Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (27 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—No me pareció que la señorita Lynch fuera del tipo casquivano.

—¡Por supuesto que no! —prorrumpió Blasco—. Es que Nahueltruz aún sangra por la herida. Después de todo, Pura Lynch es la sobrina dilecta de la señorita Laura. Y ya sabes cómo somos los indios: jamás olvidamos una afrenta.

Laura se presentó en la Editora del Plata y, sin rodeos, preguntó adonde se hallaba Blasco Tejada. En silencio, Mario la guió hasta su cuarto. A través de la puerta, le avisó a Blasco que la señora Riglos deseaba verlo. Le dieron tiempo para adecentarse.

—Señorita Laura —pronunció Blasco en voz queda—. Disculpe, señorita, jamás imaginé que usted vendría. Si no... No culpe a Mario, yo le pedí que me acogiera. Él es un buen amigo.

Laura levantó la mano y Blasco calló.

—Me alegro de que estés aquí. Pura temía que hubieras marchado a Francia.

—¿Marcharme? ¡Qué idea! Y dígame, ¿cómo está ella? Dicen que la mantienen encerrada, que no come, que ha jurado dejarse morir.

—Se encuentra bien. Bajo mi protección. He venido hasta aquí para traerte un poco de serenidad, pues imagino que estos días han sido un infierno.

—Infierno es poco. Tantas ideas nefastas cruzaron mi mente que pensé que enloquecería. ¿La casarán por fin con Lezica?

—No si puedo evitarlo. Ella te ama, Blasco, y, si es contigo que ha decidido pasar el resto de su vida, estoy dispuesta a ayudarla. En fin, a ayudarlos. Espero que estés a la altura de la situación. Espero que estés dispuesto a luchar por ella.

—Claro que lucharé por ella. Gracias por ayudarnos —murmuró.

—¿Por qué no estás en casa de Nahueltruz?

—Hemos peleado. No podía seguir viviendo bajo el mismo techo después de las cosas que me reclamó. No quiere que continúe mi relación con su sobrina.

—Entiendo.

CAPÍTULO XVI.

Regreso sin gloria

El general Roca terminó su conquista del desierto en la localidad de Carmen de Patagones. Allí abordó la cañonera
Paraná
que lo condujo a Buenos Aires. Durante la travesía por mar, confinado a su litera a causa de los malestares estomacales, Roca tuvo tiempo para pensar. Carente de batallas épicas que rememorar, la expedición al sur se cerraba sin gloria. Él, por ejemplo, no se había topado con un indio alzado ni para muestra. A Eduardo Racedo y a Uriburu les había tocado la peor parte y debieron contender con los caciques más bravos, entre ellos el famoso Baigorrita. Sin mayores pérdidas, quebraron la endeble columna vertebral de los ranqueles y los aniquilaron.

El territorio del sur por fin anexado a la República, el general centró su atención en el próximo desafío: conquistar la presidencia de la Nación. A veces lo juzgaba un disparate. Los porteños jamás se avendrían a aceptar un tucumano. El federalismo, que tanta sangre le había costado al país, era de la boca para fuera; los porteños, encabezados por personajes como Mitre y Tejedor, mantenían vivo el espíritu unitario y sedicioso.

Al poner pie en tierra, Roca tuvo la impresión de que había dejado Buenos Aires años atrás, a pesar de que habían transcurrido tres meses. Pocas personas fueron a recibirlo la fría mañana del 8 de julio del 79. Saludó a su mujer y a sus amigos con sincero afecto. Clara comentó que un suculento desayuno los aguardaba en la casa de la calle Suipacha. La idea de café caliente y sabrosas confituras sedujo a todos, en especial al coronel Gramajo.

Instalados en el comedor, sus amigos lo acribillaron a preguntas, cotejaron información y rieron con los conocidos sarcasmos del general. Roca, por su parte, se enteró de los últimos rumores en materia política y social, y cayó en la cuenta de que la fuga de la señorita Lynch a causa de un amor mal avenido constituía la novedad que opacaba la epopeya del ministro de Guerra y Marina que había acabado con el problema secular del indio.

