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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (29 page)

A pesar de todo, esa noche dormí profunda y plácidamente. Era la primera vez en varios días que lo hacía limpia y bien comida. A la mañana siguiente me despertó Gutiérrez, que reclamaba su desayuno. Al abrir los ojos, me llevó un momento entender adonde estaba. La voz de Miguelito, que me llamaba desde la enramada, me salvó de caer en el desánimo. «Me gustaría tanto recuperar mis cosas», le comenté a modo de saludo, mientras alisaba el pilquen de Lucero, que parecía un fuelle.

Miguelito me traía el desayuno: un plato de madera repleto de puchero, abundante en choclos y zapallo. Los indios siempre comen carne, en las tres comidas diarias, no sólo de vaca sino de yegua, potro, guanaco, avestruz, gamo y otros animales más chicos, como vizcachas y piches, que cazan en el desierto; supongo que por eso son fuertes y sanos; nunca conocí un caso de tuberculosis, raquitismo o consunción, enfermedades que desvelaban con frecuencia a mi padre y a tío Tito en Buenos Aires. Con todo, la vista y el aroma del puchero a esa hora de la mañana me despertaron ganas de vomitar. Miguelito salió del toldo y regresó poco después con un chambao (especie de jarrito hecho de asta de toro) con café humeante y bien dulce; envueltas en un trapito, venían cuatro tortas fritas. Nos sentamos a desayunar en la enramada. Que el puchero estuviera caliente no era obstáculo para que Gutiérrez lo devorase haciendo toda clase de ruidos.

Noté movimiento en el toldo de las lanzas con plumas rojas, el que yo suponía del cacique. Las indias entraban y salían llevando enseres de cocina, mientras los niños barrían la enramada y acomodaban los asientos. «Esta noche están de fiesta», comentó Miguelito, adivinando mi curiosidad. Le lancé un vistazo como diciéndole: «¿Y a mí qué me importa?», que de inmediato lamenté. Miguelito era, junto a Lucero, mi único amigo en ese sitio cerril y extraño, y, aunque debería haberlo odiado (después de todo él había formado parte del malón que me había arrancado de mi mundo), no podía; era un hombre demasiado bueno. «¿Fiesta?», pregunté, con mejor predisposición. Y esto dio pie para que Miguelito me contase la historia de Mariano Rosas.

Allá por 1834, una tribu al mando del caciquillo Llanquelén se había escindido de la Confederación Ranquel para ponerse bajo la protección del gobierno cristiano, que lo ubicó, junto a su tribu, en la localidad de Rojas, provincia de Buenos Aires. Painé Guor, sucesor de Yanquetruz, que desde hacía poco ostentaba el título de cacique general, decidido a recuperar las tierras y devolver a la buena senda a los renegados, organizó junto a Pichuín (hijo del gran Yanquetruz y hermano mayor de Lucero) un ataque a Rojas. Es costumbre de los indios cuando salen a maloquear dejar un grupo de caballos de reserva al mando de lanceros más jóvenes, a distancia prudente del sitio elegido para asaltar; de esta forma cuentan con caballería fresca al momento de la huida. Aquella vez, la del ataque a Llanquelén y a la localidad de Rojas, no fue una excepción, y Painé dispuso que una manada de mil trescientos caballos quedara al mando de su hijo de quince años, Panguitruz, y de otros jóvenes a orillas de la laguna Langheló, a varias leguas de Rojas. Entre estos jóvenes se encontraba también el hijo mayor de Pichuín, Güichal, nieto de Yanquetruz y amigo inseparable de Panguitruz Guor.

