Inés y la alegría (12 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

—¡Joder con Castelar! —parecía enfadada y no lo entendí—. Ni que hubiera estudiado, el tío.

—Ha tenido que estudiar, Virtudes —salí en defensa de Pedro sin renunciar a mi sonrisa—. Aunque no haya ido a la universidad, estoy segura de que ha estudiado. No se puede hablar tan bien…

—¡Pero si él nunca ha hablado de esa manera! Es un jodido obrero ferroviario, así que… «Pa» chasco. No sé a quién le habrá oído decir esas cosas, pero estoy segura de que de su cabeza no han salido —y se me quedó mirando como si también estuviera enfadada conmigo—. Lo ha hecho sólo para impresionarte, mira lo que te digo.

—Pues si lo que quería era impresionarme —y me reí yo sola de mis conclusiones—, no te puedes figurar lo bien que le ha salido.

—¡Ah! Conque esas tenemos, ¿eh? Pues te voy a decir otra cosa, Inés. No te fíes de él.

—¿Por qué, a ver?

—Pues porque no es de fiar, porque… —se mordió los labios e hizo una pausa, como si necesitara darse ánimos—. Porque es un chulo, ya está, ya lo he dicho. Aunque sea un dirigente de mi partido, esa es la verdad. Y si vale tanto, si sabe tanto, si está tan convencido de lo que dice, que se vaya al frente, que es donde hacen falta hombres. Pero él, eso sí que no, él para eso no sirve. Lo que le gusta es mangonear a los demás y quedarse en Madrid, tan ricamente, tirarse los días paseando, de reunión en reunión, y farolear por las noches en los cafés. Eso sí que lo hace bien, mira, presumir delante de la gente, darse unos humos que no veas, y cada semana con una distinta, por cierto.

—No me extraña —volví a sonreír sin darme cuenta—. Es muy guapo.

—¿Guapo? —y aquel adjetivo terminó de escandalizarla—. No es guapo, Inés, es del montón.

—No, Virtudes, es guapo. Reconoce eso por lo menos…

Ninguna de las dos cedió un milímetro y, sin embargo, las dos teníamos razón. Pedro era guapo, pero no era de fiar. Mi parte de verdad me dio alegrías muy grandes y disgustos de todos los tamaños. La de Virtudes nos arruinó la vida a las dos. Yo sobreviví. Ella no.

Ninguno de sus plantones, de sus infidelidades, todas esas mentiras de viajes repentinos, misiones importantes, encargos secretos que no me podía contar ni siquiera a mí y que siempre terminaban igual, cuando era otro quien me contaba que le habían visto con una, o con dos, o con tres, exhibiéndose por las tabernas, porque otra vez se había cansado de alardear de que se cepillaba por las noches a una burguesita de la calle Montesquinza entre las sábanas de hilo bordadas a mano de su santa madre, me preparó para verle como le vi por última vez. Y yo, que mientras tanto trabajaba, y trabajaba, y trabajaba sin cansarme jamás, en la oficina del Socorro Rojo que había instalado en casa de mis padres y que sostuve sin ayuda de nadie, casi hasta el final de la guerra, con el dineral que había en la caja fuerte, no lograba agradecer las confidencias de esos hombres, esas mujeres empeñadas en arrancarme la venda de los ojos, y le quitaba importancia a sus proezas de chulo barriobajero porque estaba enamorada de él, porque sabía que antes o después volverían los besos, los abrazos, las palabras calientes, «perdóname, perdóname, soy un imbécil pero te quiero, es sólo que no puedo creerme que una mujer como tú me quiera a mí, a mí, que no soy nada, un desgraciado que no tiene donde caerse muerto, pero tú sabes que te quiero, Inés, que te quiero, te quiero tanto que ni siquiera lo entiendo, y el amor es siempre un problema para un revolucionario, y querer a una mujer como tú, mucho más, porque tú eres mi revolución dentro de la revolución, Inés, por eso a veces se me olvida todo y me vuelvo loco, pero tienes que perdonarme, porque te quiero tanto, tanto…». Él, que tenía un pico de oro, que se las sabía todas, y sobre todo la mejor manera de explotar el pecado original de la riqueza de mi familia, de mis antecedentes burgueses y derechistas, de mi complejo de inferioridad de señorita acomodada, sólo necesitó dos palabras para venderme.

