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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (14 page)

—Vaya nomás a su habitación, señorita Escalante —indicó Loretana, zalamera—, que yo le llevo un poco de aguamiel. Ya verá como se sentirá mejor.

—Sí, sí —apoyó doña Sabrina—. Vaya, querida, no esté más tiempo aquí, de pie.

Ante aquel frente común, Racedo capituló, ya encontraría otro momento para hablarle de sus sentimientos y proyectos.

—Mañana por la mañana vendré a buscarla —insistió—. Le prometí a mi amigo Julián Riglos que la cuidaría en su ausencia, sobre todo ahora, que han llegado noticias de naturaleza inquietante a mis oídos: el cacique Nahueltruz Guor anda merodeando la zona del Río Cuarto.

—¿Nahueltruz? —repitieron a coro doña Sabrina, Loretana y Blasco, y Laura se dio vuelta a mirarlos.

—Como le decía, señorita Escalante —retomó el militar—, mañana temprano vendré a buscarla.

—Como guste —respondió Laura, a sabiendas de que, dijera lo que dijera, no se lo sacaría de encima.

Marchó a su recámara, y Loretana la alcanzó un momento más tarde. La fastidiaba Loretana, siempre tratando de saber, inquiriéndola peor que su abuela, hurgando entre sus prendas con la excusa del lavado y fisgoneando entre sus libros y utensilios con el supuesto afán de limpiarlos. Laura aceptaba a sus iguales donde fuera que los encontrara, e ignoraba a quienes consideraba inferiores, fueran éstos sus parientes, los invitados aristocráticos y adinerados de su abuela o las domésticas de la casa. Era intransigente con aquellos que, a su juicio, reputaba de frívolos, poco inteligentes o carentes de sentido común. Y, según Laura, Loretana reunía todas esas características. Extrañamente, aquella noche Loretana lucía absorta, para nada interesada en sus cosas o en interrogarla. Hizo los quehaceres con premura y en silencio, concentrada en cavilaciones que la mantenían ausente. Laura la despachó sin solemnidades después de que la muchacha apoyó una bandeja con comida y una jarra con aguamiel sobre la mesa, y le preparó el baño.

La figura de Loretana desapareció detrás de la puerta, y Laura se quitó la última enagua. Le gustaba la sensación de completa desnudez, la planta de los pies sobre el piso de madera y las palmas de las manos sobre los hombros, los senos, el vientre, sobre el vello crespo del pubis, sus dedos en la humedad viscosa de la entrepierna. Se deslizó dentro de la tina y la aletargaron el agua templada y el cansancio. Hacía tiempo que se bañaba sin la túnica de liencillo, a escondidas de su abuela ciertamente, que le había repetido desde muy niña que jamás expusiera sus vergüenzas a Dios, que estaba en todas partes. No había escapatoria, aunque se quitara la ropa debajo de la cama, Dios estaría mirándola. Por eso le gustaba estar desnuda, porque a su abuela la irritaba, y quizá también por eso le gustaba tocarse las partes más oscuras y escondidas, porque el padre Ifigenio siempre le recordaba que era pecado mortal.

Aquella noche, sin embargo, no se desnudó para fastidiar a su abuela ni comenzó a acariciarse el vello del pubis para resistir a los mandatos del padre Ifigenio. Aquella noche, sus dedos se adentraron en los secretos de su entrepierna movidos por una necesidad apremiante que experimentaba por primera vez, un impulso indomable que la llevaba a respirar agitadamente, a temblar, gemir, como si de dolor se tratase. Se tocaba, se acariciaba, se rozaba los pezones, encorvaba el cuerpo en busca de algo más, algo que lo saciara. El hombre del pañuelo rojo se le introdujo en la oscuridad de la mente, sorpresiva, irreverentemente. Lo veía con nitidez. Aun con los ojos cerrados, lo veía como si lo tuviera enfrente. Él la miraba con desprecio y, altanero, se dejaba contemplar como lo habría hecho un dios del Olimpo. Deseaba alcanzarlo y, con la punta de los dedos, seguirle el contorno de los músculos de los antebrazos, de los brazos y del pecho desnudo, y continuar hacia abajo, avanzar con osadía para ver qué había más abajo.

