Y en ese instante, Florencia, que había sido bautizada como María Florencia, igual que Carmencita era Carmen Florencia, mi hermana, Matilde Florencia, y yo, Inés Florencia, todo en honor a una tradición ancestral, que había sido escrupulosamente respetada hasta que la generación anterior a la nuestra la relegó al segundo lugar de todas las partidas de nacimiento, se paró en seco, se volvió a mirarla, y habló desde lo alto de una torre imaginaria, tan alta como si entre ella y nosotros hubiera espacio de sobra para un mar de nubes.
—¡Qué gusto oler a vacas, a campo, a aire fresco! —y, por si fuera poco, sonreía—. Cualquier cosa mejor que el olor a brasero, a rebotica y a sacristía, de una familia tan orgullosa de no haber salido nunca de este país inculto de conquistadores de pacotilla. Lo mejor de España son los establos, querida. Los establos, y la gente que vive en ellos. Ya os gustaría a vosotros ser tan elegantes.
Eso dijo, y después, mientras mi tía Maruja fingía un desmayo para no tener que enfrentarse a su primogénita, y el rostro de los demás iba pasando del blanco del asombro al rojo de la indignación, sin hallar palabras para expresar ni el uno ni la otra, María, ya para siempre sólo Florencia, cogió del brazo a su novio y se marchó con él para no saber jamás cómo la recordaría su prima Inés, con la que no había llegado a hablar ni una docena de veces en toda su vida. Nunca tanto como en la primavera de 1936, cuando todo cuanto ocurría a mi alrededor, el suelo del salón de baile del Casino rebosando alpiste, parecía suceder sin otro objeto que darle siempre la razón.
—¿No lo entiendes, Inés? —porque cuando recobraron la serenidad suficiente para analizar aquel imperdonable exabrupto, concluyeron que Florencia se había pasado al enemigo, que hasta aquel momento había sido cualquiera que osara llevarles la contraria pero, desde su victoria electoral de febrero de aquel mismo año, no era más que el gobierno del Frente Popular—. Les estábamos llamando cobardes, cobardes gallinas, por no poner coto a esta vergüenza, ¿no lo…?
—Sí, sí, Carmencita —la interrumpí—. Lo he entendido.
—¿Y no te divierte?
—Pues… —y busqué una fórmula para esquivar la respuesta que buscaba, aunque siguió sin parecerme divertido—. Ingenioso sí es.
En aquella época, yo ya había empezado a pensar por mi cuenta, aunque eso aún no lo sabía nadie, quizás ni siquiera yo misma, en la inmejorable familia de gente de orden en la que había nacido. Mi infancia, plácida y confortable, almidonada como las sábanas de hilo entre las que dormía, transcurrió en un país de puntillas blancas, donde todo cuanto existía, mi ropa y la de mis muñecas, las cortinas de mi habitación y las de su casita, la colcha de mi cama, las colchas de sus cunas, mis pañuelos y hasta las repisas de mi cocina de juguete, estaba rematado con una monótona variedad de primorosas tiras de encaje. Cuando cumplí trece años, miré a mi alrededor y decidí que las puntillas no me gustaban, pero nadie tuvo en cuenta mi opinión. Tampoco la escucharon un par de años más tarde, cuando me obligaron a renunciar a la equitación, quizás porque los caballos eran el único elemento de mi vida que no podía adornarse con puntillas.
Mi hermana mayor, que había estudiado inglés y francés, música y dibujo, literatura, historia y matemáticas, igual que yo, se casó a los dieciocho años con un vestido bordado de arriba abajo y una cola de tul de varios metros, y a los tres meses ya estaba embarazada. Para eso se estaba preparando Carmencita, eso era lo que se esperaba de mí, y sin embargo, en junio de 1933, cuando el rumor de los escándalos de Florencia no se había apagado todavía, la muerte de mi padre, que cayó fulminado en plena calle, víctima de una dolencia cardiaca que él mismo ignoraba, abrió en aquella estructura poderosa, indeformable en apariencia, una grieta que no cesaría de agrandarse.
