Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (6 page)

A pesar de que nadie me había adiestrado, ni siquiera educado para trabajar en una cocina, algunos de los grandes momentos de mi vida habían sucedido en habitaciones despejadas, luminosas, de paredes revestidas de azulejos y superficies de mármol impoluto, pequeños mundos blancos, tan ordenados como aquel donde acababa de quedarme sola. Quizás por eso, mientras los últimos habitantes de aquella casa se preparaban para abandonarla, yo decidí ponerme un delantal y hacer rosquillas.

Harina, la que admita, recordé, y abrí los ojos, levanté las manos de la tabla, sacudí los hombros para ponerme en marcha. En la despensa encontré tres paquetes de un kilo, y calculé el resto de los ingredientes sin dificultad, tantas veces había hecho la misma receta. Aparté nueve huevos, un kilo de azúcar y la leche que había sobrado del desayuno, casi un litro. Alguien debía de haber avisado al lechero de que no pasara aquella mañana, pero con eso tenía suficiente. Mantequilla no. El 20 de octubre de 1944, medio kilo de mantequilla era demasiado hasta para la cocina de un delegado provincial de Falange Española, pero la hermana Anunciación usaba manteca de cerdo cuando no había otra cosa, y eso mismo iba a hacer yo.

Cuando empecé a rallar los limones, las manos me temblaban. Me raspé la yema del dedo índice un par de veces y tuve que hacer una pausa para advertirme a mí misma que no podía permitirme el menor accidente, en la mano derecha no, y en aquel dedo menos. Seguí rallando más despacio, y al terminar, comprendí que lo mejor sería amasar por tandas, porque yo no era una repostera tan experta como la hermana Anunciación y quería que aquellas rosquillas me salieran muy buenas, tanto como las mejores que hubiera hecho en mi vida.

Reuní la tercera parte de los ingredientes en una artesa, metí en ella las dos manos hasta las muñecas, y mientras movía la masa con todos los dedos me fui sintiendo mejor, más segura. La textura aceitosa, suave y blanda, en la que iban disolviéndose los granos de azúcar, los grumos arenosos de la harina, al mezclarse con los huevos, con la leche, la manteca derretida y el licor que decidí incorporar en una dosis que doblaba la habitual, para convencerme a mí misma de que estaba cocinando sólo para hombres, relajó mis músculos y refrescó mi cabeza con ese don ligero y húmedo, fresco y esponjoso, que las masas dulces, y hasta las saladas, sabían contagiar a mis dedos. Desde que desperté bruscamente del sueño donde había sucedido lo mejor de mi vida, la cocina era el único lugar donde aún sentía que tenía una piel, donde la piel aún me daba alegrías.

—Señorita, quería pedirle un favor…

Aquel día de septiembre de 1936, todo había empezado ya, y sin embargo, fue entonces cuando empezó todo.

—Es que la reunión de esta tarde, ¿te acuerdas de que te dije que iba a salir? Bueno, pues nos acabamos de enterar de que el gobierno ha militarizado el local, y yo he pensado… Como esto es tan grande y nos hemos quedado las dos solas… ¿A usted le importaría que nos reuniéramos en la cocina?

Virtudes y yo llevábamos un mes y medio viviendo solas en casa de mis padres, y aunque le había pedido muchas veces que volviera a tratarme de tú, como cuando éramos pequeñas, se dirigía a mí con una desconcertante mezcla de intimidad y respeto, como si ella tampoco acabara de creerse lo que nos estaba pasando. Las dos teníamos la misma edad y nos conocíamos desde siempre, porque era la nieta del ama de llaves de la casa, y de pequeña vivía con nosotros, en el cuarto de su abuela. En aquella época, estábamos siempre juntas, pero cuando cumplió siete años, su madre la reclamó, se la llevó a Carabanchel, y no regresó hasta que las dos ya habíamos cumplido quince, con una cofia almidonada y un uniforme de doncella. Mientras lo llevó puesto, nunca supimos muy bien cómo tratarnos. Yo le tenía demasiado cariño como para darle órdenes, y ella parecía tener siempre miedo de dirigirse a mí con menos respeto del debido, así que al principio, las dos nos poníamos coloradas cada vez que nos cruzábamos por el pasillo, y después tampoco fuimos capaces de encontrar una manera de hablar. Hasta que llegó un día en el que todas aquellas cosas dejaron de tener importancia.

—¡Inés…! —el 19 de julio no había amanecido aún cuando alguien, algo que al principio no supe identificar, me arrebató bruscamente del sueño—. ¡Inés, por favor, despiértate!

La noche anterior no me había resultado fácil dormirme. Pocos españoles, si es que lo logró alguno, durmieron bien el 18 de julio de 1936. Yo no fui una excepción aunque, de esa extraña manera en que a veces descubrimos que sabíamos de antemano algo que acaba de suceder, sin haber sabido que lo sabíamos, la verdad es que de alguna manera estaba al corriente de la situación. Mi hermano Ricardo llevaba meses conspirando, y yo no sabía exactamente cómo, ni para qué, pero sí sabía con y contra quién. No hacía falta demasiada imaginación para encontrar la pieza que faltaba en aquel rompecabezas.

