Inés y la alegría (3 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Y sin embargo, ya duerme con él. En secreto, clandestinamente, sin hacer ruido, aunque nadie les vea nunca entrar ni salir juntos de ningún sitio, aprendiéndose cada noche un código distinto, un efímero protocolo de contraseñas y puertas cerradas, Francisco Antón y Dolores Ibárruri duermen juntos, y ella todavía tiene que dar las gracias a quienes no se lo impiden. Pasionaria no es como las demás mujeres, no puede serlo porque es mucho más que una mujer, es un icono, un símbolo, una imagen religiosa, asexuada y superior como los ángeles. Dolores es madre, sí, pero de todos, la Virgen María del proletariado internacional, concebida sin mancha, y sin mancha capaz de concebir los hijos de un dirigente comunista, un hombre oscuro, serio y honrado, sí, pero mediocre, mucho más torpe que ella, la sombra insignificante a la que nadie suele prestar atención. Nadie tuvo mucho en cuenta a Julián Ruiz hasta que aquella fuerza de la Naturaleza hizo honor a su condición, y se enamoró como lo que era, un tornado, un maremoto, una tormenta eléctrica, tropical, devastadora, de un chico muy guapo, muy joven, muy conveniente para ella, muy inconveniente para su carrera.

Ella tiene cuarenta y dos años, él, diecisiete menos, pero en la primera primavera de la guerra duermen juntos, y cuando se levantan de la cama, por la mañana, tienen la misma edad. Eso parece, eso piensan los suyos, los que la quieren, los que la necesitan, los que juran por su nombre, cuando la ven en varios sitios en el mismo día, esas jornadas larguísimas, extenuantes, en las que puede con todo y que nunca pueden con ella, una sonrisa inagotable y tanta fortaleza, tanta energía, tanta dulzura a la vez, y del frente a un comité, y después de la foto, otra vez al frente, y comidas, actos, homenajes, reuniones, mítines diarios, su voz en la radio casi todas las noches. «De dónde sacará las fuerzas esta mujer, —se preguntan—, caerá rendida en la cama…». Y cae rendida, pero no de sueño. No puede perder el tiempo durmiendo, pero nadie adivina jamás el origen de su legendaria resistencia.

Sólo existe una dicha más grande en la vida que enamorarse, y es enamorarse bien. Por eso ocurre tan pocas veces. Lo que le sucedió primero a Dolores Ibárruri, a Carmen de Pedro después, es peor, pero mucho más frecuente. Porque ellas no se enamoraron ni bien ni mal, sino peligrosamente, de dos hombres muy distintos pero igual de peligrosos, cada uno a su manera, por sus propios y diferentes motivos. La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, vulnerables, frágiles, ineptos, incapaces de ver más allá del objeto amado, sometidos sin remedio al poder sin forma ni estructura que gobierna los deseos invencibles. La Historia inmortal es, a menudo, una historia de amor, y esta, la de dos mujeres que no pudieron amar al mismo hombre durante muchos años seguidos, que no tuvieron tiempo de hartarse de sus ronquidos, que no llegaron a repetir miles de veces las mismas preguntas inútiles, ¿pero qué trabajo te cuesta dejar la toalla en el toallero en vez de tirarla en el suelo del baño, vamos a ver?, que no renegaron, que no amenazaron, que no se rindieron en medio de una bronca aburrida ya, de puro idéntica a tantas y tantas broncas anteriores, y que tampoco les vieron envejecer. No tuvieron tiempo de experimentar esa extraña ternura del cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama, por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es distinto al de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin embargo sigue siendo el mismo, porque conserva la memoria de la cintura fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, el vientre liso, los pechos firmes que el propio cuerpo también ha ido perdiendo sin darse cuenta.

Ninguna de las dos llega tan lejos, pero eso no impide que las dos sean salvajemente felices mientras tanto. Esa es la condición del amor, y la clandestinidad distinta y semejante que envuelve sus dos historias sería más dulce que amarga, al menos al principio. A Dolores, tan religiosa de jovencita, el secreto la uniría más aún al hombre prohibido que ha despertado en ella una pasión dormida desde los ayunos y las vigilias, los sacrificios y las mortificaciones que la consagraron al Sagrado Corazón de Jesús, mientras se cargaba de razones para abandonar su divinidad por una causa universalmente humana. Tantos años después, vuelve a vivir esa pasión de una manera semejante, pero sin dolor, eso sí, sin culpa, porque es demasiado inteligente, su vida demasiado excepcional, para dejarse arrastrar por los prejuicios que siguen atenazando a quienes la rodean. Y sin embargo, en los brazos de Antón vuelve a probar el vértigo de la tentación, la dulzura del pecado, la placentera agonía del abandono, la renuncia anonadada de una entrega más allá de la cual no hay retorno posible.

