apenado. De todo, lo que más lo lastimó fue la frialdad y el dominio con que Laura se expresó. En cuanto al resto, la enigmática reacción los dejó en silencio y a disgusto. Eugenia Victoria, que luego del escándalo en la sala de su casa había terminado por conocer la verdadera identidad del señor Rosas, apretó la mano de su prima en señal de reconvención.

Pura quiso saber acerca de la ópera y abrió su programa.

—Por favor, señor Rosas, traduzca el acto que acabamos de ver. La última parte, me refiero al diálogo entre Violetta y el padre de Alfredo, me resultó tan larga y confusa.

Guor tomó el programa y reprodujo en castellano el extenso diálogo entre Germont y Violetta Valéry. A excepción de Laura, los demás se inclinaban para seguir la lectura, hacían preguntas y comentarios. Laura se sentía ajena e inexplicablemente herida. Pero incluso en esa instancia, seguía maravillándola la metamorfosis de Guor que lo había convertido en ese hombre de mundo tan culto. Esa noche parecía más joven, con su jopo lacio y rebelde sobre la frente cubriéndole el ceño. Sus ojos grises, serios y atentos, se movían rápidamente sobre las páginas del libreto, y se le formaban las líneas verticales alrededor de la boca que Laura conocía tan bien. Y ese ceño, que aparecía cuando pensaba. Eduarda lo ayudaba en la traducción y alternaba con anécdotas que habían compartido en Italia. Laura sintió celos de ella, que lo trataba con tanta familiaridad y lo conocía tan profundamente.

Guor devolvió el programa a Pura y sonrió con sarcasmo.

—Esta historia de Alejandro Dumas siempre me resultó intolerable —dijo, refiriéndose a
La dama de las camelias,
novela en la que se basa
La traviata
—. Si Marguerite realmente amase a Armando Duval jamás cedería al pedido del padre. El sacrificio de Marguerite resulta desmedido e inverosímil y, por tanto, destruye la credibilidad de la historia.

—Es usted un necio, señor Rosas —expresó Laura, y se volvió por completo—, si realmente opina así. El sacrificio por amor existe. Es el verdadero amor el que se sacrifica y ningún otro. Un enamoramiento apasionado, una infatuación desmedida, quedarían hechos trizas ante la menor exigencia de sacrificio. El verdadero amor, en cambio, puede con durísimos embates. Grandes de la literatura han escrito sobre el sacrificio por amor y usted, señor Rosas, se atreve a ponerlo en tela de juicio con tanta liviandad.

—Touché,
Lorenzo —intervino Eduarda con el afán de mitigar, sin mayor éxito, el rigor de su amiga.

—Disculpe, señora Riglos —pronunció Guor—, si con mi opinión he herido su susceptibilidad de mujer romántica.

Nahueltruz todavía contaba con el poder de su mirada. Cuando la miraba así le calentaba el cuerpo y le hacía sentir una creciente excitación. Él había detenido los ojos en la piel de su rostro, que pensó comparable a la tersura de un durazno y a la blancura de una magnolia. Se dijo: «La voy a besar en esa depresión tan sensual en la base del cuello». Le miró los labios después, e, instintivamente, Laura los humedeció con la lengua. Antes de que las luces se extinguieran por completo, Nahueltruz levantó la vista hasta encontrar la de ella, y notó con beneplácito que la frialdad original había desaparecido.

El segundo acto terminó dramáticamente y, luego de un melancólico preludio, comenzó el tercero, en el cual Laura distinguió con claridad, a pesar de la penumbra, los ojos arrasados de Pura. También advirtió la mano de Blasco que se deslizaba subrepticiamente hasta cerrarse sobre la de su amada. Los envidió por ese momento que compartían. «Nunca olvidarán esta noche en el teatro», pensó. No la olvidarían, como ella nunca olvidaría cada día compartido con Nahueltruz seis años atrás. Resultaba difícil creer que él estuviera a pocos centímetros le ella, aunque tan distante como si aún viviese en París. ¿Estaría mirándole la espalda? Podía sentir sus ojos horadándole la piel. ¿O se trataba del deseo de que lo hiciera? La invadió un calor sofocante. De repente le pareció que el palco estaba atestado de gente y que el aire se estancaba. Los acordes trágicos de la orquesta la inquietaron; el canto doliente de Violetta y el desesperado de Alfredo la afectaban de manera intolerable. Se abanicó, se secó el sudor con un pañuelo y volvió a abanicarse. A punto de dejar la butaca para salir al corredor, Guor se inclinó sobre su oído y le susurró:

—Tengo tantos deseos de hacerle el amor, señora Riglos, que me creo capaz de echar a toda esta gente y tomarla aquí mismo, sobre la alfombra del palco.

Laura percibió el roce de sus dedos cuando le corrió apenas la larga trenza para besarle la nuca sobre la parte que la gasa no cubría. Se quedó inmóvil, sujetando la respiración, los ojos fijos en un punto oscuro que poco a poco se tornaba incandescente y la obnubilaba. Su cuerpo reaccionaba como en la época de la virginidad. La fragancia cálida del aliento de Nahueltruz le provocó frío cuando segundos atrás el calor la había agobiado; el contacto de sus dedos envió cascadas eléctricas que se expandieron por su cuerpo Sintió dolor en los pezones y en la entrepierna, y el corazón le palpitó con rapidez.

