Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (31 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—Ese joven es Cristian Demaría —explicó—. En realidad, no está invitando a bailar a Laura sino que la está salvando del general Roca que, evidentemente, la ha puesto en un aprieto. Ya sabes que se dice que ellos mantuvieron un
affaire
antes de que él partiera hacia el sur. No te angusties, Lorenzo —contemporizó Esmeralda—, Demaría es un gran amigo de Laura y todos saben que el cariño que ambos se profesan es fraterno. Además, Demaría está comprometido en matrimonio con Eufemia Schedden, la muchacha que conversa con la señora Carolina Beaumont.

Laura fue de las primeras en retirarse. Un sirviente le echó sobre los hombros la capa de marta cibelina, y Laura se dirigió escaleras abajo, donde la aguardaba su landó. Nahueltruz la siguió con discreción hasta alcanzarla en la acera en el momento en que Eusebio la ayudaba a subir. Se detuvo. Dudó. La indecisión era de las cosas que más odiaba. Eusebio cerró la portezuela, caminó hacia la parte delantera y trepó al pescante. Guor lo observó aprestarse. El látigo cayó sobre las ancas de los caballos cuando un grito de Laura atravesó el aire gélido de la noche. Los animales emprendieron la marcha a paso precipitado y nervioso. Nahueltruz echó a correr y alcanzó el landó sin dificultad. Eusebio, por su parte, luchaba en el pescante para detener los caballos; la edad le pesaba y ya no contaba con las fuerzas de antaño. Nahueltruz aferró el pestillo de la portezuela y la abrió; el coche aún se movía y él corría a la par. El espectáculo atrajo la atención de los ocupantes de otros coches y de los pocos transeúntes, que se detuvieron a mirar. Los caballos frenaron abruptamente a pocos metros, provocando chispas sobre los adoquines. Sus relinchos y los gritos de Eusebio aportaban más escándalo a la situación. Laura se precipitó fuera para acabar en los brazos de alguien. Al levantar la vista, reconoció a Nahueltruz. Él enseguida pronunció su nombre, pero ella se quedó absorta, mirándolo.

—Laura, ¿qué sucedió? —repitió.

—¡Señora! —se angustió Eusebio—. ¿Qué pasa, señora?

Climaco Lezica bajó trastabillando del coche de Laura. Por su traza y sus movimientos poco certeros, resultaba evidente que había estado bebiendo. En su mano derecha llevaba un arma, que apuntó en dirección de Laura. Nahueltruz la protegió con su cuerpo. «Ya he vivido esto anteriormente», se angustió ella.

—Vamos, Lezica —razonó Guor—, baje el arma. Podría dispararse, y usted se arrepentiría toda la vida.

—Jamás me arrepentiría de acabar con Laura Riglos.

La gente se agolpaba y guardaba un silencio expectante. Algunos invitados del Club del Progreso, que dejaban la fiesta, detenían sus coches atraídos por el revuelo en plena calle Victoria y quedaban atónitos ante el espectáculo de Lezica medio ebrio apuntando a la viuda de Riglos, que se escudaba detrás de una mole. ¿No se trataba del amigo cordobés de Beaumont? ¿Lorenzo Rosas se llamaba?

—¡Mujer pérfida! —prorrumpió Climaco Lezica—. ¡Por qué quiere destruirme!

—Lezica —insistió Guor—, baje el arma, hombre. Resolvamos esto como personas civilizadas.

—No se meta, Rosas. El asunto no es con usted sino con esa mujerzuela, que se cree con derecho a impedir mi matrimonio con la señorita Lynch. Vamos, quítese del medio. —Como Guor no se movía, Lezica vociferó nuevamente—: ¡Devuélvame a mi prometida o la destruiré aquí mismo! Ya no tengo nada que perder.

—¿Su prometida? —se asomó Laura—. Usted no puede tener una prometida, Lezica, cuando ya tiene esposa y tres hijos.

Se levantó un murmullo entre los presentes.