—Esa es.

Estaba en el rellano de la escalera de servicio del piso de mis padres, como la primera vez, pero ya no sonreía. Yo tampoco.

El 28 de abril de 1939, la policía llamó a la puerta a las ocho y media de la mañana y no perdí la compostura, porque creía tenerlo todo bajo control. Tenía, además, a siete camaradas escondidos en casa, porque mi familia, de momento, no se atrevía a volver a Madrid. Ricardo estaba en Salamanca, con mi madre, mi hermana Matilde y la viuda de Juan, muerto en Belchite. Había hablado con ellos por teléfono para contarles que estaba bien, que no había pasado nada peor que hambre y miedo, y mamá me había pedido que ni se me ocurriera ir a verlos, que me quedara en casa, tranquila, hasta que la situación se normalizara del todo. Por eso, aquella mañana mandé a Virtudes, de nuevo impecablemente uniformada bajo un delantal almidonado, a abrir la puerta, y hasta me permití el lujo de sonreír al primer policía que entró en la cocina.

—Perdone, agente, pero esto debe de ser un error. Me llamo Inés Ruiz Maldonado, esta es la casa de mis padres, y mi familia…

—No sigas, no hace falta —y antes de darme tiempo a explicarle que mi abuelo había sido uno de los fundadores del Banco de Santander, ya me había puesto las esposas—. Lo sabemos todo de ti.

Escuché una voz conocida, no, no es esa, mientras aquel hombre me empujaba hasta el descansillo al que ya habían sacado a Virtudes. La luz de la escalera estaba encendida y pude ver perfectamente a Pedro Palacios, de pie entre dos policías. Entonces pensé que habría caído en la misma redada, intenté creerlo, pero no pude no ver que tenía las manos libres y una mirada frenética, incapaz de posarse un segundo en la mía. Me conocía tan bien que no necesitaba verme la cara para identificarme, y no lo hizo. Se limitó a asentir con la cabeza y le bastaron dos palabras, esa es, para demostrarme hasta qué punto estaba equivocada. Porque hasta aquel momento yo estaba segura de que todo se había perdido, de que todo estaba arruinado, todo hundido, pero con sólo dos palabras, él acababa de perderme, de arruinarme, de hundirme más que la propia derrota.

—Ya puedes irte —le dijo el policía que estaba a su izquierda.

—¡Mírame, Pedro! —grité yo, cuando empezaba a bajar por la escalera—. ¡Mírame, hijo de puta, mírame!

Nunca sabría si me miró o no antes de marcharse, porque un policía me golpeó con el revés de la mano y tanta fuerza que me tiró al suelo.

—Calladita estás más guapa.

Un instante después, él mismo me levantó y Pedro ya no estaba. Nadie volvió a verlo después de aquella mañana en la que ingresé en la cárcel de Ventas como una más, otra presa anónima entre miles de reclusas de la misma condición, abandonadas a su suerte en unas condiciones más duras que la intemperie. Lo que comíamos no era comida, lo que bebíamos, apenas nada. Tampoco había agua para lavarse, y la menstruación era una tragedia mensual que poco a poco, eso sí, fue remediando la desnutrición. Pasábamos tanta hambre que, antes o después, las más jóvenes acabamos perdiendo la regla.

