Indias Blancas (19 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

CAPÍTULO IX.

Una impresión imborrable

Al atardecer de ese día, Blasco apareció en casa de los Javier; Laura recogió sus cosas y marchó a lo de doña Sabrina. El agotamiento le ablandaba el cuerpo, como si hubiese perdido dominio sobre sus músculos y miembros; a su vez un quebrantamiento del ánimo le oscurecía los pensamientos; el presente la abrumaba, el futuro la acobardaba. ¿Qué sería de ella de regreso en Buenos Aires? Se lo preguntaba por primera vez desde su huida diecisiete días atrás. Sólo diecisiete días, diecisiete vertiginosos días. Las facciones de su madre y del resto de la familia se le desdibujaban como imágenes de un sueño a las que trataba de aferrarse y que se disipaban a pesar de los esfuerzos. ¿Y Lahitte? Lo conocía demasiado para suponer que la disculparía. Haberlo convertido en el ludibrio de la ciudad pesaría más que el ferviente amor que había jurado profesarle. Ya conseguiría Lahitte con quien enmendar su orgullo maltrecho, admiradoras no le faltaban; Amelita Casamayor, por ejemplo; ella se mostraría bien dispuesta a consolarlo.

Blasco parloteaba y Laura, sumergida en sus pesares, le dirigía de tanto en tanto miradas vacías y monosílabos apenas mascullados, hasta que el niño dijo la palabra “Nahueltruz”, que, como el abracadabra, operó magia en su semblante triste y le concentró la atención.

—Hoy conocí al cacique Nahueltruz Guor —interrumpió al chiquillo—. ¿De dónde conoces al cacique Guor, Blasco?

—Yo también soy ranquel —manifestó el niño, con aire de orgullo—. Mi abuela Carmen y yo vivimos en el fuerte ahora, pero yo soy ranquel. Mi madre era huinca.

—¿Huinca? ¿Qué significa huinca?

—Así llamamos a los cristianos, señorita. Usté es una huinca. Igual que mi madre, que era así como usté, blanquita y suavecita.

—¿Cómo fue que tu madre conoció a tu padre?

—Mi padre maloqueaba junto a un grupo de compadres, cuando atacaron la diligencia de mi madre. Mi padre nomás verla y ya quedó tocado. Y se la llevó nomá pa'Tierra Adentro, y la hizo su mujer. Cuando yo era bien pichí, mi padre y mi madre murieron en una epidemia de viruela, y mi abuela Carmen, pa'salvarme, me trajo aquí, con los huincas, pa'que me curaran. El doctor Javier me salvó, dice mi abuela.

Al imaginar la escena del asalto a la diligencia, Laura se figuró el terror de los ocupantes, los alaridos, el ruido ensordecedor de las armas de fuego que seguramente dispararían los postillones, las mujeres apretando rosarios y enjugando lágrimas, los hombres fingiendo entereza, y después, el momento temido: el encuentro con los indios, salvajes, sucios, malolientes, con facciones de perdularios, oscuras, toscas, burdas, y le repugnó pensar en esas manos sobre la piel blanca de una mujer. Las manos de la gente de Nahueltruz Guor. Las manos de él no le repugnarían.

—Al hijo de Nahueltruz se lo llevó la misma epidemia de viruela que a mis padres —prosiguió Blasco—. Por eso Nahueltruz me quiere tanto, porque Linconao y yo éramos amigos. Yo era más grande que Linconao —añadió—, pero éramos amigos lo mismo.

Golpeó duramente a Laura saber que Nahueltruz había tenido un hijo; la implicancia de una esposa era, en realidad, lo que la fastidiaba. «Casado y con hijos», masculló para sus adentros. «Mejor que se haya ido».

—¿Cómo es la esposa del cacique Guor?

—Cómo era —corrigió Blasco—. Se murió también.

—Ah —exclamó Laura apenas, y miró hacia otra parte—. ¿Murió de viruelas?