—¡Miente! ¡Infame! ¡Pérfida!

—Usted sabe que no miento y que me encuentro en posición de probar lo que digo. Virginiana Parral es su legítima esposa y el padre Epifanio, que los desposó, puede demostrarlo con sólo abrir el libro parroquial en la página correcta. Si usted desposara a mi sobrina, se convertiría en bígamo.

La gente volvió a murmurar, y por primera vez Lezica reparó en su presencia. Nahueltruz juzgaba imprudente la manera en que Laura lo instigaba, y la obligó a volver detrás de él. Climaco presentaba el aspecto de un desquiciado; su gesto delataba la crueldad de un felino acorralado. El arma le temblaba en la mano, pero él no la desviaba de su objetivo.

Se escuchó el silbato de la policía, que se abrió paso entre los coches detenidos y la gente. El semblante de Lezica se demudó, y la pistola pareció pesarle en la mano. Un segundo después, la empuñó con firmeza y disparó a quemarropa. Nahueltruz se echó al suelo arrastrando a Laura con él, evitando el impacto de la bala, que terminó en el muro de una casa. Siguió un pandemónium de alaridos, silbatinas, relinchos y atropellos que permitió a Lezica huir por la calle mal iluminada en dirección al río. Varios policías corrieron tras él; los demás permanecieron en la escena del incidente para poner orden.

Eusebio pedía disculpas, no sabía cómo ese hombre había terminado dentro del coche, quizás se había quedado dormido, «discúlpeme, señora, discúlpeme». Aparecieron los Montes, que se precipitaron sobre Laura y le hablaron a coro. Magdalena, en completo estado de nervios, le buscaba heridas, mientras tía Soledad y tía Dolores le reclamaban haber llevado las cosas a extremos imponderables. Eduarda y Lucio Mansilla señalaron a las hermanas Montes lo impropio del reclamo en vista de las circunstancias, y terminó por armarse una pequeña disputa a la que puso fin el doctor Pereda. Armand Beaumont y Saulina asistieron a Lorenzo Rosas, mientras lo atosigaban a preguntas. La policía recogía testimonios e indagaba a los protagonistas. Nazario Pereda indicó al oficial a cargo que su futura hijastra respondería al día siguiente, cuando su ánimo fuera propicio. Acto seguido, ayudó a Laura y a Magdalena a subir a su coche, que partió a toda prisa. Nahueltruz, sordo a las preguntas y comentarios, siguió con la mirada el recorrido del vehículo hasta que la oscuridad lo devoró.

El relato de lo sucedido a metros del Club del Progreso alcanzó a los invitados que aún disfrutaban de la velada. Roca se apartó de sus amigos y buscó a Gramajo. Le pidió que fuera a la calle para confirmar que Laura había salido ilesa. Gramajo regresó minutos después.

—La señora Riglos ya no estaba —informó—. Pero dicen quienes la vieron, entre ellos el coronel Mansilla, que no tenía siquiera un rasguño. Gracias a un tal Lorenzo Rosas que la protegió en el momento en que Lezica disparó su arma. Esto de “lauristas” y “lynchistas” ya no me resulta tan divertido como antes.

Más tarde, en su casa, Roca compartía un trago con los más íntimos: Lucio Mansilla, Francisco Madero (su locatario), Saturnino Unzué, Benjamín Victorica, Carlos Casares y el infaltable Artemio Gramajo, que escanciaba oporto y licor. Roca tenía pocas ganas de seguir departiendo, pero no podía despreciar a esas personas que lo apoyaban en su sueño por alcanzar la presidencia.

Se habló primeramente del episodio en plena calle de la Victoria, y coincidieron en que la reacción de Lezica resultaba desmedida.

—El ser humano —pronunció Roca— es un misterio que nunca nadie desentrañará por completo. Sus reacciones pueden ser tan inopinadas como la imaginación nos permita lucubrar. A ustedes no debería sorprenderlos lo que ocurrió hoy, ¿o acaso han olvidado a la viuda de Álzaga, Felicitas Guerrero si no recuerdo mal, que la mató un pretendiente desfavorecido?

