Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (11 page)

Lo que vi, sin que nadie me viera, fue a una docena de personas muy jóvenes, nueve hombres, tres mujeres y un solo gesto grave, concentrado, cargado de ansiedad y de emoción, en cada uno de sus rostros. Ocho de los chicos y una chica llevaban uniforme militar, pero todos parecían pendientes de un individuo algo mayor que ellos y vestido de civil, una chaqueta cruzada de cuero negro, cuyas grandes solapas le prestaban un aire más marcial que el de los propios soldados, sobre una camisa blanquísima. Tenía el pelo castaño, rizado, revuelto sobre la frente, los ojos grandes, del color de la miel, y una decisión serena en la boca de labios finos, apretados. Cuando le vi por primera vez, estaba callado. Asentía con la cabeza a las palabras de un miliciano pequeño y cejijunto, como una estampa clásica de campesino español de todos los tiempos, que tenía las manos desproporcionadamente grandes y algunas calvas en la cabeza, recién rapada.

—Ya se ha acabado el tiempo de la política, camarada —eso fue lo primero que oí—. Mola está en Navacerrada, como quien dice. No podemos seguir celebrando reuniones y haciendo revistas igual que antes. Ahora hay que luchar.

—Mira, Pedro —la miliciana se dirigió al hombre de la chaqueta de cuero con una vehemencia controlada, respetuosa—. Yo me afilié por ti, ya lo sabes, pero esta vez… José tiene razón.

—Y yo no se la quito —al escucharle, me estremecí, porque nunca había oído una voz como aquella, potente y aterciopelada al mismo tiempo, capaz de transmitir una autoridad comprensiva, casi dulce, que le permitía afirmar su superioridad sin ofender a nadie, pero sin dejar tampoco resquicio alguno para la duda o la insubordinación—. Claro que tiene razón. Es el momento de luchar, pero ahí fuera tienen que saber por qué, contra quién luchamos. El futuro de la Humanidad está en España, ¿es que no os dais cuenta? Somos la vanguardia de la libertad del mundo.

—Eso es verdad —otro miliciano dijo en voz alta lo que yo estaba pensando desde la protectora sombra del pasillo—. No somos un ejército cualquiera.

—Porque esta no es una guerra cualquiera. Esta es una guerra justa, una guerra contra la miseria, contra la injusticia, contra la explotación. Una guerra por el futuro —aquella voz me llamaba, me estremecía, me desordenaba por dentro y, fuera de mí, desordenaba cuanto me rodeaba—. ¿Vosotros os dais cuenta de que por primera vez tenemos nuestro destino en nuestras manos? ¿Os dais cuenta de que por primera vez en la historia de este puto país, podemos decidir qué queremos ser, cómo queremos vivir?

Si hubiera escuchado aquellas palabras en un cine, en un teatro, en cualquier sala cerrada y repleta de gente, cabezas anónimas asintiendo en silencio, muy lejos del estrado, quizás habrían podido convencerme, pero nunca me habrían conmovido tanto como me conmovieron aquella tarde, en la cocina de mi casa, mientras una ternura inmensa, desconocida, me invadía poco a poco y siempre un poco más, como invaden la arena las olas del océano, al contemplar los rostros serios, decididos, de aquellos chicos tan jóvenes, tan pobres, tan serenos en el instante de cargar con la Historia, de echársela a la espalda como uno más de los incontables fardos que habían llevado a cuestas desde que sus madres los echaron al mundo, para que empezaran a sostener con sus hombros un mundo que era de otros.

—¿Qué somos? ¿Qué fueron nuestros padres? ¿Y nuestros abuelos? —y casi pude verles cuando eran niños, jugando al corro, mal abrigados, peor calzados, muy delgados, muy sucios—. No fueron más que mulos, criados, bestias de carga, eso fueron ellos y así nacimos nosotros, personas sólo de nombre. Somos los que nunca tuvieron nada pero ahora tienen una oportunidad —y aquellas lágrimas prestadas, misteriosas, de repente viejas, cobraron vida y sentido al rebasar por fin la frontera de mis párpados—. No es más que eso, una oportunidad, y parece poco, pero es más de lo que hemos tenido nunca. Por eso ha llegado el momento de luchar, pero también de saber por qué luchamos, porque hasta ahora, jamás habíamos podido combatir por nosotros mismos, por nuestro porvenir, por el de nuestros hijos —y nada había sido nunca tan mío como aquel llanto breve, secreto, sólo dos lágrimas marcando al mismo tiempo mi destino y mis mejillas—. Esa es nuestra misión, forjar un auténtico ejército del pueblo, un ejército de hombres que sepan muy bien lo que son y lo que representan, un ejército de puños y de conciencias, capaz de hacer fuego con las armas, pero sobre todo con una verdad…

En marzo de 1943, cuando ya creía haber perdido hasta el aliento necesario para respirar, mi vida mejoró gracias al cariño de mi cuñada Adela, y a la compañía de un aparato de radio. Dos años antes, cuando mi hermano me sacó de la cárcel de Ventas, la Pirenaica aún no existía. Me enteré de que había comenzado a emitir, como de tantas otras cosas, gracias a fragmentos sueltos de conversaciones captadas al azar tras una puerta cerrada.

