Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (41 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—Volvamos a la sala —dijo, mientras se acomodaba la levita y se mesaba el pelo.

Laura le extendió una mano y, sonriendo, le pidió que volviera a sentarse.

—Seguro que podemos intercambiar dos palabras sin terminar desnudos —añadió, mientras se abotonaba la blusa.

—Fueron más de seis años de abstinencia —se justificó Guor, y volvió a tomar asiento.

—¡Abstinencia! —se mofó Laura—. ¿Y qué sucedía cuando estabas con ese dechado de virtudes parisino llamado Geneviéve Ney? ¿Leían a Petrarca? ¿Jugaban a la canasta? Seguramente hablaban del tiempo.

La mirada que Guor le dispensó la inquietó al entrever en sus ojos grises algo del viejo resentimiento que le hizo acordar de la discusión en la sala de los Lynch.

—Abstinencia de ti, Laura —aclaró severamente—. De ti —remarcó.

Sus manos se cerraron en torno a los hombros de ella y comenzaron a acariciarla con fiereza.

—No soporto tu cercanía si no puedo poseerte —dijo—. Mi cuerpo no me pertenece cuando estás cerca. No tengo voluntad. Me convierto en un ser sin discernimiento ni inteligencia. Estos meses en Buenos Aires han sido un infierno tratando de mantenerme incólume a tu presencia, simulando apatía, que nada me importaba de ti, cuando en realidad era todo lo contrario.

—Nahuel, amor mío —se emocionó Laura, y descansó la frente sobre su pecho.

Nahueltruz la abrazó y siguió hablando.

—La primera noche en casa de la señora Carolina, cuando entraste y tus sobrinas te rodearon, mientras les colocabas esas violetas en sus escotes, mientras sonreías y hablabas con ellas, ¡ah, cómo te deseé! Me preguntaba: ¿puede ser que esté aun más hermosa? ¿Es eso posible?

—No me recuerdes esa noche —suplicó Laura—, que terminé descompuesta en el dormitorio de mi tía. A pesar de saber que te encontraría allí, tu presencia y tu indiferencia resultaron demasiado. Los celos también hicieron su parte, y si Dios hubiera decidido llevarme junto a Él en ese instante, le habría estado agradecida.

Sintió que las manos de Guor se ajustaban en torno a ella al tiempo que le reprochaba:

—No digas eso, jamás vuelvas a desear eso.

—Ninguno de esos malos pensamientos me aqueja ahora, Nahuel. Sólo deseo vivir ¡Ojala tú y yo fuéramos eternos!

—Laura —musitó él, y buscó su boca para besarla.

—Vámonos por un tiempo —propuso ella—, a un lugar donde podamos estar juntos día y noche sin tener que ocultarnos. Te quiero todo para mí, Nahuel. Quiero acostarme contigo y amanecer a tu lado.

—Sí —repuso él, embriagado de deseo.

—Vamos a esa quinta que tienes en Caballito. Inventaré una excusa para ausentarme de la Santísima Trinidad y podremos pasar una semana sin necesidad de escondernos ni disimular. ¿Te imaginas, Nahuel? ¿Una semana para ti y para mí? Quiero conocer tus caballos, quiero verte montar, quiero compartir tu día, quiero verte tratar a tus empleados, quiero verte comer, dormir, bañarte. Te quiero todo para mí —repitió y lo besó en los labios ardientemente.

Acordaron que arreglarían los asuntos pendientes y partirían a Caballito en dos días. Laura se excusaría en un repentino e impostergable viaje a Córdoba para concretar la venta de la casa de su padre.

—¿Por qué sólo una semana? —se quejó Guor—. ¿Por qué no un mes?

—Mi madre se casa con el doctor Pereda dentro de poco. Quiero estar a su lado los días previos.

Nahueltruz asintió.

—Ahora sí —dijo Laura—, volvamos a la sala.

—Ve tú primero. En este estado no puedo regresar. La levita no sería suficiente para ocultar lo que acabas de provocarme.

