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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (58 page)

El general entró campante en su despacho y se topó con Agustín que leía con extrema concentración una hoja avejentada. Las
Constitutions
estaban sobre su escritorio. Supo, entonces, que había llegado el momento de enfrentar la verdad meticulosamente celada todos esos años.

—La Blanca a la que hace referencia esta carta, ¿era mi madre? —El general asintió y cerró la puerta—. ¿Quién es Mariano Rosas? ¿Qué tuvo que ver con ella?

Escalante le indicó a su hijo que tomase asiento. Para darse ánimos, llenó dos copas con brandy; le pasó una a Agustín antes de acomodarse en el sofá. No habló de inmediato, temía que le fallara la voz. Ahora que repasaba con calma aquella tarde, podía afirmar que se había tratado del momento más duro de su vida, más duro que el cruce de los Andes, que la batalla de Cancha Rayada o que la pérdida de Blanca a manos de los indios. Porque en aquellas instancias no había experimentado miedo; furia, odio, ansias de gloria, de poder, de venganza, pero no miedo. Esa tarde, frente a la mirada entre expectante y afligida de su adorado Agustín, el miedo lo convirtió en algo que nunca había sido: un cobarde. Carraspeó nerviosamente y explicó que se remontaría al 40, meses después del matrimonio con Blanca. Habló lenta y pausadamente y se cuidó de no pasar por alto detalle alguno, aunque omitió el intento de matar a Blanca el día del ataque; lo llenaba de vergüenza. Agustín lo escuchó sin interrumpirlo, el gesto impasible, difícil de interpretar. Al terminar, Escalante se echó al coleto el último trago de brandy y aguardó el veredicto.

Ese día, Agustín, usualmente manso y tolerante, mostró una faceta más parecida al endemoniado carácter de él que al de su madre, que siempre lo caracterizaba. Le reclamó, primero, que no hubiese sido él sino tío Lorenzo quien la rescató. Segundo, que la hubiese «echado» —esa fue la palabra— de la casa de Córdoba y enviado a Ascochinga «a morir sola como una perro». Por último, le reprochó que no se la recordase debidamente y con respeto, que se la mencionara en voz baja y con desprecio y que no hubiese un solo retrato de ella en toda la casa.

—¡No conozco el rostro de mi propia madre! —prorrumpió, y Escalante abrió un armario que mantenía bajo llave y sacó el óleo que le había hecho pintar a Pueyrredón.

Agustín lo contempló largamente. El silencio se tornó insondable, como si la casa se hubiera vaciado de repente. Escalante acompañó a su hijo en la misma contemplación admirativa de Blanca Montes en la que él caía frecuentemente, en la que lo había sorprendido Magdalena hacía poco y que todavía no le perdonaba; se había mudado al cuarto de huéspedes.

—Quise mucho a mi prima Blanca —le espetó en esa oportunidad—, pero ahora yo soy su mujer y no soporto que un fantasma se interponga entre nosotros.

Agustín bajó el retrato y se volvió para preguntar a su padre:

—¿Dónde está el poncho y la carta que mi madre mandó con el padre Erasmo?

—No los tengo —admitió el general, con miedo.

—¿Cómo que no los tiene?

—El poncho se lo devolví al padre Erasmo y la carta... La carta la quemé —admitió, y se alejó de Agustín—. No quería que supieras que ella había estado con los indios.

Se dijeron cosas muy feas y Agustín abandonó la casa después de jurarle al general que no volvería a verlo. Marchó al único lugar adonde podía recurrir: al convento de San Francisco, al padre Marcos Donatti, su amigo.

Escalante sacudió la cabeza, arrepentido de tanta tozudez y amor propio mal entendido. Ahora que reflexionaba, quizá lo que más lo había enfurecido aquella tarde en su despacho había sido la verdad que implicaban los reclamos de su hijo, una verdad que él no se encontraba listo para admitir, porque no soportaba siquiera la mera suposición de que le había causado daño a la mujer que más había amado. Entonces, acorralado y herido, hizo lo que mejor sabía hacer: gritar y pelear como en el campo de batalla. Agustín también había sido duro e implacable y hasta le había insinuado que la enfermedad de su madre era culpa de él, por haberla apartado, rechazado y expuesto al odio y desprecio de los cordobeses, que sabían ser inmisericordes cuando se lo proponían. A Blanca no le había quedado otra salida que dejarse morir. Por último, le reclamó los años de mentira y simplemente le dijo que lo odiaba por haber rechazado el poncho y quemado la carta, los únicos recuerdos de su madre.