Las piernas se le tensaron y la espalda se le curvó. No podía refrenar el movimiento de sus dedos, un ritmo al que parecían respetar incluso los latidos de su corazón, que le galopaba en el pecho, en absoluta armonía con la danza sacrilega de su pelvis. Aquel desquicio de sensaciones era, no obstante, un perfecto mecanismo que impulsaba su cuerpo hacia algo que demandaba con frenesí. Apretó los labios y reprimió el gemido. Se trató de un instante, un lapso minúsculo en el que dejó de respirar, de moverse, el cuerpo transido de un placer inefable, nuevo, maravilloso. Al abrir los ojos, percibió que los latidos de su sexo aún denunciaban el momento vivido segundos atrás.

Salió de la tina desmadejada, sin dominio sobre sus miembros, que la guiaron a tropezones hacia la cama, donde se dejó caer. Sintió hambre y la atrajo la visión de la comida sobre la mesa. Terminó de secarse y se puso el camisón de batista, liviano y fresco para las noches sofocantes de verano. Comió con fruición, llenándose la boca a rebosar, tomando aguamiel sin esperar a tragar, ensopando el pan en el pringue del estofado, contravenciones que jamás habría cometido en la mesa de su abuela. Volvió a la cama, repuesta y sin sueño. Un ímpetu inexplicable la mantenía despierta, como si hubiera bebido un tazón de café fuerte. Tomó de su escarcela la carta de Julián y repasó las líneas; la última la inquietó: «Te echo tanto de menos como puedes imaginarte después de tantos años de amarte». Resultaba evidente que el beso concedido antes de que Julián partiese a Córdoba lo había esperanzado en vano. Aquel beso, entre artero e inocente, acarrearía secuelas que no tenía ganas de afrontar. Aceptaba que había usado los sentimientos de Riglos para cumplir su propósito y que debía atenerse a las consecuencias de un acto que ahora juzgaba descabellado y bajo también.

Dio vuelta su escarcela, y el guardapelo cayó sobre la cama. Volvió a admirarlo, una obra magnífica de orfebrería fina. Ahora sabía que las iniciales M y P correspondían a María del Pilar, su bisabuela, la hija del Duque de Montalvo. Acomodó los dos mechones de cabello sobre la palma de la mano y los olió. No tenían aroma alguno. «De aquellos obsequios aún conservo el guardapelo de oro, que siempre llevo colgado al cuello, con los mechones de mis dos hijos». Agustín, entonces, tenía otro hermano. Incluso, podía tratarse de su medio hermano, en caso de que también fuera hijo del general Escalante. Habría muerto, seguramente de pequeño.

Olió el poncho, apenas impregnado de una fragancia agradable, indefinible. Nuevamente la enterneció lo pequeñito que era. «Son las cosas de Uchaimañé», le había asegurado la india Carmen esa mañana, y se preguntó qué tendría que ver la tal Uchaimañé con Blanca Montes.

Mi madre era serena, dulce, hermosa. La recuerdo sentada en la mecedora de la sala, casi siempre cosiendo, a veces leyendo. Una vez recibió carta de su único hermano, y la vi llorar. Me asusté, y ella me explicó que a veces se llora de alegría. Ella adoraba a su hermano, de quien tenía anécdotas divertidas, aunque recordaba con amargura la tarde en que empacó algunas pertenencias y se marchó para enrolarse en el Ejército del Norte, al mando del general Manuel Belgrano, a quien idolatraba.

