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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (57 page)

Mariano se sentó a mi lado y me dijo: «He venido para llevarte a casa, con tu gente». Una alegría inefable me expandió el pecho y asentí con decisión, de pronto aliviada, como si alguien me hubiese redimido de una condena que ya no podía seguir cumpliendo. Mariano me redimía, él me salvaba una vez más. Quiso besarme, pero yo le aparté la cara. «No, —musité—, es peligroso, estoy enferma». Él me tomó el rostro entre las manos y apoyó sus labios suavemente sobre los míos. Hacía tiempo que no experimentaba ese deseo, mero deseo del cuerpo de él, de él dentro de mí, de su fuerza y vigor en contraste con mi sumisión e inferioridad. Le eché los brazos al cuello y le entregué mi boca. El beso se volvió febril y exigente, y me complació que Mariano me besara libremente, sin prejuicios ni miedos, con el descaro de siempre; terminamos agitados, desconcertados.

«¿Y su promesa? ¿Se olvidó que le prometió a su padre y a los demás Loncos que no volvería a poner pie en suelo cristiano?». Sonrió condescendientemente, mientras me acariciaba la mejilla, y usó mis propias palabras para replicar: «Si tanto me conoces, ¿cómo pensaste que no violaría mi promesa por ti?». Le dije que lo amaba, que había deseado morir cuando lo creí muerto, que añoraba Tierra Adentro porque era su tierra, que necesitaba regresar a las tolderías donde él me había hecho suya tantas veces, donde había nacido mi hijo, donde quería morir. Le caían lágrimas que yo barría con la mano y secaba con besos. «Sólo Dios sabe cómo puedes amarme después de todo lo que he hecho contigo». Aunque había cerrado los ojos, las lágrimas seguían bañándole el rostro moreno y se notaba que hacía un esfuerzo para no llorar como un niño. Se torturaba inútilmente cuando hacía tiempo que yo había olvidado y perdonado. No le había concedido el perdón en un acto consciente y meditado, se había tratado simplemente de una consecuencia del amor que sentía por él. Sus remordimientos me resultaron desmedidos. Lo acuné en mis brazos y lo convencí de que no lamentaba, de que jamás lamentaría, haber ido a “El Pino” y paseado con tanto descaro esa mañana junto a Rosa del Carmen y a María Pancha por la zona de los peones a sabiendas de que mi esposo jamás lo habría aprobado.

Hablamos de Nahueltruz, y Mariano sació mis ansias y mi curiosidad con largueza. «Nahueltruz sabe que vine a buscarte; quería venir, pero no se lo permití, el viaje era demasiado largo, no lo habría resistido. Se quedó con su abuela. Me pidió que te diera esto». Me entregó un caballito tallado en madera de algarrobo y me explicó que se trataba de su juguete favorito. «Se lo talló Epumer; Nahueltruz lo lleva siempre a cuestas, día y noche; duerme con el caballo y con Gutiérrez, esos tres siempre andan juntos». Me emocionó que Nahueltruz se hubiese desprendido de un objeto tan valioso para dármelo a mí, una madre que sólo existía en su mundo de fantasías. Besé el caballo como si se tratara de las manitos trigueñas de uñas sucias de mi hijo. «Nahueltruz es lo más valioso que tengo», me confesó Mariano con acento triste, y yo lo corregí: «Nahueltruz es lo más valioso que tenemos».