En Ventas no cabíamos, no teníamos sitio para dormir estiradas, ni un trozo de muro para apoyar la espalda al sentarnos, ni espacio en el patio para pasear. Cuando nos sacaban fuera, ni siquiera podíamos andar, sólo arrastrar los pies, movernos en masa, a pasitos cortos, como una manada de pingüinos atrapados en un vagón de metro a las siete y media de la mañana. No había aire suficiente para todas en aquel patio que olía a muchedumbre, a invernadero, al sudor irremediable de miles de cuerpos humillados a su propia suciedad. En el mes de mayo, ya nos asábamos de calor. Los días eran horribles, las noches, espantosas, pero lo peor era el frío de los amaneceres, la tenaza de hielo que nos agarrotaba la garganta todas las madrugadas, cuando un ruido lejano nos despertaba con la puntualidad de un reloj macabro, y el sol todavía dormía, y nosotras no. Todos los días fusilaban a los nuestros a la misma hora, contra la misma tapia del cementerio del Este, tan cerca que ni siquiera el viento o la lluvia nos ahorraban el tormento de asistir a distancia a las ejecuciones. Todos los días, menos los domingos, porque los asesinos respetaban el precepto del día del Señor, nos despertaban las descargas de los fusiles. Todos los días escuchábamos los tiros de gracia, sueltos, aislados, y se nos llenaban los ojos de lágrimas, y nos moríamos de frío durante un instante en el que dejábamos de sentir el calor y nuestro sufrimiento, el hambre, la sed, el miedo, el cansancio. Todos los días, aquel también.

Ya me había acostumbrado a dormir encogida, encajada entre otras dos mujeres encogidas, sobre la baldosa y media de suelo que me correspondía, pero en el mes y medio que llevaba en la cárcel, no había sentido aún el asalto de la culebra fría y viscosa, puro terror, que me recorrió de arriba abajo cuando una celadora pronunció mi nombre, ni la tibieza de las manos de mis compañeras, que me tocaron en silencio para darme ánimos de la única manera en la que nos estaba permitido hacerlo. Sin embargo, el hombre que me esperaba en la antesala del despacho de la directora iba vestido de paisano, y me saludó muy cortésmente antes de explicarme que era abogado, y que venía de parte de mi hermano Ricardo.

—Su familia está muy preocupada por usted —me dijo, con un tono de amabilidad ligeramente untuoso, incompatible con la sinceridad—. Su madre y sus hermanos se hacen cargo de la tragedia que tuvo que vivir durante tres años, usted sola, sin el apoyo de nadie, en aquel Madrid donde sus apellidos la ponían cada día en peligro de muerte, y… Todos están de acuerdo en que, en unas circunstancias tan duras, lo único importante es que haya logrado sobrevivir. Y confían en que podamos remediar su situación lo antes posible.

Hizo una pausa para mirarme y sonrió, mantuvo la sonrisa firme sobre sus labios durante unos segundos. No se había esmerado demasiado en su papel de ángel salvador, porque debía de estar convencido de que yo me vendría abajo en el instante en que despegara los labios. Venía preparado para eso, para que me lanzara a sus brazos con los ojos llenos de lágrimas, dispuesta a renegar, a suplicar, a aceptar cualquier cosa con tal de salir de allí, pero en ningún momento sentí la tentación de derrumbarme. Aunque el anuncio de su visita me había inspirado el mismo pánico que se apoderaba de cualquiera de nosotras ante cualquier novedad, por insignificante que pareciera, le esperaba desde la primera noche que dormí en la cárcel. Había calculado muchas veces el tiempo que sería razonable esperar antes de que mi familia reaccionara, y la previsible naturaleza de esa reacción. Por eso me limité a escucharle, a mirarle con una expresión serena, atenta, pero también distante, tal y como me habían enseñado a tratar a los desconocidos, y cuando se dio cuenta, dejó de sonreír y su tono se endureció ligeramente.

—Supongo que ya habrá descubierto usted sola que esta cárcel no es el mejor lugar para vivir, así que no voy a perder el tiempo hablándole del hacinamiento, de las epidemias, de la sarna, de la alimentación…

—Efectivamente —y le di la razón con suavidad, como una señorita bien educada—. No necesito que eso me lo explique nadie.

