Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (2 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Laura le ordenó a Magdalena que enviara al doctor Eduardo Wilde a la dirección indicada en la esquela. Deprisa, con el cuarteto de brujas opinando a porfía detrás de ella, dejó la sala y se dirigió a su dormitorio para prepararse. El viejo Eusebio, cochero de toda la vida de los Montes, ya aprestaba los caballos. Media hora más tarde, cruzaban al galope la Plaza de la Victoria rumbo al barrio de San José de Flores.

La misma Loretana abrió la puerta. Laura apenas movió la cabeza en señal de saludo y entró, con María Pancha a su lado. Loretana las condujo en silencio. Julián yacía en la cama matrimonial de una habitación primorosamente decorada. Laura se acercó a la cabecera y contempló a su esposo detenidamente. Lucía pálido, y la mueca amarga de la boca indicaba que sufría. Se sujetaba el brazo izquierdo a la altura del pecho.

Julián parpadeó lentamente. Le tomó un momento reconocer a su esposa.

—Temí que no vinieras —farfulló, y Laura se sentó en la silla que le acercó Loretana.

—¡Cómo no iba a venir! —dijo en voz baja, compelida por las circunstancias, por el silencio, por la penumbra, por la poca fuerza que manaba del cuerpo de ese hombre al que había considerado invencible.

—Temí que no vinieras —insistió Riglos— porque me odias.

—No te odio —aseguró Laura.

—Sí, me odias. Y para nada cuenta que yo te ame más allá del entendimiento.

Laura percibió que Loretana se movía furtivamente y dejaba la habitación. Julián, ajeno al martirio de su amante, extendió la mano sin esfuerzo, y Laura se la sostuvo. Se contemplaron directamente a los ojos.

—Deberías haberte casado con Loretana y permitido que yo lo luciera con Nahueltruz Guor —expresó por fin.

—Jamás —replicó Julián—. No con un indio.

Laura se refrenó de confesarle que ese indio era hijo de su tía Blanca Montes, nieto de Juan Manuel de Rosas y del doctor Leopoldo Montes, biznieto del barón de Pontevedra, tataranieto del duque de Montalvo y sobrino segundo de Lucio Victorio Mansilla. Quiso decirle, en resumidas cuentas, que por las venas de Guor corría sangre con más blasones y tradición que la de él. Y se abstuvo porque ella no había amado a Guor porque fuese un indio o un patricio, lo había amado simplemente por ser el hombre que era.

A pesar de que el doctor Eduardo Wilde bromeó con Julián y le aseguró que en pocos días volverían a encontrarse en la confitería de Baldraco, a Laura le refirió otro panorama. De ninguna manera se lo movería de esa cama; y así Laura y María Pancha visitaron lo de Loretana a diario, por la tarde. Les abría la doméstica, las invitaba a pasar y, mientras Laura permanecía en la habitación junto a su esposo, Loretana aguardaba en la cocina. La presencia de la señora Riglos no la incomodaba, se disponía a soportar éso y otros inconvenientes siempre que Julián permaneciera en su cama, donde ella pudiera cuidarlo y mimarlo a discreción. Lo amaba como jamás pensó que llegaría a amar a ese hombre a quien, en un principio, solo había considerado el mejor recurso para escapar del tedio y la mediocridad de Río Cuarto. Julián Riglos la había enamorado. La había hecho sentir a gusto con la seguridad que le brindaban su dinero y su experiencia, la habían complacido sus modos galantes, tan distintos a los de los soldados del Fuerte Sarmiento, y la entretenía la infinidad de anécdotas que solía relatarle, había vivido en Europa, y eso, para ella, equivalía a lo máximo que una persona podía aspirar. Le había prometido que algún día la llevaría.

En un principio, la sorprendió que un hombre así le rondara los pensamientos aun después de que dejaba la casa; con el tiempo terminó por admitir que el doctor Riglos encarnaba al príncipe azul de los cuentos de hadas que la convertiría en la princesa que ella añoraba ser. Julián la había protegido de las ferocidades de una ciudad grande y cosmopolita que la habría devorado sin misericordia; la había ayudado a mejorar y a superarse, y había satisfecho cuanto capricho y veleidad le había cruzado por la cabeza. Le había dado una hija, Constanza María, su razón de vivir. A veces, contrariada, la conciencia cargada de remordimientos, se preguntaba por qué Dios le daba tanto cuando ella había sido responsable de tanto dolor. A menudo evocaba sus años mozos, cuando sólo le importaba convertirse en una princesa de ciudad, se acordaba de las locuras y los desatinos, de Nahueltruz Guor también se acordaba, a quien seguía amando secretamente, un amor muy distinto al que sentía por Julián, un amor menos agradecido y respetuoso, más carnal y mundano, más como la Loretana de antes.

Al quinto día, una tarde caliginosa en la que Julián había estado inquieto y molesto, Loretana pidió a la señora Riglos unas palabras. Laura, hastiada de la situación, molesta por el calor, aceptó a regañadientes y entró en el despacho. Loretana fue al grano y le dijo que tenía que pedirle perdón, que la conciencia así se lo dictaba

—Sinceramente, Loretana —expresó Laura con agobio innegable—, no siento que deba perdonarte absolutamente nada .Tu relación con mi esposo...