Durante los primeros días en el convento de San Francisco, Agustín llevó una vida de asceta: ayunaba, sólo dejaba la celda para la misa después de maitines y se dedicaba a meditar y a rezar. Semanas más tarde, cuando admitió a la desesperada María Pancha, no le sirvieron de nada las horas de meditación y ayuno porque arremetió contra ella con la misma fiereza con la que había devastado al general. María Pancha, sin embargo, supo tomar la rabia y el dolor de Agustín y convertirlos en un llanto de niño que lo alivió por completo. Al notarlo más sosegado, María Pancha comenzó a hablar y esclareció cuestiones que aún permanecían en tinieblas, aunque no borró del corazón de Agustín el odio, la angustia y la tristeza.

Escalante terminó de cerrar la puerta y avanzó en puntas de pie. Laura guardó con nerviosismo el cuaderno en su escarcela y su padre se figuró que se trataba de un libro que contaba en los listados del Index, de esos que le ponían los pelos de punta a doña Ignacia. La besó en la frente y le preguntó cómo estaba Agustín, si había comido y si lo había notado bien de ánimos.

—Estoy bien de ánimos —respondió el propio Agustín, con una sonrisa.

—Pensé que dormías —dijo Laura.

—Rezaba.

Laura dejó la silla y ayudó a su hermano, que deseaba incorporarse; le calzó las almohadas en la espalda y le acomodó la chaqueta del pijama. Escalante ocupó la silla y, mientras miraba a Laura asistir a Agustín, se maravilló del cariño que existía entre sus hijos. Era afortunado por eso también.

—Laura —habló Escalante—. Ve a la cocina a ayudar a doña Generosa y a María Pancha con la vajilla. Yo me quedo con tu hermano.

—Sí, papá.

Laura cerró la puerta y Escalante acercó la silla a la cabecera. Puso su mano sobre la de Agustín y le sonrió.

—Durante el almuerzo, el doctor Javier nos contó lo que hiciste por su hijo cuando los indios lo cautivaron. Me sentí orgulloso de ti —agregó, con una palmeada.

—Lo cierto es que Mario iba a ser devuelto sin mi intervención. Nahueltruz Guor, hijo del cacique Mariano Rosas, se enteró de que Mario Javier era hijo del doctor Alonso Javier. Ese nombre significaba mucho para él.

—¿De veras? ¿Por qué?

—El doctor Alonso Javier fue quien atendió a mamá cuando tío Lorenzo la rescató. Estaba embarazada y, al caer del caballo en el jaleo del rescate, sufrió un aborto. Casi muere desangrada. Tío Lorenzo la trajo a Río Cuarto y la hizo atender por el único médico de la región, Alonso Javier. Él le salvó la vida. Quizá mi madre haya reposado en esta misma habitación.

Se quedaron en silencio. Evidentemente, el general Escalante no asimilaba toda la información.

—¿Cómo dijiste que se llama el hijo del cacique Rosas?

—Nahueltruz Guor.

—¿Qué tenía que ver él en el asunto? —preguntó Escalante, espantado ante la posibilidad.

—Nahueltruz Guor es hijo de mi madre, es mi medio hermano.

No había nada que hacer: el fantasma de Blanca lo rondaría hasta el último suspiro de vida, lo sorprendería y atormentaría sin pausa. Luego del rescate, nunca tuvo valor para enfrentar a Blanca y preguntarle acerca de sus años entre los salvajes, menos aún qué clase de vejámenes había soportado. Se dijo que habría sido actitud de hombre con las pelotas bien puestas hablar de esos temas para ayudarla a superar el dolor y sanar las heridas. Él, en cambio, escondió la cabeza como el avestruz e hizo de cuenta que todo marchaba bien, cuando, en realidad, su esposa se consumía de pena frente a sus ojos. Ya lo sabía: si de Blanca Montes se trataba, él se convertía en un cobarde. Incluso en ese momento, frente a la mirada de su hijo, se encontraba tentado a desviar el tópico y preguntarle acerca del clima.

