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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (52 page)

Solía llamar a la puerta de “La Casa de la Piedad” varias veces por semana, a la tarde. Las demás sabían que la señora Escalante venía a visitar exclusivamente a “la cautiva”, y nos dejaban a solas. «Me robaron los indios de Calfucurá un día que atacaron mi pueblo, Cruz Alta», me confió poco tiempo después de conocerla. «Chañil, el indio que me tomó, me llevó a vivir a su toldo, como sirvienta de sus dos mujeres. Su ñuqué me tenía celos y me trataba mal, especialmente cuando Chañil salía a maloquear o a bolear avestruces. El tiempo que Chañil estaba lejos del campamento se convertía en un infierno para mí». Se bajó las tiras del solero y me mostró las cicatrices mal curadas de la espalda, los brazos, incluso del pecho, algunas producto de guascazos, otras eran quemaduras. El martirio de María Mercedes habría quebrantado al más templado. Por primera vez reconocí lo afortunada que había sido al caer en manos de indios decentes.

María Mercedes se cubrió nuevamente y prosiguió: «Las cosas mejoraron cuando tuve un hijo de Chañil, un varón. Como la ñuqué y la otra sólo habían sabido hacer hijas mujeres, Chañil estaba complacido conmigo y con el hijo que yo le había dado. Lo llamó Pichimahuida, que quiere decir Sierra Pequeña». Le tembló la voz y los ojos se le anegaron. «Desde que nació Pichimahuida, —retomó, vacilante—, Chañil me protegía y no permitía que ni su ñuqué ni la otra me golpearan, ni siquiera que me insultaran. Pero Chañil quería mucho a su ñuqué y hacía lo que ella le decía. Por eso, cuando Calfucurá pidió cautivas para cambiarlas por lanceros que estaban presos en Bragado, la ñuqué lo convenció de que, para congraciarse con el cacique general, me entregara. Ella se haría cargo de mi hijo. Así fue cómo me separaron de Pichimahuida y me entregaron a la milicia del Fuerte Bragado. Me arrojé a los pies de Chañil, —dijo, con mirada repentinamente feroz—, le imploré que no me apartara de mi hijo, le pedí que me dejara llevarlo conmigo, le supliqué, lloré, grité, lo amenacé con su propia lanza. Todo en vano, fue duro e inclemente».

Las penurias de María Mercedes no terminaron el día que Chañil la separó de su hijo; siguió el desprecio de su familia, aún afincada en Cruz Alta, al suroeste de Córdoba. Le mandaron decir que ella ya no era cristiana y que no pertenecía a los Ibarzábal; que buscara su destino por otra parte y que no cubriera de vergüenza a la familia. Al coronel a cargo del Fuerte Bragado no lo sorprendió la actitud de los Ibarzábal, se trataba de lo usual. Hasta se preguntó de qué valía rescatarlas si después sus familias y la sociedad las convertían en parias. María Mercedes terminó en “La Casa de la Piedad”; llegó con lo puesto, sucia, hambrienta, el corazón partido y el alma hecha mil pedazos. «Nunca la he visto sonreír», admitió el padre Donatti. Hacía tiempo que yo tampoco sonreía. Eterna tristeza y melancolía, ése era el destino de las que, como yo, pertenecíamos a dos mundos tan dispares como el sol y la luna, el destino de las indias blancas, porque sólo nos queda eso de nuestra primera condición, la blancura de la piel, que incluso terminamos perdiendo bajo el rigor del sol de Tierra Adentro; por lo demás, nos hacemos parte de esa vida salvaje, nos volvemos una de ellos, a veces por amor, a veces por temor, a veces porque nuestras fuerzas se doblegan y claudicamos. Y cuando el destino caprichoso nos devuelve a las tierras de nuestros padres, somos como leprosas que la gente preferiría esconder y pretender que no existen. Pero existimos.