—Fue la viuda de Riglos quien orquestó la fuga —comentó Madero, su locador—. Es ella quien la mantiene escondida.

—¿Cuál ha sido la reacción de José Camilo Lynch? —se interesó Gramajo

—Se comenta que tuvo un encuentro feroz con la viuda y que amenazó con recurrir a las autoridades si no le decía dónde esconde a su hija Pura. De todos modos, por el bien de las apariencias, hasta el momento Lynch se abstiene de cumplir con su amenaza.

—Sabrás, Julio —apuntó Lucio Mansilla—, a nosotros, los porteños, no nos sorprende la actitud de Laura, quiero decir, de la viuda de Riglos. Nos entretiene, eso de seguro, pero no nos sorprende. Estamos habituados a sus extravagancias. Es una mujer valiente; la tienen sin cuidado los escándalos.

—Disculpe, coronel Mansilla —intervino Clara Funes—, pero no considero que la señora Riglos esté procediendo con valentía al enfrentar a una hija con su padre. Más bien es una afrenta a la moral y a la familia.

—Se puede juzgar errado o acertado el proceder de la viuda de Riglos, señora Roca, pero debe coincidir conmigo en que hacen falta muchas agallas para hacer lo que ella hizo.

—¿Qué ocurrió exactamente? —habló Roca por primera vez, tratando de enmascarar su interés con un suspiro.

—Prácticamente a la rastra —explicó Clara—, sacó a la señorita Pura de su casa, pasando por encima de la autoridad de su madre y de su abuela, la señora Celina Montes, que recibieron amenazas de toda índole. La llevó a un sitio recóndito del cual no se tienen noticias y la mantiene oculta para evitar que su padre pueda hallarla.

—Algún motivo habrá tenido para proceder así —apuntó Roca, y notó la exasperación en el rostro de su mujer.

—Motivo, señor, no le faltaba —terció Mansilla—. José Camilo pensaba casar a la pobre Pura con Climaco Lezica. Y ya todos sabemos que Laura siente debilidad por su sobrina.

—¿Lezica? ¿El comerciante? —preguntó Gramajo, y Mansilla asintió—. Ese hombre es mayor que yo.

—Laura juró —continuó Mansilla— (y repetiré textualmente sus palabras) que sólo sobre su cadáver casarían a Pura con esa antigualla que huele a baúl de sótano y que es más aburrido que bailar con el hermano.

Roca lanzó una risotada Ciertamente, a la viuda de Riglos no le faltaban agallas. En contra de toda lógica, anhelaba reencontrarse con ella, y no contaban las noches de insomnio durante la expedición en las que había decidido que, a su regreso, no volvería a convocarla a la casa de la calle Chavango.

El desfile de personalidades políticas y amigos duró todo el día. Casi al anochecer, Roca halló un interludio para encerrarse en su despacho y estudiar la documentación y la correspondencia que se habían acumulado a lo largo de tres meses. La primera impresión de desapego comenzaba a desvanecerse; la familiaridad y la confianza tomaban su lugar. Incluso, la idea de postularse como presidente no resultaba tan disparatada después de las reiteradas muestras de apoyo que había recibido a lo largo de la jornada. Para empezar, su círculo más íntimo organizaba un banquete en el Club del Progreso donde se proclamaría su candidatura.

Roca analizó la correspondencia, apartó la que entregaría a sus amanuenses del ministerio y se concentró en la que debería atender de puño y letra. Además de las de sus hermanos Alejandro y Ataliva, había cartas de su concuñado Juárez Celman, de viejos camaradas militares y de su suegro. Al revolver el cajón en busca del abrecartas, le llamó la atención un sobre amarillo con una caligrafía particular por lo mala: la del coronel Baigorria. Confirmó que se trataba de la carta que había buscado infructuosamente antes de partir hacia el sur, donde el coronel le hablaba de los ranqueles. Fechada en San Luis el 24 de abril de 1875, la misiva comenzaba con un afectuoso saludo: «Mi estimado general Roca». A pesar de la caligrafía y de que los errores ortográficos no tardaron en aflorar, Roca se repantigó en su butaca y leyó con interés.