Mi madre se hundió de tal manera que llegamos a creer que nunca se recuperaría de aquella desgracia. Postrada por una melancolía que iba más allá de cualquier tristeza razonable, empezó a pasarse los días enteros en la cama mientras su primogénito, Ricardo, asumía el papel de padre de familia para decidir que yo me ocuparía de cuidar a mamá hasta que se repusiera. Aquel encargo, por un lado, me pesó por lo que tenía de encierro, pero por otro me liberó de encontrar pronto marido, un tesoro que no tenía el menor deseo de poseer. Salía de vez en cuando, eso sí, con una carabina distinta en cada ocasión, para que no se olvidaran de mí y preparar mi definitiva incursión en el mercado de las solteras disponibles, el supuesto debut en la felicidad adulta, que consistía en soportar los pisotones de un montón de jovencitos granujientos sin dejar de ponerle buena cara a sus mamas, hasta que lograra alzarme con el premio gordo de un buen partido, del que nadie me preguntaría jamás si me gustaba, o no, tanto como a Florencia su pianista uruguayo. Esa era la prolongación natural del mundo de puntillas en el que había vivido durante tantos años, y por eso, a pesar del aislamiento que me iba rezagando de los compromisos de mis primas, de sus amigas y de las mías, nunca me quejé de quedarme en casa, cuidando a mamá, un empeño por el que pronto me recompensó ella misma, abandonando la cama por las mañanas para permanecer sentada en una butaca durante las horas de luz.
Pero si con la muerte de mi padre todo había cambiado muy deprisa, sin él, las cosas siguieron cambiando al mismo ritmo. Al principio, Ricardo se propuso ocuparse de mí con la misma severidad que había padecido a mi edad, pero a principios de 1934, cuando llevaba menos de un año desempeñando ese papel, se afilió al partido que acababa de fundar uno de los hijos de Primo de Rivera, y ya no tuvo tiempo, ni ganas, de vivir para otra cosa.
—¿Qué? —tampoco dejó de ponerse la camisa de mahón azul oscuro que estrenó una tarde, en casa, para que mi madre y yo la viéramos antes que nadie—. ¿Os gusta?
Yo me asusté tanto que ni siquiera despegué los labios, pero ella le dedicó una expresiva mueca de desagrado.
—Pshhh… Muy elegante no es, desde luego. Me alegro de que tu padre no haya llegado a verte con esa pinta, porque… la verdad es que pareces un obrero, hijo mío.
—De eso se trata, mamá —mi hermano se acercó a ella y la besó en la frente—. De que todos seamos obreros en la construcción de una nueva España fuerte y social.
—Paparruchas —respondió nuestra madre—. Yo he sido monárquica toda la vida y seguiré siéndolo hasta que me muera.
—La monarquía es un estado hembra, un estado débil, madre…
—Paparruchas —repitió ella—. Siendo hembra, bastante fuerte he sido yo como para pariros a todos vosotros, así que…
Ricardo volvió a besarla y se echó a reír. Luego cogió el sombrero, el abrigo, y vino a besarme a mí.
—Espera, que voy contigo —cuando estuvimos solos, en el pasillo, le cogí del brazo y le hablé en un susurro—. Pero tú… ¿te has hecho comunista?
—¿Comunista? —él repitió mi pregunta en voz alta, echándose a reír después—. ¡Pues claro que no, Inés! ¿Cómo voy a hacerme comunista? Me he hecho falangista.
—¿Sí? Pues siento decirte que así es como van vestidos los comunistas. Los veo todos los días, vendiendo su periódico, cuando paso por delante del mercado de García de Paredes, y siempre llevan esas mismas camisas.
—Ya… —Ricardo asintió, sonriendo todavía—. Pero dejarán pronto de llevarlas, no te preocupes.
En eso acertó, y cuando los comunistas les cedieron el monopolio de las camisas azules, estaba ya tan metido en política que la mitad de los días ni siquiera cenaba con nosotras. Pero la Falange no le cambió sólo el horario.