A pesar de que Simona y María Mercedes acostumbraban a cenar conmigo (a veces don Ariel se nos unía), esa noche, con tacto, me dejaron a solas. Antes de la cena, Mariano se retiró a una habitación para asearse y descansar. Regresó cuando Simona servía. Llevaba el atuendo con el que lo recordaba: un chiripá, un poncho liviano y las botas de potro, y se había soltado el cabello, que le rozaba los hombros. Lo encontré irresistiblemente atractivo y, a pesar de que lo noté más delgado, su cuerpo seguía ostentando esa estructura atlética y juvenil. Yo me había arreglado para él. María Mercedes me ayudó a cambiarme y, por primera vez en mucho tiempo, no cené en camisón y bata sino con vestido y mantilla. A sabiendas de que el color azul Francia me sentaba bien (en especial por el contraste con mi cabello oscuro), le pedí a María Mercedes que sacara del ropero el vestido en esa tonalidad y lo oreara en la galería cerca de las glicinas. María Mercedes me trenzó el cabello y lo enroscó a la altura de la nuca con cintas de raso del mismo color. Me perfumé generosamente y me maquillé, porque de repente me había apabullado mi palidez.

Mariano esperó que Simona se retirara para dejar su silla y acercarse. Me besó la nuca y me susurró: «Eres la mujer más hermosa que conozco». Trajo su plato, sus cubiertos y su copa, y se ubicó a mi lado. Comió con avidez, era un deleite verlo saborear la comida y notarlo tan saludable; yo, en cambio, hurgué el plato y no me llevé el tenedor a la boca ni una vez. Se preocupó por mi inapetencia y me rogó que comiera. «No quiero nada excepto a ti», manifesté, para evitar el tema, de mi enfermedad. Esa noche, Dios me la había concedido sólo para cosas gratas.

Le pregunté adonde había conseguido el uniforme de coronel federal con el que se había presentado esa tarde y le extrañó que no recordara que había sido de los presentes de su padrino. «Creí mejor aventurarme con ese uniforme por si me topaba con la milicia», explicó, y me pareció razonable. A continuación hablamos del padre Erasmo, que había regresado a Tierra Adentro para entregarle personalmente mi carta, que él atesoraba en su caja de madera. Me contó muchas anécdotas, y no me olvidé de preguntar por cada uno de los amigos que había dejado en Leuvucó. El primero, Gutiérrez. «Siente mucho tu falta. Desde que no estás, se volvió tranquilo y aplastado. Aunque el pobre sigue soportando con valentía los caprichos de tu hijo, que lo quiere por sobre todas las cosas». Demasiado felices para afrontar cuestiones que, sabíamos, nos lastimarían, en silencio sellamos un pacto y ninguno abordó el tema de Escalante ni de mi hijo Agustín ni de la tisis.

Luego del postre, María Mercedes se presentó en el comedor y sugirió que me retirase a descansar. «Ha sido un día muy largo para usted, señora Blanca, mejor se recuesta. Ya es la hora de la medicina». Por cierto, mi cuerpo no acompañaba la dicha ni los anhelos de mi espíritu. Repentinamente sentí el cansancio como un saco pesado que me habían echado a los hombros. Mariano se puso de pie y me ayudó a incorporarme. Un mareo me obligó a buscar la seguridad de su pecho; él me aferró posesivamente, provocándome una oleada de complacencia. Nos despedimos en el corredor antes de que Mariano entrara en su dormitorio.

Solas en mi recámara, María Mercedes me preguntó: «¿Se va a ir con él?». Le respondí que sí, y la muchacha se cubrió el rostro y se echó a llorar. «Discúlpeme, señora Blanca. Debería estar contenta por usted, porque se la ve feliz, pero vamos a extrañarla mucho». Le hice ver que, tarde o temprano, habríamos tenido que despedirnos, mi enfermedad me marcaba el tiempo y lo hacía implacablemente. A pesar de la aflicción de María Mercedes, yo me encontraba demasiado contenta y esperanzada para entristecerme. Dejé la cama, había algo importante que hacer; me senté en el tocador para escribir a María Pancha y a tía Carolita. Palabras más, palabras menos, a las dos les expliqué lo mismo: quería ver a mi hijo Nahueltruz antes de morir. A María Pancha le encomendé además una misión difícil: informarle mi decisión al general Escalante cuando regresara de Europa. Mientras escribía las cartas, me decía: «Ésta es la despedida»; ellas pensarían igualmente mientras las leyesen. Les encomendé a mi hijo Agustín y les pedí que le hablaran de mí, que le dijeran que lo amaba. Me sequé las lágrimas y lacré los sobres. Se los entregaría a Benigno a la mañana siguiente.

