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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (50 page)

Al día siguiente, Paloma me indicó que el general me aguardaba en el despacho. Llamé a la puerta con mano desfallecida porque, como de costumbre, temía enfrentarlo. «Adelante», tronó su voz, y yo deseé que no lo hubiera hecho con tanta seguridad y estruendo. Lo cierto es que, cuando puse un pie dentro del despacho y los ojos del general Escalante me traspasaron, supe que el resultado de la batalla ya estaba definido: la había ganado él, como me lo había anticipado poco tiempo atrás.

«Acabo de hablar con tus tíos Lorenzo, Carolina y Jean-Émile», empezó Escalante, y me señaló una silla; él permaneció de pie. «Acuerdan conmigo que lo mejor es que te mudes a mi casa y que recomencemos nuestras vidas corno si nada hubiese acontecido», explicó, mientras se servía una copa. Lo vi moverse con confianza y servirse el trago con manos firmes, y me pregunté por qué le temía, por qué su presencia invariablemente me amilanaba. Por cierto, jamás había sido violento conmigo; severo y autoritario, sí, iracundo en ocasiones, pero no violento. «¿Como si nada hubiese acontecido?», pensé en voz alta, y proseguí, envalentonada ante la mirada de desconcierto del general: «Usted dijo que yo había muerto. ¿Qué dirá la gente ahora?». El general Escalante se aproximó a mi silla y me echó un vistazo condescendiente, como el que un adulto le dispensa a un niño asustado por una nimiedad. «¿Cuando me ha importado lo que dice la gente?», retrucó, y no se justificó por la mentira acerca de mi muerte; en ese aspecto, o no tenía remordimientos o no se hallaba dispuesto a responder.

Debía regresar al lado de mi esposo. Tío Lorenzo tenía razón: no escaparía a la verdad por más lejos que me fuera y por mejor que me escondiera; el sacramento del matrimonio me unía a ese hombre, un lazo demasiado fuerte para ocultarlo con mentiras. Esa noche, mientras mi prima Magdalena y María Pancha me ayudaban a acomodar la ropa en un baúl, las noté inusualmente calladas y tristes. Yo también me hallaba triste y confundida, porque nunca como ese día había cuestionado los designios de Dios. Estaba enojada con Él. ¿Por qué me había puesto en manos de Mariano Rosas para luego devolverme a las de Escalante? ¿Por qué darme un hijo y luego arrebatármelo tan dolorosamente que, por momentos, parecía que la pena acabaría conmigo? ¿Por qué me trataba como si mi índole fuera de piedra cuando en realidad yo era vulnerable? Me senté en el borde de la cama, me cubrí el rostro con las manos y, sollozando, expresé mis dudas y cuestionamientos en voz alta. María Pancha y Magdalena se arrojaron a mis pies y me abrazaron. «Yo nunca me hago ese tipo de preguntas; no tienen sentido», me confió María Pancha. «¡Cuánto te ama el general Escalante, Blanca!», suspiró Magdalena. «¿Qué otro hombre te habría aceptado luego de que vivieras entre salvajes?», se preguntó. Sus ojos grandes y expectantes aguardaban una respuesta que no le daría. ¡En qué hermosa mujer se había convertido Magdalena Montes! Sin duda, la más hermosa que yo conocía, con sus bucles de oro, sus ojos grises de pestañas renegridas y sus facciones de muñeca. Magdalena seguía profundamente enamorada del general Escalante. Su amor incondicional por mi esposo no me había provocado celos en el pasado, tampoco en ese momento en que expresaba sus sentimientos tan sincera y espontáneamente como siempre.

CAPÍTULO XVIII.

Dos guardapelos de alpaca

Las previsiones de Nahueltruz resultaron acertadas los soldados del Fuerte Sarmiento cometieron toda clase de desmanes en la pulpería de doña Sabrina, que se quejaba y maldecía mientras recogía pedazos de sillas rotas, jarros aplastados, botellas partidas y mientras limpiaba vómitos, orín, aguardiente y manchas de sangre de las incontables trifulcas que se habían armado. Le llevaría al menos un día recomponer el boliche y varias semanas juntar el dinero para reponer lo estropeado. Le pediría al coronel Racedo que se hiciera cargo del costo de las sillas. Aunque ya sabía ella que clase de malandrín era ese Racedo, que había cometido más excesos que los propios soldados para terminar ebrio en la cama de su sobrina.

