Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (29 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

—¡Que madre ni madre! —se impacientó la criada—. La señora Lezica —insistió—, la
esposa,
no la madre.

Resultaba difícil calcular la edad de la señora Lezica. Sí se deducía con facilidad su extracción humilde; su belleza, sin embargo, era innegable; para pocos habría pasado inadvertida. El vestido que llevaba, inadecuado para la ciudad, le delataba el origen campestre. La acompañaban Blasco Tejada, Mario Javier y un sacerdote de sotana polvorienta y sombrero desgastado.

Mario hizo las presentaciones.

—Señora Riglos —dijo—, esta señora se presentó en la Editora del Plata pidiendo por usted. Dice ser la esposa del señor Climaco Lezica.


Soy la esposa del señor Climaco Lezica —apuntó la mujer con una firmeza en el tono y una decisión en el gesto que refutaron cualquier semblanza campestre—. El padre Epifanio es testigo de que el señor Lezica y yo estamos casados como Dios manda.

Laura indicó el sofá y todos se sentaron. A excepción de Blasco, que sacudía las piernas, el resto guardaba compostura.

—¿Por qué recurre a mí? —quiso saber Laura.

—Yo leo sus folletines —explicó Virginiana.

—Ése no es motivo suficiente —objetó Laura—. Por qué no hablarlo con el señor Lezica.

—Es al último a quien recurriré. Evidentemente, él me quiere fuera de este asunto.

—Comprendo.

—Si el señor Lezica contrajese matrimonio con su sobrina —retomó Virginiana—, entiendo que es su sobrina —Laura asintió—. Pues bien, si él la desposase, se convertiría en un bígamo y su sobrina, en una joven deshonrada.

—Es una acusación muy grave —señaló Laura.

—Acusación que estamos en grado de probar —intervino el padre Epifanio—. En contra de las reglas, he viajado con el libro parroquial. Allí está registrado de mi puño y letra el matrimonio entre Virginiana —dijo, señalando a la mujer— y el señor Lezica.

—¿Por qué recurrir a mí? —insistió Laura.

—Según leí en los periódicos —dijo Virginiana—, usted parece tan interesada como yo en trastornar los planes de mi esposo. Le estoy pidiendo ayuda, señora Riglos —expresó, y su nuevo acento reveló la desesperación que, hasta el momento, se había cuidado de transmitir—. Acabo de llegar de “la Matanza”, nunca había estado en la ciudad, no conozco a nadie. Usted, en cambio, es conocida y puede llegar a lugares que para mí están vedados. ¿Va a ayudarme?

—¿Tienen hijos? —preguntó Laura.

—Sí, tres.

—¿Dónde pasarán la noche?

—Nos hospedaremos en el convento de las Clarisas.

—Bien.

Nadie habló por algunos segundos. Laura permaneció cavilosa, los demás aguardando su veredicto. La imitaron cuando se puso de pie.

—Mañana iré a visitarla al convento —indicó Laura—. Quizás tenga noticias para usted. Ahora le pediré a mi cochero que los alcance hasta lo de las Clarisas.

María Pancha acompañó a Virginiana y al padre Epifanio a la puerta, mientras Laura meditaba con la vista en el suelo y la mano sobre el mentón. Blasco y Mario Javier no le quitaban los ojos de encima.

—María Pancha —llamó Laura—, que José Pedro prepare la victoria. Le haré una visita a Lezica.

—La acompañaremos —ofreció Blasco, pero Laura aseguró que no era necesario.

Les ordenó, en cambio, que regresaran a la editora y les prometió noticias apenas terminara su entrevista con Lezica. Blasco se marchó sumido en ansias. A su entender, una luz se había encendido y comenzaba a vislumbrarse la salida de aquel entuerto.

En la tienda, un empleado la condujo al salón primorosamente decorado donde Climaco las había recibido meses atrás. Laura tomó asiento en el mismo confidente y aguardó con calma. Lezica descorrió el cortinado y se plantó frente a ella con aire altanero. Inclinó levemente la cabeza antes de tomar asiento.

—Supongo que no son las mercaderías de mi tienda las que motivan su visita, señora Riglos.

—De ninguna manera, señor Lezica.

—Entonces, debo colegir que se trata de la señorita Lynch, único tema posible entre usted y yo desde que decidió esconderla para evitar nuestro casamiento.

—No —dijo Laura, y se puso de pie; Lezica la imitó prestamente—. No se trata de Pura sino de Virginiana Parral, su esposa.

Laura cuidó de pronunciar el nombre con claridad. Su mirada atenta a la reacción de Lezica advirtió el efecto devastador de la noticia. El rostro habitualmente ceniciento de Climaco perdió todo vestigio de vitalidad y sus ojos adoptaron la tonalidad acuosa de la de un muerto. Por un instante, Laura temió que se descompusiera. Lezica, sin embargo, consiguió articular.

—No sé de qué me habla.

—Oh, sí, sabe
bien
de qué le hablo. Me estoy refiriendo a esa señora a quien usted convirtió en su esposa en el campo y con la cual tiene tres hijos.