Ellos, sus camaradas, tan rígidos, tan serios, tan responsables los hombres que comparten con ella, casi todos a sus órdenes, la dirección del Partido, no llegan a comprender nunca cómo una figura tan grande ha caído por su propia voluntad en una trampa tan pequeña. Las mujeres, quizás porque lo entienden mejor, son aún más intransigentes, pero todos lo toleran igual, a regañadientes, con una sola e inconforme disciplina. Nadie osa oponerse a Dolores, y si alguno se atreviera, todos correrían el riesgo de airear aquel asunto grave de verdad, una bomba mortífera que conviene manejar con guantes, de puntillas, entre algodones. El remedio es peor que la enfermedad, y por si acaso, mejor callarse.

Así, el amor de Dolores se convierte en un secreto de los que no se mencionan, no se discuten, no se susurran siquiera entre quienes saben de antemano que sus interlocutores lo conocen. Ninguno tiene que explicarle eso a los demás. Nadie tiene que advertirles que bajen la voz para hablar del amor de Pasionaria porque todos saben que eso está prohibido, y tampoco es que lo haya prohibido alguien, es que no hace falta. Cada uno de ellos, de ellas, se lo prohíbe a sí mismo, porque una mujer tan mayor, una mujer casada, y con hijos, una dirigente tan importante, con un chico tan joven… Está feo, es un trapo sucio que apenas se puede lavar en casa, con las puertas atrancadas, las persianas bajadas, en el fregadero de la propia conciencia. La fórmula a la que recurren para lograrlo es ruin, pero eficaz para maquillar su moral ofendida, el saldo de unos prejuicios puritanos que saben impropios de la causa que representan, y que por eso enmascaran con argumentos tramposos, deshilachados ya, grasientos de puro sobados.

—Es que eso no era amor —intentan argumentar muchos años después algunos disidentes, los únicos que se han atrevido a hablar del tema—, eso era sólo cama, vicio, una pasión pasajera… Él no estaba a su altura, no eran iguales, y el verdadero amor sólo puede darse entre iguales, porque es un proyecto común, es compañerismo, generosidad, una unión completa que afecta a todo, al cuerpo, a la mente, a los sentimientos, a la vida entera, no un caprichito. El amor es algo más que joder y joder…

Todo muy bonito, muy elevado, muy progresista y mentira podrida. Porque quienes, entre ellos, han tenido la suerte de llegar a saber qué significa en realidad eso de joder y joder, siempre han podido tener caprichitos, aunque sean uno más en el Partido. Ella, que es la única, no puede. Antón nunca es el compañero de Dolores. Es su amante, su querido, su debilidad. Su compañero, no. Por eso, y a pesar de su poder, cuando todo se acaba, no puede salvarle, retenerlo a su lado, llevarlo con ella a Moscú. Él va a parar a un campo francés, como los demás, y ella parte sola, rodeada de gente y sola.

Desde la primavera de 1939, Dolores está a salvo en Moscú, viviendo en una casa caliente y confortable, escribiendo los discursos que pronunciará al día siguiente, sonriendo bajo los aplausos de las multitudes, coleccionando ramos de flores y besos de pequeños pioneros, recibiendo a diario a delegaciones que le expresan su admiración, su respeto, su solidaridad con el pueblo español, y acostándose sola en una cama mullida, tan espaciosa que le parece enorme, como un desierto árido y helado. Porque entonces, antes de dormir, en el único momento en el que puede quedarse a solas con su soledad, aún piensa más en él. Paco está en Le Vernet, que ni siquiera es un campo espantoso corriente, sino un campo espantoso de castigo, destinado a los republicanos españoles rebeldes, peligrosos o marcados por su trayectoria revolucionaria, que era lo que se podía esperar de un dirigente del PCE. Las autoridades francesas no saben qué méritos han propulsado a Francisco Antón hasta el Buró Político, y tal vez, esa ignorancia le salva la vida. A cambio, como todos los prisioneros de aquel recinto, recibe la mitad de comida y de agua que los reclusos de los otros campos excepto cuando le toca «picadero», veinticuatro horas de pie, en ayunas, atado a un poste por las muñecas y por los tobillos.

Dolores piensa en él todos los días, todas las noches, a todas horas, y siempre lleva alguna foto suya encima. Aunque, quizás, sus fotos son muy distintas de las que llevan en el monedero otras personas en la misma situación, y en todas hay un estrado, una mesa, unos micrófonos, un retrato de Marx, otro de Lenin, y demasiada gente alrededor. Quizás, ni siquiera tiene una foto a solas con él, una foto clandestina, relajada, en la sobremesa de una comida o ante un mirador, esas fotos panorámicas de mala calidad que suelen hacerse los amantes ante la balaustrada de un puente o la silueta de una montaña, el brazo de él sobre el hombro de ella, dos sonrisas idénticas y nada más, fotos de esas que tiene todo el mundo. Alguna tendría o quizás no, quizás ni siquiera eso, y sólo puede mirar sus recuerdos, repasar una y otra vez las imágenes congeladas, inmóviles, cada vez más pálidas, de aquel amor que floreció bajo las bombas para reflejarse en el espejo de su propia inquietud.