Llanquelén, prevenido del ataque del cacique Painé, no sólo advirtió a la localidad de Rojas del inminente malón sino que salió tras las reservas que, de seguro, se habrían aprestado para el momento de la fuga. Las halló a orillas de la laguna Langheló, donde Panguitruz, Güichal y el resto de la indiada se bañaban despreocupados. Los mil trescientos caballos y el grupo de jóvenes fueron arreados y entregados a las autoridades militares que los condujeron a la prisión de Santos Lugares. Meses más tarde, las tierras de la tribu sediciosa fueron nuevamente anexadas a la Confederación ranquelina y el cacique Llanquelén juzgado por una asamblea de iguales en respeto a su jerarquía. «¡Painé!», vociferó Llanquelén en las últimas instancias del juicio, «¡No verás más a tu hijo Panguitruz porque se lo he entregado a Rosas y se lo ha llevado a Santos Lugares!». Enfermo de rabia y dolor, Painé desenvainó el facón y degolló al cacique rebelde en medio de la asamblea. El cuerpo de Llanquelén aún se contorsionaba en el piso cuando Painé se cubrió el rostro y, frente a los demás caciques, caciquillos y capitanejos, lloró amargamente la pérdida de su hijo Panguitruz, que si bien no era el primogénito, todos lo sabían su dilecto.

El año de cautiverio en Santos Lugares resultó un infierno para Panguitruz, Güichal y los demás indiecitos. Los mantenían con grilletes, les daban de comer poco y mal y los trataban como a bestias; dormían en el piso y hacían sus necesidades en un balde que a veces los guardias se olvidaban de vaciar. Al comenzar los primeros fríos, les arrojaron unas mantas agujereadas y malolientes y, a pesar de que se acurrucaban para darse calor unos a otros, el aire gélido nocturno les traspasaba los miembros como cuchillos filosos. Uno de ellos murió de pulmonía.

Consciente de las penurias que pasaría su hijo, Painé hizo llegar un mensaje a Rosas: entre los indios que desde hacía casi un año mantenía prisioneros en Santos Lugares se hallaba el hijo de Painé Guor y de la cacica Mariana. Rosas, que conocía a Painé de sus años mozos, de cuando era estanciero y debía combatir el malón a diario, hizo comparecer al grupo de indios en su nueva residencia de San Benito de Palermo. «¿Quién es el hijo de Painé y de Mariana?», preguntó con voz estentórea y mueca imperiosa, y Panguitruz, sin acoquinarse, dio un paso al frente y lo miró de hito en hito. A Rosas le gustó ese muchacho, más alto y mejor formado que el resto, que había heredado las facciones delicadas de la madre y el cuerpo macizo y fibroso del padre. También le gustó que no luciera medroso ni inseguro; por el contrario, sus ojos azules brillaban de rabia y resentimiento, de picardía y sagacidad.

Pasaron días muy agradables en San Benito de Palermo, donde los trataron con deferencia y largueza. Rosas los hizo bautizar, y él mismo fue el padrino de Panguitruz, a quien dio su apellido e hizo llamar Mariano en honor de la madre, la cacica Mariana, esa belleza mitad india mitad blanca que había conocido quince años atrás. Días después, les ordenó subir a una carreta y los mandó a su estancia “El Pino” con una nota para el capataz Isasmendiz.

Mariano, Güichal y los demás indios vivieron seis años en “El Pino”. Allí conocieron a Miguelito, que trabajaba como peón para purgar la condena por haber combatido entre las huestes del general unitario José María Paz. Según Miguelito, que profesa por Mariano una admiración rayana en la adoración, Mariano Rosas era el más despierto del grupo, y en poco tiempo se hizo la fama de mejor domador de baguales; los más bravos y feroces terminaban mansos y dóciles en sus manos; nadie piala, yerra o esquila como él, y según el decir del propio Mariano, después de Dios, a quien más quiere es a su padrino Juan Manuel, que le enseñó todo lo que sabe.

La vida en “El Pino” no era fácil; debían trabajar como negros para ganarse el salario, el hospedaje y la comida, pero nunca les faltaron el respeto y los consideraban como a iguales. Isasmendiz se había encariñado especialmente con el hijo de Painé, quizá por pedido explícito del propio Rosas en un principio, quizá porque Mariano resultó el más bravo de su peonada tiempo después. Mariano también quería y respetaba a Isasmendiz y vivía tranquilo en la estancia mientras aprendía algo nuevo cada día, aprendizaje que atesoraba para cuando regresase a Tierra Adentro.

