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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (62 page)

—A mí me gusta pensar que se trata de un milagro —interpuso Laura.

—Sí, claro —consintió Julián, y retomó un instante después—: Sé que estás agotada, pero necesito hablar contigo acerca del regreso a Buenos Aires. Hace un mes que dejamos la ciudad, y mis asuntos me requieren urgentemente.

—¡Ay, Julián! —interrumpió Laura—. ¡Cuánto he abusado de tu amistad!

—Laura —habló Riglos en tono inexorable—: sabes muy bien que es mucho más que un sentimiento amistoso el que me une a ti.

Ella bajó la vista, preparada para recibir el embate y ofrecer resistencia. Julián, sin embargo, pareció apiadarse de su estado calamitoso porque se puso de pie para retirarse. Le extendió la mano y la ayudó a dejar la silla.

—Hablaremos mañana durante el desayuno —manifestó—. Creo que si no te vas a la cama en este instante te quedarás dormida sobre la mesa, y lo que tengo para decirte exigirá tu atención.

Laura lo acompañó hasta la puerta y no pudo evitar que Riglos la abrazase y la besase en los labios antes de abandonar la habitación. Cerró detrás de Julián y, al volverse, se topó con Nahueltruz Guor que la contemplaba desde la puertaventana. Su mirada la dejó quieta en el sitio. La miraba con ojos fieros, lo que le arrancó un lamento involuntario. Nahueltruz dio media vuelta y caminó apresuradamente por el patio hacia la salida. Laura corrió detrás de él y lo aferró por la cintura.

—¡Era Julián Riglos! —exclamó, como si con la mención del nombre explicara la incómoda situación.

—¡Te estaba besando! —explotó Guor.

—No pude evitarlo, me tomó por sorpresa.

Nahueltruz insultó y golpeó la pared con el puño. Laura trató de asirle la mano inflamada, pero él la retiró.

—¿Qué otra cosa te hizo que no pudiste evitar?

La ofendió la insinuación y, en un acto irreflexivo, lo abofeteó. Nahueltruz la levantó en el aire y se la echó al hombro como un saco de papas. La cargó hasta el dormitorio, donde la arrojó sobre la cama. Con manos rápidas y furiosas, desató el chiripá y se deshizo a medias de las bombachas. Se colocó a horcajadas sobre ella, las rodillas hundidas a los costados de sus caderas. Le levantó las faldas y le bajó los calzones. La sujetó con brutalidad y la penetró sin misericordia. La lastimó, Laura no estaba preparada para recibirlo, pero no movió un músculo de la cara y se limitó a retorcer las sábanas con los puños.

Guor mantenía el torso separado; sus ojos, sin embargo, no la abandonaban. Laura apartó la vista, pero él la aferró por el mentón y la obligó a volver la cara. «¡Mírame!», le ordenó, y ella obedeció. En la penumbra de la habitación, Guor notó que sus ojos se llenaban de lágrimas. El orgasmo más amargo de su vida lo sacudió con violencia y cayó exánime sobre el pecho de ella. Se retiró de inmediato y se tendió a su lado con el brazo cruzado sobre el rostro. Lamentó enseguida su violencia, pero no pediría perdón.

Laura pegó las rodillas contra el pecho y se ovilló en el borde de la cama. Le latían la entrepierna y las manos, y los labios le temblaban en un llanto que no conseguiría contener. Se mordió el puño, pues en última instancia no quería que la escuchase llorar.

Los minutos transcurrían, y el silencio y la distancia que ambos habían impuesto estaban volviéndolo loco. Pero no sabía cómo franquearlos, temía que Laura lo rechazara, que le ordenase que abandonara la habitación y que no volviera a molestarla. Prefería ese desconcertante mutismo a escucharla pronunciar palabras de separación. Hasta que la escuchó sollozar, y el corazón se le contrajo de angustia. Pegó su cuerpo al de ella y la envolvió con sus brazos. Le besó la nuca, los hombros y el cuello, mientras sus manos la recorrían con indulgencia. Era tan pequeña y frágil, tuvo la impresión de acunar a una nena asustada. La compensaría por la afrenta y el dolor, le haría cosas que nunca le había hecho, borraría con la pericia de un amante experto el mal recuerdo, esa noche la dedicaría a complacerla, le haría conocer un orgasmo tan exquisito y puro que arrasaría con el padecimiento de momentos atrás.

