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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (39 page)

Él levantó el rostro con sorpresa, pues la creía dormida.

—Cuando tomé tu vestido, sentí algo duro prendido a la holandilla. Jamás imaginé que se trataría de esto.

—Siempre lo llevo cerca de mi corazón. Ni un solo día de estos años me he apartado de él.

Nahueltruz lo abrió y sacó los dos mechones entrelazados. Uno negro, el otro de un rubio escandinavo. El contraste seguía afectándolo. Siempre se había arrepentido de haberse deshecho del guardapelo que Laura le regaló con un bucle de su cabello. Después de todo, era lo único que le quedaba de ella. La pequeña pieza de alpaca estaba irremediablemente asociada con las escenas de aquella terrible noche en el rancho de doña Higinia, donde él y el doctor Riglos se habían enfrentado, la noche en que se enteró de que Laura había aceptado ser su esposa. En un arranque de furia y celos, Nahueltruz arrojó el guardapelo al pecho de Riglos, ordenándole que se lo devolviera.

Guor apretó los ojos y las lágrimas le rodaron por las mejillas. Laura se movió sigilosamente hacia él. Al sentirla cerca, Guor se dio vuelta para mirarla. Laura nunca había visto tanto dolor en sus ojos grises y le pasó la mano por la mejilla para barrer con su pena.

—Nahuel —dijo en voz baja—, querido mío, ¿crees que es muy difícil perdonar?

—Sí, muy difícil.

—A pesar de eso, ¿crees que podrías perdonarme?

—Sí, creo que podría.

CAPÍTULO XXI.

Los amantes furtivos

Alrededor de las seis de la mañana, Guor dejó la habitación y se dirigió a la zona de servicio para despertar al cochero. Encontró a su abuela en la cocina, envuelta en la mañanita que su madre, Blanca Montes, le había tejido tanto tiempo atrás. La prenda, de alrededor de treinta años, había perdido el color y tenía agujeros. Su abuela, sin embargo, jamás se separaba de ella porque creía que, habiendo sido tejida por una
vicha machí
(una gran médica) con poderes sobrenaturales en las manos, jamás le haría faltar la salud. Y así debía de ser, meditó Guor, porque, siendo Mariana mayor que Dorotea Bazán, había soportado el periplo hasta Tafí Viejo y los días entre los cañaverales de azúcar, mientras que Dorotea había muerto poco tiempo después de llegar.

Mariana hablaba con Lucero y le daba órdenes acerca de cuestiones domésticas, que la mujer más joven acataba sin chistar. Nahueltruz recordó los días en que su abuela era injustamente conocida con el mote de “cacica vieja” en los toldos de Leuvucó, a pesar de ser joven y vital. La recordó con nostalgia, aquellos habían sido buenos tiempos cuando su abuela, desde muy temprano, envuelta en esa misma mañanita, organizaba la labor de las cautivas y sirvientas y le daba ella misma el desayuno. El tiempo había empequeñecido su cuerpo, pero no su espíritu. Además, resultaba admirable su capacidad para adaptarse a las diversas situaciones pues, a pesar de hallarse en un ámbito ajeno y distinto, incluso hostil, Mariana seguía comandando con la soltura y seguridad de sus épocas de esposa de Parné.

Al verlo, la anciana dejó la silla, y Guor debió agacharse para que lo besara en la frente. Le pasó un mate, que Nahueltruz no osó rechazar. Le habló en araucano.

—¿Has tenido noticias del huinca que te está ayudando para ir a visitar a tu tío Epumer?

Él también respondió en su lengua madre:

—No aún,
cucu.
Pero no debemos esperanzarnos en vano. El senador Cambaceres me dijo que será difícil conseguir el permiso para ir a verlo.