El escándalo por la fuga de la señorita Pura Lynch adquirió ribetes de novela cuando los periódicos comenzaron a ocuparse del asunto. La ciudad se dividía entre aquellos que apoyaban a Laura Riglos, los “lauristas”, y los que tomaban partido por el padre de la muchacha, los “lynebistas”. Laura encontraba el enredo muy divertido y vigorizante. La que verdaderamente sufría era su prima Eugenia Victoria. Terminó por ceder y en secreto la hizo llevar a la quinta de los del Solar.

Ante el asombro de todos, la abuela Ignacia se mantuvo al margen de la disputa. Le pesaban los años y el temor a Laura, que se mostraba más desafiante que de costumbre. Agradecía la abundancia en la que vivía y sólo se interesaba por sus rosales y jazmines. Tía Soledad y tía Dolores, en cambio, adoptaron la actitud beligerante que las caracterizaba. Juzgaban la intervención de Laura «una blasfemia» toda vez que su proceder inducía a Purita a faltar al cuarto mandamiento. Según Dolores, la más ensañada, Satanás operaba a través de Laura.

En la casa de la Santísima Trinidad no faltaban discusiones, caras largas, miradas aviesas y comentarios malintencionados. Laura comía sola en su
boudoir,
a veces en compañía del abuelo Francisco, a veces en la de su madre, que, consciente de la testarudez de su hija, eludía el tema de Pura y se refería mayormente a su boda con Pereda. Tía Carolita se proclamaba una “laurista”, convencida de que el matrimonio era un sacramento que se sublimaba exclusivamente en el amor de los cónyuges. Matrimonios arreglados, como el de Felicitas Guerrero y Martín de Álzaga, servían como ejemplo que no debía imitarse.

La terquedad de Lynch, sin embargo, no conocía límites, y de nada valían los ofrecimientos de ayuda económica por parte de Laura, que sólo conseguían ofenderlo y obstinarlo.

—Prefieres vender a tu hija al mejor postor antes que aceptar la ayuda que te ofrezco.

—Cómo te atreves. No vendo a mi hija al mejor postor. Climaco Lezica es un buen hombre que asegurará el futuro y bienestar de Pura. Prefiero estar muerto a verla casada con un pobre diablo.

—Mi prima Eugenia Victoria se casó con el hombre más rico de Buenos Aires y ahora pasa grandes penurias económicas. ¿Quién puede saber lo que el porvenir nos depara? El señor Tejada es un joven inteligente, lleno de aspiraciones. No siempre será el
pobre diablo
que es ahora.

—Sé que quieres entrañablemente a mis hijos, pero ellos son
mis
hijos, Laura. Es mi potestad decidir acerca de su porvenir. No quiero que te inmiscuyas. Deberías engendrar tus propios hijos y dejar en paz a los de los demás —agregó Lynch.

—No hace falta que me lastimes, José Camilo.

Lynch golpeó el escritorio y bramó:

—¡Carajo, Laura! A veces deseo que seas hombre para sacarte a golpes lo que no consigo con palabras y amenazas.

—Aunque me golpees, no conseguirás nada de mí. Protegeré a Pura hasta las últimas consecuencias. Amo a tus hijos, José Camilo, porque son los hijos de Eugenia Victoria. —Laura también acompañó con un golpe lo que pronunció a continuación—: Me rebela tu actitud cuando, más de quince años atrás, casi pierdes a la mujer que amas por una actitud similar en la que ahora te obstinas con tu hija Pura. ¿No te acuerdas de lo que sufriste? ¿Nada recuerdas de tu padecimiento y el de Eugenia Victoria?