Los invitados comenzaban a ocupar sus lugares en la mesa de doña Luisa cuando Laura entró en la sala. Magdalena le preguntó adónde se había metido, pero sólo recibió evasivas. Dolores se inclinó sobre el oído de su sobrina Iluminada Montes de Unzué y le susurró; de inmediato, Iluminada buscó al señor Rosas entre la gente, sin éxito, y apreció el arrebol en las mejillas de su prima y la sonrisa inusual que la hacía lucir contenta.

Blasco y el señor Lynch se sentaron enfrentados. José Camilo se mantuvo taciturno y con cara de pocos amigos y ni siquiera los esfuerzos de Esmeralda Balbastro y Eugenia Victoria lograron sacarlo de su ostracismo. Pura, lejos de su padre y de su amado, pero consciente de la situación irreconciliable planteada entre ellos, se marchitaba con el paso de la velada. Laura, sentada junto a José Camilo, le recordó su promesa de dar una oportunidad al joven Tejada y, casi a los postres, Lynch se avino a dirigirle la palabra. Blasco apoyó los cubiertos sobre el plato porque las manos le temblaron notoriamente.

Magdalena, por su parte, se fijó en los reiterados gestos galantes que el señor Lorenzo Rosas le dispensaba a su hija y se preocupó. Aunque impecable en sus modales y en su vestir, cierto brillo insolente y audaz en su enigmática mirada de ojos grises la perturbaba. Por cierto, esos ojos le resultaban familiares, a pesar de que su matiz, ese gris tan puro y opaco, fuera poco común. Se destacaba del resto por no llevar patillas ni bigotes, era decididamente moreno, y su cabello lacio, retinto. Se dijo que no debería juzgarlo por su piel oscura cuando en varias oportunidades había escuchado a José Vicente, su esposo, decir que pocas veces había conocido a alguien más morocho que el general San Martín. Eran conocidos los cuentos que se entretejían alrededor de la piel oscura del Libertador; uno, en especial, que resonaba hasta esos días, lo tenía por hijo de una nativa del litoral y del general Alvear, padre del director supremo Carlos de Alvear, primero amigo y tiempo más tarde enemigo de San Martín. Quizás, por las venas de Lorenzo Rosas también corría sangre aborigen, la que le daba, no sólo el tinte a su piel, sino ese aspecto tan peculiar que Magdalena sólo conseguía asociar con la carbonilla que Lucio Victorio le había regalado a su padre con el retrato del famoso cacique Mariano Rosas, ése que particularmente agradaba a Laura. Ciertamente, ella no lo habría elegido: no negaba su atractivo inusual e inquietante, pero lo encontraba demasiado macizo y corpulento; su presencia tan insoslayable resultaba intimidante. Tan distinto a lord Edward Leighton, a quien ella deseaba como yerno. De los hombres que habían pretendido a su hija, ninguno le agradaba tanto como Leighton. Saber que José Vicente habría aprobado la unión la reconfortaba. Pero, ¿lo haría Laura? Su hija era impredecible. Y lucía tan a gusto con Rosas.

Magdalena Montes no fue la única en advertir cierto trato preferencial por parte del señor Rosas; Eduarda Mansilla también. Luego de la cena, de regreso en la sala, mientras Laura y ella polemizaban acerca de las cualidades literarias de Manuela Gorriti, los ojos de Eduarda se detuvieron en Lorenzo, que, completamente abstraído, contemplaba a su amiga con devoción. En los años que lo conocía, no recordaba a Lorenzo admirar de ese modo tan abierto y despojado a una mujer, ni siquiera a Geneviéve. Su carácter receloso se lo impedía; en ese momento, sin embargo, hasta su naturaleza parecía haberse alterado. Al día siguiente, durante el desayuno, se lo comentó a su madre, la señora Agustina, y a su secretaria,
mademoiselle
Frinet, y les pidió discreción. Más tarde, a la hora del té, doña Agustina le repitió a su hijo Lucio Victorio las conjeturas de su hermana y, por supuesto, también pidió discreción.