«Usted, doña Blanca, debería estar contenta, —reconoció Mercedes—. Al menos, su familia no la despreció; su esposo la quiso de vuelta». Mi expresión trasuntaba mi descontento. Tía Carolita, el padre Donatti y María Pancha me trataban con cariño y consideración; el resto, los amigos y conocidos de Escalante, dejaban ver a las claras que no admitían mi compañía. Las invitaciones a las tertulias y fiestas llegaban a nombre del general y de su hermana, y, cuando alguna de las señoras cordobesas organizaba una tarde de mate y chocolate, Selma se encargaba de remarcar lo divertido y animado que había estado. Escalante concurría solo a las reuniones o bailes, en ocasiones con Selma bien aferrada de su brazo, y yo quedaba en casa angustiada y humillada. «¡La gente debería respetarme!», exploté, luego de que una mañana, a la salida de misa en San Francisco, la amiga de Selma, María Juana Allende Pinto, expresó en voz alta: «Algunas tienen el descaro de comulgar en ausencia de la gracia del Señor». «¡Deberían respetarme!», remarqué, ante la breve mueca de desconcierto de María Pancha. «El padre Donatti dice que soy una mujer valiente y fuerte que ha sobrevivido a una experiencia que habría destruido a cualquiera». María Pancha me extendió la infusión de valeriana antes de preguntarme: «¿Para qué quieres el respeto y reconocimiento de un puñado de pacatos e idiotas como ésos? Bien poco soportarías una velada con las urracas amigas de Selma y los amigos del general. No te quejes». De todos modo, yo juzgaba la situación extremadamente injusta: Escalante, que les había mentido con descaro al asegurarles de mi muerte a manos de salteadores de caminos y que no se mostraba proclive a interponer justificaciones ni a dar explicaciones, que, por otra parte, nadie habría osado exigirle, recibía consideración y deferencia; yo, en cambio, era juzgada y condenada por una trasgresión de la que era tan responsable como de, la caída de Constantinopla en manos de los turcos.

La noticia de mi embarazo significó un bálsamo para mis heridas. Renovó los ánimos maltrechos y distendió la tirantez que se percibía en el aire; el sol parecía brillar cálidamente en las salas de esa casa y hasta los sirvientes lucían relajados y contentos. Escalante se entusiasmó hasta el punto de atender sólo aquellas invitaciones que, de acuerdo con sus asuntos, consideraba de “máxima relevancia” y declinar las meramente sociales para pasar más tiempo junto a mí. Cenaba todas las noches en la casa y se mostraba solícito y atento; durante las comidas me contemplaba lánguidamente, a veces me sonreía; se esforzaba para sofrenar su carácter irascible y no perder los estribos. En ocasiones, me invitaba a su despacho, recinto poco menos que sacro al que sólo él accedía; Selma vigilaba con el celo de un cancerbero mientras las domésticas lo limpiaban. La primera vez que entré, descubrí mi retrato sobre la cabecera de la silla.

Nunca le fui indiferente a Selma, más allá de que su atención se redujera a comentarios malintencionados y a la continua desaprobación de mis opiniones y actos. Al considerarse ama y señora de la casa, reputaba mi presencia como una amenaza a ese reinado que había ejercido con mano dura; daría pelea antes de abdicar. Aunque con el tiempo se dio cuenta de que, en ese sentido, yo no representaba un peligro, la sola mención de mi nombre continuó irritándola como los primeros días. Buscaba excusas para quejarse de mí con el general, me reprochaba ser desordenada, que no me preocupaba por los asuntos de la casa ni del personal de servicio y que me importaba más “La Casa de la Piedad” que la mía. «La caridad empieza por casa», repetía. Me echaba en cara que no controlaba la ropa del general ni el lustrado de sus botas y que ella debía hacerlo todo. «No se preocupe, Selma. Desde mañana atenderé personalmente esas cuestiones», interponía yo, con voz y gesto conciliadores, a sabiendas de que la respuesta no se haría esperar y sería: «¡De ninguna manera! Usted no sabría cómo hacerlo y mi hermano se pondría de un humor de los mil demonios». Se marchaba a tranco rápido, como una ráfaga. Eso era Selma: ráfagas que iban y venían.