A pesar de lo empeñado que estaba a causa de los asuntos de la Confederación, Juan Manuel de Rosas se hacía tiempo y viajaba a “El Pino”. Apenas llegado, mandaba a llamar a su ahijado Mariano, que permanecía a su lado (incluso comía en su mesa) hasta que el gobernador se marchaba. A Rosas le gustaba jactarse de que no había desacertado con aquel zagal: aprendía con facilidad y bien, y se mostraba ávido por conocer cosas nuevas. Incluso, estaba afanado en aprender a leer y a escribir.

Mariano tomó la decisión de regresar a Tierra Adentro esa mañana en que me avistó junto a Rosa del Carmen y a María Pancha mientras merodeábamos la zona donde esquilaban ovejas. Había sido él el fantasma que se había escurrido en mi cuarto, y también había sido él quien, un segundo antes de que Escalante disparara su arma, lo había golpeado con las boleadoras, obligándolo a desviar el disparo que me rasguñó la frente. Supe que no contaría con Miguelito para escapar; a pesar de que me trataba como a una reina, su mayor devoción era para Mariano, a quien decía deberle la vida. «Nunca fui bueno domando cimarrones», explicó con la vista baja, evidentemente avergonzado, «y la primera vez que lo intenté casi muero si no es por Mariano, que me salvó el pellejo sin conocerme mucho. Era arisco ese bagual, tenía el diablo en el cuerpo. Me sacudió bien fiero hasta que me tiró, con tanta mala fortuna que se me enganchó el pie en el cabestro y el caballo ora me arrastraba ora me hacía flamear como estandarte. Aquello iba a terminar mal, señora, o pisoteao por los cascos o desnucao. Los peones no sabían qué hacer; yo, más desmayao que despierto, sólo escuchaba gritos y comía tierra. Mariano, según me narraron después, se trepó como gato montes a los adrales del potrero y, cuando el caballo enfurecido estuvo a mano, se le tiró sobre el lomo, así nomás, sin cabestro ni apero, que el cabestro lo tenía yo enroscado en la pierna y el apero hacía rato que había terminado en el barrial del potrero. Se le aferró a las crines y cortó el tiento para liberarme. Güichal se metió al potrero y me arrastró fuera, mientras Mariano saltaba y rebotaba sobre el lomo de ese demonio. Al rato, el caballo terminó echando espuma y sangre por el hocico, más manso que un ángel del Señor».

«¿Y la fiesta de esta noche?», insistí, porque no quería que siguiera loando al hombre que yo aborrecía. La fiesta la organizaba Painé para celebrar el regreso de su hijo favorito a quien había creído perdido para siempre. El Consejo de Loncos en pleno (lonco significa cabeza o cacique en araucano) comparecería en pocas horas, y no faltarían los caciquillos y capitanejos del imperio, que llegarían desde los cuatro puntos cardinales. También estaban invitados los hermanos Juan y Felipe Saáy el coronel Baigorria, caudillos unitarios que habían pedido asilo a Painé mientras escapaban de la persecución encarnizada de Rosas y de la Mazorca. Tenían sus ranchos en Trenel, algunas leguas hacia el noreste de Leuvucó, cerca del monte del caldén y de la lagunita del mismo nombre.

Se me ocurrió preguntar por primera vez qué suerte habían corrido los sirvientes de mi esposo, los que viajaban en las carretas junto a María Pancha, y Miguelito me aseguró que se encontraban en excelentes condiciones sirviendo en la toldería del cacique Pincén. Ellos también habían preguntado por mí. Resultaba imperioso verlos, ellos sabrían decirme qué suerte había corrido María Pancha. «Pincén también vendrá a la fiesta, señora. Quizá traiga a su gente.»