Al entornar la puerta de la pulpería, usualmente abierta de par en par, y apreciar el desquicio, Laura no pudo refrenarse y exclamó:

—¡Y después tienen el descaro de llamar salvajes a los indios!

—Un malón no habría hecho tanto daño, querida —coincidió doña Sabrina— No se preocupe que a su habitación no entraron, ¡estos discípulos de Mandinga! Me avivé y le eché llave a tiempo —aclaró, mientras la sacaba del bolsillo y se la extendía a Laura.

—Debería quejarse con el coronel Racedo —interpuso la muchacha, mientras ayudaba a la pulpera a colocar una mesa sobre sus patas.

—¡Ja! ¡Bonito ejemplo, ese coronel Racedo! Él es tan responsable de esta batahola como los soldados.

Laura marchó a su habitación cavilando en lo acertado de la advertencia de Nahueltruz del día anterior. En su cuarto corroboró que nada se hallaba fuera de lugar. Abrió la puertaventana y permitió que la brisa de la mañana arrastrara el aire viciado. Se prepararía nuevamente para otra noche con Nahueltruz; él le había prometido que la visitaría. Le pediría a Loretana que llenara la tina y le trajera abundante cena; la angustiaba pensar que Nahueltruz pasara hambre. Terminó de cambiarse y marchó hacia lo de don Panfilo, donde compraría velas aromatizadas con sándalo y sales con aroma a vetiver.

Al caer el atardecer, Nahueltruz dejó el rancho de la vieja Higinia y se encaminó al río para darse un baño. Consciente de que se los acusaba de sucios y malolientes, no quería que Laura pensase eso de él. Tenía hambre; se había cuidado de encender el fuego en el rancho para no llamar la atención de los guardias apostados en el mangrullo del Fuerte Sarmiento, por lo que se había limitado a tubérculos y frutos que apenas lo satisfacían; hacía rato que las tripas le aullaban. Se zambulló en las aguas del río Cuarto y buscó serenarse.

De regreso en el rancho, se ufanó del trabajo hecho con la puerta, que ahora abría y cerraba a la perfección cuando el día anterior casi se salía de sus goznes. Reconocía que, no obstante la falta de una buena remozada, la casa de doña Higinia estaba bien construida; hasta puerta y ventana tenía, elementos desconocidos en las viviendas de los gauchos, que se sirven de un pedazo de tela como único límite entre afuera y adentro. Se decía de Higinia que, en sus años mozos, había tenido un amante hábil como pocos en la construcción; según las habladurías, este hombre había sido oblato de los jesuítas de Santa Catalina, quienes le enseñaron el oficio. Verdad o no lo del amante de Higinia, lo cierto era que, pese a los años, el rancho seguía en pie.

La noche anterior, mientras el bullicio de la pulpería recorría las calles de la villa, Guor llamó a la puerta del negocio de Agustín Ricabarra; lo atendió el hijo, también Agustín, que le fió lo necesario para encarar las reparaciones del rancho, en especial herramientas, clavos y madera, que luego Ricabarra padre se encargaría de cobrar con ganado o semillas de Tierra Adentro. Se despidieron amistosamente, se conocían desde pequeños y se tenían aprecio. Nahueltruz sabía que Agustín hijo no lo traicionaría; la vida de su padre sería el precio a pagar por semejante error. Además, las suculentas ganancias que obtenían comerciando con los ranqueles resultaban suficiente incentivo para mantener la boca cerrada.

