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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (22 page)

Esa fue la primera que vez que vi al general José Vicente Escalante, el hombre más apuesto y elegante que conozco, siempre atento a los detalles de su aspecto y vestimenta, como elementos inseparables de su reputación de gentilhombre. Esa noche llevaba prendas de confección exquisita, y al inclinarse en el gesto de besar la mano de mi prima Magdalena, desprendió un aroma a vetiver y sándalo, tan excéntrico como cautivante. El cabello corto, peinado hacia atrás, era negro y brillante a causa del sebo fijador; también sus ojos eran negros, tanto que resultaba imposible distinguir el iris de la pupila. Aunque impecable y a la moda, Escalante no ostentaba, sin embargo, el aspecto de un currutaco, sino más bien el de alguien casual, despreocupado, casi indiferente.

Magdalena nos presentó, y el hombre se acomodó en el canapé a nuestro lado, pese a que aún no había terminado de saludar. Se dirigió sólo a mi prima, como si yo no existiese, y, un momento más tarde, al ser requerido por mi tío Francisco, nos dejó solas. Aunque atractivo e interesante, José Vicente Escalante me había intimidado, y sentí vergüenza de encontrarle la mirada. Se notaba que Magdalena le profesaba gran admiración, y se refirió a él con orgullo para comentar que acababa de regresar de Europa, donde había visitado al general San Martín en París. «Tienes que saber, Blanca, —me aclaró con solemnidad—, que el general Escalante es uno de los héroes de la independencia americana». Se trataba de un hombre que había pasado los cuarenta, era soltero y muy rico. «Es cordobés, —añadió mi prima—. Allí tiene su residencia permanente y una de las estancias más prósperas de la región».

Como Escalante se sentó a mi lado durante la cena casi no probé bocado. Él conversaba mayormente con mi tío Jean-Émile, con el esposo de Florencia Thompson, Faustino Lezica, y con José Mármol, un periodista y hombre de letras que se quejaba a viva voz «de la abyecta situación a la que estaba reduciendo el tirano (así llamó a Rosas) a las gentes decentes». Aunque reconcentrado en los decires de estos caballeros, Escalante me lanzaba vistazos que no supe interpretar. No me dirigió la palabra esa noche, y, sin embargo, su presencia me abrumó como si el único invitado fuera él, la suya, la única voz, yo, su único punto de atención. El resto de la velada traté de distraerme con Magdalena y sus amigas, y cuando la gente comenzó a marcharse y la casa de tía Carolita regresó a la normalidad, experimenté un gran alivio.

Al día siguiente, Escalante visitó a mi tío por la tarde, y yo decidí recluirme en mi habitación. A poco Alcira llamó a la puerta: el señor Jean-Émile me requería de inmediato. Alcira me ayudó a adecentarme, y me presenté en la sala a regañadientes. Allí estaba el general, tan impertérrito y hierático como la noche anterior, de pie junto a mi tío Jean-Émile, cuya figura desgarbada y lánguida, su sonrisa tierna
y
mirada bonachona sólo exacerbaban la dureza de las facciones del visitante. «¿Por qué me mira como si quisiera matarme?», recuerdo que pensé. Tomamos asiento. Alcira trajo chocolate y lo sirvió. Sólo se escuchaba el tintineo de las cucharas. Yo apelaba a la locuacidad de tío Jean-Émile, pero parecía muy a gusto saboreando su chocolate caliente y no esbozaba palabra. Escalante me miraba. Yo sabía que lo hacía, advertía el peso de sus ojos como un yunque sobre la cabeza. «Me dice su tío que usted tiene grandes conocimientos en medicina y farmacopea», habló repentinamente el general, y yo contuve el aliento. Dejé la taza sobre la mesa.