CAPÍTULO XXII.

Cruz y delicia

Hacía frío. Se trataba de una desapacible tarde de principios de agosto. Laura, sin embargo, se hallaba muy a gusto. Envuelta en una manta de merino, los pies ocultos bajo la falda, se acunaba en la mecedora que Nahueltruz había hecho poner para ella en la galería de la quinta de Caballito. Cada tanto, se llevaba un tazón de chocolate a los labios sin apartar la vista del camino que traería a Guor de regreso.

Esa mañana muy temprano había recibido un mensaje de Miguelito donde le pedía que se presentara en la casa de la calle de Cuyo por un asunto urgente. Nahueltruz se inquietó porque pensó que se trataba de la salud de su abuela Mariana. Se despidió de Laura con un beso rápido que demostraba su ansiedad, y se marchó sobre el lomo de Emperador, su purasangre. Laura lo vio galopar hasta que él y el caballo se convirtieron en una nube de polvo.

La primera noche que compartieron en Caballito, prácticamente no durmieron y, cuando Guor se dio cuenta de que el cielo clareaba, abrió la puertaventana de par en par y la invitó a contemplar el amanecer. El aire gélido golpeó la cara de Laura. A pesar de la bata de lana, le tembló el cuerpo de frío y se le erizó la piel, pero enseguida, al sentir los brazos de Guor en torno a su espalda, la envolvió una agradable y cálida sensación. Se acomodaron sobre los almohadones de un banco de jardín y se cubrieron con dos frazadas. Laura recogió los pies y apoyó la espalda sobre el pecho de Nahueltruz, que la abrazó y le besó el cuello.

El pasto aún brillaba a causa del rocío, y la brisa fresca arrastraba el aroma de la tierra húmeda. Laura inspiró profundamente, cerró los ojos y se dijo: «¡Qué paz!». No se refería a la paz del lugar sino a esa armonía que experimentaba por primera vez y que se originaba en su mente y en su alma. No habría podido explicarlo con palabras. Aunque sí sabía que se debía exclusivamente al hecho de tener a Nahueltruz a su lado. A diferencia de Río Cuarto, en ese momento no existían escollos que sortear. Ella era una mujer sin ataduras; él, un hombre respetable y culto a quien nadie habría objetado. Incluso el tema del pasado había perdido significación. Ella no sabía si Nahueltruz finalmente se había avenido a creerle o, al menos, a considerar su postura desde una óptica más conciliadora. Sabía que la amaba, que nunca había dejado de hacerlo, y que su indiferencia primero y su furia más tarde habían sido máscaras para ocultar su corazón destrozado.

Tanto sufrimiento y desencuentro quedaban olvidados y enterrados con una mirada amorosa de Nahueltruz. Aún la asaltaban esas premuras virginales cuando él le pasaba las manos por el cuerpo desnudo o le susurraba sus intenciones más arcanas. Se le aceleraban los latidos al verlo entrar en la sala con sus
breeches
—esos pantalones tan peculiares que los ingleses usan para montar— y sus botas de caña alta, la camisa abierta a la mitad del pecho, que exponía sus músculos brillantes de sudor, el jopo lacio sobre la frente y el ceño marcado si hablaba con el capataz acerca de sus adorados caballos. Ella lo deseaba intensamente en ese papel de patrón exigente y respetado. Y también cuando, en la intimidad de la recámara, se desnudaba y la invitaba a compartir un baño con él. En esas ocasiones, se le relajaba el ceño, sus manos se volvían suaves y pacientes, su voz, que momentos atrás había tronado con sus empleados, adoptaba una nota grave y sensual. Le decía al oído que amaba su cuerpo y que la amaba a ella, que nunca tendría suficiente, que siempre querría más, que nunca se saciaría. Laura percibía un tinte desesperado cuando le hablaba de ese modo.