—No, ésa se murió de pérfida —prorrumpió Blasco, y escupió a un costado—. Se fugó con un cautivo, un hombre del coronel Baigorria.

—Eso no significa que esté muerta —sonsacó Laura, a sabiendas de que preguntaba de más, ávida de información, curiosa como doña Luisa del Solar.

—Está bien muerta —insistió Blasco, y se hizo la cruz sobre los labios—. Después de que Quintuí y Rogelio Serra huyeron de los toldos, Baigorria y un grupo de sus hombres (también iba Nahueltruz) salieron a perseguirlos. Los encontraron días después, cerca de la Laguna de los Loros, despedazados por los tigres.

Laura cerró los ojos y respiró profundamente, asolada por la imagen de esos cuerpos mutilados. «Nadie merece una muerte tan horrenda», pensó. Se apiadó también de Nahueltruz Guor, que habría experimentado un suplicio ante la visión de su esposa reducida a una piltrafa sanguinolenta, la mujer a la que él amaba, la que le había dado un hijo.

—¿Cómo era Quintuí, Blasco? ¿Era bonita?

—La más bonita —aseguró el chiquillo—. Era sobrina del cacique salinero Calfucurá, y los habían casoriado, a ella y a Nahueltruz, pa'mantener la paz entre las dos tribus. Pero nunca es de fiar ese Calfucurá, que es más traicionero que una serpiente.

—Y Nahueltruz —prosiguió Laura, para nada interesada en las contiendas políticas entre salineros y ranqueles—, me refiero, al cacique Guor, entonces, lo casaron a la fuerza.

—¡Ah, señorita, eso a él lo tenía sin cuidado! Estaba bien contento, Nahueltruz, porque Quintuí era más que bonita. Eso dice mi abuela Carmen, que yo no era ni crío pa'esa época: a Nahueltruz se lo veía contento.

Laura habría indagado a Blasco hasta saciar la última gota de curiosidad; no obstante, el orgullo y la prudencia la refrenaron. Aquella necesidad por conocer acerca del cacique Guor la desconcertaba, se trataba de una costumbre inusual en ella, costumbre, por otra parte, que despreciaba, que consideraba diversión de los entendimientos menos cultivados, de los espíritus menos enaltecidos. Con respecto a la avidez que la asaltaba al leer las
Memorias
de Blanca Montes, en nada se relacionaba con mera curiosidad. Era de las vidas de sus seres queridos de quien esa mujer le hablaba. Por eso le interesaba.

Despidió a Blasco en la puerta de la pulpería de doña Sabrina, y entró. El coronel Racedo estaba aguardándola.

Después de dejar la casa de los Javier, Nahueltruz Guor montó su caballo y se perdió por las calles más solitarias del pueblo, rumbo al convento franciscano. El padre Marcos Donatti le había prevenido que se estaba aventurando demasiado, y él lo sabía, tenía que regresar a los toldos, a la seguridad de Tierra Adentro, donde el huinca no se animaba. Merodear la villa del Río Cuarto resultaba una empresa descabellada, máxime cuando el coronel Hilario Racedo se hallaba cerca, dispuesto a arrojársele encima, porque el militar sabía que, además de saldar viejas deudas, al echarle el lazo al cuello a Nahueltruz Guor, asestaría un golpe maestro a la columna de la organización ranquel.

A pesar de evaluar los riesgos, Nahueltruz no había resistido la necesidad de galopar a campo traviesa cuando lo alcanzaron las noticias de la enfermedad del padre Agustín Escalante. Ahora menos que nunca quería abandonarlo, cuando las posibilidades de volver a verlo con vida eran remotas en opinión del doctor Javier.

Nahueltruz se apeó del caballo y abrió el portón del convento que lo conducía al dormidero, donde se topó con fray Humberto, que alimentaba a la vaca y a las dos mulas y les cambiaba el agua del abrevadero. Durante algunas noches, ése había sido su hospedaje, un cabezal en medio de las montañas de alfalfa y del olor penetrante del estiércol y de los animales. Saludó al fraile, que le respondió con un gruñido y le informó que el padre Donatti quería verlo.