Yo quería mucho a Ricardo, más que a Matilde, y que a Juan, porque la temprana boda de la primera, la carrera militar del segundo y la muerte de nuestro padre nos habían dejado tan solos como a dos hijos únicos, el primero demasiado mayor, la segunda demasiado pequeña, en el piso familiar de la calle Montesquinza. Durante la primera etapa de los tres últimos años que vivimos juntos en aquella casa, yo cuidando de mamá, él cuidando de nosotras dos, Ricardo fue para mí mucho más que un hermano mayor. Él era mi compañero y mi referencia, los ojos que miraban el mundo por mí, los labios que me contaban lo que habían visto. Y al brotar de ellos, el mundo era divertido porque él era divertido, noctámbulo, ingenioso, y tan moderno como a mí me habría gustado ser alguna vez. Por eso, no le di importancia a su filiación política, quizás porque en aquella época, en Madrid todo el mundo militaba, los patronos y los obreros, los señores y los muertos de hambre, las señoras y sus doncellas, todos pertenecían a este partido o al contrario, todos contribuían a sus causas, y asistían a los mítines, y hacían proselitismo entre sus amistades, y convocaban a sus correligionarios hasta para ir de verbena los domingos. Todos menos yo, que ni siquiera salía de casa los días que mamá no se encontraba con ánimos para pasear.
—Me preocupan mucho las nuevas amistades de tu hermano —me decía ella, de vez en cuando—. El otro día le escuché hablar de no sé qué revolución social, y ya se lo dije. ¡Con los pies por delante! Así me verás salir de esta casa antes de consentir que te conviertas en un revolucionario…
Yo sonreía y procuraba no llevarle la contraria, pero aunque no lo dijera en voz alta, siempre me ponía de parte de mi hermano. Ricardo era joven, estaba soltero, y me parecía natural que se hiciera revolucionario, como antes se había hecho republicano. Yo no sabía nada de política, sólo un poco de inglés y otro tanto de francés, nociones de música y dibujo, un pálido barniz de literatura, historia y matemáticas, los brochazos de cultura general que me habían dado por encima hacía tanto tiempo que ya se estaban cuarteando sin haberme servido nunca para nada, pero Ricardo había ido a la universidad, y tenía amigos poetas, se reunía con ellos por las noches, y todos llevaban esas camisas azules, de obreros, y cantaban, y se emborrachaban, y cortejaban a las muchachas, nada que no hicieran otros chicos de su edad… Eso era lo que él me contaba, y yo me lo creía, porque mi hermano seguía siendo muy simpático, muy moderno, y aún se reía por cualquier cosa, sin tomarse nada en serio.
—España lleva la falda demasiado larga, mamá. Hay que acortársela… Un palmo, por lo menos.
Entonces, ella se enfadaba, yo me reía, y todo seguía igual, hasta que ese todo integrado por la presencia de mi hermano, por su compañía y su conversación, sus chistes y sus carcajadas, empezó a adelgazar, a perder espesor, consistencia, en la misma medida en que se iba debilitando el gobierno Lerroux, o quizás, mejor aún, en la proporción en que la izquierda veía crecer su fe de recuperar pronto el poder.
A medida que avanzaba 1935, Ricardo empezó a faltarme también en los desayunos, al principio, sólo de vez en cuando, después con más frecuencia, hasta que dejó de venir a dormir a casa la mitad de las noches. De día, aún le veía, pero casi siempre como a una sombra imprevista, un fantasma apresurado, fugaz, que había perdido las ganas de hablar conmigo, de contarme chismes y hacerme carantoñas, porque apenas tenía tiempo para ducharse, para ponerse una camisa limpia y comer algo de pie, en la cocina, antes de salir otra vez o de encerrarse en el despacho de papá, donde se tiraba las horas muertas conspirando con sus amigos, aquellos chicos tan divertidos, modernos y noctámbulos, a quienes yo creía conocer de toda la vida hasta que, poco a poco, se fueron volviendo tan extraños como él.
—¡Inés! —la única vez que mi hermano me franqueó la puerta de aquella fortaleza, no fue para preguntarme cómo estaba, ni para charlar un rato—. Ven. Cierra la puerta y echa el cerrojo, anda.