—Eres una hechicera —le dijo una noche, rendido sobre ella después del amor—. ¿Qué has hecho de mí? Estoy a tus pies desde el momento en que puse los ojos sobre ti. Dependo de ti para sentirme vivo. ¿Cómo puedo amarte tanto cuando trastornaste mi vida por completo? Desearía no amarte tanto —añadió con una nota amarga—, desearía no haber caído bajo tu conjuro. Así no sería tan vulnerable. Porque si volvieras a lastimarme...

Pero ella no lo dejó terminar. Lo aferró por la nuca y lo besó. Su discurso la había asustado y no había sabido cómo responder. Sólo atinó a besarlo para no escuchar la amenaza que de seguro iba a proferir. Porque, aunque últimamente con ella mostraba el aspecto benévolo de su naturaleza, Laura conocía su lado más cruel. Guor era capaz de destruirla por resentimiento.

Oscurecía, y ya no divisaba el camino con claridad. Se incorporó en la mecedora cuando creyó distinguir una figura que discordaba en la invariable lejanía. No sabía si se trataba de una ilusión motivada por el juego de luces y sombras del atardecer o si, en verdad, algo se movía a la distancia. «Un indio, —pensó—, de esos tan baqueanos, sabría decirme con precisión de qué se trata». Volvió a recostarse, terminó el chocolate y concentró la vista en el horizonte. A poco, no le quedaron dudas de que un jinete se aproximaba a gran velocidad. Rogó que se tratara de Nahueltruz y no de un mensajero para comunicarle que la cacica Mariana había enfermado y que el señor Rosas no regresaría. Aún les quedaban algunos días por compartir. La noche anterior, Guor le había pedido que pasaran juntos otra semana en Caballito.

—Deseo permanecer aquí toda la vida —se justificó ella—, pero, como ya te expliqué, la boda de mi madre se aproxima y le prometí estar en la Santísima Trinidad los días previos para acompañarla. Mi madre ha sido paciente y indulgente conmigo, Nahuel. Pocas veces me ha exigido o pedido algo. No puedo dejarla sola en este momento tan especial para ella.

—¿Y yo no cuento? ¿Yo, que te necesito tanto?

—No tanto como yo —replicó Laura—. Volveremos cuando haya pasado la boda y ningún compromiso nos ate a Buenos Aires.

El jinete era Nahueltruz. Durante esos días había aprendido a reconocer su estilo, ese modo tan particular de acompañar el movimiento del animal convirtiéndose en parte de la montura, como si jinete y bestia fueran uno solo. Se notaba que había forzado la marcha pues el caballo tenía el cuello y la cruz empapados de sudor y echaba espuma por la boca. Él mismo presentaba un aspecto descuidado.

Se quitó la manta de encima y se puso de pie. Sonrió y levantó la mano para saludar. El atardecer había traído consigo nubes de lluvia. Las primeras gotas, gruesas y pesadas, comenzaron a repiquetear sobre los mazaríes de la galería. El viento sur cobró fuerza y azotó las ramas de las tipas y los eucaliptos que acompañaban el ingreso a la quinta. La temperatura descendió notablemente. Laura, sin embargo, no parecía darse cuenta de la tormenta que se avecinaba ni de que tenía piel de gallina, y corrió al encuentro de Nahueltruz sin advertir que sólo llevaba escarpines de raso.

Lo primero que notó Guor fue que tenía el pelo suelto. Largo, espeso y luminoso en contraste con la penumbra remante, se batía al compás del viento y de la carrera de Laura, que ya había perdido el pañolón por el camino y se levantaba la falda hasta las rodillas para no trastabillar. Guor desmontó de un brinco y la observó aproximarse con creciente excitación. Parecía una niña corriendo de ese modo, con los cabellos al viento, la nariz roja por el frío, mostrando las canillas. Dejó la fusta sobre la montura y la recibió en sus brazos, levantándola del suelo, haciéndola dar vueltas. La risa de Laura era contagiosa y vigorizante ¡Ah, cómo la había echado de menos!

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