—Sabes que puedes quedarte en el convento cuanto gustes —aseguró Marcos Donatti, mientras ofrecía a Nahueltruz una taza con mate cocido—. Ésta también es tu casa.

Nahueltruz agradeció con una inclinación de cabeza y aceptó la taza.

—Sin embargo —prosiguió el sacerdote—, temo que Racedo sospecha que estás pernoctando aquí, en el convento, porque hoy me hizo una visita de lo más inesperada e inusual, debo decir.

—¿Qué le preguntó?

—No fue muy directo, a decir verdad. Preguntó un poco de todo. Quiso saber por la salud del padre Agustín, por su hermana Laura...

—¿Qué quería saber de ella? —se precipitó Guor, y Donatti levantó la vista—. Quiero decir —rectificó—, ¿qué tiene que ver la señorita Escalante con Racedo?

—Debo suponer que has conocido a Laura —barrunto el franciscano.

—Hoy me la presentó el doctor Javier.

—Pues sí, Racedo no oculta la inclinación que tiene por ella, y no te será difícil entender por qué.

Nahueltruz Guor no comentó al respecto y su gesto permaneció invariable, como si hubiese perdido repentinamente el interés.

—Volviendo al tema que nos atañe —retomó Donatti—, creo que tu permanencia en Río Cuarto es insostenible. Racedo podría encontrarte en cualquier momento, alguien podría delatarte a cambio de unas monedas. Será mejor que regreses a Tierra Adentro. No quiero una desgracia en este pueblo. Dios mediante, llegará el día en que podamos convivir todos en paz.

—Ese día, padre, llegará y será cuando alguno de los dos bandos haya perecido, y usted y yo sabemos bien de cuál se trata.

De regreso en el dormidero, Guor acomodó sus pertenencias con la decisión tomada de emprender el viaje de regreso al día siguiente, antes del amanecer. Estaba molesto, un malhumor que, por lo absurdo, lo llevaba a arrojar las prendas y las alforjas con rabia. Por fin, le propinó un puntapié al montículo de alfalfa, y amedrentó a la vaca, que mugió y se inquietó en el corral.

No quería regresar, no aún, dado que la suerte de Agustín Escalante pendía de un hilo. Se sentó en la banqueta que fray Humberto usaba para ordeñar, se llevó la mano a la frente y soltó un suspiro. No tenía sentido engañarse, no era costumbre de hombres sensatos y, aunque lo pusiese de malas aceptar que no se trataba enteramente de la salud del padre Agustín, debía admitir que la señorita Escalante había conseguido inquietarlo. ¿Por qué lo fastidiaba que Racedo se interesara en ella? ¡Al carajo con esos melindres! Se puso de pie y salió al huerto.

En los días de verano, el sol tardaba en desaparecer. Ya casi las nueve y todavía el sol languidecía en el ocaso, convirtiendo el cielo en una paleta de colores rojos y violetas que no se habría cansado de admirar. En el huerto de los franciscanos también había un limonero, allí se sentó y apoyó la espalda en el tronco. Estaba agotado, aún no se reponía del viaje a través del desierto. El cansancio que le tundía el cuerpo le embotaba la mente y lo despojaba de la voluntad para alejar esos pensamientos inexplicables que lo asediaban.

¿Por qué la tenía en la cabeza? ¿Serían sus ojos negros como de obsidiana los que le habían echado el conjuro? ¿Se trataría de los rizos de oro que le bañaban en profusión los hombros los que le quitaban la paz del ánimo? ¡Cuánto deseaba tocarlos, hundir la cara en ellos, olerlos! Los tocaría, sí, y hundiría el rostro también, y los olería, lo haría o se volvería loco. La belleza de la señorita Escalante resultaba tan infrecuente que, ni siquiera él, un ser más bien inerte y apático, podía mirarla con indiferencia. El abandono de Quintuí le había encallecido el alma, lo había convertido en el hombre frío, distante e impiadoso que era. En ese despojo lo había convertido la traición. El amor que le había profesado a Quintuí ahora era odio, un odio que le enfriaba el alma, porque era frío lo que único que sentía en el corazón. Y de pronto, mirar a Laura Escalante había sido como acercarse a la lumbre en una noche gélida.

