Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (25 page)

En el local había unos tres clientes sentados delante de unas mesas, bebiendo despacio sus cervezas. Unos tres. Algunas personas dirían que eran tres exactamente, pero no era esa clase de sitio, no era de esos locales en los que se tienen ganas de ser tan específico. Además, había un individuo alto que estaba instalando material en el pequeño escenario. Una batería vieja. Un par de guitarras. Country & western, o algo así.

El camarero no se apresuraba en servir a Ford. En realidad, no se había movido.

—No estoy seguro de que la cosa rosa esté en venta— dijo al fin, con un retintín de los que perduran.

—Seguro que sí— repuso Ford—. ¿Cuánto quiere?

—Pues...

—Diga una cifra. Yo la doblaré.

—No es mía, no puedo venderla— anunció el camarero.

—¿De quién es, entonces?

El camarero señaló con la cabeza al individuo alto que estaba colocando el escenario.

Ford asintió y sonrió.

—Muy bien— dijo—. Ponga las cervezas y los rollitos. No haga la cuenta todavía.

Arthur se acomodó en la barra. Estaba acostumbrado a no saber lo que pasaba. Se encontraba a gusto así. La cerveza era bastante buena y le dio un poco de sueño, pero no le importó. Los rollos de panceta no eran tales. Sino rollos de Animal Completamente Normal. Intercambió con el camarero algunas observaciones profesionales sobre el arte de hacer rollitos y dejó que Ford se dedicara a lo suyo.

—Muy bien— dijo Ford, volviendo a su taburete—. Está hecho. Tenemos la cosa rosa.

—¿Se la vende?— exclamó el camarero, muy sorprendido.

—Nos la regala— contestó Ford, dando un mordisco al rollito—. Oiga, no, no haga la cuenta todavía. Vamos a pedir más cosas. Buen rollito.

Bebió un largo trago de cerveza.

—Buena cerveza. Buena nave, también— añadió, mirando a la cosa cromada y rosa semejante a un insecto, partes de la cual se veían por las ventanas del bar—. Buena tarde, muy buena. ¿Sabes una cosa?— inquirió, recostándose en el taburete con aire pensativo— En ocasiones como ésta se pregunta uno si vale la pena preocuparse por el tejido del espacio-tiempo, la integridad causal de la matriz multidimensional de la probabilidad, la posible disolución de todas las configuraciones de onda del Toda Clase de Revoltijo General y todas esas cosas que me han estado fastidiando. A lo mejor tiene razón el individuo alto. Déjalo todo. ¿Qué importa? Déjalo.

—¿Qué individuo alto?— preguntó Arthur.

Ford se limitó a indicar el escenario con un movimiento de cabeza. El individuo alto dijo «uno, dos» un par de veces en el micrófono. Ahora había otros dos individuos en el escenario. Batería. Guitarra.

El camarero, que había guardado silencio durante unos momentos, dijo:

—¿Dice que les ha regalado su nave,?

—Sí— contestó Ford—. Hay que dejarlo todo, ésas fueron sus palabras. Coge la nave. Llévatela, con mi bendición. Trátala bien. Y eso haré.

Dio otro trago de cerveza.

—Como iba diciendo— prosiguió— , en ocasiones como ésta es cuando se piensa: déjalo todo. Pero luego se recuerda a tipos como los de Empresas Dimensinfín y uno dice: No van a salirse con la suya. Van a sufrir. Es mi sagrada y santa misión hacer que esos individuos lo pasen mal. Oiga, permítame darle una propina para el cantante. Le he hecho una petición especial y hemos llegado a un acuerdo. Pero tiene que ponérmelo en la cuenta, ¿vale?

—Vale— repuso con cautela el camarero. Luego se encogió de hombros—. Muy bien, como quiera. ¿Cuánto?