—Bien, pues… he venido para ofrecerle una solución. Es usted muy joven, señorita… ¿Puedo llamarla Inés? —asentí con la cabeza y volvió a sonreír—. Pues, si me permite recordárselo, Inés, la juventud es la edad de hacer tonterías.

—Eso no lo sé —entonces le devolví la sonrisa—. Yo no he hecho ninguna.

—¿Usted cree? —pero él no sólo no la apreció, sino que me enfrentó, sin previo aviso, con una fotografía—. ¿Conoce usted a este hombre?

—No, creo que… —naturalmente que le conocía—. A ver, déjeme verle más de cerca…

Tenía unos treinta y cinco años, y el día que le conocí iba vestido de obrero, con una chaqueta de lanilla raída en el bajo, los codos casi transparentes y alpargatas en los pies, los empeines desnudos a pesar del frío. Eso me desconcertó tanto como su saludo, «buenos días, camarada, he venido a buscarte», unas palabras que no encajaban con las que Virtudes había pronunciado unos minutos antes, «ahí fuera hay un hombre que dice que es amigo de Ricardo…». Hasta que recordé que los falangistas, después de copiarnos el color de la camisa, también habían empezado a llamarse camaradas entre sí.

—No, no le conozco —en mayo de 1939, le devolví su foto al abogado de mi familia con otra sonrisa que tampoco apreció—. A primera vista, se parece al zapatero remendón de la calle Almagro, pero no sé quién es.

«No le conozco, —le dije también a él, aquella tarde de diciembre—, ¿quién es usted?». No me dijo su nombre, pero me tendió una nota cuyo encabezamiento era idéntico al de la carta que había quemado junto con el carné falangista de mi hermano,
querida Inés,
y luego, cuatro frases escritas con la misma letra,
ya estoy con mamá y con Matilde. Escribo estas palabras para recomendarte a un buen amigo, un excelente trabajador que sabrá restaurar el cuadro del abuelo. Yo estoy bien, y deseando tenerte a mi lado. Te quiero muchísimo, Ricardo.

—¿Está usted segura?

—Completamente —pero tuve la impresión de que no me creía—. No he visto a este hombre en mi vida.

«No entiendo lo que pone aquí, —le dije a él aquella tarde—. No sé quién ha escrito esto ni lo que pretende, así que le voy a pedir que se marche usted ahora mismo de mi casa». «¿Qué? —Él aún estaba menos preparado para encajar mi respuesta que el abogado que me trajo su foto a la cárcel dos años y medio después—. Pero… No puede ser… ¿No ha leído usted…?». «¿Este galimatías?, —y tiré la nota al suelo—. Sí, sí lo he leído, pero no entiendo lo que significa, ya se lo he dicho, y no pienso ir con usted a ninguna parte porque no le conozco y no me inspira ninguna confianza, así que váyase, por favor, ya se habrá dado cuenta al entrar de que esta casa es una oficina del Socorro Rojo Internacional, y está bajo la protección del gobierno».

—Nosotros, en cambio, creemos que sí llegó a conocerlo. Este hombre, José Luis Ramos García, cruzó las líneas el 18 de diciembre de 1936 para desempeñar una serie de misiones en Madrid. La primera consistía en recogerla a usted, con el dinero que su hermano había reunido para financiar el Alzamiento Nacional, y ponerla a salvo en nuestra zona. Don Ricardo le insistió mucho en que se pusiera en contacto con usted antes de acudir a ninguna otra cita, para que su salvamento, que estaría a cargo del mismo equipo que le sacó a él de la embajada de Suecia, no corriera ningún riesgo. No hay motivo para que no siguiera estas instrucciones, y nos consta que llegó a entrevistarse con otras personas en Madrid antes de ser detenido, condenado a muerte por un tribunal popular y fusilado a continuación.

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