Mariana tomó el mate de manos de su nieto y regresó a la mesa. Cebó otro y se lo pasó a Lucero. Auguró que llovería y ordenó que recogieran agua en cubetas porque quería lavarse el pelo, que, aunque completamente blanco, seguía llevando hasta la cintura. Nahueltruz permaneció unos minutos más charlando casualmente con Lucero y, después de ordenar que se aprestara el coche, regresó al dormitorio, meditando que su abuela afrontaba el dolor y la decepción con mayor entereza y dignidad que él. Se trataba de una mujer excepcional.

Entró en la habitación, y Laura notó el cambio en su humor, pero no hizo comentario alguno. Se vistieron y marcharon al vestíbulo. En la puerta los aguardaba el landó y subieron callados. Laura le tomó la mano y se la besó.

—Esta noche doña Luisa dará una cena en su casa. Quiero que vengas. Blasco y Purita son el motivo. Allí estará también mi primo político, José Camilo Lynch, y Blasco necesitará todo el apoyo que podamos brindarle.

—La señora del Solar no me ha invitado.

—La señora del Solar invitará a quien yo le pida. ¿Vendrás?

—Sí, iré ¿Entrarás en tu casa ahora por el portón trasero?

—No, lo haré por la puerta principal.

Siendo viernes, Laura sabía que su abuela, su madre y sus tías estarían en misa de seis en San Ignacio. El abuelo Francisco y la servidumbre no representaban obstáculos. El landó se detuvo frente a la casa de la Santísima Trinidad, pero el cochero no apareció para abrir la portezuela.

—No quiero dejarte ir —manifestó Guor, y la tomó por la cintura. La besó ardientemente y comenzó a tocarla y a arrancarle gemidos.

—No quiero que te vayas —insistió—. No quiero perderte otra vez.

—¿Crees que, porque te dejo ahora, voy a hacerlo de nuevo para siempre? ¿Cómo podría, Nahuel? ¿Cómo podría si eres mi propia vida? ¿Cómo podría volver a padecer aquel martirio?

—Laura, Laura...

Se apartó con dificultad y Guor la dejó ir a regañadientes. La promesa de reencontrarse esa noche en casa de doña Luisa morigeraba el fastidio de la separación. Por fin, Laura bajó del coche y marchó hacia la entrada de su casa. Guor descorrió el visillo y la vio avanzar envuelta en la fastuosa prenda de marta cibelina, con la capucha cubriéndole la cabeza. Se abrió la puerta, y Laura entró.

Guor se acomodó en el asiento y descansó la cabeza sobre el respaldo con los ojos cerrados. A pesar de la intensidad de la noche pasada, no tenía sueño, por el contrario, una energía le inflamaba el cuerpo. Abrió la ventanilla que comunicaba con el pescante y ordenó al cochero.

—A la quinta de Caballito.

Sólo montando a su purasangre, brioso y mañero como era, lograría consumir esa vitalidad que lo hacía sentir diez años más joven.

En el corredor, Dolores Montes le salió al paso Laura la miró con aire impaciente.

—Sé que no pasaste la noche en casa ¿De dónde vienes?

—La creía en misa, con las demás —comentó Laura, en modo flemático.

—Eso pensaste, que no nos encontrarías, por eso regresas tan oronda después de haber pasado la noche fuera de casa.

—Permiso, tía —y Laura hizo el intento de avanzar, pero Dolores extendió el brazo y se lo impidió.

—¿De quién era el coche que te trajo? No me dirás que de Eugenia Victoria o de doña Luisa. Los conozco bien ¿Quién te trajo?

—Días atrás le dije que se mantuviera lejos de mí y que no me importunara. Si vuelve a inmiscuirse en mis asuntos, ni la intercesión del Espíritu Santo la librará de que la eche de esta casa.

—¿Piensas que no sé que ese coche es de un hombre? ¿Crees que no sé que pasaste la noche con él? ¿El general Roca, tal vez? ¿O el tal Lorenzo Rosas, el que te salvó de Lezica?

—Cuidado —advirtió Laura—, no me busque porque va a encontrarme.