Se acercó un indio que llamó “peni” (hermano) a Miguelito. Cruzaron palabras en araucano, y Miguelito me indicó que debía marcharse. Ahí me quedé, sola en la enramada, sentada sobre un tocón, Gutiérrez a mis pies. La actividad del asentamiento aumentaba minuto a minuto. Llegaban tropillas de jinetes acarreando zurrones con maíz, trigo, zapallos, choclos y legumbres, que entregaban a las chinas en la tienda principal; también traían chifles desbordantes del fuerte pulcú, bebida que obtienen al macerar la algarroba, y de la dulce y suave aloja. Algunas niñas portaban sandías, melones y leña mientras conversaban animadamente con un indio que traía en reata tres cabras; se las entregó a una mujer, que desapareció con ellas detrás de la toldería; al rato, llevaba partes despellejadas de los animales al interior de la tienda grande. En el corral, un muchacho pialó y enlazó a una vaca gorda; ya en el suelo, un mazazo en la testuz la mató. Los hombres se apartaron de la vaca, dando paso a un grupo de chinas que, con pericia extraordinaria, desolló y despostó al animal, sin desperdiciar siquiera la sangre, que les gusta beber aún caliente. Mataron tres más. La comilona en honor de Panguitruz Guor o Mariano Rosas se perfilaba como un banquete digno de Lúculo.

Aunque poco a poco me acostumbraba a la visión circundante, aquél era otro mundo, tan ignoto y distinto al mío como podría haberlo sido el de los selenitas. El País de los Ranqueles ciertamente existía, pero yo no me hallaba preparada ni dispuesta a aceptarlo. Para mí, la realidad se había tomado inverosímil.

Se aproximaba al galope una decena de indios; a la cabeza venía Mariano Rosas. Cabalgaba con maestría, como sólo los hombres de la Pampa saben hacer, con ese dominio total y absoluto de la bestia, y esa seguridad que les confiere el porte de caballeros medievales sobre la albarda; a pie, en cambio, son más bien torpes, caminan en forma desmañada, con la cabeza hacia delante y las piernas arqueadas; es muy gracioso verlos correr.

Mariano Rosas vestía una camisa blanca, bombachas de pañete azul y botas de potro overas; el facón le brillaba en la cintura; se había sujetado el pelo en una coleta a la altura de la nuca, mientras un tiento con plumas blancas le adornaba la frente. Dio un remesón, que imitó el resto de los jinetes, y los caballos se clavaron en el sitio. Varias chinas se aproximaron, sonrientes y parlanchínas; una de ellas, la que me había llevado el guiso el día anterior y que había querido “ponerme linda” a la fuerza, caminó con afectación evidente hasta la montura de Mariano y le extendió un odre, del cual Mariano bebió con fruición. Al devolvérselo, le dedicó una sonrisa franca y abierta, y le dijo algo que la hizo sonrojar. Era la primera vez que lo veía sonreír, y debí aceptar que sus dientes parecían de marfil en contraste con su piel atezada.

De repente me miró sin sorprenderse, con un mohín socarrón que me dio a entender que todo el tiempo había sabido que yo lo contemplaba desde la enramada. A mí no me dedicó una sonrisa; por el contrario, me clavó la mirada con soberbia; la india, por su parte, me lanzaba vistazos con aire de furia. Di media vuelta y regresé al interior del toldo, con Gutiérrez por detrás. Me senté en el catre a aguardarlo, segura de que se presentaría a reclamarme el desplante de la noche anterior. Cuando por fin escuché pasos y acudí a la pieza contigua, me encontré con Lucero. «Vamos a la laguna mi sobrina y yo, ¿nos acompañas?». En una canasta, junto a otras prendas, Lucero llevaba mi vestido hecho jirones para lavarlo. Su madre se había ofrecido a componerlo. Loncomilla, la sobrina de Lucero, una niña de diez años que no hablaba castellano, se limitaba a observarme de soslayo y a hablar con su tía, evidentemente de mí.

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