Read Indias Blancas Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (23 page)

—Supe que ayer usted anduvo averiguando acerca de mí. Bien, aquí estoy, pregunte nomás, qué quiere saber.

A Laura no le molestó la llaneza y sinceridad de Guor, pero juzgó imprudente no mostrarse ofendida, por lo que contestó:

—Vanidosa presunción la suya, señor Guor, pensar que yo, con las preocupaciones que tengo, desee saber acerca de usted, alguien a quien prácticamente no conozco, alguien tan alejado a mi círculo de amigos, y quizás...

Guor le tapó la boca, la aferró por la cintura y la arrastró al interior de la habitación de Mario Javier, donde la aprisionó contra la pared, mientras con el pie entornaba la puerta. Lo inopinado del asalto dejó a Laura sin reacción, y permaneció quieta entre los brazos del indio.

—No grite. Acabo de ver a Racedo —explicó en voz baja, y le retiró la mano del rostro.

Se escuchó el vozarrón del militar, que, sin consideración al enfermo, preguntaba a doña Generosa por la señorita Escalante. El padre Donatti salió del cuarto de Agustín y mandó callar a Racedo. El militar se disculpó y le pidió unas palabras. Se alejaron hacia el final del pasillo, a pasos de la habitación de Mario.

—¿Qué necesita, coronel? —inquirió Donatti.

—Necesito hablar con usted acerca de la señorita Escalante.

Laura sintió que los brazos de Guor se le ajustaban en torno al cuerpo. Cuando se animó a levantar la vista, lo descubrió reconcentrado en las palabras que intercambiaban el franciscano y el militar.

—Hace poco recibí carta de Buenos Aires, un amigo me escribió. Por él me enteré que la señorita Escalante ha provocado tremendo escándalo con su viaje a Río Cuarto. Se fugó de su casa y...

—Coronel, la señorita Escalante no se
fugó
de su casa —corrigió el sacerdote, y Laura estimó que pocas veces lo había escuchado tan enfadado—. Ella
viajó
hasta aquí para atender a su hermano enfermo, que es muy distinto. Sí, es cierto, lo hizo intempestivamente y sin consultar a su familia ni amigos, pero eso sólo habla del cariño y la devoción que le tiene al padre Agustín. Por último, no entiendo qué relación existe entre la actual situación de la señorita Escalante y usted.

—Ciertamente, padre —retomó el militar, buscando un tono conciliador y cordial—, yo estimo que la señorita Escalante ha sido mal interpretada en Buenos Aires, y que se trata de un acto de entrega y cariño. Sin embargo, usted coincidirá conmigo en que su reputación ha sido dañada, permanentemente dañada, me atrevería a decir.

—Nada que no se pueda aclarar con un diálogo civilizado —interpuso Donatti, hastiado de la perorata impertinente de Racedo; sin ocultar el sarcasmo, preguntó—: ¿Puedo serle útil en algo más, coronel?

—Usted ejerce una gran influencia sobre la señorita Escalante, puede hablar con ella, ayudarla a decidirse, a comprender qué es lo más conveniente para su futuro. —Y ante la incredulidad del sacerdote, Racedo aclaró—: Ayer, mientras cenábamos, le propuse matrimonio.

Con un movimiento rápido que asustó a Laura, Nahueltruz volvió el rostro y le clavó la mirada; tenía el entrecejo fruncido, la boca apretada, las fosas nasales dilatadas, parecía que perdería el control, que le gritaría. La atemorizaron los ojos del indio. Lo tranquilizaría, le diría que Racedo podía insistir mil veces, ella jamás aceptaría, le aseguraría que nada había entre ella y el militar. Las palabras se le agolparon en la garganta, pero no llegó a pronunciarlas.

—¿Matrimonio? —repitió Donatti—. Es un desatino. ¡Usted podría ser el abuelo de Laura, coronel!

—¡Eh, padre! No exagere, por favor.

—¿Cómo se le ha ocurrido semejante dislate? Hace apenas unos días que conoce a la señorita Escalante. Venga, salgamos al patio.