No es sólo la angustia permanente, primordial, que le inspira el estado del prisionero, el hambre, la sed, el sufrimiento, las penalidades que humillan a diario aquel cuerpo amado, escogido entre todos, la incertidumbre de su destino, el de un hombre a quien el más caprichoso gesto del azar puede costarle la vida en cualquier momento. En Le Vernet, cualquier enfermedad representa el primer paso hacia la muerte, y en algún momento, entre finales de 1939 y principios de 1940, Paco cae enfermo. En la otra punta de Europa, Dolores se entera, se alarma, y las noticias que recibe se van agravando en proporción con el estado del prisionero. Eso sería lo peor, lo más duro, lo más doloroso, pero ella tiene más de un enemigo, y entre ellos, está el tiempo.

En Moscú, a salvo, sola entre tanta gente, es consciente también de su cuerpo, que envejece a un ritmo acelerado, distinto a las caricias que el paso de los días y las noches dibujan sobre la piel de su amante, por muy encarcelado, muy enfermo que esté. Dolores no tiene tiempo. Es una mujer guapa de cara, de cuarenta y cuatro, después de cuarenta y cinco años, que ha parido varias veces antes de empezar a ser mucho más que una mujer, un icono, un ídolo, la diosa de los ateos. Pero sigue teniendo cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco años, cuatro embarazos a cuestas, y eso, no hay ascenso a los altares que lo arregle. Eso no tiene remedio.

En la distancia que marca el tiempo, y esa Historia que no quiso tener su amor en cuenta, hay algo profundamente enternecedor en la amargura moscovita de Dolores. A ella, que fue capaz de arrebatar el sagrado prestigio de la maternidad a la cultura católica para ponerlo al servicio del antifascismo, no le gustaría saberlo, pero su soledad, su inseguridad, su zozobra de mujer madura, adúltera, enganchada sin remedio a la despiadada juventud de un cuerpo hermoso, resultan mucho más conmovedoras que cualquier creación de esa prefabricada ternura femenina que supo dosificar y transmitir con tanta inteligencia, que logró convertirla en un ingrediente esencial de la lucha revolucionaria en cualquier lugar del mundo. Al otro lado del tiempo y de la Historia, es conmovedora su fragilidad, y conmovedora su furia, esa ira sorda que ni siquiera se atreve a expresar en voz alta, porque es Dios, pero no es hombre, es Dios, pero es mujer, y por eso, ser Dios no le sirve de nada. Dios y Virgen a la vez, Dios y Madre, Dios y Hermana, Dios y Esposa Ejemplar, Dios y Espejo de Compañeras, Dios y Trabajadora Abnegada, Dios y Revolucionaria Indoblegable, Dios y Suma Sacerdotisa de la Clase Trabajadora Internacional… La clase trabajadora internacional habría celebrado con codazos y sonrisitas de cómplice indulgencia que cualquier hombre de cuarenta y cuatro años se hubiera llevado al exilio a una monada de veintisiete. Muchos lo han hecho y no ha pasado nada. «La guerra, —dicen—, la confusión de la derrota, era todo muy difícil…». Eso es verdad, todo fue muy difícil, pero la misma situación que ellos aprovechan para dejarse olvidada en España a una mujer con la que ya no quieren vivir, no impide que muchos matrimonios felices se reúnan pronto, al otro lado de los Pirineos, o del Atlántico.

Dolores tiene que esperar. Ella, que se arriesga como un hombre, que decide como un hombre, que manda como un hombre, tiene que irse al exilio como lo que es, una mujer, es decir, con su marido. Quizás, ni siquiera llega a verle. No coincidirían siquiera en el avión, como no coinciden después, como hace años que no coinciden. Eso no importa. Lo importante es que en la lista de los dirigentes comunistas españoles acogidos por la Unión Soviética figuran los dos, ella muy arriba, él muy abajo, pero juntos, para seguir no viéndose, no hablándose, no viviendo en la misma casa, no durmiendo en la misma cama, y sin embargo unidos como marido y mujer según el mandato del Dios del enemigo, ese dios que sigue arraigado en la cabeza y en la conciencia hasta de quienes más abominan de él.

En la primavera de 1939, antes de irse a Moscú, Dolores Ibárruri, máxima autoridad del PCE fuera de la Unión Soviética, donde ya estaba José Díaz, a quien sucedería como secretaria general en 1942, deja el destino del partido, y de las decenas de miles de comunistas españoles que malviven en Francia, en manos de otra mujer que, en aquel momento, en plena resaca de la derrota, todavía no está enamorada de nadie. Es una pésima decisión, pero en ese momento, en su cabeza sólo hay sitio para una cosa.

—Que cuide de Antón —encomienda a Luis Delage, en cuyas manos deja el encargo de transmitirle el poder—. Que se preocupe por él, que intente mandarle paquetes, noticias, que procure que sepa que no está solo, que pensamos constantemente en él, aunque tengamos que marcharnos…

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