—Te amo, Laura.

Laura se aferró a su cuello y lloró sin reprimirse. Nahueltruz la contuvo, le susurró palabras de amor, le despejó el rostro, le buscó los labios.

—Yo lo quiero mucho a Julián —barbotó entre suspiros—, pero no como te quiero a ti; lo quiero como a un hermano, como quiero a Agustín.

—Sí —concedió Guor, tolerante—. Pero Riglos está enamorado de ti y debes hacerle entender que entre él y tú no puede haber nada. Si no eres clara y franca, terminarás por lastimarlo.

—Él siempre ha sido muy bueno conmigo.

—Es fácil ser bueno con quien se ama —interpuso Nahueltruz y, para cambiar de tema, le dijo—: Mañana veremos el amanecer en el río, en ese lugar predilecto del que una vez te hablé.

Cuando Julián dejó la habitación de Laura, se topó con Loretana al final del corredor.

—¿Lo dejaron con las ganas, dotor? —insinuó, al tiempo que le apoyaba la mano sobre la bragueta.

Si bien Riglos había planeado tomarse unos tragos en la pulpería, el vozarrón inconfundible de Racedo le hizo cambiar de parecer. Con el mal humor que acarreaba, le reclamaría el impertinente comportamiento con Laura y, como Racedo no era un cordero, terminarían enredados en una gresca de baja estofa.

Contempló a Loretana con aire apreciativo. No era fea la morena, además tenía un cuerpo robusto, torneado y voluptuoso, que le atizó el deseo. Habían pasado una noche juntos, la noche antes de que él partiera hacia Córdoba, y los recuerdos no resultaban desagradables en absoluto, por el contrario, debía admitir que pocas veces había compartido el lecho con una mujer tan experta y desvergonzada.

—Trae una botella de ginebra y dos vasos —ordenó Riglos—. Te espero en mi habitación.

Loretana se deshizo del brazo de Julián y se sentó en el borde de la cama. La habitación le daba vueltas; entre ella y el doctor Riglos habían terminado la ginebra, y los efectos de la borrachera amenazaban con ser devastadores. Se incorporó a duras penas, juntó la ropa y se vistió. Pensó que si lograba deshacerse del gusto amargo y revulsivo de la boca, se sentiría mejor. Tomó la jarra de agua y el vaso y salió al patio, donde hizo buches y gárgaras varias veces y los escupió en el suelo. Se echó el resto del agua sobre la cara.

En el patio, el aire fresco de la madrugada le despejaría los últimos efluvios de alcohol. Escuchó un gemido. Aunque se dijo: «Es esa gata loca de mi tía Sabrina, que siempre está en celo», casi de inmediato cambió de parecer. Ese gemido no era el de una gata, era el de una mujer. Por primera vez reparó que, en el extremo del patio, la puertaventana de la habitación de la señorita Laura estaba entreabierta y que una luz tenue, que se proyectaba desde el interior, bañaba los mazaríes. Enseguida pensó en María Pancha, le habían llegado comentarios de que don Panfilo, el boticario, le arrastraba el ala.

Loretana no estaba preparada para lo que vio: la señorita Laura se abandonaba por completo a las caricias sensuales que un hombre le prodigaba en sus partes más íntimas. El éxtasis la llevaba a suplicar «¡Por favor, por favor!», y a mover la cabeza de un lado a otro, el cabello rubio, muy largo, cubriéndole la cara. Con un gemido profundo que estremeció a Loretana, Laura se arqueó en un orgasmo que parecía no tener fin, mientras el responsable de tanto placer se erguía para verla gozar.