—¡Es usted una pérfida! —explotó Lezica, y Laura se movió hacia atrás—. ¡Inventar semejante patraña para evitar mi matrimonio con la señorita Lynch!

—El padre Epifanio, quien acompañó a su esposa a la ciudad, dice estar en condiciones de probar esta afirmación que usted con tanta vehemencia se apresura a desestimar. Piense bien, señor Lezica, repase sus recuerdos; quizás haya olvidado que desposó a otra mujer años atrás. La memoria suele fallarle a los hombres de edad provecta.

Lezica se adelantó con la clara intención de asestarle un golpe, pero Laura se escabulló con agilidad.

—¡Señor Lezica! —pronunció—. No pierda usted el último resto de honorabilidad golpeando a una mujer.

La advertencia de Laura lo detuvo en seco. Se quedó contemplándola fijamente, primero con ira, luego con un gesto que evidenciaba su derrota. Se dejó caer en la otomana y se llevó las manos al rostro.

—Le doy hasta mañana por la tarde para comunicar a mi primo José Camilo que usted es un hombre casado. De lo contrario, seré yo quien lo haga. En ese caso, le pediré a Virginiana y al padre Epifanio (que ha traído el libro parroquial con el asentamiento de su boda) que me acompañen a lo de Lynch y den fe de mis palabras.

Lezica no advirtió que Laura dejaba la sala. Cuando levantó el rostro para suplicar, la viuda de Riglos ya no estaba. A ese punto, poco importaba el matrimonio con Pura Lynch, a pesar de que sólo Dios sabía cuánto la deseaba. Una ansiedad, que ni siquiera había experimentado con Virginiana, lo dominaba desde que reparó en Pura como mujer. «La haré mi esposa», se había jurado, y estuvo a punto de conseguirlo. Entonces, Laura Escalante intervino y no sólo le robó la ilusión de poseer a Pura Lynch sino que ahora amenazaba la posición que el apellido Lezica se había granjeado desde los tiempos de los virreyes.

—¡Márquez! —vociferó.

El empleado apareció en la sala.

—Diga, señor.

—Hágase cargo de la tienda. Me marcho y no regresaré hasta mañana.

—Sí, señor.

Lezica se calzó el sombrero y el abrigo y salió a la calle. Dudó por un momento, pero de inmediato se encaminó hacia la confitería de Baldraco. Necesitaba un trago.

Eusebio tomó por la calle de la Victoria y detuvo los caballos en la esquina con la de Perú, a la puerta del Club del Progreso. Detrás del landó de la viuda de Riglos aguardaba una treintena de coches. La fiesta sería concurrida. Eusebio dejó el pescante, abrió la portezuela, desplegó el escalón y ayudó a su patrona a descender. En el ingreso, la recibió un empleado de librea roja y dorada que, luego de verificar su nombre en la lista, le indicó la escalera que conducía al salón de fiestas. Al mejor estilo francés, abundante en reminiscencias versallescas, el salón se hallaba iluminado con arañas de bronce y una veintena de brazos distribuidos sobre espejos en la pared. La profusión de luz reverberaba en el brillo del parquet y en el dorado a la hoja del techo. Laura no conocía París, pero se dijo que ese sitio no podía distar de los afamados salones de aquella ciudad.

Al entrar en el salón, acaparó la atención de la concurrencia. Sobrevino un silencio seguido de un murmullo que pareció envolverla y sofocarla. Tía Carolita y sus sobrinos Emmanuel y Ramiro Unzué le salieron al encuentro, y Laura los saludó con alivio: de repente, sus ínfulas se habían desvanecido. Más tarde llegó Magdalena del brazo de su prometido, el doctor Nazario Pereda, y también los Mansilla, y Eduardo Wilde, y se acercó Sarmiento junto a su hija Faustina, y también su amante, Aurelia Vélez Sarsfield, y Laura se sintió entre amigos.

Esmeralda Balbastro llegó con su cuñada, María del Pilar Montes, y su esposo, Demetrio Sastre, quien, al igual que su concuñado, Bonifacio Unzué, apoyaban la candidatura de Roca. Poco después apareció Guor en compañía de Armand Beaumont y su esposa, Saulina Monterosa. Hasta el momento, nada se sabía del matrimonio Lynch, y la mayoría apostaba a que no se aventurarían con el escándalo de Pura a cuestas.

Con la elección de un vestido en intenso azul Francia, Esmeralda Balbastro había demostrado su pericia para resaltar el infrecuente turquesa de sus ojos. Muy a su pesar, Laura debió admitir una vez más que Esmeralda era de las más bonitas de la fiesta, que su sonrisa cautivaba y que sus ojos, a pesar de la intensidad del color, miraban con dulzura; toda ella despedía un halo de luz y calidez al cual resultaba difícil oponerse.

En contraste, Guor presentaba un aspecto sombrío. Parecía haber envejecido en las últimas semanas y, aunque a la distancia desaparecían las arrugas que se insinuaban en torno a sus ojos, Laura sabía que allí estaban, delatando su edad o, más bien, sus problemas. El alejamiento de Blasco había sido un duro golpe, a lo que se sumaba la negativa para visitar a su tío Epumer en la isla Martín García; esto había terminado por devastarlo. Blasco le había contado que, a pesar de la oficiosa intervención del senador Cambaceres, el Ministerio del Interior negaba el permiso. Rumores de maltrato y condiciones infrahumanas tornaban angustiante la espera.