Racedo y Donatti se alejaron, sus voces se desvanecieron y el silencio se apoderó nuevamente de los interiores de la casa. Laura, envarada entre los brazos del indio, lo contemplaba fijamente, ahora más interesada en las facciones de ese rostro ranquel que en el enojo que destilaban. Le suavizaría el gesto con una caricia, le pasaría la mano por la frente y le borraría el ceño, le rozaría la mandíbula para que se le relajara la boca. No sofrenaría el impulso de tocarlo. Liberó el brazo y le acarició la frente, y la sien y el contorno de la mandíbula, y le pasó la punta de los dedos por los labios gruesos y sobre la barbilla también, tomó un mechón de cabello y le palpó la dureza y el espesor.

Nahueltruz también la tocó y, al apoyarle la mano sobre el rostro, experimentó una corriente fría que se le desplazó hasta la entrepierna. Siguió la necesidad de tocarle los labios, de besarle las mejillas, el cuello, el escote, y de olerla, de verla reaccionar. Bajo la aspereza de sus dedos, la piel de Laura se le antojó como la crema, espesa, suave y blanca, increíblemente blanca, con una luminosidad alabastrina exacerbada por lo oscuro de su piel.

Se estaban mirando, había serenidad en sus semblantes, un vacío los rodeaba, soledad absoluta, silencio, bienestar, habían acabado los problemas y peligros, lo que contaba era la presencia del otro. Nahueltruz se inclinó y apoyó ligeramente sus labios sobre los de Laura, que se estremeció. El cuerpo le quedó blando de placer, los músculos no le respondían, las piernas parecían hechas de azúcar. Se aferró al cuello de Guor y experimentó todo al mismo tiempo: las manos de él cerrarse en torno a su cintura, el asalto repentino de sus labios carnosos que le devoraron los suyos, el ímpetu de su lengua que la poseía sin aguardar, la respiración agitada que le golpeaba el rostro, la energía brutal que manaba de ese hombre y que la envolvía, una intensidad que ella misma experimentaba, un sacudón que le potenciaba los sentidos, una dicha que no tenía explicación. Se sentía a salvo, cobijada por la fortaleza de ese indio, casi un ser invencible, como un héroe de la mitología griega que había enfrentado al tigre y al puma de la Pampa.

Se abrazaron, y ella hundió la cara en su pecho, y él le besó la coronilla y le mesó el cabello, y le susurró «Laura, Laura», con una ternura que nada tenía que ver con su aspecto de oso. Su voz seguía siendo ronca y grave, y sin embargo ese «Laura» la hacía vibrar íntimamente. Los ojos se le entibiaron y empezó a llorar. Guor se quitó el pañuelo rojo de la cabeza y le secó los ojos y los carrillos, y le apartó de la frente los rizos dorados que se le habían desprendido del tocado; lo hacía suave, lentamente, aletargándola, serenándola.

—¡Laura! —La voz dura de María Pancha estremeció las paredes de la casa, y operó en ellos como un baldazo de agua. Laura abandonó la recámara de Mario Javier repasándose las mejillas, alisándose el delantal y acomodándose el peinado. Se topó con una María Pancha furibunda que le reclamó haber dejado solo a Agustín.

—Tu hermano te necesitaba, te llamaba y tú no acudías. ¿Dónde te habías metido?

Nahueltruz permaneció escondido tras la puerta de la habitación de Mario Javier, mientras escuchaba las reprimendas de la criada y las excusas de la muchacha. Al reestablecerse la calma, dejó el dormitorio y se marchó furtivamente.

Casi al caer el sol, Agustín se quedó profundamente dormido a causa de los efectos de las medicinas y de la infusión de valeriana que María Pancha le había preparado. El doctor Javier corroboró que el sueño del padre Escalante era tranquilo y que su pulso, aunque débil, era regular.

—Salgamos un momento al patio —invitó el médico, y Laura y María Pancha aceptaron.

