Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (26 page)

Colgó y se dirigió a la otra habitación, donde estaba Arthur, sentado en el borde de la cama viendo la televisión.

—He pedido foie gras— anunció Ford.

—Qué?— dijo Arthur, completamente absorto en la televisión.

—He dicho que he pedido foie gras.

—Ah— repuso Arthur en tono vago—. Humm, siempre me he sentido un poco a disgusto con el foie gras. Me parece una crueldad con las ocas, ¿no?

—Que se jodan— dijo Ford, tirándose sobre la cama—. No puede uno preocuparse por todas las puñeteras cosas.

—Pues me parece muy bien que digas eso, pero...

—¡Déjalo!— exclamó Ford—. Si no te gusta me tomaré el tuyo. ¿Qué pasa?

—¡El caos!— contestó Arthur—. ¡El caos total! Random no deja de gritar a Trillian, o Tricia, O quien sea, que la abandonó, y luego exige ir a un buen club nocturno. Tricia se ha puesto a llorar y asegura que en la vida ha visto a Random, y menos aún recuerda haberla dado a luz. Entonces, de pronto, ha empezado a lamentarse de alguien llamado Ruperto, que ha perdido la cabeza o algo así. Para ser franco, no he entendido muy bien esa parte. Entonces Random ha empezado a tirar cosas y han cortado para poner publicidad mientras trataban de arreglar las cosas. ¡Ah! Ya han vuelto a conectar con el estudio. Calla y mira.

En la pantalla apareció un presentador bastante convulso que pidió disculpas a los telespectadores por la interrupción anterior. Dijo que no había verdaderas noticias de qué informar, sólo que la misteriosa muchacha, que se llamaba a si misma Random Frequent Flyer Dent, se había marchado del estudio para, humm, descansar. Esperaba que Tricia McMillan estuviese de vuelta al día siguiente. Entretanto, llegaban noticias de nuevos movimientos de ovnis...

Ford saltó de la cama, cogió el teléfono más cercano y marcó un número.

—¿Conserje? ¿Quiere ser dueño de este hotel? Es suyo si dentro de cinco minutos me averigua de qué clubs es miembro Tricia McMillan. Cárguelo todo a esta habitación.

24

Lejos, en las negras profundidades del espacio invisible había movimiento.

Invisible para cualquiera de los habitantes de la extraña y temperamental zona Plural en cuyo foco residen las posibilidades infinitamente múltiples del planeta llamado Tierra, pero no sin consecuencias para ellos.

En el extremo mismo del sistema solar, acurrucado en un sofá verde de imitación de cuero, con aire malhumorado y la vista fija en una batería de televisores y pantallas de ordenador, estaba el jefe de los grebulones, que parecía muy preocupado. Movía las manos nerviosamente. Hojeaba su libro de astrología. Manipulaba la consola del ordenador. Cambiaba las imágenes que continuamente le enviaban los demás aparatos grebulones de grabación, todos ellos enfocados al planeta Tierra.

Estaba afligido. Su misión era vigilar. Pero vigilar en secreto. Para ser sincero, estaba un poco harto de su misión. Tenía la completa seguridad de que su misión debía consistir en algo más que sentarse a ver televisión durante años y años. Sin duda contaban con un montón de equipos diferentes que debían de tener algún objetivo, de no haber perdido accidentalmente toda idea de para qué servían. El jefe necesitaba tener una finalidad en la vida, y por eso se dedicaba a la astrología, para colmar el bostezante abismo que existía en su mente y su alma. Eso le diría algo, sin duda.

Bueno, ya le estaba diciendo algo.

Le decía, en la medida en que era capaz de descifrarlo, que iba a tener un mes muy malo, que las cosas irían de mal en peor si no afrontaba los problemas, tomando medidas positivas y resolviéndolos por sí mismo.

Era cierto. Se desprendía con toda claridad de su carta astral, que había levantado con ayuda de su libro de astrología y del programa informática que la simpática Tricia McMillan le había preparado para la triangulación de todos los datos astronómicos pertinentes. La astrología basada en la Tierra tenía que volver a calcularse enteramente para que pudiese aplicarse a los grebulones en aquel planeta, el décimo de los situados en los helados extremos del sistema solar.

Los nuevos cálculos mostraban con absoluta claridad y sin ambigüedades que efectivamente iba a tener un mes muy malo, y eso a partir de aquel mismo día. Porque aquel día la Tierra empezaba a pasar sobre Capricornio, y eso, para el jefe de los grebulones, que poseía todos los signos caracterológicos de ser un Tauro clásico, era verdaderamente muy mal augurio.

Aquél era el momento, decía su horóscopo, de tomar medidas positivas, de adoptar decisiones implacables, de ver lo que había que hacer y ponerlo en práctica. Todo aquello le resultaba muy difícil, pero era consciente de que nadie había dicho jamás que lo difícil fuese fácil. El ordenador ya estaba siguiendo y adelantando, segundo a segundo, la posición del planeta Tierra. Ordenó dar un giro a las grandes torretas grises.