Durante mi embarazo, Selma cambió la obsesión que sentía por su hermano en su primogénito, convirtiéndose en mi ángel guardián. Su dedicación no se fundaba en un repentino cariño sino en una continua actitud de vigilante, siempre al acecho para pillarme en alguna circunstancia que pusiese en riesgo al “hijo de su hermano” para ir con la velocidad del rayo a acusarme. Con María Pancha las peleas eran a diario. Se disputaban hasta el derecho a prepararme el baño y masajearme con aceite de almendras las piernas y el vientre. Yo, embargada por la dicha de saber que mi hijo crecía dentro de mí, me mantenía ajena a las disputas domésticas y me dejaba atender y halagar. Tía Carolita y tío Jean-Émile, encantados con la idea de un nuevo sobrino nieto, decidieron alquilar la casa por otro período porque de ninguna manera regresarían a Buenos Aires antes de que naciera el bebé.

Mi alegría se opacaba con malestares que no había experimentado durante el embarazo de Nahueltruz. Me cansaba fácilmente y se deprimía mi ánimo sin motivo; no tenía hambre y las náuseas y los vómitos se extendieron alarmantemente durante todo el embarazo; mi estómago sólo admitía ciertas infusiones y comidas muy ligeras; la leche y la carne me descomponían sin remedio. Se me manchó la piel del rostro y mis piernas se cubrieron de venas gruesas como cordones. El médico de cabecera de los Escalante, el doctor Allende Pinto, esposo de María Juana, preocupado por el estado de mis piernas, me obligó a reposar durante los dos últimos meses de embarazo. También lo inquietaba que las pulsaciones se me fueran a las nubes; una noche estuvo a punto de sangrarme, pero Escalante se opuso férreamente. «He visto morir a soldados jóvenes y fuertes no por las heridas recibidas en el campo de batalla sino por las malditas sangrías», profirió, y el médico bajó la vista y guardó el sajador en el maletín.

Aunque el doctor Allende Pinto no atendía a parturientas, Escalante lo apremió a que permaneciera en la habitación mientras yo daba a luz. A diferencia de mi padre, se notaba que Allende Pinto consideraba al parto menester de comadronas; él poco tenía que ver con eso. Sin embargo, me medía las pulsaciones, controlaba el reflejo de mis pupilas y, por sobre todo, salía cada media hora al corredor a apaciguar los ánimos exaltados de Escalante y Selma. A pedido mío, tía Carolita y María Pancha se encontraban a mi lado; me limpiaban el sudor de la frente, me daban a beber agua con azúcar, me cambiaban las prendas empapadas y, por sobre todo, me alentaban. La partera, inmutada, por la falta de dilatación, indicó una seguidilla de sustancias que acelerarían el nacimiento: cornezuelo de centeno, té de ruda, quinina, y, por último, glicerina, que me hizo vomitar. El parto fue largo y penoso. Las contracciones comenzaron una mañana y mi hijo nació a la tarde del día siguiente. En las últimas instancias mis fuerzas flaqueaban y, al borde del colapso, no tenía arrestos para pujar. El bebé venía de nalgas y con el cordón umbilical enroscado en torno al cuello; para colmo de males, me desgarré y la hemorragia fue profusa. Me desvanecí antes de escuchar el primer vagido de mi hijo Agustín. Así lo llamó el general en honor de su abuelo paterno, a quien recordaba, con afecto.