Laura desvió la mirada y prestó atención a Sarmiento.

—Los mitristas, incluso una parte del autonomismo, no permitirán que el Barbilindo sea presidente. Apoyarán a ese perro viejo y gruñon —dijo, refiriéndose a Carlos Tejedor— antes que permitir que un tucumano se adueñe de la Casa de Gobierno.

—No se deje engañar, doctor —advirtió Estanislao Zeballos, que pocos minutos antes se había sumado al grupo—. Todo el interior apoya al general Roca. Su concuñado, el doctor Juárez Celman, es un hombre hábil que ha sabido sacar provecho del éxito de la campaña al desierto. Ha tejido una red de contención que no será fácil romper. Dicen que, a excepción de Corrientes, los gobernadores de las demás provincias responden a él.

—No me gusta el discurso del gobernador Tejedor —intervino Laura—. Me asusta cuando habla de la formación de una milicia porteña y cuando expone sus ideas tan extremistas. No me cabe duda de que sería capaz de fomentar la guerra civil para instalarse en el poder. El localismo porteño que desea exacerbar es un camino peligroso, podría quebrar la unidad nacional que tanta sangre le costó al país. Pensé que, en una campaña política, serían otros los méritos a tener en cuenta y no el hecho de que el candidato sea un porteño recalcitrante o un hombre del interior. Creí que, después de Pavón, ése era un punto superado entre los argentinos.

—Resultan obvias las razones de la señora Riglos para apoyar al Barbilindo —expresó Sarmiento, y sus labios gruesos se curvaron en una sonrisa solapada.

Eduardo Wilde carraspeó, Lucio Mansilla levantó las cejas en un gesto de asombro y Estanislao Zeballos sonrió con ironía, lo que molestó a Laura sobremanera.

—¿Y en qué radica la obviedad? —se impacientó.

—¡Cómo, querida señora! En que usted es cordobesa, una mujer del interior, que prefiere a otro del interior en el sillón de don Bernardino antes que a un porteño recalcitrante, como usted misma ha dicho.

Pero todos habían captado el subrepticio juego de Sarmiento, y la tensión no cedió.

—Usted sabe, doctor Sarmiento, que yo me considero porteña. No es por mi origen cordobés o el tucumano del general Roca que vierto esta opinión. Así como manifesté mi disentimiento con la campaña al sur, ahora expreso que, de los candidatos en danza, creo que el general Roca demuestra una ecuanimidad y fortaleza para gobernar que ningún otro posee.

La gravedad de la afrenta resultaba evidente ya que era
vox populi
que Sarmiento también ambicionaba la candidatura. Para salir del paso, Aurelia Vélez Sarsfield preguntó:

—¿Saben si el gobernador Tejedor se presentará esta noche?

—Por supuesto que no —aseguró Zeballos—. Esta fiesta la han organizado los amigos de Roca para lanzar su candidatura. Presentarse es casi un acto de adhesión. Aunque Tejedor no vendrá, envió a algunos de sus “rifleros” a espiar —dijo, en referencia a los miembros del ejército provincial que reclutaba el gobernador.

—Yo estoy aquí y no pretendo que mi presencia se interprete como un acto de adhesión —advirtió Sarmiento.

—Resultan obvias sus razones —parafraseó Laura.

Eduarda intervino; tomó del brazo a su amiga y dijo en voz alta:

—Vamos, querida. He deseado presentarte al escritor Paul Groussac desde que lo vi llegar. Éste es un buen momento.

—Con su permiso —dijo Laura.

—Propio —expresó Estanislao Zeballos, con fingida galantería.

Laura y Eduarda se alejaron tomadas del brazo. A Laura ya no la atraía platicar con el soberbio Sarmiento ni conocer si se decía lynchista o laurista. Wilde dejó el grupo con sigilo y las alcanzó a pocos pasos.

—Laura, quería hablar con usted.

Eduarda sonrió complacientemente y se alejó en dirección a la mesa del
buffet froid.

—Hable, doctor —instó Laura.

—Hoy fui a visitar a su sobrina Pura Lynch.

—¿Cómo la encontró?

—De ánimo, bastante alicaída. Doña Luisa ya no sabe qué hacer para distraerla. No se alimenta bien y pasa malas noches. Está desmejorada. Le llevé un tónico y le prescribí que alternara ejercicio al aire libre y descanso. De todos modos, creo que los problemas del corazón se resuelven de otro modo.

—Gracias por haber ido a verla, doctor —expresó Laura—. Sé que se compromete al hacerlo. Lo aprecio infinitamente, más cuando soy consciente de que usted no aprueba mi comportamiento.

—Yo soy “laurista” —manifestó Wilde con alacridad—, pero me reservo de ventilarlo a los cuatro vientos para evitar que José Camilo me rete a duelo.

Eduardo Wilde volvió junto a sus amigos y Laura se unió a Eduarda que elegía bocadillos con mariscos.

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