Indias Blancas (25 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

A la mañana siguiente amanecí afiebrada. María Pancha se mantuvo a mi lado, y cada tanto despotricaba contra la brutalidad de Escalante. «Están acostumbrados a hacerlo con putas», repetía. Me ponía paños tibios embebidos en té de malva entre las piernas y paños frescos con olor a menta sobre la frente. Al escuchar los pasos de Escalante, yo fingía dormir. Él entraba. Se quedaba de pie a mi lado, junto a la cabecera. Podía oler su perfume, escuchar su respiración. Él corría el trapo de mi frente y la besaba. «Chiquita», me llamaba, pero María Pancha le espetaba un: «Mejor la deja dormir» que me helaba el alma, y Escalante se marchaba con el aspecto de un niño castigado.

José Vicente Escalante es un hombre moderado y reflexivo, a veces frío y esquivo. Solía pasar largas horas en su estudio escribiendo cartas o leyendo. Recibía correspondencia de Inglaterra y de Francia, donde tenía grandes amigos, entre ellos el general San Martín, a quién veneraba sobre el resto. En ocasiones, cuando se mostraba expansivo, me sentaba sobre sus rodillas y, mientras me acariciaba el pelo, me relataba sus aventuras en el ejército durante la guerra contra los godos, como llamaba a los realistas. A mí me gustaba especialmente la historia del cruce de los Andes, y le pedía que la repitiera, lo que lo complacía gratamente. «El general (así llamaba invariablemente a San Martín) supo que sin buen calzado y una generosa ración de alcohol, en especial de noche, no soportaríamos el cruce. Por eso mandó hacer botas forradas con lana y repartió chicha y aguardiente a discreción. En las montañas el agua era escasa, y algunos enloquecían de sed, muchas bestias murieron con la lengua afuera. También era difícil conseguir pasturas para los caballos y las mulas, el forraje que llevamos resultó escaso. De noche el frío no se combatía ni con largos tragos de chicha, y solíamos amanecer con una capa de nieve sobre el poncho, lo único que teníamos para abrigarnos. Cuando empezamos a trepar las cumbres, el soroche nos desanimó a todos y, aunque apelábamos a respirar cerca de cebollas partidas o a comer mucho ajo, igualmente nos sentíamos mareados y débiles. Apestábamos», decía por lo bajo, y sonreía lánguidamente.

El día que Escalante se enteró de que el apellido de mi madre era Pardo, me preguntó si conocía a Lorenzo Pardo. «El único hermano de mi madre se llamaba así», aseguré, y le referí lo poco que sabía de él, que se había enrolado en el Ejército del Norte bajo las órdenes del general Belgrano para desertar tiempo después, cuando lo de la rebelión de Santa Fe; la última noticia era que se hallaba en Lima. Para Escalante no quedó duda: el Lorenzo Pardo que había conocido en Lima en la década del veinte y con quien había trabado una sincera amistad, era mi tío. Me prometió que le escribiría y que lo invitaría a pasar una temporada con nosotros. Mi felicidad era desbordante y por primera vez lo abracé y besé espontáneamente; él me palmeó la mejilla y me mandó a ordenar la cena.

Meses después de la boda, Escalante me comunicó que, cuando Prilidiano Pueyrredón terminara mi retrato, partiríamos rumbo a Córdoba. Su hermana mayor, Selma, lo reclamaba, en realidad, los asuntos de la casa de la ciudad y de la estancia en Ascochinga lo reclamaban perentoriamente. Desde su llegada de Europa, casi un año atrás, Escalante no había regresado a su ciudad natal, «y ya es hora de hacerlo», manifestó a desgano. La idea de alejarme de tía Carolita y de mi prima Magdalena me entristeció. Por otra parte, la familia se hallaba ilusionada con la llegada de Armand Beaumont, hijo del primer matrimonio de tío Jean-Émile, a quien tía Carolita quería como propio; un joven de veinte años por aquel entonces, con los estudios en filosofía y letras terminados, que había decidido comenzar en el Río de la Plata “le grand tour”. Cuando Armand llegase, yo ya no estaría para conocerlo. Sólo me reconfortaba saber que contaría con María Pancha, que en ese corto tiempo se había adueñado de la cocina, el huerto y los interiores de la casa de Escalante, desplazando a Socorro y al resto de la servidumbre, que la miraban desde lejos y con una mezcla de miedo y respeto. Creían que María Pancha era bruja, siempre ocupada en preparar emplastos y mejunjes de colores espantosos y olores hediondos, y preferían obedecerla a caer víctimas de sus hechizos.