Loretana se llevó la mano a la boca y pegó la espalda contra la pared del patio. Nahueltruz Guor. Su Nahueltruz, el que ella amaba desesperadamente, el único hombre al que respetaba y admiraba. Impulsada por la morbosidad, volvió a asomarse. Ahora él se tomaba su parte de placer y, mientras se colocaba sobre el cuerpo aún estremecido de ella, le rogaba: «Dime qué sientes cuando estoy dentro de ti».

Fue duro escucharlo. Loretana, que lo conocía bien, entendió que, para Guor, ese momento entre las piernas de la señorita Laura significaba más que una simple revolcada. Parecía tan interesado en complacerla, tan concentrado en su respuesta. Sonreía. Con ella nunca sonreía, a ella nunca le había prestado la atención que dispensaba en ese instante al rostro de la señorita Laura. Y cuando juntos alcanzaron ese punto en el que los cuerpos parecen disolverse, y Nahueltruz pronunció el nombre de ella, Loretana supo que lo había perdido para siempre. Cruzó el patio y la habitación de Riglos a la carrera hasta alcanzar su pieza, donde se arrojó en el catre y se echó a llorar.

CAPÍTULO XXIII.

La traición y sus consecuencias

Antes del amanecer, Laura y Nahueltruz retiraron el caballo del establo y lo montaron. Con las calles desiertas, podían escapar furtivamente y sin riesgos. Laura, delante de Nahueltruz sobre la montura, sentía la presión de su brazo en torno a su cuerpo y cavilaba: «Iría con este hombre hasta el fin del mundo si me lo pidiese». Era la primera vez que montaba y, a pesar de que el picazo era de gran alzada, no tenía miedo junto a él. La noche anterior había sido tan especial, con sus desencuentros y reconciliaciones, que Laura jamás la olvidaría.

—María Pancha ya sabe de lo nuestro —dijo.

—Lo sé —manifestó Guor—. Ayer por la noche, cuando fui a lo de Javier para ver a Agustín, me frenó en el corredor y me hizo saber que no está de acuerdo.

Laura sabía que ese «me hizo saber» era un eufemismo para disfrazar la acrimonia con que, de seguro, María Pancha había atacado a Nahueltruz.

—Lo siento.

—Yo también. Me agrada María Pancha. Mi madre la quería y respetaba. Me habría gustado que me aceptara como el hijo de Blanca Montes. Pero para ella sólo soy el hijo de Mariano Rosas.

—Anoche terminé de leer las memorias de tu madre. Ella quedó embarazada después de que regresó a Leuvucó.

—Ese hijo nunca nació —interpuso Guor—. Mi madre sufrió un aborto al poco tiempo. Su cuerpo, tan debilitado, no soportó el embarazo; no habría soportado el parto tampoco. Ni siquiera el aborto soportó. Murió semanas más tarde.

—Lo siento —farfulló Laura, y le apretó la mano.

—Mi padre se culpa, y nadie puede hacerle entender que mi madre ya estaba condenada, que, tarde o temprano, habría muerto. Esa enfermedad no perdona. —Permaneció meditativo antes de proseguir—: Vivió casi tres años luego de que regresó a Leuvucó. Quizá por eso mi padre se había hecho ilusiones, quizá pensó que, en Tierra Adentro, mí madre se había curado.

—Estoy segura de que, si tu padre no hubiese ido a buscarla a Ascochinga, ella habría fallecido mucho antes. Vivió porque estaba feliz, porque había vuelto a su tierra, al hombre que amaba y, sobre todo, a su hijo. Ella te adoraba, Nahuel.

—Y yo a ella.

—¿Qué pasó después de que mi tía Blanca murió?