—Gracias a Dios este escándalo no terminó con sangre derramada —apuntó Madero.

—Gracias a Lorenzo Rosas —corrigió Mansilla—, que la salvó del balazo que el muy cretino de Lezica le disparó a quemarropa.

—¿Quién es Lorenzo Rosas? —preguntó Gramajo.

—Es amigo de Armand Beaumont. Llegaron juntos de París meses atrás. Nadie conoce demasiado acerca de su pasado, pero ha tenido una buena recepción aquí. Se sabe que es cordobés, criador de caballos purasangre y dueño de una respetable fortuna. De algún modo su nombre está vinculado al escándalo entre “lauristas” y “lynchistas”. El jovencito que festeja a Pura Lynch es el pupilo de Rosas. Algunos dicen que es su hijo bastardo. Nadie puede confirmarlo.

—¿Qué estaría haciendo Rosas en el momento y en el lugar en que Lezica amenazó a la viuda de Riglos? —se preguntó Unzué, sin ocultar la suspicacia.

—No lo sé —respondió Mansilla—, pero agradezco al Cielo que haya estado allí.

—Señores —tronó la voz de Roca—, pasemos a temas más importantes.

Desmenuzaron la compleja y tensa situación política planteada entre el gobierno nacional y el de la provincia de Buenos Aires, y acordaron que de un hombre como Tejedor, inflexible y orgulloso, no debía esperarse un cambio propicio. El enfrentamiento resultaba inevitable. Se trazaron los pasos a seguir en los días subsiguientes, entre los que contaba un banquete en el teatro Pohteama donde se anunciaría oficialmente su candidatura. Lo del Club del Progreso había sido para tantear el terreno, según Unzué.

Los correligionarios se marcharon, y Roca se evadió a su escritorio. Buscaba entre sus papeles cuando Clara, con cara soñolienta, entreabrió la puerta.

—¿No vienes a la cama, Julio?

—Enseguida —contestó él, sin levantar la vista, muy afanado en la búsqueda.

Clara se embozó en su bata antes de entrar y cerrar la puerta.

—¿Qué buscas?

—Un papel.

—¿Qué papel? —quiso saber, pero Roca no le contestó, y Clara supo que lo había fastidiado con su curiosidad—. ¿Por qué invitaste a bailar a la viuda de Riglos esta noche?

Roca levantó la vista y la miró seriamente. Como de costumbre, Clara no supo descifrar su expresión; como de costumbre, la mirada parda y celada de su marido la incomodó. El hábito inveterado de Roca de ocultar y callar la marginaba y ofendía. Se trataba de un comportamiento con el que no estaba familiarizada; el ejemplo de sus padres le había marcado que marido y mujer debían conocerse íntimamente y revelarse los secretos más arcanos. No con Julio Roca. Por supuesto que ella era su mujer, pero él conservaba un mundo al que jamás le permitiría acceder. ¿Como su relación con la viuda de Riglos, por ejemplo? Los celos estaban minando su compostura.

—¿No vas a contestarme? ¿Era necesario invitarla cuando sabes que todo el mundo dice que existe algo entre ustedes?

—Clara —pronunció Roca con impaciencia—, no voy a detenerme a polemizar acerca de un chisme de feria. Es tarde y estoy cansado. Ve a la cama, enseguida te alcanzo.

—Dime por qué la invitaste a bailar —se empecinó ella.

—Porque la viuda de Riglos es la dueña de un influyente periódico y necesito aliados en la prensa.

—¿Ella, dueña de un periódico? ¿Qué periódico?

—La Aurora.

—¿De veras? Pero si ese periódico ha sido despiadado con la expedición al desierto, ¿cómo pretendes que te apoye justo ahora?