Escalante anunció que partiríamos rumbo a Córdoba el primer lunes de febrero de 1841, de madrugada para aprovechar las horas frescas. «¿Cuántos días dura el viaje?», me animé a preguntar, y él aclaró que, en condiciones normales, siete, pero que, como tenía intención de desviarse unas cuantas leguas para visitar una estancia del gobernador Rosas llamada “El Pino”, el periplo se dilataría entre tres y cuatro días. No me atreví a preguntar el motivo de la visita a “El Pino”, y deduje que se trataría de un asunto de negocios.

CAPÍTULO XI.

El zorro y la rosa blanca

Blasco le mostró a Laura una entrada en la parte trasera de la pulpería de doña Sabrina, «para esquivar a Racedo», según explicó con un guiño de ojo, mientras le abría la poterna medio destartalada que daba al patio interno, destinado principalmente al lavado y secado de ropa. La habitación de Laura daba a ese patio y, como acostumbraba dejar la puertaventana abierta para airearla, no le resultó difícil acceder a su recámara con la extraordinaria ventaja de evitar la pulpería, sus parroquianos bebidos y, en especial, al coronel Racedo.

—Blasco, por favor, dile a Loretana que venga, que la necesito.

Blasco encontró a Loretana sirviendo la cena al coronel Racedo.

—¡Blasco! —vociferó el militar—. La señorita Escalante, ¿por dónde anda?

—No sé, mi coronel —mintió el muchacho—. Quizá siga en lo del doctor Javier atendiendo al padrecito Agustín.

—Seguramente —coincidió Racedo.

—La señorita Escalante está en su recámara —musitó Blasco al oído de Loretana—. Pide que vayas.

—¡Qué se ha creído ésa! —despotricó la muchacha—. ¿Qué yo soy su esclava pa'llamarme cuando quiere? Yo estoy trabajando aquí, carajo.

Blasco no prestó atención a las protestas de Loretana —bien sabía él lo que las motivaba— y la siguió hacia el interior. Antes de llamar a la puerta de Laura, Loretana se dio vuelta y encaró a Blasco.

—¿Dónde está Nahueltruz?

—Se volvió a Tierra Adentro esta mañana.

—¿Y la nenita mimada? —dijo, en referencia a Laura—. ¿Qué hizo hoy todo el día? ¿Se arregló las uñas y se rizó el pelo?

—¿Pa'qué quieres saber?

—Sabes mejor que naides que el doctorcito me pagó muy bien pa'que la tuviera vigilada de cerca, y, por si no te acuerdas, mocoso de porquería, las monedas que te doy todos los días son pa'eso, no pa'que compres dulces en lo de don Panfilo.

—Nada hizo. ¿Qué quieres que haga, la pobre? Se la pasa al lado del padrecito, cuidándolo.

—¡Sí, cómo no, la pobre! —despotricó Loretana, y llamó a la puerta—. Dice Blasco que usted me necesita, señorita —masculló a modo de saludo, con el mismo tono sombrío de los últimos días.

—Sí —respondió Laura con soberbia—. Para lavar —indicó, al tiempo que colocaba un lío de ropa sucia en brazos de Loretana—. Tráeme la cena y prepárame el baño. Ah, Loretana, la próxima vez que desees usar mi loción de rosas, preferiría que me la pidieses y no que la tomases sin permiso.

Blasco, que aún aguardaba en el corredor, lanzó una carcajada. Loretana se retiró con el semblante de un perro apaleado. Dio algunos pasos y arrojó el atado de ropa al suelo.