Como todo el equipo de vigilancia de los grebulones estaba centrado en el planeta Tierra, no descubrió que ahora había otra fuente de datos en el sistema solar.

Por otra parte, las posibilidades de que descubriese esa otra fuente de datos— una inmensa nave constructora de color amarillo—eran prácticamente nulas. Estaba tan alejada del sol como Ruperto, pero en una dirección diametralmente opuesta, casi oculta por el astro rey.

Casi.

La inmensa nave constructora de color amarillo pretendía vigilar los acontecimientos del planeta Tierra sin ser descubierta. Lo había conseguido completamente.

Había muchas otras formas en las cuales esa nave era diametralmente opuesta a los grebulones.

Su jefe, su Capitán, tenía una idea muy clara de cuál era su propósito. Era muy sencillo y corriente, y hacía un considerable período de tiempo que lo estaba persiguiendo a su sencillo y corriente modo.

Todo aquel que conociese su propósito, lo habría calificado de absurdo y desagradable, añadiendo que no era de los propósitos que enriquecen la vida, ponen contenta a la gente o hacen cantar a los pájaros y florecer a las plantas. Más bien lo contrario, en realidad justo al revés.

Pero a él no le correspondía preocuparse por eso. Su trabajo consistía en hacer su trabajo, que era hacer su trabajo. Si eso conducía a cierta estrechez de miras y a un razonamiento tortuoso, no era su trabajo preocuparse por esas cuestiones. Cuando se le presentaban, tales asuntos se encomendaban a otros que, a su vez, disponían de otras personas a las que asignar ese género de cosas.

A muchos, muchos años luz de allí, y en realidad de cualquier sitio, se halla un planeta sombrío y hace mucho abandonado, la Vogonesfera. En alguna parte de ese planeta, en un fétido cenagal envuelto en bruma, se yergue un pequeño monumento de piedra rodeado por los sucios caparazones, rotos y vacíos, de los últimos y escurridizos cangrejos enjoyados, que indica el lugar donde, según se cree, apareció en un principio la especie vogón vogonblurtus. En el monumento hay una flecha grabada en dirección a la niebla, y debajo, en letras sencillas y corrientes, se lee la inscripción: «El macho cabrío se detiene aquí.»

En las entrañas de su invisible nave amarilla, el capitán vogón gruñó al alargar la mano hacia un papel arrugado y un tanto descolorido que tenía delante. Una orden de demolición.

Si hubiera que descifrar dónde empezaba exactamente el trabajo del Capitán, que consistía en hacer su trabajo, que era hacer su trabajo, todo se reduciría en último término a aquel trozo de papel que su inmediato superior le había confiado hacía mucho tiempo. Contenía una orden, y el propósito del Capitán era llevarla a cabo y rellenar el recuadro adyacente con un grueso trazo cuando la hubiera cumplido.

Ya había realizado antes esa orden, pero una serie de molestas circunstancias le habían impedido tachar la casilla.

Una de esas circunstancias molestas era la naturaleza Plural de aquel sector galáctico, donde lo posible interfería continuamente con lo probable. La simple demolición no requería más esfuerzo que el de aplastar una burbuja de aire en un rollo mal puesto de papel de empapelar. Todo lo que se demolía, volvía a surgir de nuevo. Eso pronto se arreglaría.

Otra consistía en un pequeño grupo de gente que constantemente se negaba a estar donde tenía que estar justo en el momento debido. Eso también se arreglaría pronto.

La tercera la representaba un irritante y anárquico aparatito llamado Guía del autoestopista galáctico. Eso ya estaba perfectamente arreglado y, en realidad, mediante la fenomenal energía de la ingeniería temporal inversa, ahora era la propia agencia quien se ocuparía de arreglar todo lo demás. El Capitán había ido simplemente a contemplar el acto final de aquel drama. En cuanto a él, ni siquiera tenía que levantar un dedo.

—Muéstremelo— ordenó.

La oscura forma de un pájaro abrió las alas y se elevó en el aire cerca de él. El puente quedó sumido en la oscuridad. Tenues destellos saltaron brevemente de los ojos del pájaro mientras, en lo más hondo de su espacio direccional, iba cerrándose un corchete tras otro, finalizaban cláusulas hipotéticas, se detenían circuitos repetitivos, se llamaban por últimas veces las funciones recurrentes.

Una deslumbrante imagen se iluminó en la oscuridad, una visión azul verdosa cubierta de agua, un tubo que fluía por el aire en forma de una ristra de salchichas.

Con un flatulento ruido de satisfacción, el Capitán vogón se retrepó en el asiento para contemplar el espectáculo.

25

—¡Ahí es, número cuarenta y dos!— gritó Ford Prefect al taxista—. ¡Ahí, justo!

El taxi se detuvo con una sacudida y Ford y Arthur bajaron de un salto. Por el camino habían parado frente a varios cajeros automáticos y Ford tiró un puñado de dinero por la ventanilla.

La entrada del club, elegante y severa, estaba oscura. El nombre sólo se veía en una placa diminuta. Los socios sabían dónde estaba y, si no se era socio, el saber que estaba allí no servía de mucho.