Ford dijo una cifra. El camarero se desplomó entre las botellas y los vasos. Ford saltó rápidamente por encima de la barra para ver si estaba bien y lo ayudó a ponerse en pie. Se había hecho unos pequeños cortes en el dedo y en el codo y estaba un poco atontado, pero por lo demás se encontraba perfectamente. El individuo alto empezó a cantar. El camarero se alejó cojeando con la tarjeta de crédito de Ford para pedir conformidad.

—¿Hay algo en todo esto que yo no sepa?— preguntó Arthur a Ford.

—¿Es que no suele haberlo?

—No tienes que ponerte así— repuso Arthur, empezando a despertarse. De pronto, añadió— : ¿Nos vamos? ¿Esa nave puede llevarnos a la Tierra?

—Pues claro.

—¡Allí es donde irá Random!— exclamó Arthur, dando un respingo—. ¡Podemos seguirla! Pero..., humm...

Ford dejó que Arthur pensara las cosas por sí solo y sacó su vieja edición de la Guía del autoestopista galáctico.

—Pero ¿dónde estamos con respecto al eje de probabilidad?— le preguntó Arthur—. ¿Estará allí la Tierra o no estará? He pasado tanto tiempo buscándola. Y lo único que encontré fueron planetas que se le parecían un poco o nada en absoluto, aunque, a juzgar por los continentes, era evidente que estaban en el sitio justo. La peor versión se llamaba Ahoraqué, donde quiso morderme un funesto animalito. Así es como se comunicaban, ¿sabes?, mordiéndose unos a otros. Muy doloroso. Y luego, claro, la mitad del tiempo la Tierra ni siquiera está ahí porque la demolieron los malditos vogones. ¿Me explico un poco?

Ford no hizo ningún comentario. Estaba escuchando algo. Pasó la Guía a Arthur y señaló a la pantalla. El artículo activo decía: «Tierra. Fundamentalmente inofensiva».

—¡Quieres decir que está ahí!— exclamó Arthur, lleno de excitación—. ¡La Tierra existe! ¡Allí es donde irá Random! ¡El pájaro le estaba mostrando la Tierra en plena tormenta!

Ford le hizo un gesto para que gritara un poco más bajo. Estaba escuchando.

Arthur estaba perdiendo la paciencia. Ya había escuchado antes «Love Me Tender» interpretada por cantantes de bares. Le sorprendía un poco oírla allí, justo en aquel condenado sitio de los confines del mundo, que desde luego no era la Tierra, pero en aquellos días las cosas no tendían a sorprenderle lo mismo que antes. El cantante era bastante bueno, para ser cantante de bar y si a uno le gustaban esas cosas, pero Arthur va estaba inquieto.

Miró el reloj. Eso sólo sirvió para recordarle que ya no tenía reloj. Lo tenía Random, o al menos lo que quedaba de él.

—¿No crees que deberíamos irnos?— repitió, en tono de urgencia.

—¡Chsss!— repuso Ford—. He pagado por oír esta canción.

Tenía lágrimas en los ojos, lo que a Arthur le pareció un poco desconcertante. Nunca había visto a Ford emocionado por nada que no fuese una bebida muy, pero que muy fuerte. El polvo, probablemente. Esperó, tamborileando irritadamente con los dedos, a destiempo con la música.

La canción terminó. El cantante siguió con «Heartbreak Hotel».

—De todas formas— musitó Ford— , tengo que hacer una reseña del restaurante.

—¿Qué?

—Tengo que escribir una reseña.

—¿Escribir una reseña? ¿De este sitio?

—Al presentar la reseña se confirma la petición de gastos. Lo he arreglado para que todo ocurra de forma automática y no deje rastro alguno. Esta cuenta va a necesitar una buena autorización— añadió en voz baja, mirando la cerveza con una desagradable sonrisita.

—¿Por unas cervezas y un rollito?

—Y una propina para el cantante.

—¿Por qué, cuánto le has dado?

Ford repitió la cifra.

—No sé cuánto es eso— dijo Arthur—. ¿A qué equivale en libras esterlinas? ¿Qué se podría comprar con eso?