Cuando quiere, Escalante se sirve de maneras afables y graciosas. Esa tarde, por ejemplo, me prestó toda su atención y, aunque me miraba fijamente, la expresión se le había suavizado y ya no me daba tanto miedo. Mostró gran interés en mi historia personal y en la manera en que me había familiarizado con las enfermedades y las curaciones. Hombre extremadamente culto, había conocido otros países y otras gentes, lo que enriquecía su conversación con anécdotas e historias fascinantes. Dos días más tarde regresó a casa de tía Carolita a la hora de almorzar, y, mientras tomábamos el café en la sala, contó que, siendo él un soldado muy joven del Ejército de los Andes afincado en Mendoza, su capitán le había ordenado que hiciera guardia frente al polvorín y que no permitiera el acceso, en especial a quien llevara espuelas, pues los chispazos contra el piso de ladrillos podían ocasionar una explosión. Algunas horas de guardia transcurrieron monótonamente hasta que el mismo general don José de Sati Martín se presentó en el polvorín. «Alto, mi general», exclamó Escalante, y le cruzó el fusil. «Muévase, soldado», ordenó San Martín, de mal modo. «No, mi general; hasta que no calce zapatillas, no lo dejaré entrar». San Martín le preguntó el nombre y se marchó. Una hora más tarde, lo mandó llamar. En el despacho también se hallaba Rivas, el capitán que había impartido la orden. Tanto San Martín como Rivas lanzaron vistazos aviesos al joven Escalante, que mantenía la cabeza en alto y mucho dominio de sí. San Martín dio un paso hacia delante, se plantó frente al soldado impertinente y, extendiéndole la mano, dijo: «Lo felicito, soldado, eso es cumplir una orden. Hombres como usted necesita la Patria para triunfar». Luego vino la victoria de Chacabuco, donde Escalante se destacó en combate, y tiempo después el ascenso a teniente. Acompañó a San Martín hasta Lima en 1821. Para aquel entonces, ya era un oficial de prestigio y amigo personal del general.

Escalante continuó visitándonos tan asiduamente como sus compromisos y negocios se lo permitían. Mi prima Magdalena también nos visitaba con frecuencia y solía pasar temporadas en casa de tía Carolita, «para escapar a la fusta de su madre», según sus propios decires. Me gusta Magdalena, es inteligente aunque no cultivada, atrevida y bromista; recuerdo que solían sorprenderme sus ideas y ocurrencias. Creo que me encariñé con ella porque, en parte, me recordaba a María Pancha; descomedida y rebelde, sólo admiraba a tía Carolita, y a lo único que le temía era a quedarse sin postre como penitencia. Ansiaba las visitas de Magdalena; cada día junto a ella traía una sorpresa, una aventura distinta y casi siempre terminábamos destemillándonos de risa hasta que nos dolía el estómago y nos caían lágrimas. En una oportunidad en que nos encontrábamos en el huerto, Alcira anunció, con el gesto cargado de intención, la llegada de Escalante. El semblante de Magdalena, radiante y magnífico un segundo atrás, se ensombreció, y unos celos ciegos se apoderaron de su genio. «El general te pretende, Blanca», expresó, mientras nos encaminábamos hacia la casa, y yo no supe qué decir. Escalante era atento y cariñoso con Magdalena, como lo hubiese sido con un cachorro juguetón. Resultaba obvio que, a sus ojos, mi prima era una niña, hermosa y prometedora, sí, pero una niña al fin. Conmigo, aunque solemne y a veces distante, Escalante mostraba una atención especial que a nadie pasaba inadvertida.