Ford Prefect no era miembro del club Stavro's, aunque una vez había estado en el otro Stavro's de Nueva York. Tenía un método muy sencillo para entrar en establecimientos de los que no era socio. Simplemente entró a toda velocidad en cuanto se abrió la puerta, señaló a Arthur, que iba detrás, y dijo:

—Está bien, viene conmigo.

Bajó a saltos los oscuros y lustrosos escalones, sintiéndose muy ligero con sus zapatos nuevos. Eran de gamuza y eran azules, y estaba muy contento de que, a pesar de todo lo que estaba ocurriendo, hubiera tenido la agudeza visual de localizarlos en el escaparate de una zapatería desde un taxi lanzado a toda velocidad.

—Creí haberte dicho que no vinieras por aquí.

—¿Cómo?— dijo Ford.

Un hombre delgado, de aspecto enfermizo, que llevaba ropa holgada italiana, subía las escaleras y al cruzarse con ellos, encendiendo un cigarrillo, se detuvo bruscamente.

—Usted no— dijo—. Él.

Miró de frente a Arthur y entonces pareció un poco confuso.

—Disculpe— dijo—. Me parece que le he confundido con otra persona.

Siguió subiendo la escalera, pero casi al momento se volvió de nuevo, aún más perplejo. Miró fijamente a Arthur.

—¿Y ahora, qué?— inquirió Ford.

—¿Cómo ha dicho?

—He dicho y ahora qué— repitió Ford con irritación.

—Sí, eso es— dijo el desconocido, tambaleándose ligeramente y dejando caer una caja de cerillas. Esbozó una débil mueca y se llevó la mano a la frente—. Disculpe. Estoy tratando desesperadamente de acordarme de qué droga acabo de tomar, pero debe ser de ésas de las que uno no se acuerda.

Sacudió la cabeza, dio otra vez la vuelta y subió en dirección al servicio de caballeros.

—Vamos— dijo Ford, bajando deprisa la escalera.

Arthur lo siguió nerviosamente. El encuentro le había inquietado bastante, y no sabía por qué.

No le gustaban aquellos sitios. A pesar de los años en que había soñado con la Tierra y con su hogar, ahora echaba mucho de menos la cabaña de Lamuella, con sus cuchillos y sus bocadillos. Incluso echaba en falta al Anciano Thrashbarg.

—¡Arthur!

Gritaban su nombre en estéreo. Era un efecto de lo más pasmoso.

Se volvió a mirar a un lado. A su espalda, en lo alto de la escalera, vio a Trillian que bajaba corriendo hacia él con su Rymplon. De pronto pareció sobresaltarse.

Arthur se volvió del otro lado para ver por qué se había sobresaltado súbitamente.

Al pie de la escalera estaba Trillian, que llevaba... No, ésta era Tricia. La Tricia que acababa de ver en la televisión, histérica y confusa. Y detrás de ella estaba Random, con la mirada más furiosa que nunca. Al fondo del elegante club tenuemente iluminado, la clientela de la noche formaba un cuadro inmóvil, mirando expectante la confrontación que se producía en la escalera.

Durante unos momentos todo el mundo se quedó petrificado. Menos la música, que siguió vibrando detrás de la barra.

—La pistola que tiene— anunció Ford en voz baja, señalando a Random con la cabeza—es una Wabanatta 3. Estaba en la nave que me robó. Es muy peligrosa, en serio. Que no se te ocurra moverte ni por un momento. A ver si todo el mundo se queda tranquilo y averiguamos por qué está tan enfadada.

—¿Dónde encajo yo?— gritó Random de pronto. Le temblaba mucho la mano con que empuñaba el arma. Se metió la, otra mano en el bolsillo y sacó los restos del reloj de Arthur. Los agitó delante de todos.

—¡Creí que encajaría aquí!— exclamó—. ¡En el mundo que me creó! ¡Pero resulta que ni siquiera mi madre sabe quién soy!

Tiró violentamente el reloj, que se estrelló contra los cristales de detrás de la barra, desperdigando sus entrañas.

Todos permanecieron quietos unos momentos más.

—Random— dijo Trillian con voz suave desde la escalera.

—¡Tú te callas!— gritó Random—. ¡Me abandonaste!

—Random, es muy importante que me escuches y me entiendas— insistió pacientemente Trillian—. No tenemos mucho tiempo. Tenemos que marcharnos. Todos.

—Pero ¿qué dices? ¡Siempre estamos marchándonos! Ahora empuñaba la pistola con ambas manos; las dos le temblaban. No apuntaba a nadie en particular. Sólo apuntaba al mundo en general.

—Escucha— prosiguió Trillian—. Te dejé porque tenía que cubrir una guerra para la emisora. Era sumamente peligroso. O eso pensaba, al menos. Cuando llegué, la guerra había dejado súbitamente de declararse. Se produjo una anomalía en el tiempo y... ¡escucha! ¡Por favor, escúchame! Resulta que una nave de reconocimiento no apareció y el resto de la flota se dispersó en un absurdo desorden. Son cosas que ahora pasan todo el tiempo.

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