Se ubicaron junto a doña Generosa que pelaba arvejas y que prometió preparar mate. Preguntó a continuación por la salud del padrecito, y Laura, sin darle tiempo al doctor Javier, se apresuró a decir que Agustín estaba mucho mejor y que dormía plácidamente. Doña Generosa le sonrió, complacida, y de inmediato se explayó en las innumerables cualidades del padrecito y en la magnífica obra que llevaba a cabo con los indios del Fuerte Sarmiento. Laura y María Pancha, que poco sabían de ese aspecto de la vida de Agustín, escuchaban con atención e interponían preguntas. Se respiraba un ambiente tranquilo y familiar; el aire fresco de la tarde suavizaba el bochorno del verano y arrastraba el aroma mezclado de azahares, duraznos y melones, también llegaban el trino de los pájaros y el murmullo de las hojas, mientras la voz de Generosa proseguía con el relato.

Llegó el padre Donatti y se unió a la pequeña reunión. Laura percibió la preocupación en el vistazo que le dispensó el franciscano, y supo que se trataba de Racedo y sus avances, aunque la tranquilizó la certeza que no tocaría el tema frente a terceros. Doña Generosa trajo los aparejos del mate y comenzó la ronda, con tortas fritas y pan con chicharrón para acompañar. El padre Donatti comentó acerca de la vigilia de las indias la noche anterior, de la misa que esa mañana había pedido doña Beatriz, una ferviente devota de San Francisco, por la pronta recuperación del padre Escalante y de tantas otras muestras de cariño hacia él; estampitas, rosarios, cruces, escapularios, a los que cada donador les atribuía la facultad de curar y hacer milagros, inundaban la iglesia de San Francisco.

—Con tanto rezo, no entiendo cómo no se ha recuperado ya el padrecito —se preguntó doña Generosa

—Agustín asegura que tiene que expiar sus faltas —interpuso Donatti, con una sonrisa incrédula.

—¿Qué faltas? —objetó Laura—. Si mi hermano tiene faltas que expiar, ¿qué nos espera al resto de los mortales? Deberíamos estar todos guardando cama atacados de cólera negra.

Hasta María Pancha lanzó una carcajada.

—No cuestiones los designios divinos, Laurita —objetó Donatti, que aún se reía.

Apareció Nahueltruz Guor, furtiva, sigilosamente, como de costumbre, y pidió disculpas a doña Generosa por molestar; lo escoltaban Mario Javier y Blasco, que junto a su figura de titán, parecían duendes. La ronda del mate se agrandó, y mientras los muchachos engullían lo que quedaba de pan y tortas, Nahueltruz saboreaba el mate de doña Generosa, tan bueno como el de su abuela Mariana, según expresó con una sonrisa tímida.

María Pancha se puso de pie y, sin decir palabra, regresó junto a Agustín. Laura no reparó en la actitud severa y poco cortés de su criada y permaneció absorta en la contemplación de los movimientos tranquilos del indio, que no se había dignado a mirarla una vez. La mortificó esa actitud, máxime cuando ella había añorado encontrárselo el día entero. Lo cierto era que, luego del beso clandestino detrás de la puerta. Laura no había dejado de pensar en él. En realidad, pensaba en él de continuo desde aquella primera vez, cuando se lo encontró en ese mismo patio conversando con el hijo del doctor Javier. Lo que vino después del beso fue una sensación de plenitud que le expandía el pecho, le hacía cosquillas en el estómago. Laura estaba segura de que había encontrado lo que tanto había buscado, aquello que la completaba como mujer.

—¿Has tenido noticias de Tierra Adentro, Nahueltruz? —se interesó el padre Donatti.

—El hijo de Agustín Ricabarra llegó esta mañana después de varios días de comerciar con los míos. Dice que en general están todos bien; mi padre un poco indispuesto. Ya sabe, se acerca esta fecha y él no se controla —agregó Guor, en un susurro.

—¿Qué fecha? —preguntó Laura, y el resto volteó a mirarla.