—¡Engreída del demonio! —gruñó.

Luego de una cena frugal y un baño, Laura se recostó pensando que no pegaría un ojo, pero con la intención de liberar las sensaciones y sentimientos que le ocupaban la mente y que tomaban posesión de todas las partes de su cuerpo. Deseaba a Nahueltruz Guor como no había deseado a ningún hombre. Le atraía su condición de indio. Guor parecía tan orgulloso de su casta y de su tierra que hasta celos le causaba, y no le cabían dudas de que elegiría a los suyos antes que a una cristiana. Ese orgullo de ranquel la marginaba. Ella jamás había sentido igual por su gente; al contrario, hacia algunos albergaba resentimiento y desprecio.

Se preguntó qué significaría ella para Guor; tal vez la despreciaba por su condición de huinca, quizá sólo quería jugar, aprovecharse. Sus besos y caricias, sin embargo, le habían parecido sinceros. Y ese «Laura» susurrado con dulzura no podía ser fingido. Nahueltruz no simulaba, no le haría daño, no a ella, la hermana del padre Agustín. Por instinto más que por certeza, confiaba en ese ranquel, ese hombre tan alejado de todo cuanto le resultaba familiar y seguro. Confiaba simplemente porque su corazón así se lo dictaba.

Un relámpago iluminó la habitación, y, antes de que el trueno resonara ferozmente, Laura pensó: «Nahueltruz tenía razón, lloverá». Las primeras gotas repiquetearon contra las puertaventanas entornadas. «Debería cerrarlas», caviló, medio dormida. El cansancio de un día agotador lentamente borró el rastro de las excitaciones, los cuestionamientos y los deseos. La lluvia arreciaba en el patio de doña Sabrina, y Laura ya dormía profundamente.

Nahueltruz regresó al convento de San Francisco usando, como de costumbre, las calles y atajos menos concurridos. Su picazo avanzaba a paso quedo y tranquilo, acorde con su ánimo. Hacía tiempo que no experimentaba esa paz, quizás era la primera vez que la sentía.

Todo el camino hasta el convento y después también, Guor repasó cada momento de intimidad compartida con Laura Escalante. Junto a ella, se sentía vivo: cuando lo excitaba al rozarle la piel del pecho, cuando lo volvía loco de celos, cuando se le aferraba al cuello y le calmaba la desesperación con largueza. En sus treinta y dos años había conocido a muchas mujeres, incluso había amado a una; sin embargo, lo que Laura Escalante le provocaba no se comparaba con lo vivido hasta ese momento. Reacciones inopinadas lo tomaban por asalto cuando la tenía enfrente, le nublaban el raciocinio, le acallaban las voces sensatas que lo instaban a alejarse, porque Laura Escalante era una mujer blanca, pertenecía a los huincas. Ni de niño había actuado con tanto desatino e imprudencia.

Apareció el padre Donatti en el granero con un plato de guiso y una hogaza de pan blanco. Nahueltruz colocó una carona sobre un fardo de alfalfa y lo invitó a tomar asiento.

—Ya te dije que ésta es tu casa, que aquí puedes quedarte cuanto quieras —empezó el padre Marcos para seguir—: Pero no quiero una desgracia, Nahueltruz, ya te lo dije ayer. Racedo deambula como perro que olfatea la presa. ¿No habías decido marcharte hoy por la mañana?

Odiaba mentirle al padre Donatti, de los huincas, el que más respetaba y admiraba; pero no podía confesarle que habría deseado partir, que ya quería estar en medio del desierto rumbo a Leuvucó, cerca de su pueblo, de su tierra, y que, no obstante esa pretensión, un poder irresistible lo había encadenado a Río Cuarto, como si de una voluntad ajena se tratase.

—Me quedé por el padre Agustín —se limitó a mascullar.