—Antes de morir —retomó Agustín—, mi madre habló mucho con Nahueltruz y le contó sobre las personas y los hechos de su vida. Conozco a mi madre a través de mi hermano.

Cada vez que Agustín se refería al hijo de Blanca como “mi hermano” a Escalante le ardía el estómago.

—¿Usted quiso a mi madre? —soltó Agustín, y Escalante se pegó al respaldo de la silla, como si hubiese recibido una bofetada.

—Tu madre...

Carraspeó, nervioso. De nuevo le vinieron ganas de hablar del clima. Pero, ¿para qué carajo había hecho ese viaje de locos hasta Río Cuarto, con una rodilla que lo estaba matando, si no se sacaba la careta y hablaba la verdad? Levantó la vista y el rostro de su hijo lo serenó. Agustín poseía la mirada dulce de Blanca, ¿por qué le temía, entonces?

—Quise muchísimo a tu madre, Agustín, pero con este carácter de los mil demonios que tengo nunca supe demostrárselo. Blanca era suave y delicada, rara vez levantaba el tono de voz, hablaba como susurrando, se movía con el sigilo de un gato, y yo... No hace falta que te diga cómo soy yo. La conocí en casa de tu tía Carolina, la acababan de sacar del convento adonde tu tía Ignacia la había mandado a encerrar después de la muerte de tu abuelo Leopoldo. Tenía el cabello más negro, la piel más blanca y los ojos más grandes que había visto. Descubrí que no era sólo hermosa, sino inteligente y culta; tenía conocimientos de medicina que me sorprendieron. Había sido la enfermera de tu abuelo Leopoldo y así había aprendido el oficio. Ella, sin embargo, pensaba que por no saber francés no estaba a la altura. ¡Qué idea! Lo cierto es que la amé desde ese primer día, en casa de los Beaumont. Y creo que nunca dejé de amarla. No pretendo que comprendas por qué traté de borrarla de mi vida y, por supuesto, de la tuya. La verdad es que le temía a su recuerdo, aún le temo. Temo el efecto que provoca en mí, lo mal que me hace. Hay remordimientos también que me torturan. Me comporté como un patán cuando no intenté rescatarla de los indios y también al alejarla de casa cuando enfermó de tisis. Por lo primero, fui un energúmeno que permitió que el orgullo de macho le trastocara los principios y los valores. Por lo segundo, fui un cobarde, me daba pavura que te contagiase. Con todo, no es excusa. Blanca era mi esposa, tu madre, y yo la aparté de su hijo y la dejé sola como un perro, como alguna vez me echaste en cara.

—¿Ella me quería? —preguntó Agustín, con la inocencia de un niño.

En ese instante, el general comprendió el daño que le había infligido a su propio hijo. El muchacho hasta tenía dudas del cariño de su propia madre, que había sido inmenso, él era testigo.

—Te adoraba, hijo. Eras su vida, su refugio, su todo.

—Entonces, ¿por qué se fue a Ascochinga? ¿Por qué no se enfrentó a usted y dijo que se quedaría por mí?

—Justamente, se fue porque prefería desprenderse de ti, lo que más amaba, antes que poner en riesgo tu vida. Cuando ella enfermó, eras tan pequeño y vulnerable, y Allende Pinto nos alertó de los riesgos; nos dijo que nosotros, los adultos, no corríamos tantos como tú, que eras sólo un bebé de meses. Siendo sacerdote, no hace falta que te recuerde ese pasaje del Antiguo Testamento donde Salomón dirime una disputa sobre un niño que reclaman dos mujeres.

—No, claro que no —aceptó Agustín—. La verdadera madre prefería entregarlo a la otra mujer antes de que su hijo sufriera ser partido en dos.