La traviata
terminó y, mientras el público pasaba largos minutos de pie aplaudiendo, ella permaneció quieta en su butaca. Al levantarse para dejar el palco, se dio cuenta de que Guor ya se había ido. Volvió a encontrarlo en el
foyer.

—Vámonos juntos —dijo él.

Se trataba de una orden y no de una invitación. Su proceder resultaba desafiante; había algo de rabia en su actitud, que expresaba los turbulentos sentimientos que ella le provocaba, esa mezcla de amor y odio de la que María Pancha había largamente recelado. Sus escuetas palabras, la forma en que la miraba, incluso la postura de su cuerpo, parecían proclamar: «Terminarás esta noche en mi cama o en el infierno». Ella seguía callada. En realidad, no se trataba de que dudara en seguirlo sino que la sorpresa la había dejado muda.

—¿En tu coche? —dijo por fin, y Guor asintió—. Despediré a Eusebio, entonces.

Ella se abrió paso entre la gente; él la seguía a distancia. La capa de marta cibelina, que le cubría la espalda y el polisón por completo, le confería el garbo de una emperatriz. Varios pares de ojos se dieron vuelta para mirarla, pero ella marchaba hacia la salida ajena al entorno. En la calle, Guor la vio dar órdenes a Eusebio y, luego, dirigirse hacia él. Subieron al landó. Iban sentados en la misma butaca, aunque apartados. Ella había descorrido apenas el visillo y miraba hacia fuera. Él la miraba a ella, su perfil recortado en la penumbra. El pecho de Laura subía y bajaba a un ritmo moderado, lucía sosegada y compuesta. Y hermosa. Guor la deseó y con apremio. Tanto había refrenado sus impulsos en los últimos meses que no entendía qué voluntad lo mantenía reposado. Ella estaba allí, a su merced. Le pertenecía.

El apremio, sin embargo, se esfumaba cuando otros pensamientos lo asaltaban. Por ejemplo, que desde su reencuentro en Buenos Aires, él sospechaba que la naturaleza de la señora Riglos en nada se parecía a la de su Laura Escalante, la muchacha espontánea e indomable que se le había entregado por completo durante aquellas afiebradas noches en la pulpería de doña Sabrina. Lo contrariaba el aspecto de criatura frágil y refinada que presentaba ahora; daba la impresión de que huiría espantada a la menor muestra de rudeza. A él no lo influenciaban los comentarios que la tenían por excéntrica y escandalosa, desprejuiciada e independiente. Desde su percepción, siempre prevalecía el aire melancólico de Laura.

Sobre todo, lo mantenía quieto el miedo al desengaño. Se preguntaba si, durante ese tiempo de separación, tanto él como ella no habrían alimentado una ilusión nacida de aquellos escasos días en Río Cuarto, ilusión que se desvanecería para poner en evidencia que nada quedaba del romance compartido y que sólo se había tratado de una pasión que no había resistido el transcurso de los años. O quizás el amor había existido, pero en ese momento eran ellos los que no podían recuperar lo vivido por los cambios operados en sus vidas. El dolor por la pérdida y las circunstancias que ambos soportaron después los habían convertido en personas distintas. No eran la misma Laura ni el mismo Nahueltruz del 73 los que en breve se enfrentarían a solas. Por momentos se arrepentía del impulso que lo había llevado a pararse frente a ella en el
foyer
e invitarla a ir con él. Temía que se tratase de un error. Después de todo, ¿qué buscaba él con ese reencuentro?

El coche dio una curva brusca, y Laura apoyó la mano sobre el asiento para equilibrarse. Guor arrastró la de él hasta que sus dedos la rozaron. Laura cerró los ojos, y su pecho se agitó. La mano de Guor se cerró con firmeza sobre la de ella, y Laura volvió el rostro por primera vez para mirarlo La única luminosidad en el interior del coche provenía de los carbones incandescentes que ardían en el brasero a sus pies, que volvía la piel de Laura de una tonalidad oscura y untuosa y le hacía brillar los ojos. Por un instante, sus miradas se suspendieron en la incertidumbre y permanecieron encerrados en la intensidad de sus emociones. Ella sonrió cálidamente, y él se movió a su lado, pero sin tocarla. Quietos y silentes, se contemplaron con fijeza. Nahueltruz levantó la mano y le acarició la mejilla, y enseguida notó que ella estaba por llorar.

—Me hiciste tanta falta, Nahuel —le confesó

Se abrazaron Guor la apretó contra su pecho, embriagado por la fragancia que emanaba de las ropas de ella. Laura siempre olía tan bien. La apretó posesivamente, casi con miedo, alarmado por esa sensación de irrealidad que lo invadía, porque le costaba creer que era Laura,
su
Laura, quien se aferraba a su espalda y lloraba.

—¿Por qué lloras?

—No se. Tengo ganas de llorar.