Al recibir el nombramiento de delegado provincial de Falange Española en Lérida, Ricardo había alquilado un buen piso en una de las mejores calles de la capital. Por aquel entonces, Adela acababa de parir a Matilde, su segunda y última hija, y estaba convaleciente todavía. Unos meses después, con el correspondiente beneplácito del ginecólogo y el pediatra, mi hermano alquiló otra vivienda, una antigua casa de campo situada en las afueras de Pont de Suert, en un paraje privilegiado de la falda de los Pirineos, tan escondido entre pinares y próximo a un río bello como su misterioso nombre, Noguera Ribagorzana, que su jardín era como una isla verde en un océano del mismo color, el epicentro de un mundo fresco y apacible, fértil y hermoso como los países que florecen en las páginas de los cuentos infantiles. A mi cuñada le encantó aquella casa mientras creyó que sólo iban a ocuparla en verano, pero cuando llegó septiembre y Ricardo le anunció que su cargo le impedía vivir tan lejos de la capital, y que había decidido que lo mejor era que ella se quedara en el campo, con los niños, y él viniera a verla los fines de semana, comprendió el verdadero sentido de tanta belleza, la condición de una jaula de oro en la que yo no sería la única prisionera.

—Pero es que, no sé, que tú vivas por un lado y yo por otro… —balbuceó mi pobre cuñada—. Eso es como si nos separáramos, ¿no?

—No seas exagerada, mujer —le contestó él—. Así es como han vivido siempre los ingleses.

—Ya, pero yo soy de Vitoria y tú de Madrid. Nosotros no somos ingleses, Ricardo.

—Bueno, pero es lo mejor —y le dedicó una mirada mucho más elocuente que sus palabras antes de besarla en la frente—. Lo que más nos conviene a los dos. Yo sé lo que me digo, hazme caso.

Desde el otoño de 1942, Ricardo sólo dormía en aquella casa los fines de semana, y algún día suelto en el que sus viajes por la provincia terminaban en algún punto más cercano a Pont de Suert que a la capital. Cuando eso ocurría, siempre llamaba por teléfono para avisar, y yo me enteraba antes de que Adela viniera a contármelo, sólo con mirarla a la cara. Entonces, mientras sus ojos resplandecían, renunciaba de antemano a la pequeña aventura de otras noches en las que me quedaba leyendo en mi habitación hasta que lograba aburrirme del silencio de una casa dormida. Después, bajaba las escaleras de madrugada, entraba en la biblioteca sin hacer ruido, encendía la radio a oscuras, y movía la rueda muy despacio hasta encontrar una voz,
aquí, Radio España Independiente, estación pirenaica, la única radio sin censura de Franco
, que me calentaba el corazón y me devolvía a una felicidad muy próxima en el tiempo, tan remota sin embargo en mi memoria como si nunca la hubiera conocido. Aquella voz era ya lo único que tenía, lo único que me quedaba del destino que había escogido, el mundo al que había querido pertenecer, y no era mucho, pero mi vida, que había llegado a ser muy grande, se había vuelto tan pequeña de repente que esa sola voz bastaba para envolverla, para acunarla entre los brazos de una esperanza tibia y benéfica, para hacerme compañía en la implacable soledad de mis prisiones. Eran sólo palabras, pero yo no necesitaba nada tanto como escucharlas.

Esas noches, Adela solía tomar un somnífero para no desvelarse pensando en los motivos que retenían a su marido en la capital, más allá de su bien, del bien de los niños, y del placer de sus amigos, a quienes invitaba casi todos los fines de semana a cazar y a pasear a caballo cuando hacía buen tiempo. Por eso, y porque la Pirenaica aún era una novedad que absorbía por completo mi atención, aquella noche no la oí entrar. Aún me estaba preguntando cómo habría podido yo encender la luz sin tocar nada, cuando volví la cabeza para encontrármela de pie delante de la puerta, en camisón y descalza, igual que yo, con los brazos cruzados debajo del pecho y, en su rostro, una expresión de perplejidad más intensa que la habitual.

—No lo entiendo, Inés. De verdad que no lo entiendo.

Adela era muy buena, pero muy simple. Su bondad no sólo no era consecuencia de su inocencia sino, al contrario, el fruto de un constante ejercicio de voluntad que se imponía sobre sus limitaciones para comprender el mundo. Para ella, que estaba convencida de que había gente buena y gente mala, igual que hay letras negras sobre el papel blanco de los libros, yo, una insólita letra blanca sobre un papel que para ella nunca podría ser sino negro, representaba un conflicto permanente, que agudizaba una crisis más profunda. Adela apenas había llegado a ser feliz con mi hermano. Yo había conocido a pocas personas que merecieran tanto la felicidad, pero ella no era feliz. Quizás por eso, o porque no entendía la obsesión de Ricardo por retenerme en España contra mi voluntad, desde el primer momento decidió quererme, y me quiso como si fuera mi madre y mi hermana al mismo tiempo, para darme la oportunidad de recordar lo que significaba querer a alguien. Yo también la quería, tanto que aquella noche no fui capaz de moverme, ni siquiera de apagar la radio, mientras la veía mirarme, decepcionada y triste.