—Anoche, en el baile del Casino… ¡Qué pena que no estuvierais allí! Fue estupendo…

Mi prima Carmencita había venido una tarde de mayo a tomar café con su novio, uno de esos amigos con los que mi hermano se encerraba algunas tardes en el despacho de papá. Los ojos le brillaban de emoción mientras contaba su gran aventura del día anterior, cómo había ido con unas amigas, por la mañana, a un almacén de semillas de la calle Hortaleza, a comprar dos kilos de alpiste, cómo lo habían repartido en unos saquitos que se cosieron al forro de sus vestidos de noche, cómo entraron en el baile como si tal cosa, y mientras bailaban, fueron esparciendo el grano a los pies de los oficiales del Ejército que bailaban a su vez con sus novias, hasta que dejaron el suelo del salón hecho un gallinero, que era exactamente lo que pretendían.

—A buen entendedor… —remató Carmencita, mientras su novio, mi hermano, mi madre, mi hermana Matilde y mi cuñado José Luis se reían, celebrando la brillantez de la estratagema.

Yo no me reí. Quizás, todo empezó en realidad en aquel instante, porque no me reí, a mí no me hizo gracia la hazaña de mi prima.

Carmencita tenía casi dos años más que yo, y una singular especie de éxito congénito que multiplicaba nuestra diferencia de edad por varias cifras en el mismo instante en que abría la boca. Cuando estábamos quietas y calladas, yo parecía la mayor de las dos, porque era más alta, demasiado para el gusto de la época, y tenía los hombros, el pecho, las caderas más pronunciadas, demasiado para el gusto de la burguesía de la época, y músculos de amazona, demasiado deportivos para el gusto de las madres casamenteras de la burguesía de la época. Tenía además una cara alargada, de rasgos marcados, los pómulos salientes y la boca muy grande, que era demasiado distinta a las de las muñecas que proclamaban desde los escaparates de las jugueterías un canon de belleza en el que el rostro de Carmencita encajaba como un guante. Quizás por eso, a mí nadie me había llamado nunca Inesita, pero el espejismo de mi superioridad se desvanecía en el instante en que mi prima empezaba a asentir con la cabeza, para darse la razón a sí misma, mientras murmuraba, sí, sí, sí, sí, sí, con los labios fruncidos.

Todo lo que ella decía, todo lo que pensaba o hacía, revelaba la inexpugnable seguridad en sí misma de quien no sólo no duda de llevar siempre razón, sino que carece además, no ya de respeto, sino hasta de curiosidad por las opiniones de los demás, que nunca le parecerán dignas de llamarse razones. Carmencita era un prototipo de fascista española antes de que el fascismo español existiera. Cuando éramos niñas, ese aplomo me acomplejaba, me empequeñecía hasta lograr el prodigio de borrarme en su presencia, pero a aquellas alturas me producía un efecto muy distinto. En mayo de 1936 ya había descubierto que, en realidad, lo que pasaba era que Carmencita me caía gorda, aunque tal vez nunca habría llegado a una conclusión tan sencilla, tan confortable al mismo tiempo, si otra de mis primas no me la hubiera puesto en bandeja.

Yo era la pequeña de todos los nietos de mi abuelo, y Florencia, a la que siempre habíamos llamado María, la mayor de los sobrinos de mi padre. El suyo había muerto cuando era una niña. Al llegar a la adolescencia, mi tía Maruja decidió que no podía con aquella muchacha rebelde, indisciplinada y peleona, que no parecía hija suya, y por eso la envió, sin demasiadas lágrimas, a estudiar al extranjero, Francia primero, Inglaterra después. Durante largos años no volvimos a verla, pero en las apuestas que mis tíos y mis padres cruzaban en voz baja en las fiestas familiares, ninguna palabra se repetía tanto como perdida, o su variante, aún más siniestra, echada a perder. En el invierno de 1933, casi les fastidió comprobar hasta qué punto se habían equivocado.

Mi prima volvió a Madrid acompañando a un pianista uruguayo, de piel muy blanca y pelo muy negro, largo como el de los trovadores medievales, a quien presentó como su prometido. En aquel calificativo se agotó su cautela. Enseguida se corrió la voz de que él nunca la llamaba María, sino Florencia, porque ella había decidido renunciar a su primer nombre y usar solamente el segundo, pero esa, con ser llamativa, no fue la única novedad. La hija pródiga de mi tía Maruja, que era tan alta, tan ancha de hombros como yo, llevaba vestidos de satén y de raso, tejidos livianos, brillantes, que le sentaban estupendamente, aunque, o quizás porque, se le pegaban a las caderas cuando andaba y dejaban ver sus piernas, la falda justo por debajo de la rodilla. Había quien juraba que la había visto con pantalones, y todos pudimos ver que llevaba el pelo más corto que su novio, la nuca al aire, que se pintaba los ojos con un lápiz negro y cremoso, como los que usaban las mujeres árabes, que fumaba con boquilla y hasta que se tragaba el humo. Sin embargo, este completo catálogo de horrores no encajaba en absoluto con la imagen de la desgraciada tirada en el arroyo que las autoridades de mi familia le habían asignado tantas veces. Mi prima estaba guapísima, bien alimentada, bien vestida, y cargada de sortijas en todos los dedos, aunque ninguna relucía tanto como sus ojos de persona feliz, de esas que no necesitan la aprobación de nadie para disfrutar de su suerte.