Según mi madre, Lorenzo Pardo no era un soldado más. Él peleaba con la convicción de un patriota y su único objetivo era la libertad de su tierra. No quería a los realistas, ni a los que respondían a José Bonaparte ni a los de Fernando VII. El anhelaba la libertad, y España, bajo el reinado de quien fuera, significaba opresión y limitación. Por eso, cuando el director Pueyrredón mandó regresar al Ejército del Norte para enfrentar a los rebeldes de Santa Fe, Lorenzo desertó, convencido de que jamás levantaría el fusil contra un compatriota.

No podía volver a Buenos Aires, y anduvo como paria deambulando por las tierras del norte hasta plegarse a la guerra de guerrillas de Güemes, que defendía la frontera del avance realista al mando del capitán, general Pezuela. En la última carta que mi madre recibió, Lorenzo Pardo expresaba que se hallaba muy a gusto en Lima, adonde había marchado luego del nombramiento del general San Martín como Protector del Perú.

En aquella oportunidad, mientras leía la carta de su hermano Lorenzo, lágrimas gruesas resbalaban por el rostro de mi madre y, a pesar de que ella me aseguraba que lloraba de dicha, recuerdos tristes y nostalgia se le entremezclaron con la emoción, y el llanto se volvió amargo. Me subí a sus rodillas y con mis manitos pequeñas le sequé las mejillas. Ella me abrazó y nos quedamos un buen rato en silencio, aletargadas por el vaivén de la mecedora, hasta que tío Tito irrumpió en la sala con mi incansable algarabía y nos sacudió el último vestigio de melancolía.

Mi madre sonreía con facilidad y canturreaba en voz baja. Me gustaba observarla mientras leía en la mecedora, cuando su semblante apacible y sus movimientos lentos al dar vuelta las páginas me enervaban como una caricia en la espalda. O cuando bordaba, y la aguja subía y bajaba a través de la tela en el bastidor. Su dulzura y alegría contagiaban, los ánimos de todos, y hasta el ritmo de la casa, sus sonidos, luces y nombras se impregnaban de la suavidad y tibieza de su carácter.

Mi padre la adoraba. Solía arrastrar la mano sobre el mantel hasta tropezar con sus dedos. Se miraban, y mi madre, con las mejillas arreboladas, terminaba por bajar la vista y esconder una sonrisa cómplice. A veces los sorprendía conversando en voz baja en la sala, los semblantes apesadumbrados cuando los reales no alcanzaban y debían apelar a la generosidad de Tito. «Yo podría coser para fuera», tentaba mi madre en un murmullo, y mi padre se limitaba a negar con la cabeza, su orgullo de Laure y Luque mancillado con la sola mención de que su mujer trabajara.

Pero mi padre entendía más a su profesión como un servicio que como un trabajo, y le costaba una ordalía cobrar honorarios a aquellos enfermos que apenas tenían un pedazo de pan para llevarse a la boca. Pacientes pobres, el único tipo de paciente que llamaba a la puerta del doctor Leopoldo Jacinto Montes desde que le dio la espalda a la conspicua sociedad porteña para desposar a una muerta de hambre. Tito lo animaba con alguna cuchufleta para terminar diciendo casi al pasar: «Con la botica es suficiente para todos».

Mi madre habría ganado buen dinero cosiendo trajes rumbosos para tan señoras ricas de la parte sur de la ciudad; tenía un talento natural, como el de un escultor; ella, en vez de mármol, esculpía tela. Con géneros y retales que nos traía Alcira, mi madre me confeccionaba vestidos embellecidos con galones bordados, volantes de encaje y cuellos de puntilla; incluso, me fabricaba los chapines de raso con suelas y cabos de cuero que mandaba a pedir al talabartero.