—Entiendo —aseguró el franciscano—. Aunque no deberías preocuparte por él, ya ves que la mejoría es palpable. Ha ocurrido el milagro por el que todos hemos orado con devoción. El doctor Javier no quiere apresurarse en dictaminar que está fuera de peligro, porque el carbunco es traicionero, pero sé que es tan optimista como yo.

Nahueltruz comía su guiso lentamente, sin visos de incomodidad por el silencio que había caído sobre ellos. El padre Donatti también parecía a gusto; había dejado el fardo de alfalfa para asomarse a contemplar los primeros refucilos que clareaban el cielo. Regresó junto a Nahueltruz y lo contempló con detenimiento. Le gustaba aquel muchacho; en él se amalgamaban la sagacidad y el arrojo del padre, y la sensatez e inteligencia de la madre. Nahueltruz Guor era un hombre valioso, y pocos conocía con cualidades y virtudes tan ricas. Quizá la guerra entre ranqueles y cristianos terminaría el día en que él se hiciera cargo de la conducción de las tribus.

—¿Por qué te busca con tanto ahínco el coronel Racedo? —se interesó el padre Donatti.

—Viejas deudas no saldadas —respondió Guor por lo bajo, y siguió comiendo.

—¿Te refieres al ataque al Fuerte Arévalo? —Nahueltruz Guor se limitó a asentir—. ¿Cuántos años hace de eso?

—Cinco.

—¿Allí conociste a Racedo? —Nahueltruz volvió a asentir—. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué atacaron el fuerte?

—Para liberar a unas mujeres que el coronel Francisco Sosa (Pancho el Ñato lo llamaban) había cautivado. —Nahueltruz apartó el plato vacío y se acomodó en el fardo—. Entre esas mujeres estaba la hermana de mi esposa, Quintuí. Ella me imploró de rodillas que la rescatara, me dijo que ya había perdido a un hijo, que no quería perder también a su hermana más querida. Junto a Pichuín y a la parte más brava de los lanceros organizamos un ataque. Las mujeres estaban en muy malas condiciones, los soldados habían cometido con ellas toda clase de vejámenes, se las habían pasado de mano en mano. Las tenían medio desnudas y muertas de hambre; mi cuñada no había soportado el martirio y se había quitado la vida cortándose las venas. Liberamos a las que quedaban, y fue una masacre de huincas y ranqueles esa madrugada del ataque. Sorprendimos a los soldados en los catres, mientras jugaban con nuestras chinas, y a la guardia dormida en el mangrullo. El segundo del coronel Sosa era Racedo, mayor por aquel entonces. Cuando lo sorprendí en su habitación con Ayical, sobrina de Pichuín, le salté encima y lo herí con mi puñal, aquí —dijo, y se señaló la mejilla izquierda—. Él también sacó su facón, porque era lo único que tenía a mano. Es más bien torpe con el cuchillo, y no consiguió hacerme ni un rasguño. Pero el Ñato Sosa me atacó por detrás a traición y me hirió en la espalda. Salvé el pellejo de milagro.

Nahueltruz volvió a encerrarse en su habitual hermetismo y parquedad, mientras el padre Donatti lo observaba con ojos desmadrados. Guor mantenía la vista fija en el suelo, por vergüenza.

—Así ha sido entre cristianos y ranqueles, padre —justificó Nahueltruz—. Nos ha regido el «ojo por ojo, diente por diente». Ustedes han hecho la vista gorda a los mandatos de Cristo y nosotros no nos hemos detenido a pensar en lo costoso que pueden ser el orgullo y la insensatez. Los huincas son más poderosos, y tarde o temprano nos doblegarán. A menos que lleguemos a un acuerdo serio y bien planeado —agregó un instante después—, no como las fantochadas que se han hecho hasta ahora. Ya vio usted, padre, lo que pasó en el 70, luego del acuerdo de paz entre Calfucurá y el coronel Francisco de Elias. —Donatti aseguró que estaba al tanto—. A pesar del acuerdo, de Elias no dejó que pasaran ni tres meses y atacó a traición a Manuel Grande y a Chipitruz y pasó por las armas a niños y a mujeres, sin que se le moviera un pelo.

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