—No es por eso que tengo que pedirle perdón.

Laura levantó las cejas.

—La conciencia me tortura por algo que sucedió años atrás, algo que cambió mi vida y la suya. A mí la fortuna me sonrió. Usted, en cambio, ha sido muy desdichada.

Laura se puso rígida. Las palabras de Loretana le habían herido el orgullo. No le gustaba que la gente supiera que era infeliz, que se sabía incompleta y frustrada. Desde su regreso a Buenos Aires, se había esmerado en crear la imagen de una mujer desprejuiciada y satisfecha. Aunque María Pancha opinara que quería tapar el sol con un dedo, Laura se afanaba en ese propósito. Que Loretana, a quien ella consideraba muy por debajo, le espetara la verdad tan meticulosamente celada, la irritó sobremanera.

—Su desdicha, señora Riglos —prosiguió Loretana—, es toda por mi culpa. Fui yo la que le dijo al coronel Racedo aquel día en Río Cuarto que usted estaba en el establo.

Laura, que había evitado mirarla a los ojos, movió la cabeza con rapidez y le clavó la vista.

—Lo hice a propósito —admitió la mujer, decidida a exponer la verdad completa, a sacarse ese peso de encima de una vez y para siempre—. Sabía que Nahueltruz estaba enamorado de usted, los había visto juntos. ¡Ah, cómo la amaba! Me sentí morir porque yo creía que Nahueltruz era mío. Pero al verlo junto a usted me di cuenta de que nunca lo había sido. Y sentí rabia, despecho, celos... Y le dije a Racedo que usted lo esperaba en el establo porque sabía que Nahueltruz y usted estaban ahí, despidiéndose. Por mi culpa, Racedo y Nahueltruz pelearon ese día. Por mi culpa, Nahueltruz tuvo que matarlo y convertirse en un fugitivo. Por mi culpa...

Laura le propinó una bofetada de revés y Loretana lloró con angustia sincera, las manos sobre el rostro. Laura se quedó mirándola, la mente en blanco, atenta al llanto de Loretana, que terminó por crisparle los nervios. Quería que se callara. No soportaba su gemido lastimero, lo martillaba los oídos. Un impulso malévolo la hizo mirar en torno. Sus ojos se toparon con el pisapapeles de mármol y sus dedos se cerraron en torno a él; los nudillos se le volvieron blancos y las uñas rojas. Lo levantó en el aire y se abstrajo mirando el contraste de su mano y el mármol verde, consciente del efecto de la piedra fría sobre su piel, de lo contundente que sería al caer sobre la cabeza de Loretana. Imaginó el sonido del cráneo al partirse y el olor metálico de la sangre, que se encharcaría rápidamente sobre la alfombra. El estómago le dio un vuelco y el asco le produjo ganas de vomitar. Como si la hubiese quemado, soltó el pisapapeles, que cayó con estruendo sobre el escritorio.

—Ni siquiera vales la pena —expresó al pasar junto a Loretana.

Julián Riglo murió esa noche, y Laura indicó a la compañía funeraria que buscase el cuerpo en el barrio de San José de Flores y lo trajese a la casa de la calle de la Santísima Trinidad, donde la capilla de la baronesa se aprestaba para recibir el ataúd.

Laura se arrodilló y el monaguillo hizo sonar la campana. «Aunque sea, —se dijo—, prestaré atención al momento de la consagración de la eucaristía», y no volvió a dirigir la mirada hacia la columna de la izquierda.

CAPÍTULO II.

El ministro de guerra y marina

Laura Escalante entró en la sala con el andar majestuoso de una reina. Como en cortejo, la seguían sus abuelos, sus tías, su madre y María Pancha. Aunque la misa había terminado a las cinco en punto, los saludos en el atrio habían durado más de lo previsto. Eran las seis y media de la tarde y, en menos de tres horas, los invitados a la cena comenzarían a llegar. La familia, sin pronunciar palabra, se encaminó hacia los interiores para aprestarse.

María Pancha siguió a Laura hasta su habitación. A pesar de que, entre domésticas, cocineras, lavanderas, cocheros y jardineros, la casa de la Santísima Trinidad contaba con una docena de sirvientes, María Pancha se encargaba personalmente de Laura, de su ropa, de su baño, de la limpieza de su habitación, de cada aspecto y detalle de su vida. Del arreglo y cuidado de su cabello, de eso se ocupaba especialmente, porque desde hacía algunos años se había convertido en el desvelo de su niña. Nunca lo había llevado tan largo, abundante, saludable y luminoso. Antes de lavárselo con los jabones y afeites en los que Laura gastaba fortunas en las tiendas de ultramarinos, María Pancha dedicaba media hora para masajearle las puntas con aceite de almendras; se lo enjuagaba sólo con agua de lluvia que recogía del aljibe y con la que preparaba té de manzanilla, que le preservaba el rubio dorado; cada tanto, lo hacía con vinagrillo, que lo volvía esplendente. Luego de secarlo al sol, María Pancha se lo tronchaba en dos partes; con una hacía una trenza pequeña que le enroscaba en torno a la coronilla y, con la otra, una gruesa y compacta como la jarcia de un barco, que le colgaba más allá de la cintura.