—Con eso se podría comprar más o menos..., Pues...— Ford parpadeó rápidamente mientras hacía algunos cálculos mentales—. Suiza— dijo al fin. Cogió su Guía del autoestopista y se puso a teclear.

Arthur asintió con aire de inteligencia. Había veces que deseaba entender de qué demonios hablaba Ford, y otras, como ahora, en que tenía la impresión de que era más seguro no intentarlo siquiera. Miró por encima del hombro de Ford.

—No vas a tardar mucho, ¿verdad?— le preguntó.

—No. Es una bobada. Sólo mencionar que los rollitos eran muy buenos, la cerveza buena y fría, la fauna de la comarca simpática y excéntrica, el cantante del bar el mejor del universo conocido, y eso es todo. No se necesita mucho. Sólo una autorización.

Tocó una zona de la pantalla que tenía el letrero ENTER y el mensaje desapareció en la red Sub-Etha.

—¿Entonces el cantante te parece muy bueno?

—Sí— contestó Ford.

El camarero volvió con un papel que parecía temblarle en las manos.

—Qué curioso. Al principio, la red la rechazó dos veces. No es que me sorprendiera— aseguró el camarero, con gotas de sudor en la frente—. Y de pronto, que sí, que todo está bien, y la red..., bueno, pues da la autorización. Sin más. ¿Quiere... firmarlo?

Ford examinó el resguardo rápidamente. Silbó entre dientes.

—Esto va a hacer mucho daño a Dimensinfín— dijo con aire de preocupación y, con voz suave, añadió— : Bueno, que se jodan.

Firmó el resguardo, lo rubricó y se lo volvió a entregar al camarero.

—Más dinero— anunció— del que el Coronel ganó en toda su carrera haciendo malas películas y contratos para actuar en casinos. Sólo por hacer lo que mejor le sale. Subir al escenario y cantar en un bar. Y lo ha negociado él personalmente. Me parece que está en un buen momento. Dígale que se lo agradezco e invítele a una copa.

Lanzó unas monedas sobre la barra. El camarero las rechazó.

—Me parece que esto no es necesario— dijo con voz un poco ronca.

—Para mí, sí— repuso Ford—. Bueno, nos vamos.

Se quedaron parados a pleno sol, envueltos por el polvo, mirando la nave rosa y cromo con asombro y admiración. O al menos, Ford la contemplaba con asombro y admiración.

Arthur sólo la miraba.

—¿No te parece un poco ostentosas?

Lo repitió cuando subieron a bordo. Los asientos y buena parte de los mandos estaban tapizados de ante o piel fina. En el panel de mando principal había un gran monograma dorado que decía simplemente: «EP».

—¿Sabes una cosa?— dijo Ford mientras ponía en marcha los motores de la nave—. Le pregunté si era cierto que le habían secuestrado unos extraterrestres, ¿y sabes que me contestó?

—¿Quién?— quiso saber Arthur.

—El Rey.

—¿Qué rey? Oh, ya hemos mantenido esta conversación, ¿verdad?

—No importa— repuso Ford—. Por si te interesa saberlo, me dijo que no. Se marchó por su propia voluntad.

—Sigo sin estar seguro de quién estamos hablando— comentó Arthur.

—Mira— dijo Ford, sacudiendo la cabeza—. En el compartimento de tu izquierda hay unas cintas. ¿Por qué no eliges una y pones música?

—Vale— dijo Arthur, rebuscando entre las cajas

—¿Te gusta Elvis Presley?

—A decir verdad, sí. Bueno, espero que esta máquina sea capaz de saltar tanto como su aspecto indica.

Activó la propulsión principal.

—¡Siiiií!— gritó Ford mientras salían disparados a una velocidad demoledora.

Era capaz.

23

A las cadenas de noticias no les gustan esas cosas. Las consideran una pérdida de tiempo. Una inconfundible nave espacial aparece de pronto en pleno Londres y se convierte en una noticia sensacional de primera magnitud. Tres horas y media después aparece otra completamente distinta y, por lo que sea, no es noticia.

