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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (15 page)

Ese 25 de mayo lo recuerdo como uno de los días más felices de mi infancia, cuando me creí una reina aclamada por su pueblo, admirada por su belleza y talento. Meses más tarde murió mi madre, junto a mi único hermano, y ya nada volvió a ser igual. Mi padre no se repuso y, pese a que con los años llegó a estar en buenos términos con su pena, como si de una vieja y achacosa amiga se tratase, el corazón le siguió sangrando por la amargura de haber perdido a quien más amaba. Tenía la mirada vacía y la sonrisa forzada; hablaba poco y sólo para referirse a sus pacientes y enfermedades.

La devoción que le profesaba a la medicina lo salvó de precipitarse en el abismo del dolor; se dedicaba por completo a ella. Se le tornó una obsesión el estudio y análisis del parto, una deuda pendiente consigo mismo y con mi madre, y era de los pocos médicos de Buenos Aires que no consideraba el momento del alumbramiento menester exclusivo de comadronas. Es más, las ideas revolucionarias del doctor Leopoldo Montes plantearon una discusión en el seno del Protomedicato, que se trasladó luego a la sociedad, donde el grupo de gente que consideraba que el parto pertenecía al ámbito privado del hogar y de las mujeres se enfrentó a aquel que defendía la aplicación de nuevas técnicas que requerían de los conocimientos de un facultativo. Fue de los primeros en condenar el uso de forceps, por el riesgo del hundimiento del cráneo del bebé. Luchó para erradicar la embriotomía, que se practicaba dentro del útero materno, que generalmente terminaba dañado, y la mujer, estéril. Fue muy cauto al momento de prescribir lavativas para acelerar los dolores de parto y se opuso con voluntad férrea a la silla sin fondo para pujar o a que la parturienta soplara dentro de una botella. Les permitía a las mujeres que se bañaran durante la cuarentena y utilizaba técnicas más civilizadas para ayudar a que bajara la leche, dejando de lado las tan temidas purgas.

Mi padre, anticlerical, admirador de personalidades como Galilei y Voltaire, achacaba a la Iglesia la mayoría de las calamidades del mundo. «Culpa de estos curas ignorantes, —decía—, se sostuvieron las necedades de Galeno por años», y expresaba también que las aberraciones que se cometían con las parturientas se debía al halo pecaminoso y vergonzoso que envolvía a las mujeres encintas. «¿Por qué una mujer embarazada no puede mostrarse en público?», despotricaba, y tío Tito le respondía que siempre había sido así, que se trataba de una costumbre. Mi padre, sin embargo, sabía que aquello que había terminado por imponerse como una costumbre tenía raíces religiosas y morales que le costaban la vida a muchas pacientes. «Es casi un milagro, —solía decir—, que, en las condiciones en que alumbran, en ambientes contaminados y sin asistencia propicia, las mujeres no perezcan casi todas». El nombre de Leopoldo Montes se hizo muy odioso para las parteras, pues existían hombres escrupulosos que lo preferían para asistir a sus mujeres. Así, las finanzas de mi padre mejoraron.

A los trece años, lo asistí por primera vez mientras cosía una herida de navaja consecuencia de una trifulca de pulpería, y no sufrí un vahído ni perdí los colores del rostro al ver la carne sajada, las ropas embebidas en sangre y las puntadas con hilo de seda que se hundían en la carne lívida. Se hizo común para los enfermos la presencia de la hija del doctor Montes, que lo acompañaba y secundaba silenciosamente, muy atenta a sus órdenes apenas susurradas. Me enseñó cuestiones básicas, como medir el pulso, percutir espalda y pecho, tomar la temperatura, reconocer los reflejos, y me permitió con generosidad incursionar en aquellas menos simples, como sangrar a un paciente, cortar el cordón de un recién nacido o escayolar un brazo o una pierna rota. Pasaba horas sumergida en las páginas de los libros que mi padre había arrastrado desde Lima, y me resultaban fascinantes los dibujos internos del cuerpo humano, que continuaban siendo una herejía para la Iglesia. Mientras se recomendaba que la instrucción de las niñas se impartiese con cuidado para evitar las excentricidades de la imaginación y para respetar la naturaleza y la simplicidad femeninas, yo me atosigaba de lectura en la biblioteca de mi padre, donde no todos los libros eran vidas, obras y milagros de santos.