Aunque débil y un poco dolorida, ansiaba correr al dormitorio de Mariano y entregarme a sus brazos. Pensé que quizás él dormía, extenuado después de un viaje tan largo; pero me volví egoísta, ni siquiera reparé en mi enfermedad y sólo me importó esa necesidad de él, de sentir el peso de su cuerpo sobre el mío, de recibir sus besos y caricias, sus palabras de amor. Caminé hasta su habitación guiada por una fortaleza que no nacía de mi cuerpo. Alertado por el chirrido de los goznes, Mariano saltó de la cama y salió a recibirme. «Deseaba tanto que vinieras a mí esta noche», susurró sobre mis labios, y me condujo hasta la cama. Debió encontrarme delgada y frágil, pues me tomaba con miedo. Encendió una vela y nos contemplamos largamente en silencio; sus ojos azules se habían vuelto negros y, aunque no me tocaba, percibí que me deseaba tanto como yo a él.

Sus manos inusualmente tímidas me quitaron la bata y yo me deshice de su camiseta. Le pedí que volteara, quería ver su herida, la del lanzazo. Se la recorrí con la punta del dedo y se la besé muchas veces, como si con mis besos pudiera borrar el sufrimiento que debió de haber padecido. «Lo siento tanto», dije, y él se volvió para mirarme. «Fue el justo castigo por lo que hice contigo; quizás ahora que lavé mis culpas, pueda reclamarte con derecho». Me asombró que lo interpretara de ese modo cuando yo estaba convencida de que se había tratado del más duro revés.

Me tumbó sobre la cama. Sus labios descendieron sobre mi boca, y el beso abrió las puertas a una pasión osada y turbadora. Dejamos de lado remordimientos y temores para amarnos libremente, con absoluta entrega. Se trató de un momento mágico, nos encontrábamos en un mundo donde no existían dolores físicos, debilidades ni tristezas; éramos jóvenes, irresponsables, arrojados y muy felices. Cuando terminamos, él, risueño, comentó: «Es la primera vez que te hago el amor en una cama». Dormí profundamente entre sus brazos y no desperté sacudida por un ahogo o un vómito de sangre. Abrí los ojos y lo vi de pie junto a la cabecera; me contemplaba con dulzura. «Vamos a casa», le pedí, y él asintió.

Partimos dos días más tarde en la carreta cubierta con hule que don Ariel y Mariano prepararon para mí, repleta de jergones, mantas, víveres y mis arcones. María Mercedes me recordó los horarios de las medicinas y me entregó una canasta con botellas de cordial, pastillas de alcanfor, jarabe de eucalipto y el sinfín de potes y frascos que se habían juntado con el tiempo. Sacaron la carreta de la boyera, Mariano ató a Curí Ñancú en reata y emprendimos el viaje. Las siluetas de Simona, don Ariel, María Mercedes y Benigno permanecieron cerca de la galería agitando sus manos hasta que viramos hacia el sur y los perdimos de vista. Nunca voy a olvidarlos.

Terminado el almuerzo, Escalante acompañó al padre Donatti hasta el recibo y luego se encaminó a la habitación de su hijo. Abrió con cautela, y ni Agustín ni Laura lo notaron. Agustín dormía; Laura leía. «Son lo más valioso que me dio la vida», se dijo, y por primera vez aceptó que estaba viejo, que, por orgullo y necedad, había perdido un tiempo valioso, que no se volvería a separar de sus hijos y que, sobre todo, haría lo que estuviera a su alcance para verlos felices.