—Mi padre me envió lejos a estudiar, para cumplir una promesa que le había hecho. Le pidió al padre Erasmo (seguramente mi madre lo menciona en su cuaderno) —supuso, y Laura asintió—. Le pidió que se hiciera cargo de mi educación al padre Erasmo, quien me llevó a Mendoza, a un convento de dominicos en el pueblo de San Rafael, donde, el principal era amigo de él. Fui oblato durante siete años. Aunque extrañaba lo que había dejado en Leuvucó, tengo que admitir que la etapa del convento fue una buena época de mi vida, dura, laboriosa, pero de provecho. El principal del convento, el padre Miguel Ángel, me puso bajo la tutela del padre Jean-Baptiste.

—¿Jean-Baptiste? ¿Francés?

—Él decía que no era francés sino occitánico, y repetía que lo era hasta la médula. Me enseñó todo lo que sabía, que no era poco, su lengua madre también me la enseñó; incluso a hacer vino, que era lo que más le gustaba. Me tomó mucho cariño y solía llamarme
mon petit indien.
Hasta convenció al padre Miguel Ángel para que me enviara a estudiar a Madrid; esto fue cuando cumplí los dieciocho. Pero yo tenía otros planes: le agradecí a los curas todo lo que me habían dado y regresé a Tierra Adentro. Otro dominico, el padre Moisés Burela, me acompañó a Leuvucó y se hizo gran amigo de mi padre. Siete años después de haber dejado mi tierra, volví a poner pie sobre ella. Fue una gran alegría para mí.

—Siete años —se sorprendió Laura—. Debes de haber encontrado todo muy cambiado.

—Mi padre ya era cacique general de las tribus ranqueles. Ese fue un gran cambio. Por lo demás, todo seguía igual.

—¿Cómo llegó a ser el cacique general?

—Porque mi tío Calvaiú murió en un accidente.

—¿Qué le sucedió?

—Le explotaron en las manos unas municiones que el coronel Emilio Mitre abandonó en el desierto cuando fracasó su campaña contra el indio en el año 57. Las malas lenguas dicen que un grupo mal enquistado con mi tío por un asunto bien fulero luego de la muerte de mi abuelo le tendió una trampa.

—¿La matanza de las brujas?

—¿Lo menciona también mi madre en su cuaderno? —y Laura volvió a asentir—. Pues se dice que, con artimañas, lo hicieron aproximarse a las municiones y luego las encendieron. Mi padre no lo creyó así y hasta el día de hoy insiste en que fue un accidente. Lo cierto es que, después de la muerte de mi tío Calvaiú, nadie dudó, ni siquiera un solo lonco del Consejo, de que mi padre era el heredero natural al trono de Leuvucó. De todos modos, mi padre aceptó a regañadientes.

—¿Qué pasó con Gutiérrez?

—Murió de viejo, mi querido amigo. Aún lo hecho de menos.

—El coronel Mansilla menciona en su libro que tu padre tiene varios hijos; incluso habla de una niña.

—Luego de la muerte de mi madre y a lo largo de los años, mi padre tomó a cinco mujeres.

—¡Cinco mujeres! —se horrorizó Laura, y Nahueltruz se echó a reír.

—Cinco mujeres, es común entre nosotros. Calfucurá tiene veinte.

Laura no volvió a hablar, y Guor encontró divertido su silencio. El paso tranquilo del caballo y la paz del entorno, que comenzaba a colorearse hacia el este, los aletargaron. Habían dejado atrás Río Cuarto y sus peligros, el Fuerte Sarmiento y el fantasma del coronel Racedo. Avanzaban hacia el sur, en busca de ese lugar predilecto que Nahueltruz anhelaba compartir con Laura.

—¿Serás el cacique general de los ranqueles algún día?

—Ése es el deseo de mi padre y de mi tío Epumer.

—¿Cuál es tu deseo? —insistió Laura.

Guor la tomó por el mentón y la obligó a volver el rostro hacia él.

—¿Todavía no lo sabes? Que seas mi esposa y que me des hijos —expresó con semblante grave, y le acarició el vientre al tiempo que sus labios descendían sobre los de ella.

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