¿Por qué habían cerrado las cortinas de la habitación? ¿No sabían que la oscuridad me daba miedo? ¿Por qué permitían que la bruma trepara por mi cama y me cubriera? ¿Por qué me habían dejado sola? Confundida y asustada, estiraba la mano, que alguien aferraba; no sabía de quién se trataba, no podía ver sumida en la calina, y sin embargo entrelazaba mis dedos con confianza para espantar la sensación de soledad y abandono. Me desperté en la casa de la calle de las Artes, en el laboratorio de tío Tito; allí se alternaban rostros del pasado con los del presente; voces conocidas me llamaban, imágenes que no pertenecían a esa casona se sucedían con las de mi niñez. Mi madre cosía en su mecedora y mi padre le hablaba al oído; tío Tito cargaba el mamotreto y me decía “colega”; Mariano se aproximaba lentamente, moviendo sus piernas estevadas, en la actitud de un cazador sigiloso; a un paso de mí, me aseguraba: «Puedo hacer que me quieras». Luego se presentaba Escalante, con un niño en brazos; me echaba en cara: «Este niño no es mío; su piel es oscura como la del indio que te cautivó».

Durante los días que siguieron al nacimiento de Agustín, el doctor Allende Pinto consideró perentorio mantenerme dormida con un cordial a base de láudano; como había perdido mucha sangre, temía por mi vida; en su opinión, el absoluto descanso y relajación del cuerpo me harían recuperar la salud.

Trataba de regresar del mundo de ensoñación y tinieblas al que me transportaba el opio; intentaba levantar los párpados que se habían vuelto como de plomo; quería hablar, pero no lograba despegar los labios; la boca se me había tornado pastosa y pesada. «Mi hijo», murmuraba con esfuerzo. Enseguida escuchaba la voz cálida de María Pancha en mi oído: «Es hermoso tu hijo, Blanca. Está muy bien». Las tinieblas volvían a cubrirme y los sueños a atraparme.

Ciertamente, mi hijo Agustín era hermoso. Lo conocí ocho días después de su nacimiento, cuando los últimos efluvios del láudano se evaporaron de mi mente y de mi cuerpo, y pude incorporarme entre cojines y recibirlo en mi regazo. Se lo veía tan saludable. Una pelusa del color de las castañas le cubría la cabecita. Le pasé los labios por la frente y le besé los párpados. Lo estudié atentamente y me dije que era perfecto: las orejas, diminutas y bien pegadas a la cabeza; las cejas, dos hilos de pelos descoloridos; la nariz apenas curvada; la barbilla respingona e increíblemente delineada, signo evidente de la sangre Escalante que le corría por las venas; le conté los dedos de las manos y María Pancha me aseguró que no le faltaba ninguno en los pies. Agustín abrió los ojos, aún hinchados y de color indefinido, y me contempló con vaguedad. Movido por el instinto, volteó la cabecita y buscó mis pechos, pero yo no tenía nada para darle. A causa del cordial, no era aconsejable mi leche, que, por otra parte, no había bajado. María Pancha lo alimentaba con la de burra, que Agustín toleraba sin inconvenientes. Me acordé de mis senos algunos años atrás, cuando desbordaban de leche que me mojaba la blusa, y del enojo de Nahueltruz hasta que acertaba con mi pezón y se atragantaba con el caudal blanco que terminaba derramándose por sus comisuras. Nahueltruz. Adorado Nahueltruz. Me encegueció la imagen de su cuerpecito tendido bajo los cascos de Curí Nancú y el rojo de la sangre que le manaba de la cabeza. Se me agitó el pecho al revivir la desesperación de aquel momento en que deseé arrojarme de la jaca para auxiliarlo. María Pancha me quitó a Agustín de los brazos cuando empecé a llorar. Tía Carolita pidió que nos dejaran a solas y se mostró firme con Escalante, que insistía en que quería quedarse. «Estas son cosas que sólo una mujer sabe cómo manejar, general», la escuché decir. Cerró la puerta y echó traba. Se acercó a la cama, se sentó en el borde y me rodeó con sus brazos, sin preguntas ni reproches. Me encontraba tan débil que ni siquiera pude abrazarla; mi plañido era más un gemido que verdadero llanto, pero, si hubiese podido dar rienda suelta a la pena, habría gritado e insultado.

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