Nahueltruz también había ajustado las patas desvencijadas de la mesa y construido un banquito rústico pero cómodo. Acarició la madera pulida de la mesa y se dijo que era un tonto por hacer tantos planes y arreglos. Sacudió la cabeza con desazón y chasqueó la lengua. Terminó de vestirse y salió a buscar a su caballo a pocas varas del rancho. Lo llamó con el característico silbido y el animal respondió trotando hasta el sin demora. Lo cinchó y montó. Enfilaron hacia el pueblo a paso quedo para hacer tiempo. Pasaría por lo de Javier primero, para preguntar por su hermano. En la habitación de Agustín se topó con la negra María Pancha, que, como de costumbre, no lo saludó; se limitó a la mirada displicente a la que lo tenía acostumbrado.

—Mi madre siempre me hablaba de usted —expresó Guor, en el afán de ganarse el cariño de la mejor amiga de Blanca Montes.

—Su madre siempre me hablaba de usted —remedó María Pancha, mientras calzaba las almohadas debajo de Agustín.

—Me alegra que nos hayamos encontrado aquí. Sé que mi madre la quiso mucho y yo siempre tuve deseos de conocerla.

—Señor Guor —empezó María Pancha, y Agustín, que la conocía del derecho y del revés, tuvo la certeza de que iba a decir algo que Guor no querría escuchar—. Pocos quisieron y admiraron a su madre como yo, téngalo por seguro. Usted es su hijo y por eso le permito estar aquí, con Agustín. Pero usted también es hijo de ese demonio que no quiero mencionar y por eso es que usted jamás tendrá ni mi cariño ni mi respeto.

María Pancha dio media vuelta y abandonó la habitación, dejando a Guor con la boca abierta.

—No le hagas caso —pidió Agustín—. Cuando llegue a conocerte te querrá tanto como a mí, que soy tan hijo de Blanca Montes como tú.

—Pero tu padre es un admirado y respetado general de la Nación; el mío, en cambio, es un indio odiado y despreciado.

—Sí, pero mi madre lo amó a él y no a mi padre —replicó Agustín con una amargura que dejó triste a Nahueltruz, con un sentimiento de culpa que, a pesar de no corresponderle, le pesaba en el alma.

—¿Cómo te sentiste hoy? —preguntó, sin ánimos para seguir la otra conversación.

—Mejor. Hace tres días que no tengo fiebre, lo que permite pensar en una convalecencia no muy lejana. Sin embargo, los ahogos y los dolores en el pecho aún me atormentan de día y de noche.

—Eso terminará por desaparecer también —dijo Guor—. Noto que, cuando hablas, lo haces sin agitarte ni cansarte tanto. Me alegro.

—Hoy llegaron al convento los papeles timbrados que envió el notario de San Luis —informó Agustín, y le extendió un sobre lacrado.

—¿Cuándo crees que podré contar con ese dinero que me ofreciste?

—Parecías tan indiferente a ese asunto, ¿qué sucede ahora que estás interesado?

—Nuevos planes en el horizonte —admitió Guor, y pensó que quizá sería justo confiarle que amaba a Laura y que quería hacerla su mujer ante Dios—. ¿Cuánto dinero es? —preguntó, acobardado de abordar la otra cuestión.

—No lo sé con exactitud. Bastante, supongo.

Entró María Pancha e informó que la visita se había extralimitado y que el padre necesitaba descansar.

—Buenas noches —dijo, mientras estrechaba la mano de Agustín.

Esa noche la pulpería no atendía al público. Si bien doña Sabrina y Loretana terminaron de recomponer el lugar hacia el atardecer, «habían quedado de cama», y, si no hubiese sido por la señorita Laura, doña Sabrina ni siquiera habría preparado la cena. La pulpería presentaba un aspecto desolador sin las bujías encendidas, los parroquianos y el bullicio.

Nahueltruz se deslizó por la puerta de atrás, la que daba al patio, y vio que la de Laura estaba entreabierta; la luz de un pabilo trepidante lanzaba destellos sobre la oscuridad del exterior. Avanzó furtivamente y entró en la habitación con sigilo, tanto que Laura no lo escuchó y siguió leyendo. Golpeó con suavidad sobre el marco. Laura dejó a un lado las
Memorias
y le salió al encuentro. Se abrazaron y, mientras Guor le deslizaba los labios por el cuello y le besaba el escote, ella le decía entrecortadamente que lo había echado de menos, que el día le había parecido una eternidad.