—De todos modos, aquí el único culpable soy yo, que la aparté por completo de sus afectos, la borré de mi vida, nunca fui a visitarla, me marché a Europa sabiendo que podía morir de un momento a otro y jamás le permití que volviera a verte siquiera a distancia prudente. Fui una bestia, un monstruo, no tengo perdón, no tengo perdón. —Escalante bajó el rostro y Agustín le aferró la mano—. Sí, la aparté de mí y de ti deliberadamente —exclamó—, y lo hice por venganza, por celos, porque sabía que Blanca no me amaba, porque sabía que había dejado algo en Tierra Adentro que no podía olvidar, algo que la amargaba y no le permitía volver a ser mía por completo.

Agustín nunca había visto llorar a su padre y, a pesar de que lo afectaba sobremanera, lo dejó hacer en silencio, sin pronunciar palabra: el general Escalante debía despojarse del uniforme de hombre duro, recio y autoritario y arreglar sus asuntos del corazón, largamente postergados. El general levantó el rostro y se secó los ojos, y Agustín, que lo conocía, decidió no hacer ningún comentario.

—Debo aceptar —habló Escalante—, que ese salvaje de Mariano Rosas fue más hombre que yo: buscó a tu madre en Ascochinga y le demostró que a él le importaba un comino la enfermedad. Parece una ironía, pero Mariano Rosas la rescató de una muerte solitaria y triste.

Meditaron esas palabras en silencio. Ambos experimentaban una paz interior tan profunda que les permitía pensar con benevolencia, incluso perdonar.

—¿Cómo conociste a Nahueltruz Guor?

—Cuando viajé con el coronel Mansilla a Tierra Adentro en el 70, ahí lo conocí. —Escalante se quedó mirándolo y Agustín explicó—: Desde que supe que mi madre había muerto en Tierra Adentro, se me tornó una obsesión conocer ese lugar. Mi traslado al convento de Río Cuarto parecía ratificar que Dios estaba conmigo en esa decisión y, cuando Mansilla le confesó a Donatti que planeaba un viaje para entrevistarse con Mariano Rosas, supe que Dios me servía en bandeja la oportunidad. Al llegar a Leuvucó, comencé a hacer averiguaciones. Lo hacía con cautela, los indios son muy desconfiados. Hasta que conocí a Miguelito y a Lucero, que fueron amigos de mamá. Como se mostraban abiertos y generosos conmigo, me animé a preguntarles: «¿Conocieron a Blanca Montes?». Al principio se quedaron callados, después Lucero asintió y sin más les confesé que era su hijo. Lucero me dijo que había querido mucho a Blanca, que había sido su mejor amiga, que lo que sabía se lo debía a ella. Miguelito se deshacía en elogios para mamá. Dijo: «Era la mujer más brava y valiente que conocí».

—Nadie que conocía a Blanca podía hablar mal de ella —acotó el general.

—Me llevaron a un toldo, el de mi madre, según me explicaron, y me mostraron unos baúles que contenían libros enormes, los vademécumes del abuelo Leopoldo y de su hermano Tito; también había frascos, instrumentos de medicina, efectos personales, tantas cosas de ella. Me dijeron que mamá había sido una “vicha-machí” (una gran curandera), que en Leuvucó y en otras partes de Tierra Adentro algunos la creen santa, con manos bendecidas que curaban y que es muy común que la gente vaya a su tumba a rezarle. Enseguida quise saber más sobre su vida y me dijeron: «Tienes que conocer a su hijo Nahueltruz». Le confieso, papá, fue un duro golpe saber que había tenido un hijo. Nahueltruz, sin embargo, ya sabía de mí. Mamá le había hablado mucho de Agustín, su peñi huinca (su hermano cristiano). Bastaron pocos días para que Nahueltruz y yo nos hiciéramos amigos y, al despedirnos, nos sentíamos hermanos. Nahueltruz fue muy generoso conmigo y me contó todo lo que recordaba de ella, que era bastante, porque mamá murió cuando él tenía diez años. Nahueltruz me llevó a visitar su tumba, donde hay una cruz de madera que talló el hermano de Mariano Rosas, el cacique Epumer. Es una obra de arte y creo que hace honor a lo magnífica que fue mi madre. Entre las gentes de Leuvucó la conocen como Uchaimañé —recordó Agustín—. Quiere decir: Ojos grandes.

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