Guor le recorrió la cara con la boca, le besó los ojos húmedos, las mejillas, la punta de la nariz y el mentón también, hasta que sus labios rozaron los trémulos de ella casi sin intención. Por algunos instantes, sólo se trató de ese contacto efímero. Ambos permanecieron inmutables, con una sensación de anticipación que les oprimía el pecho. Luego, la boca de Guor se apoderó de la de Laura, y su lengua buscó penetrarla.

—Te estoy besando —lo escucho decir, y rió, colmada de una felicidad que solo acostumbraba a relacionar con su pasado en Río Cuarto.

El coche se detuvo, y el chirrido de los cascos pareció devolverlos al mundo de los mortales. Laura se acomodó el tocado y se ajustó la capa en torno al cuello. Guor carraspeó y se puso la chistera. Se abrió la portezuela, y ellos se encontraban tan apartados como en un principio.

—¿Y tu familia? —preguntó Laura, mientras Guor abría la puerta de su casa sobre la calle de Cuyo.

—Ellos duermen. Se despertarían sólo si un terremoto les sacudieras las camas. E incluso así lo dudo.

—Les envidio el sueño tan pesado.

—¿Tú no duermes bien?

Laura negó con la cabeza y, como parecía contrariada por la confesión, Guor no insistió. Le indicó, en cambio, el corredor que conducía a su despacho, donde le quitó la capa de marta cibelina y le pidió que se pusiera cómoda. Laura se movió hacia un mueble con adornos y libros, y Guor aprovechó para servir dos tragos. Le vinieron a la mente aquellos encuentros en Río Cuarto signados por besos febriles y acoplamientos rápidos, a veces violentos. Él reconocía en esa actitud la inmadurez de su comportamiento, relacionado con la sensación de inferioridad que siempre lo había asolado cuando de ella se trataba. Más de seis años habían operado favorablemente en ese sentido.

Tampoco quería desilusionarla. Aunque la deseaba con la misma intensidad de siempre, no la abordaría de manera precipitada y torpe. Quizás, como se murmuraba, a Riglos nunca le había concedido sus favores, pero alguno de los tantos pretendientes que llamaban a su puerta se habría llevado el codiciado trofeo. Quizás ahora Laura tenía con quién compararlo. Con Roca, posiblemente. Desechó de inmediato ese pensamiento porque le resultó intolerable.

Se acercó con dos copas. Laura, de espaldas, hojeaba el libro de Petrarca, el ejemplar de lujo que le había regalado la duquesa Margherita Colonna, forrado en tafilete y con un sello de oro con las iniciales L y R. Se había colocado la trenza hacia delante, y, levemente inclinada sobre la lectura, le revelaba la nuca, orlada con pequeños bucles naturales. Resultaba extraño ese silencio que compartían, resultaba extraño que, después de haberla explorado íntimamente, se sintiera como un novato. En honor a la verdad, le temía a la comparación, y los celos estaban volviéndolo loco. Celos de otros que la hubiesen poseído. Celos del general Roca, porque lo sospechaba un digno adversario. Temía desilusionarla. Sobre todo, temía perderla otra vez.

Al volverse para recibir la copa, Laura le sonrió, y Nahueltruz se dio cuenta de que ella no padecía ninguno de sus tormentos.

—Dice Eduarda —expresó ella, muy a tono con la paz reinante— que declamas a Petrarca como nadie.

—Eduarda exagera. Yo no sé declamar. De hecho, jamás estudié declamación. Leo a Petrarca debido a que me conmueve su poesía. Una noche, en una tertulia, me pidieron que leyera. Todos estaban un poco entonados y, por ende, un poco sensibles. Les pareció que mi lectura provenía de los dioses del Olimpo. Y como dice el refrán «Hazte la fama y echate a dormir».

—Quiero que declames para mí.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

Guor sonreía irónicamente mientras buscaba el verso que quería leerle. Eligió el sesenta y uno, se calzó los lentes y leyó.

—Benedetto sia ´l giomo, et ´l mese, et ´l anno/ et la stagione, e ´l tempo, et l'ora, e ´l punto/ e ´l bel paese, e ´l loco ov'io fui giunto/ da'duo begh occhi che legato m'anno.

Mientras seguía las líneas del libro, ella se mantenía atenta al tono bajo y profundo de su voz, algo distinto en el acento italiano.

—¿Qué significa, Nahuel?

El le dijo al oído

—Bendito sea el día, y el mes, y el año, y la estación, y el tiempo, y la hora, y el punto, y el encantador pueblo, y el sitio en el cual sus hermosos ojos me encadenaron.

Le pasó los labios húmedos por la nuca, mientras con un brazo le rodeó la cintura, pegándola a su pecho. Laura dejó la copa sobre el mueble y, reclinándose, apoyó ambos manos sobre el borde.

—Et benedetto il primo dolce affanno/ ch'i'ebbi ad esser con Amor congiunto/ et l´arco, et le saette ond’ i’ fui punto/ et le piaghe che 'nfin al cor mi vanno.
Y bendita la dulce agonía de entregarme a ese amor, y el arco y las saetas que me alcanzaron, y las llagas que llegaron a lo más profundo de mi corazón.

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