—Desfachatada. Eres una cualquiera. Te revuelcas con cuanto hombre se te antoja. Hasta mantuviste relaciones desnaturalizadas con un salvaje, un infiel, que de sólo pensar se me dan vuelta las tripas.

—¡Esther! ¡Iris! —vociferó Laura— ¡Esther! ¡Iris!

—¿Qué pasa, Laura? —se asomó María Pancha.

—Señora, aquí estamos, señora —respondió Iris—. ¿Qué necesita? Mande la señora.

—Vayan al dormitorio de mi tía Dolores y empaquen sus cosas —A Dolores le dijo—: La quiero fuera de esta casa antes del mediodía.

—¡No puedes echarme de mi propia casa! ¡No tú, una perdida, una mala mujer! ¡Desfachatada! ¡Desvergonzada! Arrastras el apellido Montes por el barro. Me avergüenza ser tu tía.

Apareció el abuelo Francisco y trató de mediar, pero Laura se mostró inflexible.

—Soy la dueña de esta casa. Así lo dice la escritura. Si no deja la casa antes del mediodía, la haré sacar por la fuerza pública.

—Laura —suplicó Francisco Montes.

—Lo lamento, abuelo.

—No te atreverás a echarme .

—Sí, lo haré. E incluso utilizaré mi tan mentada ascendencia con el general Roca para que sea el ejército mismo el que la saque fuera.

—¡Perdida! ¡Mala mujer! ¡Mal nacida! ¡Jamás deberías haber venido a este mundo! ¡Sólo nos has traído vergüenza! ¡Te maldigo por el resto de tus días!

—¡Suficiente, Dolores! —reaccionó Francisco Montes, e incluso María Pancha se sobresaltó—. No vuelvas a hablarle así a mi nieta o te daré la tunda que debería haberte dado años atrás. Vamos, a preparar tus cosas. Hoy mismo dejas esta casa.

Dolores pidió asilo en casa de su hermano Lautaro Montes. Su cuñada, Celina Páez Núñez de Montes, la recibió con los honores de una gran personalidad expulsada de su patria por un tirano. La amenaza del abuelo Francisco de partir junto a su hija no se concretó, y fue él mismo quien puso al tanto de la situación a su mujer cuando volvió de misa junto a Soledad y Magdalena. Laura lamentó que la previsible ruptura se hubiese dado a pocas semanas del casamiento de su madre con el doctor Pereda, porque echaba un manto oscuro sobre la alegría que promovía la celebración.

La falta de ánimo impidió que la familia se reuniera para almorzar. El abuelo Francisco ordenó que no lo molestaran y se encerró en su despacho; Ignacia siguió en cama el resto del día, suspirando y tomando gotas de Hoffman para la jaqueca; Soledad fue a visitar a su hermana en desgracia a lo de Lautaro, mientras Magdalena se escabulló a casa de su amiga, Florencia Thompson, porque no quería escuchar los lamentos y reclamos de su madre. Laura comió frugalmente en su
boudoir,
mientras respondía algunas cartas y conversaba con María Pancha. A pesar del cimbrón que significaba la expulsión de su tía Dolores, estaba convencida de que había obrado bien. Se sentía liviana, repentinamente desprovista de un peso abrumador. Después de todo, se dijo, era de locos mantener al enemigo bajo el propio techo.

—Dolores —dijo María Pancha— se enteró de que no habías pasado la noche aquí porque muy temprano vino a despertarte para la misa de seis. Me encontró dormida en la mecedora y la cama sin desarmar

—¿Se lo dijo a mi madre?

—No lo sé. ¿Dónde pasaste la noche?

—En lo de Nahueltruz.

—Me lo imaginaba. Luego del teatro, tu prima Eugenia Victoria pasó a saludar a doña Ignacia y a don Francisco y comentó quiénes habían estado en tu palco. Mencionó a Lorenzo Rosas. ¿Qué harás con lord Leighton? —preguntó María Pancha después de un silencio—. Según la carta que recibiste, llegará a Buenos Aires en poco tiempo.