Meses más tarde, el general organizó un sarao en su casa de la calle de San José. Mis tíos y yo llegamos tarde, cuando la fiesta se encontraba en su apogeo y los invitados, repartidos en los distintos salones, disfrutaban del baile o del ambigú. Mi tía Ignacia fue conmigo tan desdeñosa como pudo, al igual que Soledad y Dolores; mi tío Francisco, en cambio, me saludó con afecto, con ese mohín de quien tiene que soportar a diario una ordalía. Magdalena, más hermosa que nunca en su vestido de tafetán rosa pálido, con los bucles del color del trigo que le rebotaban a mitad de la espalda, bailaba el minué con el general en la sala contigua. Mi tía Ignacia comentó: «Está claro que el general Escalante organizó esta fiesta en honor de Soledad», y apretó la mano de su hija, que se sonrojó y bajó la vista. «Desde hace meses visita nuestra casa y siempre pide por ella. Dice que encuentra muy agradable e interesante su conversación. ¡Yo sabía que no podías ser tan culta en vano, hija mía!». Tío Francisco dio media vuelta y se marchó.

El resto de la noche el general Escalante bailó conmigo; tampoco se separó de mí cuando se hizo una pausa en la música para escuchar a Dolores interpretar al piano la “Marcha Turca”, o para comer y beber. Recuerdo que lo encontré particularmente elegante, vestido a la última moda con su saco inglés de cuello alto y pantalones blancos que había sujetado bajo las botas de caña alta; llevaba chaleco de piqué con reloj de leontina de oro, y aquella loción de tierras lejanas que me hechizaba. Cuando el sarao languidecía, el general me pidió que lo acompañase a su despacho; acepté entusiasmada en la creencia que me mostraría su mentada biblioteca. Me condujo en silencio por el pasillo y, con un movimiento de mano, me indicó que entrase. Luego de cerrar la puerta, caminó hacia mí, me envolvió con sus brazos y me besó ardientemente.

No respondí, no sabía cómo hacerlo, lo dejé actuar y, mientras sus manos me recorrían la cintura y sus labios me humedecían el cuello, su voz entrecortada y rauca repetía mi nombre con una dulzura inusual en él. «Después de todo, —pensé—, el duro general Escalante está tan sediento de cariño como el más sentimental de los mortales». «Te casarás conmigo», lo escuché decir, y un nuevo tono, imperioso y arrogante, se apoderó de su acento. Me sorprendió mi propia voz al responderle: «Sí, general».

CAPÍTULO X.

La mañana de la revelación

A la mañana siguiente la despertó Loretana, que se notaba que había llorado. Recogía la ropa y arreglaba la cama con sigilo y, al marcharse, deseó los buenos días con voz apenas entendible. Mal de amores, eso había dicho doña Sabrina, Loretana sufría de mal de amores.

Laura se topó a la entrada del hotel con Blasco, que también lucía callado y taciturno; nadie parecía dispuesto a hablar. El muchacho caminaba a su lado en silencio, los dedos entretenidos en el talismán de dientes de puma y de tigre. En la entrada de la casa del doctor Javier aún se encontraba el grupo de indias del fuerte que había pasado la noche en vigilia. Repetían los últimos Avemarias con voz desfallecida. Luego de la señal de la cruz, una de ellas comenzó a recitar en lengua extraña, cacofónica, primitiva, de sonidos duros, imposibles de imitar a criterio de Laura.

—Le rezan al sol —explicó Blasco—. Pa'nosotros, los ranqueles, Dios está en el sol. Dios es invisible, pero se hace sol pa'que lo veamos. Ahora le están pidiendo a Dios que aleje a Huecufú, el diablo, que se quiere llevar al padrecito.

Laura meditó: «Esta es la lengua del cacique Nahueltruz, ésas, sus creencias, y ésas, las mujeres de su pueblo». Las contempló con envidia, la sorprendieron los celos que le inspiraron, ellas eran ranqueles, como Quintuí, la esposa de Nahueltruz; hablaban su idioma, le conocían las costumbres y los gustos, lo que le causaba placer y lo que lo fastidiaba; eran parte del mundo al que el cacique había regresado. Se le presentaba la oportunidad de analizar la fisonomía de una ranquel con detenimiento, y se concentró en aquellos rostros atezados, algunos muy arrugados y curtidos, más bien ramplones, de líneas duras, ojos achinados, narices anchas, pómulos salientes y bocas demasiado generosas. Algunas, sin embargo, las más jóvenes, le resultaron atractivas, no en el estricto sentido de la belleza a la que estaba acostumbrada —la mujer pálida, lánguida, con labios delgados y rosados— sino en uno más sensual y mundano.