Después, con el gesto grave al que recurría desde hacía algún tiempo, como si le complaciera echarse diez años encima, se sentó en la butaca de nuestro padre y cogió un cuaderno de tapas de piel muy desgastadas, la agenda en la que todos habíamos ido apuntando durante años los números de teléfono que no convenía que se perdieran. La abrió por la «R» y me miró.
—¿Cómo te apellidas? —me preguntó.
—¿Pues cómo quieres que me apellide? —protesté, porque no entendía aquella comedia—. Igual que tú. Es que estás rarísimo, Ricardo…
—Bueno, pero dime tu primer apellido —y antes de que volviera a protestar, insistió—. Dímelo, y no hagas el tonto, que esto es importante.
—Ruiz —contesté—, me apellido Ruiz.
—Muy bien —y señaló aquella misma palabra, cuatro letras que no iban unidas a ningún nombre propio sino a una simple abreviatura, en la página por la que había abierto la agenda—. Aquí está, Sr. Ruiz, ¿lo ves? —asentí con la cabeza, lo veía—. ¿Y tu segundo apellido?
—Maldonado —él pasó páginas hasta encontrar, en la «M», una entrada similar, y volvió a mirarme—. Castro… —proseguí—. Soto… Suárez.
—Muy bien —repitió, muy satisfecho—. Pues ya está. Los cuatro primeros números de los teléfonos que coinciden con tus cinco primeros apellidos, escritos en ese mismo orden, son la combinación de la caja fuerte.
—¿La caja fuerte? —en ese instante sentí un escalofrío que me recorrió de arriba abajo, dejando un rastro helado y sucio, desagradable, en el centro de mi espalda—. ¿Y para qué quiero yo saber la combinación de la caja fuerte? ¿Qué está pasando, Ricardo?
—Nada —aún estaba serio—. No pasa nada. Pero si algún día llegara a pasar… —entonces se levantó, me abrazó con fuerza, y me besó como si fuera mi hermano de antes, de siempre—. Pero tienes que prometerme que no vas a dejamos sin un céntimo para fugarte a América con ningún novio, ¿eh?
—¿Un novio? —puse los ojos en blanco—. Pues ya me dirás tú de dónde lo voy a sacar… —y como antes, como siempre, nos reímos juntos de mi respuesta, pero nunca volvimos a hablar de la caja fuerte.
Durante la campaña electoral de 1936 la situación en mi casa volvió a cambiar, pero en una dirección distinta, y en primer lugar, porque mi madre se recobró tan veloz como milagrosamente de todos sus melancólicos dolores. Cuando estábamos solas, seguía diciéndome que le preocupaban los amigos de mi hermano, y sin embargo corría a abrir la puerta para recibirlos con grandes abrazos, miradas intensas que parecían revelar la intensidad de las palabras que pronunciaría si yo no estuviera delante. Ellos sonreían, asentían en silencio, y pasaban por mi lado como si no me vieran, las solapas subidas, un gesto torvo, teatral, de conspiradores de opereta suspendido entre las cejas, pero el bulto de unas pistolas de verdad deformando sus americanas. Desde que iban armados, ellos tampoco tenían un segundo para perderlo conmigo, alabando mi pelo o mis vestidos, ni siquiera quejándose en voz alta de que Ricardo me tuviera encerrada en casa, sin dejarles llevarme a bailar por ahí. Aquellas galanterías, que durante años habían aliviado la rocosa monotonía de mi vida sin haber sido nunca otra cosa que un gesto cortés, también se habían vuelto incompatibles con su nueva personalidad, la metamorfosis que había endurecido la expresión de sus rostros, afilando sus rasgos para sembrar en los ojos un temblor violento, oscuramente brillante, que no impedía que se parecieran cada vez más a sus propios padres. Aquella pandilla de muchachos alegres e irresponsables se había convertido en una cofradía de señores serios, taciturnos, que ya no parecían partidarios de acortarle la falda a nadie, y mucho menos a España.