«¡OTRA NAVE ESPACIAL!», decían los titulares y los anuncios de los quioscos. «ÉSTA ES ROSA.» De haber sucedido un par de meses después podrían haberle sacado más partido. Media hora después, la tercera nave, la pequeña Hrundi de cuatro literas, salió únicamente en las noticias regionales.

Ford y Arthur salieron gritando de la estratosfera y aparcaron pulcramente en Portland Place. Era poco después de las seis y media de la tarde y había sitio libre. Se mezclaron brevemente con la multitud que se había congregado a mirar y luego dijeron bien alto que si nadie iba a llamar a la policía ellos lo harían, y salieron a escape.

—Mi casa...— dijo Arthur con un tono ronco insinuándose en su voz mientras miraba a su alrededor con ojos nublados.

—Bueno, no te pongas sentimental ahora— le soltó Ford—. Tenemos que encontrar a tu hija y a esa especie de pájaro.

—¿Cómo?— repuso Arthur—. En este planeta hay cinco billones y medio de personas, y...

—Sí— convino Ford—. Pero sólo una de ellas acaba de llegar del espacio exterior en una nave grande y plateada y en compañía de un pájaro mecánico. Propongo que busquemos una televisión y algo para beber mientras la vemos. Necesitamos un hotel en condiciones.

Se registraron en el Langham, en una amplia suite de dos habitaciones. Misteriosamente, la tarjeta Nutr-O-Cuenta de Ford, expedida en un planeta a más de cinco mil años luz de distancia, no pareció presentar problemas al ordenador del hotel.

Ford se lanzó inmediatamente hacia el teléfono mientras Arthur trataba de localizar la televisión.

—Bien— dijo Ford—. Quisiera encargar margaritas, por favor. Un par de jarras. Dos ensaladas del chef y todo el foie gras que tengan. Y también el Zoológico de Londres.

—¡Está en el telediario!— gritó Arthur desde la otra habitación.

—Eso es lo que he dicho— dijo Ford al teléfono—. El zoo de Londres. Cárguelo a la cuenta.

—Ella es... ¡Santo cielo!— gritó Arthur de nuevo—. ¿Sabes quién le está haciendo una entrevista?

—¿Es que le resulta difícil entender la lengua inglesa?— continuó Ford—. Es el zoo que está un poco más allá, en esta misma calle. No me importa que esté cerrado esta tarde. No quiero una entrada, quiero comprar el zoo. No me importa que usted esté ocupado. Éste es el servicio de habitaciones, yo estoy en una habitación y quiero que me presten un servicio. ¿Tiene papel? Perfecto. Voy a decirle lo que tiene que hacer. Todos los animales que puedan reintegrarse tranquilamente a la naturaleza, que se devuelvan a su ambiente. Organice unos buenos equipos de gente para vigilar los progresos que hagan en el medio natural y ver si están bien.

—¡Es Trillian!— gritó Arthur—. ¿O es..., humm...? ¡Por Dios Santo, no soporto todo este rollo de universos paralelos! Es jodidamente complicado. Parece una Trillian diferente. Se llama Tricia McMillan, que es el nombre que Trillian utilizaba antes de... Bueno... ¿por qué no vienes a ver si te enteras tú?

—Un momento— gritó Ford, volviendo a sus tratos con el servicio de habitaciones—. Entonces necesitaremos algunas reservas naturales para los animales que no puedan adaptarse a la selva. Organice un equipo para investigar los sitios más adecuados. Quizá haga falta comprar un sitio como Zaire y quizá algunas islas. Madagascar. Baffin. Sumatra. Esa clase de sitios. Necesitaremos una amplia variedad de hábitats. Oiga, no veo por qué le parece un problema. Aprenda a delegar competencias. Contrate a quien quiera. Ponga manos a la obra. Ya verá que tengo buen crédito. Y la ensalada aliñada con queso azul. Gracias.

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