Concentró su atención en Laura. Leía apaciblemente, sentada de perfil. Se le antojó delicada y diáfana como una figurita de porcelana. El cabello, recogido en la nuca, revelaba una oreja perfecta, pequeña, con un aro de perla-madre, y un cuello delgado y blanco como el de Magdalena. Se acordó de cómo le había gustado besar el cuello de Magdalena, invariablemente perfumado con loción de gardenias. No debería haber permitido que Magdalena lo abandonase y apartase a Laura de su lado. Pero admitía que jamás había hecho nada para que Magdalena permaneciese junto a él; es más, poco a poco, con sutilezas que ella sabía interpretar, la había apartado y levantado un muro infranqueable entre ellos.

Es que nunca había podido olvidar a Blanca Montes; su amor-odio por ella lo carcomía, lo volvía irracional, lo cegaba y no le permitía ver que la vida continuaba y que le había dado una nueva oportunidad junto a Magdalena. Cerró los ojos y suspiró. Había amado a Blanca Montes desesperadamente y, como nunca logró que se le entregase en cuerpo y alma, su recuerdo había terminado por convertirse en el más amargo de todos. A veces le parecía que sus memorias estaban llenas de ella.

Se fijó en Agustín, que aún dormía, y se acordó de aquella tarde en el despacho cuando su hijo le reclamó tantas mentiras y él se comportó como un patán. La versión en inglés de
Constituciones,
de Andersen, que le habían regalado sus hermanos de la Gran Logia cuando se inició en la francmasonería allá por el 30 en Londres, había llevado a Agustín a hurgar los cajones de su escritorio. Juan Miguel Allende Pinto, hijo del doctor Allende Pinto, le juró a Agustín que el general Escalante era masón; Agustín, católico practicante, le juró que no. Hicieron una apuesta. La tarde siguiente, se metieron furtivamente en el despacho del general en busca de las famosas bases de los francmasones. Las encontraron. Agustín perdió la apuesta. Pero del libro elegantemente forrado en cuero verde cayó un sobre amarillento que atrapó más la atención de Agustín que el contenido mismo de las
Constitutions.
Le pagó la apuesta a Juan Miguel y lo despidió. De inmediato, cerró la puerta del despacho y abrió el sobre.

Viva la Santa Federación

y su Caudillo, Juan Manuel de Rosas

Leuvucó, 19 de enero de 1852

Estimado General Escalante,

El cuatro del corriente falleció Blanca y creí mi deber avisarle. Sepa que lo hizo serenamente y sin dolor. Sus últimos pensamientos fueron para su hijo Agustín. Le pidió al padre Erasmo Pescara, el portador de esta misiva, quien estuvo con ella hasta el final, que le entregara a su hijo el poncho que ella misma tejió para él y la carta, ambos adjuntos a la presente. Sin otro particular, su servidor,

Mariano Rosas

Agustín leyó y releyó y hasta se le ocurrió que el tal Mariano Rosas se refería a otra Blanca y a otro Agustín. No obstante, una fea sensación en la boca del estómago le advertía lo vano de aquella presunción. De pronto tuvo la certeza de que se había asomado al abismo de su propia historia. A él le habían contado una bien distinta: su madre había muerto poco tiempo después de darlo a luz. Cierto que tendría que haber sido ciego y sordo para no darse cuenta de que, en lo referente a su madre, había gato encerrado, cuando la simple mención de su nombre provocaba miradas significativas, mohines y entrecejos apretados. Tampoco habían escapado a su alcance comentarios infames que aseguraban que Blanca Montes había abandonado al general por otro hombre, que era una mala mujer, licenciosa y ladina, y que el general había sido afortunado al sacársela de encima. María Pancha y tía Carolita negaban las acusaciones con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. Ellas eran las personas que él más quería y en quienes más confiaba, les habría creído así le hubiesen aseverado que esa mañana el cielo había amanecido de color verde. La extraña misiva, expedida en Leuvucó —¿una localidad en la provincia de Buenos Aires, quizá?—, lo embargó de dudas tan atroces que ya ni siquiera sabía si confiar en las mujeres que lo habían criado y querido como a un hijo.

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