—Clara, no son cosas que discutiré contigo. La política es así, confusa y entreverada. De ahora en más, existirán maniobras y situaciones complejas que no parecerán razonables. No quiero estar dando explicaciones en mi casa de lo que hago afuera —y como se dio cuenta de que a Clara le brillaban los ojos, caminó hacia ella—. Clara, Clara —musitó con benevolencia—, cuando estoy aquí, en casa, contigo y los niños, quiero que me brindes el solaz y reposo que jamás encontraré fuera. ¿Puede ser, querida? —Clara asintió—. Será un tiempo duro el que se avecina y necesito que seas mi aliada; para enemigo ya me eché al hombro a todo Buenos Aires.

—Tengo miedo.

—Es lo último que espero de mi mujer —pronunció Roca—, que tenga miedo cuando soy yo el que está al frente de esta familia. ¿O me acusas de exponerlos, a ti y a los niños, de manera irresponsable?

—No, por supuesto que no.

—Entonces, cambia esa cara. Vamos, a la cama, enseguida te alcanzo.

De nuevo solo, Roca dio con la carta del coronel Manuel Baigorria y releyó las líneas que le interesaban: «En respuesta a su gentil y afectuosa misiva que resibí días atrás es que le mando estas líneas esperando que su salud y la de su familia toda sea buena. Ya veo que su avidés por saber de estos salvajes no es poca. Tiempo atrás le entregué en Río Cuarto un cuaderno en donde relato mis andansas en la tierra de aquellos olvidados de Dios. En la presente, quiero completar aquel escrito con la mayor fidelidad que me es posible[...] De los hijos de Mariano Rosas, me acuerdo bien de su primogénito. Le contaré de él que su madre era huinca, Blanca Montes se llamaba, pero en Los Toldos la conocíamos por Uchaimañé, que en idioma indio quiere decir “la de ojos grandes”[...]El nombre ranquel de este muchacho era Nahueltruz Guor (Zorro Cazador de Tigres). A pedido de su madre, Nahueltruz Guor fue acristianado de pequeño. Su nombre huinca es Lorenzo Dionisio Rosas. Lo recuerdo muy bien. Fue el padre Erasmo quien lo bautizó, el mismo que acristianó a su padre Mariano en El Pino, la estancia de Rosas. No sé si este muchacho está vivo o ha muerto. Más bien lo segundo. Después de la muerte de Uchaimañé, Mariano volvió a casarse...».

La misiva agregaba otros detalles que para nada le interesaban.

CAPÍTULO XVIII.

La identidad de un caballero

Al día siguiente, Laura recibió tres cartas que la inquietaron. La primera se la enviaba su agente, lord Edward Leighton, fechada en Londres el 12 de mayo, comunicándole la inminencia de su llegada al Río de la Plata en la segunda semana de agosto. Faltaban escasos veinte días. La segunda, no era una carta sino el tradicional billete con dos números: una fecha y una hora. La tercera, una esquela de José Camilo Lynch donde le pedía que lo recibiera.

Lord Edward Leighton había visitado Buenos Aires por primera vez dos años atrás, poco tiempo después de la muerte de Riglos. Era el hijo mayor, y por tanto el heredero, de lord James Leighton, amigo íntimo del general Escalante y su hermano en la Gran Logia Masónica. Los Leighton eran una familia que podía rastrear sus ancestros hasta doscientos años antes de la llegada del normando Guillermo I, conocido como el Conquistador, en el año 1066. Su fortuna provenía principalmente de la renta de la tierra; pero en los últimos diez años se había visto gratamente acrecentada gracias a las osadas inversiones de Edward, que había abierto un astillero en el puerto de Liverpool.

En aquella oportunidad, dos años atrás, Laura, conocedora del cariño que su padre había profesado por lord James, recibió a su hijo, Edward, en la casa de la Santísima Trinidad y le confirió el trato de un soberano. Lord Edward se enamoró perdidamente de ella y le pidió que se casaran. En ese momento, las mejores excusas esgrimidas fueron la reciente viudez y la necesidad de cumplir con el período de luto.

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