—A mediados de agosto, para ser más precisa.

—¿Qué harás con él?

—¿Que qué haré con él? Pues nada —se impacientó Laura—. Lo recibiré, lo trataré como a un dignatario, pero, con gran diplomacia, le diré que esa especie de compromiso de dos años atrás está roto. Ningún hombre existe para mí si Nahueltruz está a mi lado.

—Lord Leighton es infinitamente superior.

—Aunque el mismo rey de Inglaterra me pidiera que fuera su esposa no lo aceptaría. Debes terminar por comprender, María Pancha, que Nahuel y yo nos amamos. No permitiré que lo maltrates ni que te refieras a él en malos términos.

—Presiento —siguió la criada— que Guor todavía conserva viejos rencores que no ha logrado resolver. Aflorarán tarde o temprano.

—Sí, lo sé —acordó Laura sumisamente.

Permaneció cavilosa, mientras María Pancha la ayudaba a deshacerse del vestido.

—Vamos, siéntate que quiero cepillar tu pelo.

—¿Por qué será —habló Laura— que los ojos de cierto hombre, sus labios, su voz, provocan un efecto perturbador en una mujer cuando los ve, los siente, la escucha? Me refiero a esa chispa que enciende un fuego que te abrasa las entrañas y que sólo se consume en la pasión compartida con
ese
hombre. ¿Y por qué un hombre, igualmente galante y hermoso, quizás más valioso como persona, no provoca nada de estos sentimientos, y sus encantos pasan sin pena ni gloria? No hay chispa, menos aún fuego y nada de pasión.

—Creo que es la pregunta a la que han tratado de dar respuesta todos los poetas desde que el hombre aprendió a escribir.

—Si tú no lo sabes —meditó Laura—, entonces nadie lo sabe.

Por la tarde, fue a buscar a su madre a lo de Florencia Thompson porque tenían una cita en lo de madame Du Mourier para probarse el vestido de boda. Después fueron de compras, y Laura le regaló a su madre un guardapelo de oro cuya tapita era un camafeo de cornalina y marfil. Le dijo que deseaba que llevara un mechón de su cabello.

—Quizás —prosiguió la joven— debería haber previsto que usted lo quiere para guardar un mechón del doctor Pereda. Pero, como su única hija, me arrogué el derecho de ser la
única
dentro de este guardapelo.

—También conservaré aquí el que te corté cuando cumpliste un año —dijo Magdalena, la voz insegura—. Creo que es aun más rubio que éste que me has dado.

Compartieron una tarde muy agradable. Si Magdalena sabía que Laura había pasado la noche fuera, no lo mencionó ni lo dio a entender. Dejaron los paquetes en el coche y marcharon a tomar el té al hotel Soubisa, famoso por su
patisserie.

—¿No me reprocha que haya echado a su hermana de la Santísima Trinidad?

—No lo apruebo. Me gustaría pensar que tu corazón es dulce y misericordioso. Dolores está resentida con la vida y eso la ha vuelto amarga. Deberías compadecerte de lo que ha sufrido.

—Lo mismo dice el abuelo Francisco. Y yo insisto en que también he sufrido y no me he amargado ni vuelvo imposible la vida de quienes me rodean.

—No intercederé por ella, si eso es lo que piensas. Sería en vano con un temperamento tan voluntarioso como el tuyo. Pero siendo tu madre, sólo te digo esto: tú no estás libre de culpas. No miréis la paja en el ojo ajeno sino la viga en el propio —sentenció.

—Me recuerda a tía Carolita.

—A tía Carolita no le llego ni a los talones.

Laura permaneció en silencio, sopesando lo que su madre acababa de decirle. En cierta forma, la tomaba por sorpresa cuando pensó que Magdalena, históricamente enemistada con su hermana mayor, aprobaría la decisión.

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