Ella, sin embargo, se mantuvo expectante a la respuesta de Guor, que tomaba su mate con la vista fija en el suelo.

—El aniversario de la muerte de mi madre —aclaró, segundos después.

Se asomó María Pancha e indicó a Nahueltruz que el padre Agustín deseaba verlo. Guor se puso de pie y marchó hacia los interiores de la casa con María Pancha por detrás.

—Dicen las malas lenguas que el coronel Racedo te anda arrastrando el ala, Laurita —comentó doña Generosa—. Anoche te vieron cenando con él.

—Me vi obligada a aceptar —adujo Laura, con laconismo.

—Pero que te arrastra el ala, te la arrastra, m'hijita —insistió la mujer, e hizo caso omiso a la tos nerviosa de su esposo—. Esta mañana te vino a buscar aquí, muy ansioso se lo veía. ¡Hasta claveles traía, el pobre diablo! Te busqué por todas partes, pero no pude encontrarte. A propósito, ¿dónde te habías metido?

—¡Generosa, por favor! Deje a la muchacha en paz —ordenó Javier, y la mujer siguió cebando mate con una sonrisa en los labios.

—Ya hablé esta mañana con el coronel Racedo —terció Donatti—, y le aclaré que Laurita está comprometida con el señor Alfredo Lahitte.

Una sombra se proyectó detrás de Laura, que, al girar sobre la silla, dio con los ojos de Guor.

—Padre Marcos, Agustín pide que vaya un momento a la pieza —habló el indio.

—Yo me retiro —anunció Javier, y se puso de pie—. Tengo que hacer mi última ronda.

Doña Generosa ofreció otro mate a Guor, que lo agradeció con parsimonia y tomó asiento nuevamente frente a Laura.

—¿Les molesta si los dejo unos minutos a solas? —preguntó Generosa—. Tengo que disponer todo para la cena —aclaró—. Aquí está la pava, Laurita, por si quieres cebar. ¿Sabes cebar?

A Laura la avergonzó que le preguntara por una labor doméstica tan básica frente a Nahueltruz Guor, y apenas asintió. Tomó el mate y lo cebó como había visto hacerlo tantas veces a María Pancha, procurando verter el agua con lentitud, poco a poco, para «no alborotar la yerba», como decía su criada. Nahueltruz lo bebió sin apuro; parecía que pensaba reconcentradamente, tenía el gesto grave, lucía enfadado. Se puso de pie y devolvió el mate.

—¿Ya se va? —atinó a preguntar Laura.

—Sí.

—¿Podría quedarse unos minutos? Necesito hablar con usted.

—Hable.

—No aquí.

—Aquí hablaremos, donde doña Generosa pueda vernos. No quiero tener problemas. Usted está comprometida. Buenas tardes —dijo, después de una pausa, y se dirigió hacia la parte trasera de la casa.

—¿Por qué se va? —exclamó Laura, furiosa—. Le dije que quiero hablar con usted. —Y, como Guor no se detenía, espetó—: ¿Acaso se olvidó de lo que ocurrió entre usted y yo esta mañana?

Guor regresó sobre sus pasos, la aferró por los hombros y le habló muy cerca del rostro:

—No, no me olvidé. Es usted la que se olvidó de decirme que ya es de otro.

—Yo no soy de otro —articuló Laura, con voz insegura.

—¿Y el tal... Lasit?

—Lahitte —corrigió, divertida.

—¿Quién es?


Era
mi prometido. Ya no lo es.

—Se dice de los huincas que son felones y mentirosos. No le creo.

Laura se quitó de encima las manos de Guor y lo miró de hito en hito.

Other books

Morticai's Luck by Darlene Bolesny
QB1 by Pete Bowen
Devil's Brood by Sharon Kay Penman
Tangled Up in You by Rachel Gibson
Tempting Danger by Eileen Wilks
The Healing by David Park
The Village by the Sea by Anita Desai
A Place Called Home by Dilly Court