—Para mí también fue eterno este día —confesó él.

Le tomó el rostro con ambas manos y la contempló. Hacía pocos días que se conocían y, sin embargo, a él le parecía que la había amado la vida entera, que le había hecho el amor infinidad de veces, que la conocía plenamente, en cuerpo y alma.

—Te esperaba con la cena.

—¿Tú no comes? —se inquietó Guor, al ver sólo un plato.

—Comí en lo de Javier —mintió Laura.

Nahueltruz devoró el puchero y los choclos con fruición.

—Estaba famélico —admitió.

Laura salió un momento y regresó con un atado que apoyó sobre la mesa. Desató los nudos del repasador y sacó una hogaza de pan, un pedazo de queso, charque, choclos fríos y presas de pollo asadas.

—Lo tomé de la cocina de doña Sabrina —explicó—. Es para que lo lleves adonde sea que estás pernoctando ahora. Me angustio pensando que pasas hambre.

—Tú eres lo único que necesito para satisfacerme —aseguró Guor, y una sonrisa lasciva le jugueteó en los labios. La arrastró hasta tenerla sobre las piernas.

—Te tengo una sorpresa —comentó Laura, entre risas, porque Nahueltruz la besaba detrás de las orejas y le hacía cosquillas.

Guor la dejó ir a regañadientes y, cuando Laura regresó con la cajita primorosamente empaquetada, volvió a ubicarla sobre sus rodillas. A pedido de ella, rompió el envoltorio y abrió la caja: se trataba de dos guardapelos de alpaca.

—Este es el tuyo —indicó Laura, y lo abrió—, con un mechón de mi cabello; quiero que siempre lo lleves contigo, ¿me lo prometes? —Guor se limitó a asentir—. Éste otro es para mí. —Laura tomó un par de tijeras y sujetó una guedeja de Guor—. ¿Puedo? —y Guor nuevamente asintio, Laura acomodó el mechón de Nahueltruz en su guardapelo y se lo colgó al cuello.

—Te amo tanto —suspiró ella, y le buscó los labios.

Abrumado de sorpresa y de amor, Guor no atinaba a expresar qué el también la amaba, ¡oh, Dios, cuánto la amaba!, que le parecía un sueño que ella le perteneciera, porque le pertenecía, ¿verdad que me perteneces, Laura? ¿que eres mía? ¿que nada ni nadie va a separarnos?

—Amor mío —musitaba ella, medio desfallecida sobre las rodillas de Guor porque sus manos ya estaban sobre ella.

—¿Me amas, Laura? —Quería escuchárselo decir otra vez, mil veces, quería que se lo repitiera hasta el cansancio, hasta que él estuviera seguro. Quería escuchárselo decir mientras un orgasmo le explotaba entre las piernas, y después de eso también. Quería escuchárselo decir siempre.

—Sí, sí —musitó ella.

Guor se puso de pie con Laura aferrada a su torso y la llevó a la cama. La desnudó; sólo el guardapelo le descansaba entre el valle de los senos. La miró mientras se desvestía, le acarició el cuerpo desnudo con los ojos. Se deshizo de la última prenda y se recostó a su lado, domeñando la necesidad de poseerla, pues quería enseñarle con caricias expertas que nadie la amaba más en este mundo. La colocó boca abajo y le apoyó suavemente los labios sobre la piel de la espalda para besarla cincuenta y dos veces, la suma de las edades de ambos. La recorrió desde la nuca hasta detrás de las rodillas; ahí le gustaba que la mordisqueara. Por fin, cuando la supo húmeda, tibia, lista, la poseyó, Laura se arqueó, y sus manos buscaron con precipitación los barrotes del respaldo de la cama. Nahueltruz sonrió complacido de que fuera una mujer dispuesta y generosa.

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