—Desde hace un tiempo le prestas más atención a tu cabello que a tus escritos y libros —comentó María Pancha una mañana que le pasaba un aceite aromático para desenredarlo—. Recuerdo —prosiguió— que antes casi debía atarte de pies y manos para peinártelo y lavártelo.

La mirada tímida de Laura buscó en el espejo la inquisitiva de María Pancha.

—Era lo que a él más le gustaba de mí —expresó en un susurro, y bajó la cabeza cuando el reflejo de su criada se tornó borroso.

María Pancha abrió el ropero y sacó el vestido que Laura luciría esa noche. Luego del segundo año de viudez, las normas protocolares se suavizaban, y colores más atrevidos volvían a formar parte del guardarropa. Laura, cansada de las tonalidades pálidas, las perlas y la cara lavada, había decidido llevar un traje que, sabía, haría abrir grandes los ojos a los señores y fruncir los entrecejos a las señoras. En encaje marfil, con holandilla de exacta tonalidad, las mangas hasta el codo y la espalda, sin embargo, no estaban forradas, y la piel de Laura podía apreciarse a través del intrincado bordado del género. El escote espejo, pronunciado hasta un punto sin duda escandaloso, le permitiría ostentar alguna joya largamente arrumbada en el alhajero. Según madame Du Mourier, la modista de Laura y de las mujeres más pudientes de Buenos Aires, el encaje sobre la piel desnuda de hombros, brazos y espalda era la última moda en París.

—¿La gargantilla de brillantes o la de zafiros? —preguntó Laura, mientras enseñaba las alhajas, una en cada mano.

—La de zafiros —opinó María Pancha—. Doña Ignacia pondrá el grito en el cielo cuando te vea con ese vestido —reflexionó, con la vista en la espalda prácticamente desnuda de su niña.

Laura desestimó la advertencia. Hacía tiempo que la abuela Ignacia había dejado de ser la Gorgona de su niñez. Al mito, en parte, lo habían destruido las
Memorias
de su tía Blanca Montes, cuando la bajaron del pedestal para convertirla en un ser humano común y corriente, con más faltas y desaciertos que las virtudes que la propia Ignacia de Mora y Aragón se jactaba de poseer. Laura le había perdido el miedo y, a pesar de que seguía respetándola, la trataba con indiferencia, a veces, incluso, con cinismo.

Luego de su exilio de dos años en Córdoba, Laura había regresado a Buenos Aires escoltada por su esposo, el doctor Riglos, y por una vastísima fortuna, la heredada de su padre. Aunque en un principio había temido regresar, el dolor y la desesperanza, que la convirtieron en una mujer muy diferente a la jovencita que había partido hacia Río Cuarto a principios del 73, le proveyeron la coraza para enfrentar sin vacilación al mundo hostil de la capital. La Laura Escalante —ahora de Riglos— que puso pie en la casa de la Santísima Trinidad aquella tarde de abril del 75, lo hizo con la seguridad que le confería saber que sus integrantes dependían económicamente de ella, y con la frialdad y el desapego nacidos de la amargura. Pronto resultó palmario para todos, incluso para el mismo Riglos, que nadie opinaría sobre su vida, sus decisiones o su dinero. Laura Escalante se había convertido en un ser feroz e implacable. Hasta su abuela Ignacia le temía.

—Cierto que doña Ignacia habla poco y nada desde que perdió ese diente —siguió discurriendo María Pancha, mientras le trenzaba el cabello—. ¡Bendito sea el hueco en la encía de tu abuela! —profirió de repente, y Laura explotó en una carcajada.

María Pancha detuvo sus dedos y se quedó mirándola, una mirada tierna y maternal, mientras Laura inspiraba bocanadas de aire para sofrenar la risotada. Nada fácil reír dentro de un corsé.

—¡Qué hermosa eres cuando ríes! —dijo, y Laura se puso seria, perturbada por la observación tan inusual de María Pancha—. Ojalá rieras más a menudo. Me haces acordar a la Laura de antes.

—Aquella Laura ya no existe —aseguró sombríamente, y se puso de pie.

—Esta noche viene el general Roca —mencionó María Pancha.

—Sí, lo invité y aceptó. Julián lo apreciaba sinceramente. Era justo que viniera esta noche. Roca lo ayudó con la última parte de su libro.

—Hoy en el mercado me alcanzaron unos chismes muy interesantes —comentó María Pancha como al pasar, y siguió ocupándose de guardar la ropa

—Pues bien, ¿qué chismes? —se impacientó Laura.

—Se dice que, por estos días, al general Roca lo mueven sólo dos empeños: convertirse en el presidente de la República en el 80 y llevarse a la cama a la viuda de Riglos. Supongo que no te sorprende. Me dijeron también que, en el Club del Progreso, se hacen apuestas para ver quién será el primero en contar con tus favores después del luto. Roca es el preferido.

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