Mi mundo se reducía a mi padre y a su profesión, y a mi tío Tito, a quien seguía como perro faldero atraída por la alacridad de su espíritu y buen humor. También él compartía conmigo sus vastos conocimientos en botánica y alquimia y, para la época en que Carmina se casó y dejó la casona de la calle de las Artes, yo ya era su adlátere que anotaba fórmulas y lo ayudaba en el huerto. La tarde que tío Tito me tomó de las manos y me acarició la mejilla supe que algo trascendental ocurriría, sus labios habían abandonado la eterna sonrisa y los ojos no le chispeaban con picardía. Se iba, me dijo, muy lejos, debía cruzar el océano para llegar a Londres, una ciudad donde se estudiaba medicina con libertad, una ciudad donde médicos famosos revolucionaban las viejas ideas y concepciones.

Se va, me dije, incapaz de hablar. Imaginé un día sin tío Tito, y se me presentó lúgubre, atemorizante. Tío Tito se iba y se llevaba el sol con él. No volvería a escuchar risotadas disonantes ni chistes inopinados, ¿quién me dictaría las fórmulas, quién me enseñaría a preparar quermes y ungüentos, vermífugos y cordiales? Nadie volvería a llamarme “colega”, ni a quererme tanto y tan libremente. Mi padre, siempre esclavo de su dolor, se había vuelto un ser taciturno, introvertido, proclive al mal genio. Tito, en cambio, constituía la alegría y la frescura que no habían desaparecido del todo junto a mi madre. Pero él también se iba. Aquel mundo de redomas y alambiques carecería de sentido, y la botica en la parte delantera de la casa dejaría de existir. El polvo lo cubriría todo, los anaqueles, las vasijas de vidrio, los mamotretos y los almireces. Las hojas y flores disecadas perderían los aromas penetrantes, y las sustancias, su capacidad para hacer magia. El huerto se marchitaría, y la maleza y los pájaros lo devorarían sin contemplaciones.

Tito cerró la botica, vendió la casa de la calle de las Artes y se marchó. Mi padre y yo alquilamos una en el otro extremo de la ciudad, en la parte sur, en el barrio del Alto, que más tarde, supe, tomó el nombre de la iglesia principal y comenzó a llamarse de San Telmo. Era una casa pequeña y acogedora, con una solana central donde nos gustaba pasar los atardeceres de verano en silencio o intercambiando pocas palabras, siempre relacionadas con pacientes y enfermedades.

El espíritu quebrado de mi padre se resintió con la partida de su hermano Tito, y la tristeza, como un morbo larvado, le carcomió los menguados arrestos del cuerpo. Se movía con lentitud, comía frugalmente y dormía pocas horas. Un marasmo senil le confería el aspecto de un hombre de edad provecta, cuando, en realidad, apenas pasaba los cuarenta. Se cansaba fácilmente y, cuando hacía sus rondas, se agitaba como si hubiese corrido cuadras. En los últimos tiempos le temblaba el pulso, y me necesitaba a su lado para que yo llevara a cabo ciertas intervenciones que requerían precisión. La gente de la parte sur de la ciudad se había acostumbrado a mi presencia y no se alarmaba ni escandalizaba. De todos modos, se trataba de personas humildes, incluso ignorantes, que reverenciaban a mi padre por ser “el doctor” y aceptaban su palabra como si proviniese de la Biblia.