Un año, a mi abuela Pilarita se le ocurrió que yo participaría en el concurso de danza, que se celebraba en la Plaza de la Victoria con motivo de las fiestas mayas, al igual que sus otras nietas, hijas de tío Francisco, a quienes yo no conocía. Mi abuela compró varios metros de tafetán celeste y muselina blanca, ristras de pasamano, florcillas de seda, abalorios, incluso hilo, agujas y entretelas, para que mi madre se afanara días enteros en el vestido que yo luciría sobre el tablado de la Plaza de la Victoria. Mi abuela, entretanto, con el cuerpecito desmejorado y un recalcitrante dolor de huesos a cuesta, me marcaba los pasos de las danzas más bonitas que conocía.

La mañana del 25 de mayo, mi madre me bañó y perfumó con colonia antes de ponerme el traje de colores patrios. Al contemplarme en el espejo, pensé que nadie podría jamás tener un vestido más bonito que ése, que lucía como campanita gracias a la basquina que mamá había aderezado con almidón durante días. La muselina blanca casi transparente caía formando volados en torno a la falda tronzada de tafetán celeste; las mangas gigot, bien armadas con entretela y bordadas con mostacillas celestes y blancas, terminaban a medio brazo en un festón de pasamanería, al igual que el ruedo del faldón. Llevaba medias de seda blanca y un par de abarcas de cuero blanco y cintas de raso celeste que se ataban alrededor de mis pantorrillas, regalo de tío Tito. Carmina me peinó, no como todas las mañanas para ir a la escuela de doña Francisca López, sino especialmente, con otra disposición y ánimo, que me llenaron de anhelo. Armó dos trenzas aprovechando mi cabello largo y lacio, que luego cruzó y recogió en un rodete en la, parte baja de mi cabeza. Me adornó la frente con cintas de balaca, donde mi madre había cosido florcillas de seda.

Mis padres, tío Tito y Carmina me esponjaron con elogios hasta que llegó el cochero de los Montes, enviado por mi abuela Pilarita, para llevarnos hasta el centro de la ciudad. Pocas veces había visitado aquella parte de Buenos Aires, muy alejada de nuestro barrio, que con frecuencia quedaba aislado por inmensas y hediondas zonas palustres. Aquella mañana llegamos a la Plaza de la Victoria sin contratiempos y, al divisar desde la galera el espectáculo de gentes, tropas militares y músicos, entendí por qué se solía decir: «Es como un 25 de mayo», para significar algarabía y entusiasmo.

Las damas más distinguidas de la ciudad ocupaban los lugares preferenciales en los balcones del Cabildo; entre ellas, mi abuela, delicada y pequeña, hermosa en un traje de gala color lavanda, el cabello delgado, entre rubio y cano, prolijamente recogido sobre las sienes, y el rostro pálido y sereno, apenas oculto detrás del abanico de plumas. Agité la mano para saludarla, pero ella no me vio y, aunque la llamé, mi voz se desvaneció cuando la orquesta tocó una marcha militar para las tropas que desfilaban en perfecta armonía frente a las autoridades del gobierno. Los negros bailaban candombe apartados, mientras los pregoneros ofrecían mazamorra, tortitas de morón, confituras de coco, rosquillas y alfeñiques.

Más tarde se anunció el concurso de danza, y las niñas y niños que participaríamos subimos al tablado en fila. Pocas veces he sentido la seguridad de ese día frente a la multitud. La certeza de que mi vestido era el más lindo me brindaba aquella seguridad. Dos niñas, amedrentadas por cientos de ojos, rompieron a llorar y, abandonando el escenario, corrieron a refugiarse en el faldón de su madre. Comenzó la contradanza, y yo bailé recordando a cada paso las indicaciones de mi abuela Pilarita. Siguió el minué y luego el chotis, para terminar con la polca, mi favorita. Lo hice con gracia y desenvoltura, sin intimidarme, como si hubiera bailado sola en mi casa. Gané el concurso y, además de entregarme una muñeca de trapo con carita de porcelana, me pasearon en un carro triunfal adornado con ramos de laurel y de acebo y cintas celestes y blancas, tirado por cuatro hombres disfrazados de tigres.

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