—Nunca me he atrevido a preguntártelo, pero tú… —y meneó la cabeza con los ojos cerrados, la boca fruncida en una mueca de desaliento—. ¿Cómo pudiste? ¿Qué tenías tú que ver con esa gente?

En ese momento me di cuenta de que, aunque pareciera mentira, ni mi madre, ni mis hermanos, ni la directora de la cárcel, ni sus oficialas, ni la superiora, ni las monjas, ni siquiera la hermana Anunciación, habían tenido suficiente interés en mí como para hacerme aquella pregunta. Era como si todos ellos estuvieran seguros de que yo no había podido tener ningún motivo para cambiar de rumbo, para mudar la piel, para pasarme al enemigo, hasta tal punto me odiaban y me temían, o tan poco necesitaban para condenarme. No tenía ninguna respuesta preparada, pero cerré un instante los ojos, recordé aquella tarde de septiembre de 1936, las palabras de Pedro Palacios, la cocina de mi casa de Montesquinza, y apagar la radio, levantarme, llegar hasta mi cuñada, abrazarla con fuerza, me resultó muy fácil.

—Todo, Adela, todas las cosas —me separé de ella para mirarla, y le cogí la cabeza con las manos para que dejara de negar, de moverla de un lado a otro—. Si hablaban de la libertad, de la humanidad, del futuro, y eran tan jóvenes, tan valientes… No tenían nada, y estaban dispuestos a darlo todo, a morir por mí. ¿Cómo no iba a tener yo nada que ver con ellos?

Aquella noche, Adela y yo nos quedamos despiertas, hablando en la biblioteca durante muchas horas. Yo le conté mi vida, y a pesar de su simpleza, ella la entendió tan bien que nunca se atrevió a volver a preguntar por qué, aquella tarde de guerra y de septiembre, había salido yo de la penumbra del pasillo a la luz de la cocina.

—Hola —en aquel momento, el instinto bastó para justificar mis pasos—, me llamo Inés. ¿Os importa que me siente a escuchar?

Nadie, ni siquiera Virtudes, contestó enseguida. Al mirar a mi alrededor, estuve a punto de sentirme como una intrusa, pero la radiante sonrisa de Pedro se impuso a tiempo sobre once rostros indecisos, once bocas abiertas, congeladas por el asombro.

—Claro que no —mientras se levantaba para cederme la silla, me miró de arriba abajo y su sonrisa se ensanchó—. Bienvenida.

Luego se apoyó contra la pared y siguió hablando, explicando que en una guerra antifascista se lucha igual en el frente y en la retaguardia, que todos son necesarios, los soldados en las trincheras, los trabajadores en las fábricas, los militantes en la calle, manteniendo vivo el fervor de la gente, la fe del pueblo en el esfuerzo de la guerra y el sacrificio que conduce a la victoria, y mientras le escuchaba, comprendí al fin por qué mi estómago estaba hueco y que ante mí ya no había dos caminos, sino uno solo, darme y dar conmigo todo cuanto tenía, entregarme hasta el fondo, arriesgar mucho más que una opinión, más que una simpatía o un gesto aislado, ese mar de precauciones, estar sin estar, ser sin ser, pensar sin sentir, en el que había navegado aquel verano. Parecía una decisión grave, compleja, pero fue muy fácil porque en realidad ya había elegido, porque sólo necesitaba comprenderlo. Sólo necesitaba escuchar aquella voz que desmenuzaba como la miga de un pan lo que hasta entonces había sido la realidad, para que la cascara de mi pasado, incapaz de conservar su impostura de puntillas blancas frente a la avasalladora potencia de una vida nueva, saltara en pedazos al contacto con las palabras que pronunciaba.

—Sé que os estoy pidiendo mucho, pero os voy a pedir mucho más —y Pedro hablaba para sus compañeros, pero me miró a mí—. Os lo voy a pedir todo. Es preciso darlo todo, sin ceder al desánimo, al dolor, al cansancio, para llegar a tenerlo todo. Y no podemos conformarnos con menos.

—Cuenta conmigo, por favor —le dije al final, después de esperar a que todos salieran para poder quedarme un momento a solas con él, junto a la puerta—. Para lo que haga falta.

Al escucharlo, volvió a sonreír, entornó los ojos y alargó la mano derecha hacia mí, la deslizó entre mi cuello y el de mi blusa, la apretó un instante sobre mi piel, y yo dejé caer levemente la cabeza sobre ella para apreciar su calor, el tacto rugoso y firme de sus dedos.

—Gracias, Inés —en aquel momento, él ya sabía lo que iba a pasar entre nosotros antes o después, y yo lo sabía también, aunque más aproximadamente—. Salud.

Luego me quedé quieta en el umbral para verle bajar la escalera. En el descansillo, levantó la cabeza para mirarme y sonrió, y yo también sonreí. Estaba temblando pero no logré disfrutar de mi temblor, porque en aquel instante, Virtudes me apartó y cerró la puerta.

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