Una tarde de invierno, mientras descansaba en la mecedora que había pertenecido a mi madre, mi padre me dijo: «Me gustaría que te casaras». Lo miré pasmada y me dejé caer en el asiento a su lado. «Ya tienes dieciséis años, quiero que elijas tu camino y lo tomes», expresó a continuación. Yo ya había elegido mi camino, le aseguré, quería estudiar, ser médica como él. Sonrió con amargura antes de aceptar: «Tu tío y yo te hemos llenado la cabeza de ideas extrañas. Una mujer no puede ser médica». Que él, mi padre, a quien consideraba de los seres más justos y abiertos, me dijera que yo no era capaz sólo por haber nacido mujer, me dolió profundamente en el alma, convencida como estaba de que aseveraciones de ese tipo sólo las hacían hombres estúpidos.

Días después, al no hallarlo en la sala muy temprano por la mañana leyendo la Gaceta Mercantil, fui hasta su dormitorio. Lo encontré en el piso, inconsciente. Me arrojé a su lado, le golpeé las mejillas y lo llamé por su nombre. Pero no reaccionó. Quizás hacía muchas horas que yacía allí, muerto, pues su cuerpo estaba frío.

CAPÍTULO VII.

El rey del desierto

A la mañana siguiente, Laura encontró a Blasco en la pulpería.

—Vamos, señorita —la urgió—, antes de que aparezca Racedo. Le dije que usté había ido a misa de seis al convento franciscano, y pa'llá salió a buscarla como flecha.

—Vamos —aceptó Laura, complacida con la picardía y lucidez del niño—. ¿Por qué me acompañas todas las mañanas hasta lo del doctor Javier y, luego, de regreso a lo de doña Sabrina?

—Porque usté es la más bonita del pueblo, señorita, y a mí me gusta que me vean con usté.

—Llevas algo nuevo en el cuello —notó Laura—. Parece muy interesante; amenazante también.

—Es un regalo —replicó el muchacho, ostensiblemente orgulloso, y me lo quitó para alcanzárselo—. Estos son dientes de un puma, y éste, el más grande, es el colmillo de un tigre.

A Laura la impresionó que esos dientes tan inertes en el tiento de cuero hubieran pertenecido a las mandíbulas vigorosas de animales feroces. Se preguntó quién tendría el valor de enfrentarse a esas bestias y quién la sangre fría de arrancarle los dientes y confeccionar un colgante. No le resultó una artesanía de mal gusto, aunque sí tosca, aparatosa quizás. Devolvió el collar a Blasco, que se lo echó al cuello con una mueca de suficiencia, como si aquel talismán le atribuyera poderes arcanos formidables e invencibles.

—¿Quién te lo regaló?

Blasco levantó la cabeza y la miró a los ojos. Le gustaba Blasco, por impertinente y sagaz, absolutamente desprovisto de reglas de urbanidad. Le recordaba a ella de chica. El muchacho meditó antes de manifestar:

—Se lo digo porque usté é de confiar.

—¡Gracias! —exclamó Laura, divertida.

—Éste é un regalo del cacique Nahueltruz Guor.

—¿A quien busca con tanto ahínco el coronel Racedo?

Blasco asintió con solemnidad. Entonces, caviló Laura, era verdad que el tal Nahueltruz rondaba Río Cuarto. Quizá debería dar aviso al coronel Racedo, podía tratarse de un indio peligroso, con intenciones de maloquear.

—Aquí, en Río Cuarto —habló Blasco—, todo el mundo quiere y respeta al cacique Nahueltruz. Gracias a él, Mario Javier regresó a su hogar sin un rasguño después de que unos indios lo tomaron cautivo.

Blasco relató en detalle la odisea de los Javier en los parajes púntanos, y Laura comprendió finalmente el cariño reverente que el doctor Javier y doña Generosa le profesaban a su hermano. Se lo contaría a María Pancha.