Doña Generosa la tranquilizó al informarle que Agustín había desayunado, muy poco, ciertamente, pero el doctor Javier se mostraba optimista. La puerta de la habitación de Agustín se hallaba cerrada, y Laura escuchó voces extrañas dentro. Doña Generosa se aproximó y, en un susurro, le explicó que Agustín había mandado a llamar a un notario de San Luis, «para arreglar sus cositas», agregó la mujer.

En la habitación, María Pancha se había hecho a un costado para dar espacio a un hombre y a un muchacho, ambos formalmente vestidos, ubicados próximos a la cabecera. Había papeles desparramados sobre la mesa; claramente se trataba de documentos legales, con sellos y timbrados. En uno, Laura leyó la palabra “testamento”. María Pancha la tomó de la mano y la sacó de la habitación.

—¿Qué pasa? ¿Qué hacen estos hombres aquí? —inquirió de mal modo.

—Tu hermano quiere arreglar algunas cuestiones.

—¿Por qué llamar a extraños? Julián podría haberlo hecho —objetó la muchacha.

—Tu hermano mandó a llamar al doctor Carvajal y a su hijo antes de que nosotros llegáramos.

—No entiendo qué necesidad tiene Agustín de «arreglar algunas cuestiones». ¿Qué cuestiones? ¿Por qué?

—Laura —dijo María Pancha, y sonó más bien dura—: es hora de que vayas aceptando que quizá tu hermano no esté mucho más tiempo con nosotras.

Laura miró con rabia a su criada. Jamás debería haber dicho eso, Agustín no las dejaría, tenía ganas de pegarle por decir estupideces. María Pancha también le devolvió la mirada, aunque en su semblante no había rabia ni despecho, sólo cansancio después de diez días de continua abnegación al lado de Agustín, durmiendo echada en un jergón, de a ratos y con sobresaltos, comiendo poco y mal. Laura se avergonzó de su desplante cuando lo peor de aquel tormento lo soportaba su negra María Pancha, que la preservaba a ella de la extenuación. La abrazó y le pidió perdón con la voz estrangulada, y María Pancha asintió y le palmeó la mejilla sin encontrarle la mirada.

—Me voy a lo de doña Sabrina. Dentro de media hora Agustín debe tomar el tónico de cáscara de huevo y el quermes —indicó la mujer con voz apagada, y se marchó.

Los notarios se retiraron poco después, y Laura aprovechó para asear a su hermano, acomodar la habitación y suministrarle los medicamentos. Intentaba distraerlo con anécdotas y comentarios graciosos. Agustín la seguía con la vista y le sonreía; lucía mejor esa mañana, había color en sus mejillas y no tenía en los ojos ese brillo vidrioso de la fiebre. Laura le tocó la frente antes de aplicarle el paño con té de menta y comprobó que estaba fresca. Llegó el padre Donatti, y los dejó solos.

Abandonó la recámara casi con alivio, la ahogaba el aroma concentrado de las hojas de eucalipto que hervían en el pebetero, el de los emplastos de ruda y el del bálsamo de alcanfor. Aquellas esencias le habían adormecido el sentido del olfato, y se le impregnaban en las fosas nasales hasta ocasionarle náuseas. La habitación en la casa del doctor Javier, con sus densos olores, se había convertido en un lugar aborrecible.

Caminó por el corredor hasta la entrada del patio, donde se topó con Nahueltruz Guor.

—Disculpe —habló Guor, y se quitó el sombrero. Debajo llevaba el pañuelo rojo.

—¿Usted no regresaba con su gente? —consiguió articular Laura, y le confirió un acento flemático a la pregunta que se hallaba lejos de sentir.

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