Escuchó un ruido y se puso súbitamente de pie, enojado por haberse dejado llevar, por haberse distraído, algo que podía costarle la vida. Se trataba de Blasco, que trepaba la tapia del convento y se arrojaba dentro.

—¿Qué haces aquí a esta hora?

—La Loretana quiere saber por qué no has ido a verla, ella me manda —expresó el muchacho, mientras se aproximaba.

—¿Le dijiste dónde estoy?

—¡No! —respondió Blasco, medio ofendido, y se apresuró a seguir a Nahueltruz, que regresaba al establo.

—¿Por qué no estás en el fuerte? Tu abuela Carmen debe de estar preocupada.

—Mi abuela no está en el fuerte. Ella y otras mujeres pasarán la noche en vela frente a la casa de los Javier, rezando por el padrecito Agustín. ¿Qué le digo a la Loretana? Me mandó a preguntar.

—Que me voy mañana antes de que amanezca.

—¡Se va a poner que la lleva el diablo! Desde que llegaste que se emperifolla pa'ti, y tú que no te dignaste ni una vez. Hasta le roba cosas a la señorita Escalante y se las pone. Le usa el perfume.

—¿Qué tiene que ver Loretana con la hermana del padre Agustín?

—La señorita Escalante alquila una habitación en lo de doña Sabrina. Acabo de acompañarla hasta allá. Todos los días la acompaño. En el fuerte están que se mueren de la envidia, porque es más linda que un sol. Que no se entere Racedo, que me degüella. —Se rió—. Hoy me anduvo preguntando por vos, la señorita Escalante —soltó Blasco, y se concentró en el facón de Nahueltruz, el más grande que conocía—. ¿Este es el cuchillo que te regaló el coronel Mansilla?

—¿Qué te preguntó?

—Cosas —respondió vagamente el muchacho, con la vista en la hoja reluciente—. Se quedó con ganas de saber nomá, yo me di cuenta. No preguntó más porque ella es así, muy respetuosa y educada. Pero que tenía ganas de saber, tenía.

El coronel Racedo había dispuesto una mesa con mantel —la única en la pulpería esa noche—, una cena especial con la mejor vajilla de doña Sabrina y hasta había traído una botella de vino tinto. Aquel despliegue le chocó a Laura, que habría preferido la simpleza acostumbrada a saberse objeto de todas las miradas. Meditó, sin embargo, que a Racedo no le sentaría la humillación de un desprecio frente a tantos parroquianos que aguardaban expectantes su respuesta.

—No debería haberse molestado, coronel Racedo —señaló Laura, mientras tomaba asiento—. Usted debe de ser un hombre muy ocupado para distraer su atención en cuestiones tan insignificantes.

—No es una cuestión insignificante para mí, señorita —se ofendió el militar.

No obstante la comida deliciosa y el vino excelente, Laura quería terminar pronto y retirarse a la soledad de su habitación. El coronel Racedo hablaba, y ella asentía como autómata, su atención en otra parte, preocupada porque su hermano no había probado bocado en todo el día. «Mientras no deje de beber no es alarmante», había dicho el doctor Javier. «El padre Agustín ha demostrado ser de contextura sana, puede soportar algunos días sin alimentos. Tu hermano es un pedernal, Laura», bromeó el médico al verle la cara de desconsuelo.

—No resultará una sorpresa para usted, señorita Escalante —expresó el coronel Racedo, y una nueva inflexión en su voz captó la atención de Laura—: yo la admiro y respeto profundamente. Desde la primera vez que la vi, no sólo su belleza indiscutible, sino sus modos y educación la colocaron entre las personas que merecen mi más alta consideración.

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