—Nahueltruz es el más valiente de los hombres —prosiguió Blasco—, tiene la fuerza de un toro y es más astuto que el zorro. Él mismo cazó este puma y este tigre —aclaró, acariciando los colmillos del colgante—. Me lo había prometido, y lo cumplió. Los cazó con su facón, los agarró por el cogote, los echó a tierra y les clavó un puntazo en el corazón —describió, mientras acompañaba sus decires con mímicas histriónicas.

—Es hombre de temer —intervino Laura, conteniendo la carcajada.

—Las bestias le temen. Él es el rey del desierto.

En casa de los Javier la recibió un silencio de iglesia que la llenó de malos agüeros. Sin embargo, al toparse con doña Generosa, supo que Agustín había pasado una noche muy tranquila.

—Parece que los mejunjes de María Pancha dan resultado —agregó la mujer, con cierta incredulidad en el gesto.

María Pancha lavaba el torso de Agustín con agua de colonia. Había desaparecido el olor hediondo de la ruda y del fenol. Pastillas de alcanfor se consumían en un pebetero, y un aire fresco llenaba la habitación, que palpitaba con renovados bríos, sacudidos los malos presagios que habían acechado el día anterior. Laura se acercó a Agustín y le acarició el rostro.

—Te afeitaré —le dijo.

—Me gustaría celebrar misa —expresó él.

—¿Qué se te ocurre?

—Me siento mejor, quiero celebrar misa. Aquí mismo podría hacerlo.

—Aunque venga el Papa Pío a pedirte que des misa, no lo voy a permitir —aseguró Laura—. Estás muy débil —agregó con dulzura.

La mañana transcurrió apaciblemente. María Pancha se retiró al hotel a descansar, y Laura permaneció junto a su hermano leyéndole y asistiéndolo. A media mañana, Agustín expresó el deseo de comer fruta, y Laura se dirigió a la cocina para proveerla, contenta porque el apetito era un buen síntoma. Al regresar, encontró la puerta entrecerrada y, por el resquicio, avistó al hombre del pañuelo rojo sentado a la cabecera, reclinado sobre Agustín que le hablaba. Alteraría de nuevo a Agustín, lo dejaría temblando y con lágrimas en los ojos, no conciliaría fácilmente el sueño y ya no querría probar los duraznos ni las naranjas; la mejoría lograda a fuerza de tantos cuidados se iría al demonio. Sacaría al gigante del cuarto de su hermano a punta de pistola si era necesario, y no la amedrentarían su cuerpo ciclópeo ni su mirada perversa.

Se hizo hacia atrás cuando la puerta se abrió y el hombre del pañuelo rojo se detuvo frente a ella, muy próximo, a un paso. Llevaba la cabeza descubierta y el cabello lacio y largo atado en una coleta a la nuca. Permanecía inmutable; a ella, en cambio, le temblaba el alma y no acertaba a articular palabra. La miraba directo a los ojos con la misma indiferencia del día anterior. Laura pensó: «Es desprecio, me mira con profundo desprecio».

—Buenos días —saludó él.

Tenía la voz grave y sombría, que le iba con la apariencia de héroe mitológico, y que provocó a Laura un repelús. Se hizo a un lado y le permitió pasar. El hombre se alejaba por el corredor, se iba, la dejaba otra vez con la boca abierta haciendo el papel de gazmoña, de inexperta sin roce ni educación. Algo le diría, no creería ese gaucho que la espantaban una mirada ominosa y unos músculos de acero. La convicción de que ella era superior a aquel ignorante y de que su inteligencia y situación en la vida la posicionaban muy por encima de aquel despliegue prosaico de fuerza bruta, la animaron a pronunciar:

—Usted sí ha de ser un gran pecador, señor. —El hombre se dio vuelta, y a ella le pareció que sonreía—. Mire que molestar a mi hermano enfermo para confesarse dos días seguidos —añadió, y permaneció inmóvil, admirada de su propia osadía.

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