—Por ideales románticos baratos no permitiré que mi hija mayor sea la mujer de un don Nadie. ¿Quién es este Blasco Tejada? ¿Qué sabemos de él? ¿Quiénes son sus padres? ¿De qué familia procede? Podría ser el hijo bastardo de alguna perdida por todo lo que sabemos.

—Es el pupilo del señor Rosas. Él le ha brindado una educación superior a la de tus propios hijos. Pareces muy a gusto con el señor Rosas. ¿Eso no cuenta?

—Yo hago negocios con el señor Rosas, admiro al señor Rosas, lo respeto también, pero sé que no pertenece a mi clase y que jamás lo consideraré un amigo.

Gracias a los buenos oficios de tía Carolita, Blasco vivía en una pensión que pertenecía a los jesuitas, una construcción antigua, algo lúgubre, pero bien mantenida, donde años atrás había funcionado la Casa de las Temporalidades. La renta era una bicoca y la habitación estaba limpia, sin insectos ni roedores. Dos veces por semana, María Pancha recogía las sábanas y la ropa sucia de Blasco y las devolvía lavadas y almidonadas. No le faltaba comida, que Eusebio, el cochero, le llevaba en una canasta todas las noches. Blasco pagaba la renta y otros gastos con el sueldo que ganaba en la Editora del Plata, donde se desempeñaba como redactor de
La Aurora
; dado su dominio del francés, Mario Javier también le había asignado la traducción y comentarios de los artículos de los periódicos más importantes de París que llegaban a menudo en los paquebotes. Blasco no tenía tiempo para aburrirse y, si bien su interés por las leyes no había desaparecido, encontraba fascinante ese trabajo. Se afianzaba su amistad con Mario Javier y con el otro empleado, Ciro Alfano, encargado de enseñarle los secretos del oficio. Así no se sentía tan solo.

Su ansiedad por saber de Pura lo perturbaba, y las noticias que le traía la señorita Laura nunca resultaban suficientes. Las cartas entre los enamorados estaban prohibidas, y Laura debió explicarle por qué.

—Según mi abogado, si la policía llegase a encontrar en tu poder una carta de Pura lo consideraría prueba suficiente de que sabes dónde se oculta mi sobrina y te encarcelaría sin más por tratarse ella de una menor. Sería un modo eficaz de chantajear a Pura.

—¿Y usted, señorita Laura? ¿No corre usted peligro de que el señor Lynch la mande a encarcelar? Según entiendo, varias personas fueron testigos de que usted se llevó a Pura de casa de su padre.

—Mi primo, el señor Lynch, tiene temor al escándalo. No lo hará, no te preocupes. Una cosa es encarcelar a un joven sin conexiones ni dinero como tú y otra cosa es probar fuerzas con la viuda de Riglos, quédate tranquilo.

Blasco también entendía lo imprudente de aventurarse a la quinta de los del Solar; no obstante, cada mañana, cuando despertaba, le costaba refrenar el ímpetu que lo acometía de correr por la calle Larga hasta Barracas.

—Mi primo José Camilo te hace seguir —interpuso Laura—. Hace días que Eusebio ve a un hombre que merodea la editora y la pensión.

—¿No la hace seguir a usted también, señorita Laura?

—Por supuesto que me hace seguir. A mí, a María Pancha y a Eusebio. Pero soy demasiado astuta para caer en una trampa tan burda.

—¿Quién va a ver a Pura, entonces?

—Tu abuela, doña Carmen. Ya hacía de espía en las épocas del coronel Mansilla. Parece no haber olvidado el
métier.

A pesar de que su mente vagaba en mayor medida por otros derroteros, Blasco nunca abandonaba por completo el recuerdo de Nahueltruz. Lo echaba de menos, sobre todo las conversaciones después de cenar, mientras bebían café y licores, cuando le hacía sentir que lo consideraba un hombre; atrás había quedado el chiquillo del colegio en Fontainebleau. Incluso echaba de menos sus frecuentes silencios, que eran una taciturnidad natural más que una descortesía estudiada. Con Nahueltruz, siempre se sentía a gusto. Después de Pura, era a quien más amaba.

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