El novio de Florencia, Osvaldo, había venido a Madrid para dar un concierto en el Teatro Real, pero en realidad fueron tres los espectáculos que dieron juntos. Al primero no pude asistir, porque todavía tenía dieciséis años y mi madre era muy conservadora al respecto, pero escuché la crónica de Carmencita, que ya frecuentaba los bailes del Ritz y hallaba un oscuro placer en repasar en público el escándalo que Florencia había formado al bailar un tango con el uruguayo.

—Pegados, pegados, pero pegados como lapas —y juntaba las palmas de las manos para dar más énfasis a su descripción—, acoplados como animales, de verdad, ¡qué vergüenza! La gente les hacía corro, claro, porque ella… ¡Venga a meter la pierna entre las piernas de él! Y él… ¡Venga a tirarla al suelo para levantarla después! Yo ya no sabía dónde meterme, en serio.

—No seas tonta, Carmencita —mi hermano Ricardo, que también había estado allí, intervino para defender la modernidad, como hacía siempre por aquel entonces—. Les hacían corro porque bailan muy bien. Los tangos se bailan así.

—¿Sí? Pues yo no bailo así, desde luego. Y no creo que ninguna mujer decente tenga que despatarrarse de esa manera para bailar ninguna pieza.

El segundo espectáculo, el concierto del Real, sí tuve la suerte de verlo, y sobre todo, la de escucharlo. A mamá, a quien pude acompañar sólo porque mi padre me cedió su entrada en el último momento, diciendo que se lo veía venir, no le gustó el repertorio, pero tuvo que reconocer que Osvaldo era un pianista admirable, y hasta lamentó que no hubiera escogido para la ocasión música de verdad. Lo que mi madre entendía por «música de verdad» se reducía al barroco alemán y la ópera italiana. Los románticos ya le parecían estridentes, y de la arrebatada modernidad de las piruetas que Prokofiev y Stravinsky habían compuesto para los Ballets Russes de París, habría preferido ni oír hablar, pero tuvo que escucharlas, porque eso fue lo que tocó Osvaldo aquella noche, fragmentos de
Romeo y Julieta
, de
Petruschka
y de
El pájaro de fuego
, que provocaron una reacción furibunda en el auditorio. A los diez minutos, la mitad de los abonados del patio de butacas empezaron a levantarse, estrellando los asientos de sus butacas contra el respaldo para hacer ruido, antes de salir taconeando por el pasillo con la barbilla tan alta como si les hubieran lanzado un guante. Parecía que el teatro se había quedado vacío, pero cuando sonó la última nota, el público del Paraíso, donde se agolpaban los músicos sin dinero y los estudiantes del Conservatorio, y los melómanos de los palcos más altos, más baratos también, desencadenaron una ovación interminable, salpicada de unos ¡bravos! tan fervientes que obligaron a Osvaldo a hacer dos bises, entre ellos una pieza de la
Iberia
de Albéniz que, bajo todos los arpegios y virtuosismos imaginables, no era ni más ni menos que la Tarara sí, la Tarara no, la Tarara, madre, que la bailo yo.

—¡Qué barbaridad! —y esa melodía, que por fortuna dejó para el último lugar, acabó de provocar la indignación de la mía—. Esto ya es el colmo, vamos, ¡qué falta de respeto! ¿Pero qué se habrá creído que es este teatro, para venir a insultarnos a todos con semejante cencerrada?

Sin embargo, las críticas fueron excelentes, tan entusiastas las de esos periodicuchos modernos como
El Sol
y
El Heraldo
, de los que no se fiaba ningún miembro de mi familia, como la del
Abc
, que era el único diario respetable para su gusto. Envalentonada quizás por la unanimidad de aquel éxito, la tía Maruja convenció a Florencia para que asistiera con su pianista a la fiesta de cumpleaños de su cuñada Carmen. Aquel fue el tercer espectáculo que dieron en Madrid, y para mi gusto, el mejor de todos.

—¡María! —dijo la homenajeada al verla entrar, fingiendo que se alegraba mucho de tenerla en su salón—. ¡Qué alegría!

—Llámame Florencia, tía —respondió su sobrina con suavidad, después de plantarle dos besos tan falsos como los que había recibido de ella—. Me gusta más.

—¡Desde luego, a quien se lo cuentes…! —entonces, Carmencita, con la dosis suplementaria de seguridad que le daba estar en el salón de su casa, se atrevió a pronunciar una sentencia condenatoria sin dejar de darse la razón con la cabeza—. Mira que te ha servido a ti de mucho conocer mundo, sí, sí, sí, sí, sí, para volver con ese nombre pueblerino, que huele a vacas, y que llevamos todas como una cruz…

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